A las 10:21 AM, por José María Iraburu
Categorías : Sin categorías
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–«En la cruz está la vida y el consuelo,–y ella sola es el camino para el cielo».
Es una gracia de Dios muy grande entender y vivir que toda la vida cristiana es una participación continua en el pasión y la resurrección de Cristo, como ya vimos (140), y que todo lo que integra esa vuda –el bautismo, la penitencia, la eucaristía, la penitencia, el hacer el bien y el padecer el mal–, todo forma una unidad armoniosa, en la que unas partes y otras se integran y potencian mutuamente, teniendo siempre al centro, como fuente y plenitud, la pasión y resurrección de Cristo (Vat. II: SC 5-6). Y sin embargo…
–Hoy son muchos los cristianos que en uno u otro grado se han hecho «enemigos de la Cruz de Cristo» (Flp 3,18), de la cruz de Cristo y de la cruz de los cristianos, que es la misma.
–En nuestro tiempo hay una alergia morbosa al sufrimiento. Los mismos psiquiatras y psicólogos, como F. J. J. Buytendijk, estiman que se trata de un mal de siêcle de la humanidad actual:
«El hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir… Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida» (El dolor: psicología, fenomenología, metafísica, Rev. Occidente, Madrid 1958, 20).
–En teología se dicen muchas ambigüedades y errores sobre la Cruz, como ya lo vimos citando textos de varios autores (136-137): Dios no quiso la muerte de Cristo, no exigió Dios el sacrificio de la Cruz para expiar por el pecado del mundo, la pasión no era parte integrante de la misión de Jesús, ni el cumplimiento de un plan providencial eterno, Cristo murió porque lo mataron los poderosos de su tiempo, hemos de tener cuidado con «el peligro dolorista de la devoción al Crucifijo» (sic), etc. Hasta llegar, en el extremo de ese camino de errores, a la blasfemia suprema: «La cruz no nos salva», «¡Maldita cruz!»
–Muchos cristianos rechazan su condición de sacerdotes-víctimas en Cristo. Consideran un mérito del Vaticano II insistir en la antigua verdad del sacerdocio común de los fieles (1Pe 2,5; Apoc 1,6), pero aplican esa condición únicamente a ciertas participaciones exteriores en la liturgia. No aceptan en cambio su vocación a participar en su vida de la Cruz de Cristo, siendo con Él sacerdotes y víctimas expiatorias.
Pío XII: «aquella frase del Apóstol, “tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5) exige de todos los cristianos que, en la medida de sus posibilidades, reproduzcan en su interior las mismas disposiciones que tenía el divino Redentor cuando ofrecía el sacrificio de sí mismo… Les exige que asuman en cierto modo la condición de víctimas, que se nieguen a sí mismos, conforma las normas del Evangelio, que espontánea y libremente practiquen la penitencia, arrepintiéndose y expiando los pecados. Exige en fin que todos, unidos a Cristo, muramos físicamente en la cruz, de modo que podamos hacer nuestra aquella palabra de San Pablo: “estoy crucificado con Cristo” (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 1947,1001).
–Tampoco aceptan que los cristianos hayamos de practicar la penitencia libremente procurada. Más bien estiman, como Lutero, que esa pretensión doloristade «completar» la Pasión de Cristo es una desviación del cristianismo genuino. Así lo reconoce Pablo VI cuando dice: «no podemos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues consitutye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión» de su necesidad y eficacia espiritual.
«¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?… Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968).
–Pero el cristianismo sin Cruz es una enorme falsificación del Evangelio: es falso, triste e infecundo. Por el contrario, los cristianos light piensan que el cristianismo con cruz, el verdadero, es duro, carente de misericordia, arcaico, completamente superado, y por tanto falso.
