.

Ora todos los días muchas veces: "Jesús, María, os amo, salvad las almas".

El Corazón de Jesús se encuentra hoy Locamente Enamorado de vosotros en el Sagrario. ¡Y quiero correspondencia! (Anda, Vayamos prontamente al Sagrario que nos está llamando el mismo Dios).

ESTEMOS SIEMPRE A FAVOR DE NUESTRO PAPA FRANCISCO, ÉL PERTENECE A LA IGLESIA DE CRISTO, LO GUÍA EL ESPÍRITU SANTO.

Las cinco piedritas (son las cinco que se enseñan en los grupos de oración de Medjugorje y en la devoción a la Virgen de la Paz) son:

1- Orar con el corazón el Santo Rosario
2- La Eucaristía diaria
3- La confesión
4- Ayuno
5- Leer la Biblia.

REZA EL ROSARIO, Y EL MAL NO TE ALCANZARÁ...
"Hija, el rezo del Santo Rosario es el rezo preferido por Mí.
Es el arma que aleja al maligno. Es el arma que la Madre da a los hijos, para que se defiendan del mal."

-PADRE PÍO-

Madre querida acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén

Oración por los cristianos perseguidos

Padre nuestro, Padre misericordioso y lleno de amor, mira a tus hijos e hijas que a causa de la fe en tu Santo Nombre sufren persecución y discriminación en Irak, Siria, Kenia, Nigeria y tantos lugares del mundo.

Que tu Santo Espíritu les colme con su fuerza en los momentos más difíciles de perseverar en la fe.Que les haga capaces de perdonar a los que les oprimen.Que les llene de esperanza para que puedan vivir su fe con alegría y libertad. Que María, Auxiliadora y Reina de la Paz interceda por ellos y les guie por el camino de santidad.

Padre Celestial, que el ejemplo de nuestros hermanos perseguidos aumente nuestro compromiso cristiano, que nos haga más fervorosos y agradecidos por el don de la fe. Abre, Señor, nuestros corazones para que con generosidad sepamos llevarles el apoyo y mostrarles nuestra solidaridad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

