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viernes, 10 de febrero de 2012

La Escatología del Individuo: Muerte, Juicio Particular, el Cielo, el Infierno, el Purgatorio


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1. LA MUERTE

1. Origen de la muerte
La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia punitiva del pecado (de fe).
En su decreto sobre el pecado original nos enseña el concilio de Trento que Adán, por haber transgredido el precepto de Dios, atrajo sobre sí el castigo de la muerte con que Dios le había amenazado y transmitió además este castigo a todo el género humano ; Dz 788 s ; cf. Dz 101, 175.
Aunque el hombre es mortal por naturaleza, ya que su ser está compuesto de partes distintas, sabemos por testimonio de la revelación que Dias dotó al hombre, en el paraíso, del don preternatural de la inmortalidad corporal. Mas, en castigo de haber quebrantado el mandato que le había impuesto para probarle, el Señor le infligió la muerte, con la que ya antes le había intimidado ; Gen 2, 17: «El día que de él comieres morirás de muerte» (= echarás sobre ti el castigo de la muerte) ; 3, 19: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado ; ya que polvo eres y al polvo v?lverás.»
San Pablo enseña terminantemente que la muerte es consecuencia del pecado de Adán ; Rom 5, 12 : «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos Ios hombres, por cuanto todos habían pecado» ; cf. Rom 5, 15; 8, 10; 1 Cor 15, 21 s.
San Agustín defendió esta clarísima verdad revelada contra los pelagianos, que negaban los dones del estado original y, por tanto, consideraban la muerte exclusivamente como consecuencia de la índole de la naturaleza humana.
Para el justo, la muerte pierde su carácter punitivo y no pad de ser una mera consecuencia del pecado (poenalitas). Para Cristo y Maria, la muerte no pudo ser castigo del pecado original ni mera consecuencia del mismo, pues ambos estuvieron libres de todo pecado. La muerte para ellos era algo natural que respondía a la índole de su naturaleza humana; cf. S.th. 2 si 164, 1;111 14,2.
2. Universalidad de la muerte  
Todos los hombres, que vienen al mundo con pecado original, están sujetos a la ley de la muerte (de fe; Dz 789).
San Pablo funda la universalidad de la muerte en la universalidad del pecado original (Rom 5, 12) ; cf. Hebr 9, 27: «A los hombres les está establecido morir una vez.»
No obstante, por un privilegio especial, algunos hombres pueden ser preservados de la muerte. La Sagrada Escritura nos habla de que Enoc fue arrebatado de este mundo antes de conocer la muerte (Hebt 11, 5; cf. Gen 5, 24; Eccli 44, 16), y de que Elías subió al cielo en un torbellino (4 Reg 2, 11; 1 Mac 2, 58). Desde Tertuliano son numerosos los padres y teólogos que, teniendo en cuenta el pasaje de Apoc 11, 3 ss, suponen que Elías y Enoc han de venir antes del fin del mundo para dar testimonio de Cristo, y que entonces sufrirán la muerte. Pero tal interpretación no es segura. La exégesis moderna entiende por los «dos testigos» a Moisés y Elías o a personas que se les parezcan.
San Pablo enseña que, al acaecer la nueva venida de Cristo, los justos que entonces vivan no «dormirán» (= morirán), sino que serán inmutados ; 1 Cor 15, 51: «No todos dormiremos, pero todos seremos inmutados.» (La variante de la Vulgata [«Omnes quidem resurgemus, sed non omnes immutabimur»] no tiene sino valor secundario.) Cf. 1 Thes 4, 15 ss. Parece exegéticamente insostenible la explicación que da SANTO Tomás (S.th. t ti 81, 3 ad 1), según la cual el Apóstol no pretende negar la universalidad de la muerte, sino únicamente la universalidad de un sueño de muerte un tanto prolongado.
3. Significación de la muerte
Con la llegada de la muerte cesa el tiempo de merecer y desmerecer y la posibilidad de convertirse (sent. cierta).