Algunos moralistas católicos, estiman, p.ej., que una doctrina moral no puede ser verdadera si en ocasiones implica cruz. Aplican esto, p.ej., a la moral conyugal, a la anticoncepción, a la posibilidad de divorcio o de acceso a la comunión de los divorciados, etc. Y para justificar su engaño se atreven a citar piadosamente las palabras de Cristo: «prefiero la misericordia al sacrificio» (Mt 9,13). Ante ciertos casos extremos –que hoy no son extremos, sino relativamente frecuentes– dirán: «a un casado joven como tú, abandonado por su esposa, Dios no le puede pedir que se mantenga célibe desde los treinta años hasta la muerte. Arregla, pues, tu vida con una buena esposa, y rehaz tu vida, pues Dios es bueno, nos ama, y quiere que seamos felices. Tenemos derecho a la felicidad». Son todas ellas palabras del diablo, padre de la mentira. Presenta un cristianismo pelagiano o semipelagiano, en el que Dios más que dar, lo que hace una y otra vez es pedir al hombre, según ya vimos (64). La verdadera moral católica sigue, en cambio, justamente un criterio contrario: no reconoce como genuina ninguna doctrina o espiritualidad cristiana que no implique claramente la Cruz de Cristo.Ciertos pastores de la Iglesia-sin-cruz predican «con gran prudencia», procurando «guardar su vida» y su consideración ante el mundo, evitando absolutamente todo lo que pudiera producir un choque frontal contra él, una persecución martirial. Alegan que ésa es la moderación prudente que deben seguir en conciencia, para resguardar su prestigio social y poder servir eficazmente la Iglesia que el Señor les ha confiado. Y los políticos cristianos-sin-cruz siguen su ejemplo. Y lo mismo los teólogos, y los maestros y profesores. Y los padres de familia. Etc. Está claro: la caridad a la Iglesia manda evitar como sea el martirio… Es la clásica «sistemática evitación semipelagiana del martirio» que ya he caracterizado suficientemente (63).
El cristianismo sin Cruz es una miserable falsificación del Cristianismo. No hay en él conversiones, ni martirios, ni hijos, ni vocaciones, ni misiones, ni perseverancia vocacional en el matrimonio, el sacerdocio, la vida religiosa. No hay fuerza de amor para la generosidad y entrega en formas extremas, no hay impulso para obras grandes… Todo se hace en formas cuidadosamente medidas y tasadas, oportunistas y moderadas, sin el impulso de amor del Crucificado, que es locura y escándalo. Al cristianismo sin cruz le sucede lo que le ocurriría a un hombre si le quitáramos el esqueleto, alegando que ese montón de huesos es feo y triste: queda entonces privado el cuerpo de toda belleza, fuerza y armonía, reducido a un saco informe de grasa inmóvil.
–La gloria suprema de la Cruz resplandece a lo largo de toda la vida de la Iglesia. Estemos ciertos de que es la Cruz de Cristo lo más atractivo y convincente del Evangelio. Continuamente estamos verificando en la acción apostólica la profecía de Cristo: cuando sea alzado en la Cruz, «atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La Cruz es la epifanía deslumbrante del amor de Dios uno y trino.
En el Nuevo Testamento miro solamente en San Pablo el amor a la Cruz. A los griegos, tan amantes de la ciencia, de la elocuencia y la cultura, les dice sinceramente: «yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosas alguna, sino a Jesucristo, y éste Crucificado» (1Cor 2,1-2).
Los Apóstoles «predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos» (1,23-24). «Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). «En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo… Y que nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (6,14-17). Quizá Pablo fue el primer estigmatizado de la historia.
La Liturgia de la Iglesia honra la Cruz en formas extremas. Manda, concretamente, que esté bien visible en el altar de la Santa Misa y que sea incensada en las celebraciones solemnes. Ordena que presida todos los actos litúrgicos, también las procesiones. Canta en sus celebraciones con alegría la gloria de la Cruz, considerándola como la obra más perfecta del amor de Dios Salvador. La Liturgia educa siempre a los fieles en esta contemplación amorosa de la Cruz, en la que reconoce la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, sobre el mundo y el diablo. Ve en ella la causa permanente de todas nuestras victorias: In hoc signo vinces, y canta su elogio en preciosos himnos, especialmente en Viernes Santo o en La exaltación de la Santa Cruz (14 septiembre): Salve, crux sancta, salve mundi gloria; Signum crucis mirabile...