sábado, 15 de diciembre de 2012

EL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO (MARIA VALTORTA) XI


230.  Curación de la hemorroísa y resurrección de la hija de Jairo.
11 de marzo de 1944.

1Aparecida mientras estoy orando muy cansada y afligida; por tanto, en las peores condiciones de pensar en estas cosas por mí misma. Pero el cansancio físico y mental y la pena se han desvanecido con la primera imagen de mi Jesús. Así que me pongo a escribir.
Va, rodeado de mucha gente que ciertamente le estaba esperando, por un camino soleado y polvoriento que bordea la ribera del lago. Se dirige hacia un pueblo. La muchedumbre le oprime a pesar de que los apóstoles, a fuerza de codos y hombros, vayan tratando de hacer hueco y levanten la voz para convencer a la masa de dejar un poco de espacio.
Pero Jesús no está inquieto por tanto barullo. Sobrepasando en altura con toda la cabeza a los que le rodean, mira con dulce sonrisa a esta multitud que le apretuja; responde a los saludos, acaricia a algún niño que logra hacerse ver por entre la barrera de adultos y arrimarse a Él, pone la mano en la cabeza de aquellos pequeñuelos a los que sus madres aúpan por encima de las cabezas de la gente para que Él los toque... Y, entretanto, sigue andando, lentamente, pacientemente, en medio de esta bulla y de estas continuas presiones que pondrían de malhumor a cualquiera.
2Una voz de hombre grita: «¡Dejad paso! ¡Dejad paso!», una voz que denota angustia. Muchos deben conocerla y respetarla, como de una persona influyente, porque la multitud se escinde ‑ aunque con mucha dificultad, porque están muy apretujados ‑ y dejan pasar a un hombre de unos cincuenta años, enteramente cubierto con un largo y amplio indumento y con una especie de pañuelo blanco alrededor de la cabeza, cuyo vuelo pende hasta el cuello y sobre la cara.
Llega adonde Jesús, se postra a sus pies y dice: «¡Maestro, ¿por qué has estado fuera tanto tiempo?! Mi hija está muy enferma. Ninguno la puede curar. Tú eres la única esperanza mía y de la madre. Ven, Maestro. Te esperaba con ansiedad infinita. Ven, ven en seguida. Mi única criatura se está muriendo...» y se echa a llorar.
Jesús pone su mano sobre la cabeza de este hombre que llora, sobre ­esta cabeza inclinada y convulsa por los sollozos, y le responde: «No llores. Ten fe. Tu hija vivirá. Vamos a verla. ¡Levántate! ¡Vamos!». Las dos últimas palabras tienen tono de imperio. Antes era el Consolador, ahora habla como Dominador.
Se ponen de nuevo en camino. El padre, llorando, va al lado de Jesús, que le tiene cogido de la mano; y, cuando un sollozo más fuerte agita al pobre hombre, veo que Jesús le mira y le aprieta la mano. No hace sino esto, pero ¡cuánta fuerza debe tornar a un alma cuando se siente tratada así por Jesús!
Antes, donde ahora está el padre, estaba Santiago, pero Jesús le ha dicho que le cediera el puesto. Pedro está al otro lado. Juan al lado de Pedro, tratando de hacer con él de barrera a la gente, como hacen también Santiago y Judas Iscariote en el otro lado, detrás del adolorado padre. Los otros apóstoles están unos delante y otros detrás de Jesús. Pero no es suficiente. Especialmente los tres de atrás, entre los cuales veo a Mateo, no consiguen mantener detrás a la muralla viva. Y, cuando refunfuñan un poco demasiado y casi casi insultan a esta muchedumbre poco discreta, Jesús vuelve la cabeza y dice con dulzura: «¡No pongáis impedimento a estos pequeñuelos míos!...».
3Pero, en un momento dado, se vuelve bruscamente, dejando incluso caer la mano del hombre. Se detiene. Se vuelve (esta vez no vuelve sólo la cabeza sino todo su cuerpo). Parece incluso más alto, porque ha tomado una actitud de rey. Con su rostro ‑ ahora severo ‑ y su mirada inquisitiva escruta a la muchedumbre. En sus ojos hay relámpagos, no de dureza sino de majestad.
«¿Quién me ha tocado?» pregunta. Nadie responde. «¿Quién me ha tocado?, repito» insiste Jesús.
Responden los discípulos: «Pero, Maestro, ¿no ves que la muchedumbre te está apretujando por todas partes? Todos te tocan, a pesar de nuestros esfuerzos».
«Estoy preguntando que quién me ha tocado para obtener un milagro. He sentido que salía de mí una virtud milagrosa porque un corazón la invocaba con fe. ¿Quién es este corazón?».
Jesús, mientras habla, baja dos o tres veces sus ojos hacia una mujercita de unos cuarenta años, vestida muy pobremente, de rostro demacrado, la cual busca eclipsarse entre la muchedumbre, desaparecer tragada por la multitud. Esos ojos puestos en ella deben quemarla. Se da cuenta de que no puede huir y vuelve adelante. Se postra a sus pies, casi tocando el polvo con el rostro; con los brazos extendidos, aunque sin llegar a tocar a Jesús.
«¡Perdón! Soy yo. Estaba enferma. ¡Hacía doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi marido me ha abandonado, He gastado todos mis haberes para no ser considerada un oprobio, para vivir como viven todos. Ninguno ha podido curarme. Maestro, ya ves que soy una anciana prematura. Mi vitalidad, con mi flujo incurable, ha salido de mí, y mi paz con ella. Me dijeron que Tú eras bueno. Me lo dijo uno al que habías curado de su lepra, uno que por su experiencia de tantos años en que todos huían de él no sintió asco de mí. No me he atrevido a decir esto antes. ¡Perdóname! He pensado que sólo con tocarte quedaría curada. Pero no te he contaminado de impureza. Apenas he rozado el extremo de tu vestido que toca el suelo, la suciedad del suelo... como mi inmundicia... ¡Pero ahora estoy curada! ¡Bendito seas! En el momento en que he tocado tu vestido mi mal ha cesado. Ahora soy como todas las demás. Ya no se apartará de mí la gente. Mi marido, mis hijos, mis parientes podrán estar conmigo, los podré acariciar, seré útil a mi casa. ¡Gracias, Jesús, Maestro bueno! ¡Bendito seas eternamente!».
