A Juana de Cusa le son confiados, para su tutela,
los huerfanitos María y Matías.
11 de octubre de 1945.
1Todo el lago de Tiberíades es
una lastra cenicienta. Parece mercurio turbio, de tan pesado como se
ve, en una calma chicha que apenas si permite indicios de cansadas
olas que no logran hacer espuma y en cuanto inician el movimiento ya
se detienen, se amansan, se uniforman a esta masa de agua sin brillo
bajo un cielo también opaco.
Pedro y Andrés en torno a su
barca, Santiago y Juan al lado de la suya, preparan la partida en la
pequeña playa de Betsaida. Olor de hierbas y de tierra empapada de
agua, leve bruma sobre las planicies herbosas hacia Corazín.
Tristeza de noviembre en todas las cosas.
2Jesús sale de la casa de
Pedro, llevando de la mano a los dos pequeñuelos Matías y María.
La mano de Porfiria los ha arreglado con maternal cuidado y ha
substituido el vestidito de María por uno de Margziam. Matías, que
es demasiado pequeño, no ha podido gozar de la misma gracia y
tiembla todavía con su tuniquita de algodón descolorida; tanto que
Porfiria, compasiva, vuelve a casa y sale con un pedazo de manta y
arropa al niño como si la manta fuera un manto. Jesús le da las
gracias mientras ella se arrodilla al despedirse, para retirarse
después de haber dado a los dos huerfanitos un último beso.
«Con tal de tener niños, se
habría hecho cargo de éstos también» comenta Pedro, que ha
observado la escena, y que a su vez se agacha para ofrecer a los dos
niños un pedazo de pan untado con la miel que tenía guardada debajo
de un asiento de la barca; lo cual hace reír a Andrés, que dice:
«¡Y tú no? ¡Hasta le has robado la miel a tu mujer para dar un
poco de alegría a estos dos!...».
«¡Robado! ¡Robado! ¡La miel
es mía!».
«Sí, pero mi cuñada la guarda
con celo porque es de Margziam. Y tú, que lo sabes, has entrado esta
noche descalzo como un ratero en la cocina a coger la cantidad de
miel que te hacía falta para preparar ese pan. Te he visto, hermano,
y me he reído porque mirabas a tu alrededor como un niño que teme
los bofetones de su madre».
«¡Qué granuja este espía!»
ríe Pedro mientras abraza a su hermano, que a su vez le besa
diciendo: «¡Pero qué hermano más majo tengo!».
Jesús observa y sonríe
abiertamente, entre los dos niños, que devoran su pan.
3Del interior de Betsaida llegan
los otros ocho apóstoles. Quizás estaban alojados donde Felipe y
Bartolomé.
«¡Ligeros!» grita Pedro, y
toma en un único abrazo a los dos niños para llevarlos a la barca
sin que se mojen los piececitos desnudos. «¿No tenéis miedo,
verdad?» pregunta mientras chapotea en el agua con sus piernas
cortas y gruesas, desnudo hasta un palmo abundante por encima de las
rodillas.
«No, señor» dice la niña,
pero se agarra convulsamente al cuello de Pedro, y cierra los ojos
cuando la pone dentro de la barca (que se balancea con el peso de
Jesús, que acaba de subir). El niño, más valiente, o más
impresionado, no habla siquiera.
Jesús se sienta, arrima hacia
sí a los dos pequeñuelos y los tapa con su manto, que parece una
ala extendida para proteger a dos pollitos.
Seis en una barca, seis en la
otra, todos ya están a bordo. Pedro quita el madero del arribo y
empuja fuertemente con la mano la barca para meterla más en el agua;
luego, con un último salto, salva el borde de la barca; Santiago le
imita con la suya. La acción de Pedro ha hecho bambolearse mucho a
la barca; la niña gime: «¡Mamá!» y esconde la cara en el regazo
de Jesús agarrándose con fuerza a sus rodillas. Mas ahora ya
avanzan suavemente, aunque con fatiga para Pedro, Andrés y el mozo,
que tienen que remar, ayudados por Felipe, que hace de cuarto. La
vela, que pende floja con esta calma chicha pesada y húmeda, no
sirve. Tienen que trabajar con los remos.
«¡Qué boga!» grita Pedro a
los de la barca gemela, en la que hace de cuarto el Iscariote, que
rema perfectamente, lo cual es alabado por Pedro.
«¡Dale, Simón!» responde
Santiago. «Dale o te ganamos. Judas tiene la fuerza de un galeote.
¡Muy bien, Judas!».