Pange, lingua, gloriosi - Lauream certaminis - Et super Crucis trophæo - Dic triumphum nobilem… Canta, lengua, el glorioso combate de Cristo, y celebra el noble triunfo que tiene a la Cruz como trofeo… Vexilla Regis prodeunt: - Fulget crucis mysterium… Los estandartes del Rey avanzan, y brilla misterioso el esplendor de la Cruz…
La fuerza santificante de la devoción a la Cruz y a la Pasión de Cristo viene enseñada por la Iglesia en muchas de las fiestas litúrgicas de los Santos de todas las épocas:
«Señor, tú que has enseñado a San Justino a encontrar en la locura de la cruz la incomparable sabiduría de Cristo» (1 junio). «Te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre). «Oh Dios, que hiciste a Santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la Pasión de tu Hijo» (29 abril). «Concédenos, Señor, queSan Pablo de la Cruz, cuyo único amor fue Cristo Crucificado, nos alcance tu gracia, para que estimulados por su ejemplo, nos abracemos con fortaleza a la cruz de cada día» (19 octubre).
La tradición de la Iglesia católica ha cultivado siempre la devoción al crucificado, en Oriente y Occidente, en la antigüedad y en la Edad Media, en el renacimiento, en el barroco y en los últimos siglos. Por eso la devoción a la Cruz es una de las más profundas de la espiritualidad popular, y está muy presente en todas las escuelas de espiritualidad. Traigo aquí algunos ejemplos.
–San Juan de Ávila (1500-1569) predicaba a los jesuitas: «Los que predican reformación de Iglesia, por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer. Pues dos hombres escogió Dios para esto, Santo Domingo y San Francisco. El uno mandó a sus frailes que tuviesen en sus celdas la imagen de Jesucristo crucificado, por lo cual parece que lo tenía él en su corazón, y que quería que lo tuviesen todos. Y el otro fue San Francisco: su vida fue una imitación de Jesucristo, y en testimonio de ello fue sellado con sus llagas» (Plática 4 a los padres de la Compañía de Jesús).«La pasión se ha de imitar, lo primero, con compasión y sentimiento, aun de la parte sensitiva y con lágrimas… Allende de la compasión de Jesucristo crucificado, debemos tener imitación, porque cosa de sueño parece llorar por Jesucristo trabajado y afrentado y huir el hombre de los trabajos y afrentas; y así debemos imitar los trabajos de su cuerpo con trabajar nosotros el nuestro con ayunos, disciplinas y otros santos trabajos… Y también lo hemos de imitar en la mortificación de nuestras pasiones… Lo postrero, hemos de juntarnos [con Él] en amor, y débesele más al Señor crucificado amor, y hase de atender más al amor con que padece que a lo que padece, porque de su corazón salen rayos amorosos a todos los hombres» (Modo de meditar la Pasión, en Audi filia de 1556).–San Pablo de la Cruz (1694-1775) escribía en una carta: por la devoción a «la Pasión de Jesucristo, su Divina Majestad hará llover en los corazones de todos las más abundantes bendiciones del cielo, y les hará gustar la dulzura de los frutos que produce la tierna, devota, constante, fiel y perseverante devoción a la divina santísima Pasión.«Por tanto, este pobrecito que les escribe desea que quede bien arraigada esta devoción, y que no pase día sin que se medite alguno de sus misterios, al menos por un cuarto de hora, y que ese misterio lo lleven todo el día en el oratorio interior de su corazón y que a menudo, en medio de sus ocupaciones, con una mirada intelectual, vean al dulce Jesús […] ¡Un Dios que suda sangre por mí! ¡Oh amor, oh caridad infinita! ¡Un Dios azotado por mí! ¡Oh entrañable caridad! ¿Cuándo me veré todo abrasado de santo amor? Estos afectos enriquecen el alma con tesoros de vida y de gracia» (Carta a doña Agueda Frattini 25-III-1770).