Jesús la mira con una bondad infinita. Le sonríe y le dice: «Ve en paz, hija. Tu fe te ha salvado. Queda curada para siempre. Sé buena y vive feliz. Ve».
4No ha terminado de hablar cuando, al improviso, llega un hombre ‑ creo que un siervo ‑, y se dirige al padre de la niña enferma - que durante todo este tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada, verdaderamente en ascuas ‑ y le dice: «Tu hija ha muerto. No importunes ya al Maestro. Su espíritu la ha dejado. Ya las plañideras están llorando. La madre me envía a decírtelo y te ruega que vayas en seguida».
El pobre padre exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime los ojos, se pliega como si le hubieran herido.
Jesús, que parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que le dice la mujer y a responderla, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda curvada del pobre padre: «Hombre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella». (Y se pone de nuevo en marcha, manteniendo estrechado contra sí a este hombre completamente destruido).
La multitud, ante este dolor y la gracia que se ha producido, se detiene atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ligero para seguir luego como una estela a la Gracia que pasa.
Se recorren así unos cien metros, quizás más ‑ no soy buena calculadora ‑; se entra cada vez más en el centro del pueblo.
5Hay una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son gritos gorjeados, agudos, mantenidos en una nota monótona y que parecen dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de voces más finas, luego otro de voces más llenas. Es un alboroto capaz de producir la muerte incluso a quien está bien. 
Jesús ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que Él está ahí para consolarle con ese gesto).
Las... plañideras, que yo llamaría más bien "chillonas", al ver al jefe de la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas, golpean triángulos y sobre esta... música apoyan sus plañidos.
«Callad» dice Jesús. «No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme».
Las mujeres lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien, hacen como si se los arrancaran) para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de Jesús.
Mas Él repite: «¡Callad!», tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa completamente, al menos se transforma en simple mur­mullo. Jesús pasa más adentro.
6Entra en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada y palidísima, yace, ya vestida, ordenados con cuidado sus negros cabellos. La madre llora al pie del costado de­recho de la cama, mientras besa la cérea manita de la difunta.
¡Qué hermoso está Jesús ahora! ¡Como pocas veces le he visto! Se acerca al lecho rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo... volar. Los tres apóstoles cierran la puerta sin contemplacio­nes para con los curiosos y permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.
Jesús va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para to­mar la manita muerta de la pequeña difunta; es también la izquier­da, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la ni­ña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Di­ce: «¡Niña, Yo te lo digo, levántate!».
Transcurre un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen suspendidos. Los apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos acongojados a su hija. Pa­sa un instante... y un suspiro alza el pecho de la pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos, como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene to­davía tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro de Jesús, que la está mirando fijamen­te con sus ojos espléndidos, sonriéndole con alentadora bondad. Y ella también le sonríe.
«Levántate» repite Jesús, mientras aparta con su mano los obje­tos fúnebres que estaban colocados o sobre la propia cama o a los la­dos (flores, velos, etc. etc.) y la ayuda a bajar. Y hace que dé unos pri­meros pasos teniéndola todavía de la mano.
«Dadle de comer. Ahora» ordena Jesús. «Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el milagro. Y tú, niña, sé buena. ¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa». Sale cerrando tras sí la puerta.
La visión termina.
7Le diré que los dos momentos en que la visión me ha alegrado de forma especial han sido: primero, cuando Jesús ha buscado entre la muchedumbre a la persona que lo había tocado; segundo, y sobre todo, cuando, erguido al lado de la pequeñuela muerta, le ha tomado la mano y le ha mandado levantarse. La paz, la seguridad han entrado en mí. No es posible que con semejante piedad no pueda tener piedad de nosotros, ni que con semejante poder no pueda vencer al Mal que nos hace morir.
Jesús, por ahora, no comenta. Tampoco dice nada sobre otras cosas. Me ve casi muerta, pero no juzga oportuno que esté mejor esta tarde. Hágase como Él quiere. Ya me siento suficientemente feliz de tener en mí su visión.
















