228. Margziam confiado a Porfiria.
24 de julio de 1945.
1Jesús
está con sus apóstoles en el lago de Galilea. Es por la mañana, todavía
temprano. Están todos los apóstoles, incluso Judas, perfectamente curado y con
una expresión de rostro más dulce, debido a la enfermedad que ha padecido y a
los cuidados recibidos; y también Margziam, un poco impresionado porque es la
primera vez que está sobre el agua. El niño, aunque no quiere que se note, a
cada cabeceo un poco más fuerte, se agarra con un brazo al cuello de la oveja,
que comparte su miedo balando quejumbrosamente, y con el otro brazo a lo que
puede (al mástil, a un asiento, a un remo, o incluso a la pierna de Pedro o de
Andrés o de los mozos, que pasan dedicados a sus operaciones), y cierra los
ojos, quizás convencido de que está viviendo su última hora.
Pedro, de vez
en cuando, dándole un cachetito en el carrillo, le dice: «¿No tendrás miedo,
no? Un discípulo no debe tener nunca miedo». El niño dice que no, con la
cabeza, pero, dado que el viento aumenta y que el agua se va agitando más a
medida que se acercan a la desembocadura del Jordán en el lago, se agarra más
fuerte y cierra los ojos más veces... hasta que exhala un grito de miedo,
cuando, al improviso, la barca se inclina por una ola que la ha embestido de
costado.
Unos
ríen, otros, de broma, toman el pelo a Pedro, porque ahora es padre de uno que
no sabe estar en la barca; otros se burlan de Margziam, porque siempre dice que
quiere ir por tierras y mares a predicar a Jesús y luego tiene miedo de
recorrer unos pocos estadios de lago. Pero Margziam se defiende diciendo: «Cada
uno tiene miedo de algo, si no lo conoce: yo del agua, Judas de la muerte...».
2Comprendo
que Judas ha debido tener mucho miedo a morir, y me asombra el que no reaccione
ante esta observación; antes al contrario, dice: «Es así, como has dicho. Se
tiene miedo de lo que no se conoce. Pero, mira, estamos llegando. Betsaida está
a pocos estadios, tú estás seguro de que allí encontrarás amor... Pues bien,
eso es lo que quisiera yo, estar a poca distancia de la Casa del Padre y estar seguro
de encontrar amor en ella» y lo dice con cansancio y tristeza.
«¿Desconfías
de Dios?» pregunta sorprendido Andrés.
«No.
Desconfío de mí. Durante los días de la enfermedad, rodeado de tantas mujeres
puras y buenas, me he sentido, en mi espíritu, muy pequeño. ¡Cuánto he pensado!
Decía: "Si ellas todavía trabajan para ser mejores y ganarse el Cielo,
¿qué no deberé hacer yo!". Porque ellas se sienten todavía pecadoras. Y a
mí me parecían ya todas santas. ¿Y yo?... ¿lo conseguiré, Maestro?».
«Con
la buena voluntad se puede todo».
«Pero
mi voluntad es muy imperfecta».
«La
ayuda de Dios pone en la voluntad lo que a ésta le falta para ser completa. Tu
actual humildad ha nacido en la enfermedad. ¿Ves?, el buen Dios, por medio de
un suceso penoso, te ha proporcionado una cosa que no tenías».
«Es
verdad, Maestro. ¡Oh, esas mujeres! ¡Qué discípulas más perfectas! No me
refiero a tu Madre, que ya se sabe; me refiero a las otras. ¡Verdaderamente nos
han superado! Yo he sido uno de los primeros ensayos de su futuro ministerio.
Créeme, Maestro, con ellas uno puede descansar seguro. Nos cuidaban a mí y a
Elisa; ella ha vuelto a Betsur con el alma reconstruida, y yo... yo espero
reconstruirla, ahora que ellas me la han trabajado...». Judas, todavía débil,
llora.
Jesús,
que está sentado a su lado, le pone una mano sobre la cabeza mientras hace un
gesto a los demás para que guarden silencio. Pero, la verdad es que Pedro y
Andrés están muy ocupados con las últimas maniobras de atracada y no hablan, y
Simón Zelote, Mateo, Felipe y Margziam no tienen ninguna intención de hacerlo,
quién porque está distraído por el ansia de la llegada, quién porque es de por
sí prudente.
3La
barca penetra en el río Jordán. Poco después se detiene en el guijarral. Los
mozos bajan para asegurarla atándola con una soga a una peña y para afianzar
una tabla que sirva de puente; Pedro, entretanto, se pone de nuevo la túnica
larga, y lo mismo hace Andrés. Mientras, la otra barca ya ha hecho la misma
maniobra y están bajando los otros apóstoles. También Judas y Jesús bajan.
Pedro, por su parte, está poniéndole la tuniquita al niño y aviándole para
presentarle en orden a su mujer... Ya han bajado todos, ovejas incluidas.