–San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), fundador de los redentoristas, da la misma enseñanza espiritual: «El padre Baltasar Álvarez [jesuita] exhortaba a sus penitentes a que meditasen a menudo la Pasión del Redentor, diciéndoles que no creyesen haber hecho cosa de provecho si no llegaban a grabar en su corazón la imagen de Jesús Crucificado.«“Si quieres, alma devota, crecer siempre de virtud en virtud y de gracia en gracia, procura meditar todos los días en la Pasión de Jesucristo”. Esto lo dice San Buenaventura, y añade: “ no hay ejercicio más a propósito para santificar tu alma que la meditación de los padecimientos de Jesucristo”. Y ya antes había dicho San Agustín que vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión, que ayunar una semana a pan y agua…«Meditando San Francisco de Asís los dolores de Jesucristo, llegó a trocarse [estigmatizado] en serafín de amor. Tantas lágrimas derramó meditando las amarguras de Jesucristo, que estuvo a punto de perder la vista. Lo encontraron un día hechos fuentes los ojos y lamentándose a grandes voces. Cuando le preguntaron qué tenía respondió: “¡qué he de tener!… Lloro los dolores y las ignominias de mi Señor, y lo que me causa mayor tormento, añadió, es ver la ingratitud de los hombres que no lo aman y viven de Él olvidados”» (Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo I p., cp. preliminar).
–La devoción a la Cruz ha sido siempre una de las más arraigadas en el pueblo cristiano. Quiere el Señor y quiere la Iglesia que la Cruz se alce en los campanarios, presida la liturgia, aparezca alzada en los cruces de los caminos, cuelgue del cuello de los cristianos, presida los dormitorios, las escuelas, las salas de reunión, sea pectoral de los obispos y de personas consagradas, se trace siempre en los ritos litúrgicos de bendición y de exorcismo. Que la Cruz sea besada por los niños, por los enfermos, por los moribundos, por todos, siempre y en todo lugar, y que sea honrada en Cofradías dedicadas a su devoción. Que cientos de peregrinos, portando cruces, acudan a un Santuario. Que una y otra vez sea trazada la cruz de la frente al pecho y de un hombro al otro. Que la devoción a la Cruz sea reconocida, como siempre lo ha sido, la más santa y santificante.
Veneremos la Cruz de Cristo en nuestras vidas, lo mismo que veneramos su Cruz en el Calvario o en la Liturgia (140). «Ave Crux, spes unica»… Es un contrasentido que veneremos «la cruz de Cristo», la de hace veinte siglos en el Calvario, y que no le vemos ninguna gracia a «la cruz de Cristo en nosotros» mismos, en nuestros hermanos, en la Iglesia: la que Cristo está viviendo hoy en nosotros.
Veneremos la imagen de la Cruz, el Crucifijo. En las iglesias antiguas suele haber un Crucifijo grande en un muro lateral, con un reclinatorio delante: santa y santificante tradición. Pedir a Dios y esforzarse en conseguir una devoción incluso sensible hacia el crucifijo, hacia el signo de la cruz: rezar ante la cruz, etc.
Procuremos tener Crucifijos: en el cuello, en las paredes de casa, en el lugar más visible y honroso, sobre la cama, en la puerta. Regalémoslos a otros… Toda la tradición popular y toda la tradición litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, ha privilegiado siempre la santa cruz, viendo en ella el signo más elocuente de nuestro Salvador Jesucristo. No nos baste, pues, con poner un cuadro de la Virgen y el Niño, y menos si viene a ser no más que una «maternidad».