Maria Valtorta






EL EVANGELIO

COMO ME HA SIDO


REVELADO






VOLUMEN QUINTO






296.     Llegada a Aera bajo la lluvia. Curación de los enfermos que allí
esperan.
6 de octubre de 1945.

1Ya también Arbela ha quedado lejos. Se han añadido a la comitiva Felipe de Arbela y el otro discípulo que oigo que le llaman Marcos.
El camino está embarrado, como si hubiera llovido mucho. El cielo está ceniciento. Un riachuelo, bastante digno de este nombre, corta el camino de Aera. Lleno por las lluvias ‑ que está claro que han arreciado con furia en esta zona ‑, no presenta ciertamente un color cerúleo, sino amarillo rojizo, como si portase aguas pasadas por terrenos ferruginosos.
«Ya el tiempo se ha puesto mal. Has hecho bien despidiendo a las mujeres. Este tiempo ya no es adecuado para que estén por los caminos» sentencia Santiago.
Y Simón el Zelote, siempre sereno, incluso en su absoluta dedicación al Maestro, proclama: «El Maestro todo lo que hace lo hace bien. No es torpe como nosotros. Ve y prevé todo en el mejor de los modos, y más por nosotros que por Él».
Juan, contento de ir al lado de Jesús, le mira de abajo arriba con su rostro risueño y dice: «Eres el Maestro más encantador y bueno que jamás tuvo la tierra, tiene ni tendrá, además del más santo».
«Esos fariseos... ¡Qué desilusión! También el mal tiempo ha contribuido a convencerlos de que verdaderamente Juan de Endor no estaba. Pero, ¿y por qué la tienen tomada con él de esa forma?» pre­gunta Hermasteo, que siente mucha ternura por Juan de Endor.
Responde Jesús: «Esa aversión no es contra él ni por él. Es un instrumento que mueven contra mí».
Felipe de Arbela dice: «Bien, pues el agua los ha requeteconven­cido de que era inútil esperar y sospechar de Juan de Endor. ¡Viva el agua! Ha servido también para tenerte yo en mi casa cinco días».
«¡Qué preocupados estarán los de Aera! Ya será mucho si no vemos venir a nuestro encuentro a mi hermano» dice Andrés.
«¿A nuestro encuentro? Vendrá detrás de nosotros» observa Mateo.
«No. Iba por el camino del lago. Porque desde Gadara iba al lago y luego con alguna barca a Betsaida, para ver a su mujer y decirle que el niño está en Nazaret y que él pronto regresaría. De Betsaida a Merón tomaba el camino de Damasco durante un tramo, y luego el             camino de Aera. Está, sin duda, en Aera».
2Pasa un momento de silencio. Luego Juan dice sonriendo: «¡Pero esa viejecita, Señor!».