«Sí. Te nombraremos jefe de
remadores» confirma Pedro, que rema por dos. Y ríe diciendo: «Pero
no conseguiréis quitarle el primado a Simón de Jonás. A los veinte
años ya era remador principal en las apuestas entre los pueblos» y,
alegre, da la voz de estrepada a sus remadores: «¡O e!,
¡o e!». Las voces avanzan sobre el silencio del lago desierto
en esta hora matutina.
4Los niños recobran seguridad.
Cubiertos todavía por el manto, alzan sus caritas demacradas, y
apenas si asoma a ellas una sonrisa, una por este lado, la otra por
el otro lado del Maestro, que los tiene abrazados. Se interesan por
el trabajo de los remadores. Intercambian algunos comentarios.
«Parece como si fuéramos en un
carro sin ruedas» dice el niño.
«No. En un carro por las nubes.
¡Mira! Es como andar por el cielo. ¡Mira, mira, ahora subimos a una
nube!» dice María, al ver que la barca hunde su punta en un lugar
que refleja un nubarrón algodonoso. Y ríe levemente.
Mas el sol rompe la bruma, y,
aunque sea sólo un pálido sol de noviembre, las nubes se hacen de
oro y el lago las refleja brillando, «¡Qué bonito! Ahora andamos
sobre el fuego. ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!». El niño choca las
manos.
Pero la niña calla, y luego
rompe a llorar. Todos le preguntan el porqué de ese llanto. Entre
sollozos explica: «Mi mamá decía una poesía, o un salmo, no sé,
para tenernos tranquilos, para que pudiéramos rezar a pesar de tanto
dolor... y decía esa poesía de un Paraíso que será como un lago
de luz, de dulce fuego, donde sólo estará Dios, sólo habrá
alegría, adonde irán los buenos... después de la venida del
Salvador... Este lago de oro me lo ha recordado... ¡Oh, mi mamá!».
Se echa a llorar también Matías. Y todos participan de este dolor.
5Pero, de entre el rumor de las
distintas voces y el lamento de los huerfanitos, se alza la dulce voz
de Jesús: «No lloréis. Vuestra mamá os ha traído a mí, y está
aquí con nosotros mientras os llevo a una mamá que no tiene hijos.
Se alegrará de tener dos niños buenos en vez del suyo, que ahora
está donde vuestra mamá. Porque también ella ha llorado, ¿sabéis?
Como a vosotros se os ha muerto vuestra mamá, a ella se le murió su
hijito...».
«¡Entonces nosotros vamos con
ella y su hijo irá con nuestra mamá!» dice María.
«Exactamente así. Y seréis
todos felices».
«¿Cómo es esta mujer? ¿Qué
hace? ¿Es una labriega? ¿Tiene un buen amo?». Los niños se
interesan.
«No es campesina. Pero tiene un
jardín lleno de rosas y es buena como un ángel. Su marido también
es bueno. Él también os querrá».
«¿Tú crees, Maestro?»
pregunta un poco incrédulo Mateo.
«Estoy seguro. Y vosotros
también os convenceréis de ello. Hace tiempo Cusa quería a
Margziam para hacer de él un noble».
«¡Ah, eso de ninguna manera!»
grita Pedro.
«Margziam será un noble de
Cristo. Sólo esto, Simón. ¡Tranquilo!».
El lago se pone de nuevo de
color ceniza. Se frunce al levantarse un poco de viento. La vela se
tensa, la barca avanza vibrando. Pero los niños están tan
embelesados con la idea de su nueva mamá, que no sienten miedo.
6Pasa Magdala con sus casas
blancas entre la verdura de los campos. Pasa la campiña entre
Magdala y Tiberíades. Se ven las primeras casas de Tiberíades.
«¿A dónde, Maestro?».
«Al embarcadero de Cusa».
Pedro vira y da indicaciones al
mozo. La vela cae, mientras la barca orienta su proa hacia el
embarcadero para adentrarse luego en él, hasta detenerse junto al
pequeño espigón, seguida por la otra. Están paradas las dos, una
detrás de otra, como dos ánades cansadas. Bajan todos. Juan se
adelanta corriendo para dar una voz a los jardineros.
Los niños, acobardados, se
arriman a Jesús, y María, emitiendo un suspiro, tirando del vestido
de Jesús, pregunta: «¿Pero es buena de verdad?».
Juan vuelve: «Maestro, un
doméstico está abriendo la cancela. Juana ya está levantada».
«Bien. Esperad todos aquí. Voy
a adelantarme».
Y Jesús se encamina solo. Los
otros le ven ir adelante y hacen comentarios más o menos favorables
al paso que quiere dar Jesús. No faltan dudas ni críticas. Desde el
lugar donde están, sólo ven que acude Cusa al encuentro de Jesús,
se inclina profundamente en el umbral de la cancela, y se adentra en
el jardín a la izquierda de Jesús. Luego no se ve nada más.