Recemos, según la tradición, «por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Buen comienzo para la oración. «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz redimiste al mundo». Practiquemos la venerable devoción del Via Crucis, como también Las oraciones a las siete llagas, compuestas por Santa Brígida. Y otras devociones semejantes.
Leamos y meditemos muchas veces la Pasión del Señor, dando primacía a la de San Juan, el único cronista de la Cruz que fue testigo presencial. Vayamosapropiándonos de todos los sufrimientos que vemos en el Crucificado y que reconocemos en nosotros mismos: dolores físicos, espirituales, afectivos, en cabeza y pecho, manos y pies, insultos, desprecios, abandonos, agotamientos, calumnias, injusticias, situaciones sin salida, burlas y ridículos, imposibilidad de acción –manos y pies clavados–, etc.
Ofreceré en otros artículos una antología de textos sobre la Cruz. Muchos santos han tenido «la Cruz como libro casi único», como tema predilecto de su contemplación. Y es lógico: ningún misterio de Cristo le revela tanto como el de la Cruz; y en ninguno de ellos revela Él tanto a Dios, que es Amor. Es ciertamente el más luminoso de los misterios de Cristo.
Prediquemos a «Jesucristo, y a éste crucificado» (1Cor 2,2). Ésa fue la norma de los Apóstoles, protagonistas de la más grandiosa evangelización de la historia de la Iglesia. Y es que la predicación más fuerte y persuasiva, la más fecunda en conversiones, la más atractiva y fascinante, es aquella que está más centrada en la Cruz de Cristo. Ilustro esta afirmación con un precioso ejemplo:
–La evangelización de América hispana –rápida, profunda, extensa, precoz en santos, de efectos duraderos hasta hoy– se hizo «predicando a Cristo Crucificado», y comenzando siempre por «plantar la Cruz». Así, en torno a la Cruz, nacieron los pueblos critianos que hoy forman la mitad de lo que es la Iglesia Católica. Ésa fue la norma común de la acción misionera en franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, etc. Alzar la Cruz y construir en torno a ella fue práctica de todos al establecer pueblos misionales, como también lo hacían los jesuitas en las Reducciones. Comprobamos esta norma incluso en la misma acción de los cristianos laicos.
–Hernán Cortés (1485-1547), según el testimonio de los primeros cronistas franciscanos, favoreció mucho la evangelización de México. Ésta es también la opinión de autores modernos, como el franciscano Fidel de Lejarza o el jesuita Constantino Bayle. Y se distinguía por su devoción a la Cruz. El Padre Motolinía (fray Toribio de Benavente, 1490-1569), del primer grupo de misioneros franciscanos, en 1555, escribía acerca de él al emperador Carlos I:
«Desque que entró en esta Nueva España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a entender quién era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ídolos y cuanta idolatría podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos fuegos azules y blancos, y la letra decía: “amigos, sigamos la cruz de Cristo, que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos”. Doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí narra una escena que para siempre quedó descrita por Andrés Tapia, en la crónica de la Conquista de Tenochtitlán).
–Los primeros misioneros de México, igualmente, alzaron el signo de la Cruz en toda la Nueva España: en lo alto de los montes, en las ruinas de los templos paganos, en las plazas y en las encrucijadas de caminos, en iglesias, retablos y hogares cristianos, en el centro de los grandes atrios de los indios… Así se puede comprobar hoy mismo, a pesar de haber sufrido México gobiernos anticristianos durante tanto tiempo. Siempre y en todo lugar, desde el principio, los cristianos mexicanos han venerado la Cruz como signo máximo de Cristo, y sus artesanos, según las distintas regiones, han sabido adornar las cruces en cien formas diversas, a cual más bella.
No exageraba, pues, Motolinía al escribir: «Está tan ensalzada en esta tierra la señal de la cruz por todos los pueblos y caminos, que se dice que en ninguna parte de la cristiandad está tan ensalzada, ni adonde tantas y ni tales ni tan altas cruces haya; en especial las de los patios de las iglesias son muy solemnes, las cuales cada domingo y cada fiesta adornan con muchas rosas y flores, y espadañas y ramos», como todavía hoy puede verse (Historia de los Indios de la Nueva España, 1941: II,10, 275).