«Estaba casi convencido de que le ibas a conceder la alegría de morir apoyada en tu pecho, como a Saúl de Keriot*» observa Simón Zelote.                                    
«Mi amor ha sido mayor incluso. Porque espero a llamarla a mí en el momento en que el Cristo vaya a abrir las puertas del Cielo. No tendrá que esperarme mucho la pequeña madre. Ahora vive con su recuerdo y, con la ayuda de tu padre, Felipe, su vida será menos triste. Yo os bendigo de nuevo a ti y a tu familia».
Una nube más espesa que la que cubre el cielo vela ahora la alegría de Juan.
Jesús lo ve y dice: «¿No estás contento de que la ancianita vaya pronto al Paraíso?».
«Sí... pero no estoy contento porque ello querrá decir que Tú te marchas... ¿Por qué morir, Señor?».
«Quien ha nacido de mujer muere».
«¿Vas a tenerla sólo a ella, Señor?».
«¡Oh, no... y qué exultante será el paso de estos que salvo como Dios y que he amado como hombre!...».
3Atraviesan otros dos pequeños ríos, muy cercanos el uno del otro. Empieza a llover en la llana región que se abre ante los peregrinos una vez superados los cerros (donde se cruzan con el camino que aprovecha un valle para proseguir hacia el Norte).
Al Norte – es más, a un noroeste poco Oeste – se delinea una alta, poderosa sierra sobre cuyos montes se superponen nubes y más nubes, que casi crean nuevos, ilusorios montes de nubes encima de los reales, de roca, cubiertos de bosques a los lados y de nieves en sus cúspides. Pero es una sierra muy lejana.
«Aquí agua, allá nieve. Es la cadena del Hermón. En las cúspides hay ahora una capa más vasta de blancura. Si en Aera tenemos sol, veréis lo bonito que es cuando el sol pone rosa el pico mayor» dice Timoneo, que se siente impulsado por el amor patrio a cantar las bellezas de su región.
«Sí, pero mientras tanto llueve. ¿Está lejos todavía Aera?» pregunta Mateo.
«Mucho. Hasta la noche no llegaremos».
«Que Dios nos salve entonces de cogernos alguna enfermedad» termina Mateo, poco entusiasta de caminar con este mal tiempo.
Van todos arrebozados en sus mantos, debajo de los cuales llevan los sacos de viaje, para resguardarlos de la humedad, y resguardar así la ropa para poderse cambiar nada más llegar, pues la que llevan está ya chorreando de agua y los bajos están completamente cargados de lodo.
Jesús va a la cabeza, absorto en sus pensamientos. Los demás van dando mordiscos a sus respectivos panes. Juan dice alegremente: «No tenemos necesidad de buscar fuentes para calmar la sed. Basta con volver hacía atrás la cabeza y abrir la boca, y los ángeles nos dan el agua».
__________________________
* como a Saúl de Keriot, en 78.8.
Hermasteo, que, siendo joven también, tiene en común con Felipe de Arbela y Juan la envidiable suerte de tomarse todo con alegría, dice: «Simón de Jonás se quejaba de los camellos. Pero ya preferiría yo estar encima de aquella torre sacudida por un terremoto que no en este barro. ¿Tú qué opinas?».
Y Juan: «Digo que en todas partes estoy bien, con tal de que esté Jesús...».
Los tres jóvenes se dan a una animada conversación entre ellos. Los cuatro más mayores aceleran hasta alcanzar a Jesús. La pareja restante, Timoneo y Marcos, se pone al final, hablando...
4«Maestro, en Aera estará Judas de Simón      » dice Andrés.
«Ciertamente. Y con él Tomás, Natanael y Felipe».
«Maestro... echo de menos estos días de paz» suspira Santiago.
«No debes decir eso, Santiago».
«Lo sé... Pero no puedo evitarlo...» y lanza otro gran suspiro.
«Estará también Simón Pedro con mis hermanos. ¿No te alegras de ello?».
«¡Mucho! Maestro, ¿por qué Judas de Simón es tan distinto de nosotros?».