7Pero yo sí veo. Veo a Jesús
andando despacio al lado de Cusa, que muestra toda su alegría de
recibirle en su casa: «Mi Juana se pondrá muy contenta. Yo también
lo estoy. Está cada vez mejor. Me ha hablado del viaje. ¡Qué
éxitos, mi Señor!».
«¿No te ha causado pesar?».
«Juana es feliz. Yo me siento
feliz de verla feliz a ella. Podía no tenerla ya desde hace meses,
Señor».
«Podía haber sido así... Y Yo
te la di de nuevo. Tienes que saber ser agradecido con Dios».
Cusa le mira turbado... y
susurra: «¿Es una reprensión, Señor?».
«No. Un consejo. Sé bueno,
Cusa».
«Maestro, sirvo a Herodes...».
«Lo sé. Pero tu alma no está
sometida a nadie, aparte de Dios, si no lo quieres».
«Es verdad, Señor. Me
enmendaré. Algunas veces se apodera de mí el respeto humano...».
«¿Lo habrías tenido el año
pasado, cuando querías salvar a Juana?».
«¡No! A costa de perder
cualquier honor, me habría dirigido a quien hubiera pensado que la
podía salvar».
«Haz lo mismo por tu alma. Es
más valiosa aún que Juana. 8Ahí viene ella».
Viene a su encuentro corriendo
por el paseo. Ellos aceleran el paso.
«¡Maestro mío! No esperaba
volver a verte tan pronto. ¿Qué bondad tuya te conduce a tu
discípula?».
«Una necesidad, Juana».
«¿Una necesidad? ¿Cuál?
Habla, que, si podemos, te ayudamos» dicen a la vez los dos esposos.
«Ayer tarde he encontrado en un
camino desierto a dos niños... una niñita y un pequeñuelo...
Descalzos, andrajosos, hambrientos, solos... y he visto a un hombre
de corazón de lobo que los arrojaba de su presencia como si fueran
lobos. Estaban medio muertos de hambre... A ese hombre le procuré el
bienestar el año pasado y ahora ha negado un pan a dos huérfanos.
Porque son huérfanos. Huérfanos... por los caminos de este mundo
cruel. Ese hombre recibirá su castigo. ¿Queréis vosotros mi
bendición? Yo, Mendigo de amor, extiendo ante vosotros mi mano, para
estos huérfanos sin casa, sin vestidos, sin pan, sin amor. ¿Queréis
ayudarme?».
«¡Pero, Maestro, ¿lo pides?!
¡Di lo que quieres; cuanto quieras; di todo!...» dice impetuoso
Cusa. Juana no habla, pero, con las manos juntas en su pecho, una
lágrima en sus largas pestañas, una sonrisa de anhelo en sus rojos
labios, espera... y habla más que si hablara.
Jesús la mira y sonríe:
«Quisiera que esos niños tuvieran una madre, un padre, una casa. Y
que la madre se llamara Juana...».
No tiene tiempo de terminar,
porque el grito de Juana es como el de uno que hubiera sido liberado
de una prisión, mientras se postra a besar los pies de su Señor.
«¿Y tú, Cusa, qué dices?
¿Acoges en mi nombre a estos mis amados?, ¿a estos que para mi
corazón son mucho más estimables que las preseas?».
«Maestro, ¿dónde están?
Llévame a ellos. Por mi honor te juro que desde el momento en que
deposite mi mano sobre su cabeza inocente, los querré en tu nombre
como un verdadero padre».
«Venid, entonces. Sabía que no
venía en vano. Venid. Son agrestes, están asustados, pero son
buenos. Fiaos de mí, que veo los corazones y el futuro. Daran paz y
unión a vuestra unión, no tanto ahora cuanto en el futuro. En su
amor os identificaréis de nuevo. Sus inocentes abrazos serán la
mejor argamasa para vuestra casa de esposos. Y el Cielo se os
mostrará benigno, siempre misericordioso por esta caridad que
hacéis. Están afuera, en la cancela. Venimos de Betsaida...».
Juana no escucha más. Se
adelanta, corriendo, cautiva del frenesí de acariciar niños. Y lo
hace: cae de rodillas, para estrechar contra su pecho a los dos
huerfanitos, y besa sus mejillas macilentas, mientras ellos miran
atónitos a esta hermosa señora de vestido enjoyelado. Miran también
a Cusa, que los acaricia y coge en brazos a Matías. Miran también
el espléndido jardín, y a los domésticos, que están acudiendo al
lugar... Y miran la casa, que abre sus vestíbulos llenos de riquezas
a Jesús y a sus apóstoles. Y miran a Ester, que los cubre de besos.
El mundo de los sueños se ha abierto ante estos pequeños
desvalidos...
Jesús observa y sonríe...
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