Está muy claro, aunque sorprenda. El Señor Jesús nos lo ha dicho: “no temáis; yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33)). El temor en forma de miedo solo tiene lugar al enfrentarse con un enemigo al que se considera más fuerte. Ante él hay que medir las propias fuerzas; nos lo dice Jesucristo enseñándonos la primera lección de la prudencia: “Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’. O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con 10.000 puede salir al paso del que viene contra él con 20.000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz”. (Lc 14, 28-32)
Pero sabemos que el miedo es instintivo y a veces llega a ser muy impulsivo; hasta tal punto que puede mermar la serenidad necesaria para nuestra reflexión. Y, si no reflexionamos, perdemos la oportunidad de actuar plenamente como personas.
Pensando bien, debidamente iluminados por la palabra de Dios leída y escuchada con fe, sabemos que el primer punto de nuestra reflexión debe ser discernir cuál es la acción en la que encontramos o sospechamos la oposición del supuesto enemigo. Si la acción forma parte de programas meramente humanos, motivados por ilusiones, deseos, tendencias o ambiciones que no son imprescindibles, habrá que considerar si son justos, convenientes u oportunos. Solo si fueran así, estarían justificados el riesgo y el esfuerzo para hacer frente al enemigo y entablar la lucha consiguiente. Conviene pensar en ello, porque la timidez injustificada, la pereza, la cobardía o el aplazamiento condicionado por el miedo no tienen lugar legítimo en una recia personalidad; y menos de una personalidad forjada en la fe cristiana. Por el contrario, son signos de inmadurez que conviene combatir y superar.
Si la acción que nos corresponde emprender, o a la que se nos llama, forma parte de los planes de Dios y está dentro de la misión que el Señor nos ha encomendado, entonces la medida prudente de nuestros recursos frente a la potencia del enemigo habrá de tener otras referencias distintas de nuestras capacidades meramente humanas. De lo contrario podríamos confundir el miedo humano y la consiguiente retirada, con la sensatez; y nada sería más equivocado que esta conclusión.
Todos los cristianos, por el bautismo, hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios, herederos de su gloria, miembros de la gran familia que es la Iglesia, y apóstoles enviados a predicar la Buena Noticia de la salvación con la palabra y con el testimonio. Estamos llamados a desempeñar, en todos los tiempos y lugares, la misión propia del profeta que anuncia y procura la civilización del amor, la paz en la justicia, y la esperanza contra toda desesperanza. Como tales profetas debemos buscar la norma de nuestro proceder en la palabra de Jesucristo. Y esa palabra, aún llamándonos a afrontar la cruz de los aparentes fracasos a ojos puramente humanos y terrenos, nos está asegurando la victoria y la bienaventuranza. Victoria que consiste en superar el tirón de los instintos, de las pasiones, de las limitaciones y miedos humanos, y en pertrecharnos con las armas de la luz. Estas armas son, fundamentalmente, la convicción creyente de que Dios, que es infinitamente sabio y justo y que nos ama también infinitamente, nos ha elegido, nos ha preparado y nos ha enviado a ese frente de acción apostólica, y a vencer al enemigo que se esconde en cada adversidad. Estas armas son, también, y sobre todo, la firmeza en la fe. Por ella sabemos que el Espíritu Santo está con nosotros, y que contamos con la presencia operante de Jesucristo cuya promesa fue claramente elocuente: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Toda esta reflexión, lejos de brotar de un vano victimismo personal o social, o de un ingenuo idealismo, está motivada por dos realidades. La primera es la certeza de que nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos, por aquello que dice san Pablo contándonos su experiencia: “hago lo que no quiero y no hago lo que creo que debo hacer”. Ante la constatación de esta realidad, no vale el miedo o la claudicación por la inseguridad de poder vencer con nuestro propio esfuerzo en el camino de la virtud. Lo que corresponde es acercarse al Señor, que ha vencido al pecado librándonos de la esclavitud de nuestras propias miserias, y unirnos a Él por la oración y por la práctica de los sacramentos. Así nos dejaremos guiar, fortalecer y entusiasmar por Él. Así venceremos el miedo, y nuestro espíritu se abrirá al horizonte de la esperanza. Así lograremos lo que nosotros solos no podíamos.
La segunda realidad que puede ocasionar el pesimismo, el miedo y la retirada, es la contemplación de las fuerzas del mal presente en nuestra sociedad. Estas fuerzas estratégicamente difundidas, invaden, en diversas formas, grados y niveles, los ámbitos de la familia, de la educación, de la convivencia social, de la justa pluralidad, del quehacer político, económico, cultural; y también invaden determinados ámbitos internos a la Iglesia. La gran victoria del diablo sería sembrar en el corazón de los cristianos la sensación de victimismo y de impotencia, el ansia de encontrar un refugio en el catacumbismo nostálgico e inoperante. Nada de eso, por favor. ¿O es que a pesar de tanta fiesta, de tanta celebración y de tantos cánticos de victoria y de alegría en la Pascua todo ha quedado en nada? ¿Es que el móvil de todo ello era el ánimo folklórico? ¿Acaso no creemos que los que con Cristo hemos muerto en el Bautismo, hemos resucitado también con él a una vida nueva?