«¿Por qué el agua se alterna con el sol, el calor con el frío, la luz con las tinieblas?».
«Pues porque no se podría tener siempre una cosa. Moriría la vida en la tierra».
«Así es, Santiago».
«Sí, pero eso no tiene que ver con Judas...».
«Respóndeme. ¿Por qué las estrellas no son todas como el Sol, grandes, calientes, espléndidas, poderosas?».
«Porque... la tierra se abrasaría bajo tanto fuego».
«¿Por qué las plantas ‑ me refiero a todos los vegetales ‑ no son como aquellos nogales?».
«Porque... los animales no podrían comérselas».
«¿Y entonces por qué no son todas como hierbas?».
«Porque... no tendríamos leña para el fuego, para las casas, para hacer utensilios, carros, barcas, muebles».
«¿Por qué los pájaros no son todos águilas y todos los animales elefantes o camellos?».
«¡Buenos estaríamos si fuera así!».
«¿Esta variedad te parece entonces una cosa buena, no?».
«Sin duda».
«Juzgas entonces que... ¿Por qué, según tú, Dios la ha hecho?».
«Para ofrecernos la mayor ayuda posible».
«Entonces para bien, ¿no? ¿Estás seguro de ello?».
«Como de que vivo en este momento».
«Entonces, si ves justo que haya variedad de especies animales, vegetales y astrales, ¿por qué pretendes que todos los hombres sean iguales? Cada uno tiene su misión y su forma. ¿La infinita diversidad de especies te parece signo de potencia o de impotencia del Creador?».
«De potencia. Una sirve para hacer resaltar a la otra».
«Muy bien. También Judas sirve para lo mismo, y tú les sirves a tus compañeros, y tus compañeros a ti. Tenemos treinta y dos dientes en la boca, pero, si los miras bien, entre sí son bien diferentes. No sólo por lo que respecta a las tres clases, sino incluso entre los elementos de una misma clase. Pues bien, puesto que estás comiendo, observa su oficio. Verás que incluso los que parecen poco útiles y que trabajan poco son precisamente los que hacen el primer trabajo de cortar el pan y de llevarlo a los otros, que lo desmenuzan, para pasarlo a los otros que lo transforman en papilla. ¿No es así? A ti te parece que Judas no hace nada, o que su actuación es negativa. Te recuerdo que ha evangelizado, y bien, la Judea meridional, y que ‑ tú lo has dicho ‑ sabe tener tacto con los fariseos».
«Es verdad».
Mateo observa: «También es muy hábil para obtener dinero para los pobres. Pide, sabe pedir como no lo sé hacer ni siquiera yo... Quizás porque el dinero ahora me da asco».
5Simón Zelote agacha el rostro, carmesí de tan rojo como se ha puesto.
Andrés lo ve y pregunta: «¿Te encuentras mal?».
«No, no... El cansancio... no sé».
Jesús le mira fijamente y Simón se pone cada vez más rojo. Pero Jesús no dice nada.
Viene corriendo Timoneo: «Maestro, allí se ve el pueblo antes de Aera. Podremos hacer un alto en el camino o pedir burros».
«Ya está dejando de llover. Es mejor seguir».
«Como quieras Maestro. Pero ahora, con tu permiso, me adelanto».
«Bien».
Timoneo se echa a correr con Marcos. Jesús, sonriendo, observa: «Quiere que tengamos un ingreso triunfal».
De nuevo están todos en grupo. Jesús deja que se metan a hablar con pasión de las diferencias de las regiones. Luego se retrasa, tomando consigo al Zelote. En cuanto están solos, pregunta: «¿Por qué te has puesto colorado, Sinión?». Vuelve a ponerse rojo como las brasas, pero no dice nada. Jesús repite la pregunta. Simón, más rojo y más callado. Jesús insiste en la pregunta.
«¡Señor, pero si Tú ya lo sabes! ¿Por qué me obligas a hablar?» grita el Zelote, dolido como si fuera un torturado.
«¿Tienes certeza?».
«No me lo ha negado. Sin embargo, ha dicho: "Lo hago por previsión. Soy sensato. El Maestro no piensa nunca al mañana". Forzando las cosas, hasta podría ser así. Pero... en todo caso es... en todo caso es... Maestro, mete Tú la palabra exacta».