–P. Antonio Roa (1491-1563), agustino, nacido en la villa burgalesa de Roa, fue en México un gran misionero evangelizador, y conocemos su historia admirable por laCrónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España(1624), del padre Juan de Grijalva. El P. Roa era extraordinariamente penitente,representaba en sí mismo ante los fieles la Pasión de Cristo, y tenía en la Cruz su arma misionera principal. En una ocasión, estando entre los indios de Sierra Alta, hubo de sufrir una terrible hostilidad de ellos contra el Evangelio. Aullaban y bramaban solo de oirlo, dando muestras de estar muy sujetos al Padre de la mentira.
Entendiéndolo así el padre Roa, cuenta Grijalva, «quiso coger el agua en su fuente, y hacer la herida en la cabeza, declarando la guerra principal contra el Demonio. Empezó a poner Cruces en algunos lugares más frecuentados por el Demonio, para desviarlo de allí, y quedarse señor de la plaza. Y sucedía como el santo lo esperaba, porque apenas tremolaban las victoriosas banderas de la Cruz, cuando volvían los Demonios las espaldas, y desamparaban aquellos lugares. Todo esto era visible y notorio a los indios» (I,22).
–El P. Antonio Margil de Jesús (1657-1726), franciscano nacido en Valencia, hubo de realizar en México su misión evangelizadora en zonas a las que no había llegado la primera evangelización fulgurante, a veces muy cerradas al Evangelio, sufriendo con frecuencia gravísimos peligros y necesidades. En mi libro Hechos de los apóstoles de América (Fund. GRATIS DATE, 2003, 3ª ed., 239-256), refiero en un capítulo su vida, ateniéndome al libro de Eduardo Enrique Ríos, Fray Margil de Jesús, Apóstol de América (IUS, México 1959). Transcribo de mi libro:
«Velando el crucifijo de noche en el campo. En 1684, fray Margil y fray Melchor partieron para el sur [de México], con la idea de llegar a Guatemala. Atravesando por los grandiosos paisajes de Tabasco, caminaron con muchos sufrimientos en jornadas interminables, atravesando selvas y montañas. No llevaban consigo alimentos, y dormían normalmente a la intemperie, atormentados a veces por los mosquitos. Predicaban donde podían, comían de lo que les daban, y sólamente descansaban media noche, pues la otra media, turnando entre los dos, se mantenían despiertos, en oración, velando el crucifijo.«En sus viajes misioneros, allí donde los parecía, en el claro de un bosque o en la cima de un cerro, tenían costumbre –como tantos otros misioneros– de plantar cruces de madera, tan altas como podían. Y ante la cruz, con toda devoción y entusiasmo, cantaban los dos frailes letrillas como aquélla: “Yo te adoro, Santa Cruz / puesta en el Monte Calvario: / en ti murió mi Jesús / para darme eterna luz / y librarme del contrario”…«De tal modo los indios de Chiapas quedaron conmovidos por aquella pareja de frailes, tan miserables y alegres, que cuando después veían llegar un franciscano, salían a recibirle con flores, ya que eran “compañeros de aquellos padres que ellos llamaban santos”. Y así fueron misionando hasta Guatemala y Nicaragua. Ni las distancias ni el tiempo eran para ellos propiamente un problema: llevados por el amor de Cristo a los hombres, ellos llegaban a donde fuera preciso» (241-242).
Bueno sería que ante las grandes exigencias de la Nueva Evangelización, tan necesaria, tuviéramos bien presente el ejemplo de los Apóstoles, que «predicaban a Cristo y a Cristo crucificado» y el ejemplo de tantos misioneros santos de la historia de la Iglesia, que centraron igualmente en la Cruz la acción evangelizadora.
José María Iraburu, sacerdote
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