«Y ahora en
marcha» dice Pedro. Está realmente emocionado. Le da la mano al niño, que está
también emocionado, tanto que se olvida de las ovejitas ‑ se ocupa Juan de
ellas ‑ y, en un improviso acceso de miedo, pregunta: «¿Pero, me va a aceptar?,
¿me va a querer mucho?».
Pedro le
tranquiliza, aunque quizás el miedo se le ha contagiado, porque dice a Jesús:
«Háblale Tú a Porfiria, Maestro, que creo que no sabré expresarme bien».
Jesús
sonríe, pero promete hacerlo.
4Siguiendo
el guijarral de la orilla, llegan pronto a la casa. La puerta está abierta y se
oye a Porfiria ocupada en las labores domésticas.
«Paz
a ti» dice Jesús asomándose a la puerta de la cocina, donde la mujer está
poniendo en orden unos objetos de la vajilla.
«¡Maestro!
¡Simón!». La mujer corre a postrarse a los pies de Jesús y luego a los de su
marido. Se pone en pie y, con ese rostro suyo si no hermoso sí bueno, dice
ruborizándose: «¡Hacía mucho que deseaba veros! ¿Habéis estado todos bien?
¡Venid! ¡Venid! Estaréis cansados...».
«No. Venimos de
Nazaret. Hemos estado unos días. Luego nos hemos detenido también en Caná. En
Tiberíades teníamos las barcas. Como puedes ver, no estamos cansados.
Llevábamos a un niño con nosotros, y Judas de Simón estaba débil porque ha
sufrido una enfermedad».
«¿Un
niño? ¿Y siendo tan pequeño es ya discípulo?».
«Es
un huérfano que hemos recogido en nuestro camino».
«¡Bonito!
¡Ven, tesoro; te doy un beso!».
El
niño, que hasta ahora había estado medio escondido temeroso detrás de Jesús, se
deja coger de la mujer, que casi se ha arrodillado para estar a la altura de
él; y se deja besar sin ofrecer ninguna resistencia.
«¿Y
ahora os le lleváis con vosotros?, ¿siempre con vosotros, con lo pequeño que
es? Será fatigoso para él...». La mujer se muestra toda compasiva. Tiene al
niño estrechado entre sus brazos con su mejilla apoyada en la del niño.
«La
verdad es que Yo tenía otro plan. Pensaba confiarle a alguna discípula cuando
nosotros nos alejemos de Galilea y del lago...».
«¿A mí no,
Señor? No he tenido ningún niño, pero sobrinitos sí, y sé tratar a los niños.
Soy la discípula que no sabe hablar, que no tiene tanta salud como para ir
contigo, como hacen las otras, que... ¡oh, Tú lo sabes!... será que soy
mezquina, si quieres, pero Tú sabes en qué tenaza me encuentro, o, más que en
una tenaza, entre dos sogas que tiran de mí en dirección opuesta, y no tengo el
valor de cortar una de las dos. Deja que te sirva al menos un poco, siendo la
mamá-discípula de este niño. Le enseñaré todo lo que las otras enseñan a
muchos... a amarte a ti...».
5Jesús
le pone la mano sobre la cabeza, sonríe y dice: «Hemos traído a este niño aquí
porque aquí encontraría una madre y un padre. Bien, pues vamos a constituir la
familia». Y Jesús mete la mano de Margziam entre las de Pedro ‑ que tiene los
ojos brillantes - y de Porfiria. «Educadme santamente a este inocente».
Pedro
ya lo sabe y lo único que hace es secarse una lágrima con el dorso de la mano.
Pero su mujer, que no se lo esperaba, se queda unos momentos muda, por el
estupor, pero luego vuelve a arrodillarse y dice: «¡Señor mío!, Tú me has
arrebatado a mi esposo, dejándome casi viuda. Pero ahora me das un hijo... Así
devuelves todas las rosas a mi vida, no sólo las que me has cogido sino también
las que no he tenido nunca. ¡Bendito seas! Amaré a este niño más que si hubiera
nacido de mis entrañas, porque me viene de ti». Y la mujer besa la túnica de
Jesús. También besa al niño y luego le sienta sobre su regazo.... Se lave
dichosa...
«No
disturbemos sus expresiones de afecto» dice Jesús. «Quédate si quieres, Simón;
nosotros vamos a la ciudad a predicar. Volveremos ya por la noche, para pedirte
comida y descanso». Y Jesús sale con los apóstoles, dejando tranquilos a los
tres...
Juan
dice: «¡Mi Señor, a Simón hoy se le ve feliz!».
«¿Tú
también quieres un niño?».
«No.
Sólo quisiera un par de alas para elevarme hasta las puertas del Cielo y
aprender el lenguaje de la Luz,
para repetirle a los hombres» y sonríe.
Acondicionan
a las ovejitas en el fondo del huerto, junto al local de las redes, y les dan
ramitas, hierba y agua del pozo; luego se marchan hacia el centro de la ciudad.
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