«En todo caso es una demostración de que Judas es solamente un "hombre". No sabe elevarse a ser un espíritu. Pero, más o menos, sois todos así. Teméis por estupideces. Os preocupáis de previsiones inútiles. No sabéis creer que la Providencia es potente y está presente. Bien, que esto quede entre nosotros dos. ¿No es verdad?».
«Sí, Maestro».
Un momento de silencio. Luego Jesús dice: «Pronto volveremos al lago... Será hermoso un poco de recogimiento después de tanto camino. Nosotros dos iremos a Nazaret y estaremos allí un tiempo, hacia las Encenias. Estás sólo... Los otros estarán en familia. Tú, conmigo».
«Señor, Judas y Tomás, y también Mateo, están solos».
«No te preocupes. Cada uno celebrará las fiestas con la familia. Mateo tiene a su hermana. Tú estás solo. A menos que quieras ir con Lázaro...».
«No, Señor» interviene inmediatamente Simón. «No. Quiero a Lázaro. Pero estar contigo es estar en el Paraíso. Gracias, Señor» y le besa la mano.
6Hace poco que han dejado atrás el pueblecillo, cuando he aquí que, bajo otro aguacero, aparecen de nuevo por el camino inundado Timoneo y Marcos, que gritan: «¡Deteneos! Está Simón Pedro con unos burros. Le he encontrado mientras venía para acá. Lleva ya tres días de camino hacia aquí con los animales, bajo la lluvia».
Se detienen al amparo de un robledal que resguarda un poco del chaparrón. Y ven venir, montado en un asno ‑ el primero de una fila de borriquillos ‑ a Pedro, que, con la manta que se ha echado sobre la cabeza y la espalda, parece un fraile.
«¡Dios te bendiga, Maestro! ¡Ya decía yo que estaría mojado como uno que se hubiera caído al lago! ¡Venga, en seguida, a caballo todos, que Aera hace tres días que está ardiendo de tanto como tiene encendidas sus chimeneas para secarte! Rápido, rápido... ¡En qué estado!... ¡Fijaos aquí! ¡Pero no erais capaces de hacerle esperar? ¡Ah, si no estoy yo! ¡Pero, yo digo...! ¡Pero mirad aquí! Tiene el pelo tieso como un ahogado. Debes estar helado. ¡Con toda esta agua! ¡Qué imprudencias! ¿Y vosotros? ¿Y vosotros? ¡Infames! Tú el primero, hermano, que no piensas. Y todos los demás. ¡Bien guapos estáis! Parecéis sacos caídos a un pantano! ¡Venga, ligeros! ¡Ya no me vuelvo a fiar de confiárosle! Me falta poco para ahogarme de horror...».
«Y de lo que hablas, Simón» dice sereno Jesús mientras el asno trota al lado del de Pedro, a la cabeza de la caravana asnal. Jesús repite: «Y de lo que hablas. De palabras inútiles. No me has dicho si han llegado los otros, si han partido las mujeres, si tu mujer está bien... No me has dicho nada».
«Te diré todo. Pero ¿por qué te has puesto en camino con esta lluvia?».
«¿Y tú por qué has venido?».
«Porque tenía prisa de verte, Maestro mío».
«Porque tenía prisa de reunirme contigo, Simón mío».
«¡Oh, mi querido Maestro! ¡Cuánto te quiero! ¿Mujer, niño, casa? ¡Nada, nada! Todo es feo si Tú no estás. ¿Crees que te quiero así?».
«Lo creo. Sé quién eres, Simón».
«¿Quién?».
«Un grande niño lleno de pequeños defectos, y, bajo estos defectos, sepultadas, muchas dotes excelentes. Pero hay una que no está sepultada: tu honestidad en todo. 7¿Y entonces, quién está en Aera?».
«Judas, tu hermano, con Santiago, más Judas de Keriot con los otros. Parece que Judas ha hecho las cosas muy bien. Todos le alaban...».
«¿Te ha hecho preguntas?».
«¡Muchas! No he respondido a nada. He dicho que no sabía nada. Y es así, porque ¿qué sé yo, aparte de haber acompañado hasta Gadara a las mujeres? Mira, no le he dicho nada de Juan de Endor. Él cree que está contigo. Deberías decírselo a los otros».