¡Cristianos del siglo XXI! Estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra precisamente porque en el mundo hay mucha oscuridad, y la tierra ofrece un ambiente insípido. Cometemos una injusticia con Dios, con nosotros mismos, con el prójimo y con la realidad social, si no vencemos los miedos y las falsas prudencias, y si no nos lanzamos a romper las tinieblas que avanzan en el mundo. “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31)
Santiago García Aracil. Arzobispo de Mérida-Badajoz
Pero sabemos que el miedo es instintivo y a veces llega a ser muy impulsivo; hasta tal punto que puede mermar la serenidad necesaria para nuestra reflexión. Y, si no reflexionamos, perdemos la oportunidad de actuar plenamente como personas.
Pensando bien, debidamente iluminados por la palabra de Dios leída y escuchada con fe, sabemos que el primer punto de nuestra reflexión debe ser discernir cuál es la acción en la que encontramos o sospechamos la oposición del supuesto enemigo. Si la acción forma parte de programas meramente humanos, motivados por ilusiones, deseos, tendencias o ambiciones que no son imprescindibles, habrá que considerar si son justos, convenientes u oportunos. Solo si fueran así, estarían justificados el riesgo y el esfuerzo para hacer frente al enemigo y entablar la lucha consiguiente. Conviene pensar en ello, porque la timidez injustificada, la pereza, la cobardía o el aplazamiento condicionado por el miedo no tienen lugar legítimo en una recia personalidad; y menos de una personalidad forjada en la fe cristiana. Por el contrario, son signos de inmadurez que conviene combatir y superar.
Si la acción que nos corresponde emprender, o a la que se nos llama, forma parte de los planes de Dios y está dentro de la misión que el Señor nos ha encomendado, entonces la medida prudente de nuestros recursos frente a la potencia del enemigo habrá de tener otras referencias distintas de nuestras capacidades meramente humanas. De lo contrario podríamos confundir el miedo humano y la consiguiente retirada, con la sensatez; y nada sería más equivocado que esta conclusión.
Todos los cristianos, por el bautismo, hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios, herederos de su gloria, miembros de la gran familia que es la Iglesia, y apóstoles enviados a predicar la Buena Noticia de la salvación con la palabra y con el testimonio. Estamos llamados a desempeñar, en todos los tiempos y lugares, la misión propia del profeta que anuncia y procura la civilización del amor, la paz en la justicia, y la esperanza contra toda desesperanza. Como tales profetas debemos buscar la norma de nuestro proceder en la palabra de Jesucristo. Y esa palabra, aún llamándonos a afrontar la cruz de los aparentes fracasos a ojos puramente humanos y terrenos, nos está asegurando la victoria y la bienaventuranza. Victoria que consiste en superar el tirón de los instintos, de las pasiones, de las limitaciones y miedos humanos, y en pertrecharnos con las armas de la luz. Estas armas son, fundamentalmente, la convicción creyente de que Dios, que es infinitamente sabio y justo y que nos ama también infinitamente, nos ha elegido, nos ha preparado y nos ha enviado a ese frente de acción apostólica, y a vencer al enemigo que se esconde en cada adversidad. Estas armas son, también, y sobre todo, la firmeza en la fe. Por ella sabemos que el Espíritu Santo está con nosotros, y que contamos con la presencia operante de Jesucristo cuya promesa fue claramente elocuente: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Toda esta reflexión, lejos de brotar de un vano victimismo personal o social, o de un ingenuo idealismo, está motivada por dos realidades. La primera es la certeza de que nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos, por aquello que dice san Pablo contándonos su experiencia: “hago lo que no quiero y no hago lo que creo que debo hacer”. Ante la constatación de esta realidad, no vale el miedo o la claudicación por la inseguridad de poder vencer con nuestro propio esfuerzo en el camino de la virtud. Lo que corresponde es acercarse al Señor, que ha vencido al pecado librándonos de la esclavitud de nuestras propias miserias, y unirnos a Él por la oración y por la práctica de los sacramentos. Así nos dejaremos guiar, fortalecer y entusiasmar por Él. Así venceremos el miedo, y nuestro espíritu se abrirá al horizonte de la esperanza. Así lograremos lo que nosotros solos no podíamos.
La segunda realidad que puede ocasionar el pesimismo, el miedo y la retirada, es la contemplación de las fuerzas del mal presente en nuestra sociedad. Estas fuerzas estratégicamente difundidas, invaden, en diversas formas, grados y niveles, los ámbitos de la familia, de la educación, de la convivencia social, de la justa pluralidad, del quehacer político, económico, cultural; y también invaden determinados ámbitos internos a la Iglesia. La gran victoria del diablo sería sembrar en el corazón de los cristianos la sensación de victimismo y de impotencia, el ansia de encontrar un refugio en el catacumbismo nostálgico e inoperante. Nada de eso, por favor. ¿O es que a pesar de tanta fiesta, de tanta celebración y de tantos cánticos de victoria y de alegría en la Pascua todo ha quedado en nada? ¿Es que el móvil de todo ello era el ánimo folklórico? ¿Acaso no creemos que los que con Cristo hemos muerto en el Bautismo, hemos resucitado también con él a una vida nueva?
¡Cristianos del siglo XXI! Estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra precisamente porque en el mundo hay mucha oscuridad, y la tierra ofrece un ambiente insípido. Cometemos una injusticia con Dios, con nosotros mismos, con el prójimo y con la realidad social, si no vencemos los miedos y las falsas prudencias, y si no nos lanzamos a romper las tinieblas que avanzan en el mundo. “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31)
Santiago García Aracil. Arzobispo de Mérida-Badajoz
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