«No. Ellos, como tú, tampoco saben dónde está Juan. Inútil decir más cosas. ¡Pero estos burros?... ¡tres días!... ¡Qué gasto! ¿Y los pobres!».
«Los pobres... Judas tiene un montón de dinero. Se ocupa él. Estos burros no me cuestan una perra. Los habitantes de Aera me habrían dejado incluso mil, sin ningún gasto, para ti. He tenido que levantar la voz para impedir venir a buscarte con un ejército de asnos. Tiene razón Timoneo. Aquí todos creen en ti. Son mejores que nosotros...» y suspira.
«¡Simón, Simón! En la Transjordania nos honraron; hubo un galeote, paganas, pecadoras, mujeres, que os dieron lecciones de perfección. Recuérdalo siempre, Simón de Jonás».
«Trataré de recordarlo, Señor. Mira, mira, los primeros de Aera. ¡Mira cuánta gente! Está la madre de Timoneo. Ahí están tus hermanos entre la multitud. Y los discípulos a los que habías dicho que se adelantaran, y los que luego han venido con Judas de Keriot. Ahí está el más rico de Aera con sus servidores. Quería que te alojaras en su casa. Pero la madre de Timoneo ha hecho valer su derecho y estarás en su casa. ¡Mira, mira! Están irritados porque el agua apaga las antorchas. 8Hay muchos enfermos, ¡eh! Se han quedado en la ciudad, junto a las puertas, para verte en seguida. Uno que tiene un almacén de leña ha puesto a su disposición los cobertizos. Hace tres días que están allí, ¡pobre gente!; desde que llegamos nosotros y nos extrañamos de no verte».
El grito de la multitud impide que Pedro continúe, así que se calla y permanece al lado de Jesús como si fuera un escudero. Ya han llegado a la gente. La multitud se va abriendo, y Jesús pasa con su borriquillo, bendiciendo continuamente mientras pasa.
Entran en la ciudad.
«Donde los enfermos, inmediatamente» dice Jesús, sin hacer caso de las protestas de quienes quisieran ofrecerle un techo y darle alimento y fuego por miedo a que sufra demasiado. «Ellos sufren más que Yo» responde.
Tuercen a la derecha. Ya llegan al rústico recinto del almacén de la leña.
Abren de par en par la puerta. Del interior del recinto sale un clamor quejumbroso: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros!». Es un coro suplicante, constante como una letanía. Voces de niños, de mujeres, de hombres, de ancianos: tristes como balidos de corderos en pena; acongojadas como de madres en agonía; descorazonadas como de quien tiene una sola esperanza; temblorosas como de quien ya sólo sabe llorar...
Jesús entra en el recinto. Se yergue lo más que puede sobre los estribos, y, levantando la mano derecha, dice con su voz potente: «A todos los que creen en mí, salud y bendición».
Se apoya de nuevo en la silla y hace ademán de volver afuera. Pero la multitud le oprime, los que han quedado curados se cierran en torno a Él. Y, a la luz de las antorchas, que al amparo de los pórticos arden y dan viveza de resplandores al crepúsculo, se ve al gentío que bulle delirante de alegría aclamando al Señor; al Señor, que casi desaparece en medio de un tapiz de flores de niños sanados que las madres le han puesto en los brazos, en el regazo, y hasta en el cuello del asno, sujetándolos para que no se caigan. Jesús tiene los brazos colmados de niños, como si fueran flores, y sonríe feliz, y los besa, porque, sujetándolos como está con los brazos, no puede bendecirlos. En fin, retiran a los niños. Ahora son los ancianos curados los que lloran de alegría y le besan el vestido, y luego los hombres y las mujeres...
Es ya de noche cuando puede entrar en la casa de Timoneo y reponerse con el fuego y la ropa seca.

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