A esta enseñanza de la Iglesia se opone la doctrina originista de la «apocatástasis», según la cual los ángeles y los hombres condenados se convertirán y finalmente lograrán poseer a Dios. Es también contraria a la doctrina católica la teoría de la transmigración de las almas (metempsícosis, reencarnación), muy difundida en la antigüedad (Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos) y también en los tiempos actuales (teosofía), según la cual el alma, después de abandonar el cuerpo actual, entra en otro cuerpo distinto hasta hallarse totalmente purificada para conseguir la bienaventuranza.
Un sínodo de Constantinopla del año 543 reprobó la doctrina de la apocatástasis ; Dz 211. En el concilio del Vaticano se propuso definir como dogma de fe la imposibilidad de alcanzar la justificación después de la muerte; Coll. Lac. vii 567.
Es doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que la retribución que se reciba en la vida futura dependerá de los merecimientos o desmerecimientos adquiridos durante la vida terrena. Según Mt 25, 34 ss, el soberano Juez hace depender su sentencia del cumplimiento u omisión de las buenas obras en la tierra. El rico epulón y el pobre Lázaro se hallan separados en el más allá por un abismo insuperable (Le 16, 26). El tiempo en que se vive sobre la tierra es «el día», el tiempo de trabajar; después de la muerte viene «la noche, cuando ya nadie puede trabajar» (Ioh 9, 4). San Pablo nos enseña : «Cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por el cuerpo [ = en la tierra], bueno o malo» (2 Cor 5, 10). Y por eso nos exhorta el Apóstol a obrar el bien «mientras tenemos tiempo» (Gal 6, 10; cf. Apoc 2, 10).
Si exceptuamos algunos partidarios de Orígenes (San Gregorio Niseno, Didimo), los padres enseñan que el tiempo de la penitencia y la conversión se limita a la vida sobre la tierra. SAN CIPRIANO comenta: «Cuando se ha partido de aquí [= de esta vida], ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida» (Ad Demetrianum 25) ; cf. SEUDO-CLEMENTE, 2 Cor. 8, 2 s ; SAN AFRAATES, Demonstr. 20, 12; SAN JERÓNIMO, In ep. ad Gal. III 6, 10; SAN FULGENCIO, De fide ad Petrum 3, 36.
El hecho de que el tiempo de merecer se limite a la vida sobre la tierra se basa en una positiva ordenación de Dios. De todos modos, la razón encuentra muy conveniente que el tiempo en que el hombre decide su suerte eterna sea aquel en que se hallan reunidos el cuerpo y el alma, porque la retribución eterna caerá sobre ambos. El hombre saca de esta verdad un estímulo para aprovechar el tiempo que dura su vida sobre la tierra ganándose la vida eterna.

 

2. EL JUICIO PARTICULAR

Inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular en el cual el fallo divino decide la suerte eterna de los que han fallecido (sent. próxima a la fe).
Se opone a la doctrina católica el quiliasmo (milenarismo), propugnado por muchos padres de los más antiguos (Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano y algunos más). Esta teoría, apoyándose en Apoc 20, 1 ss, y en las profecías del Antigua Testamento sobre el futuro reino del Mesías, sostiene que Cristo y los justos establecerán sobre la tierra un reinado de mil años antes de que sobrevenga la resurrección universal, y sólo entonces vendrá la bienaventuranza definitiva.
Se opone también a la doctrina católica la teoría enseñada por diversas sectas antiguas y modernas según la cual las almas, desde que se separan del cuerpo hasta que se vuelvan a unir a él, se encuentran en un estado de inconsciencia o semiinconsciencia, el llamado «sueño anímico» (hipnopsiquistas), o incluso mueren formalmente (muerte anímica) y resucitan con el cuerpo (tnetopsiquistas) ; cf. Dz 1913 (Rosmini).
La doctrina del juicio particular no ha sido definida, pero es presupuesto del dogma de que las almas de Ios difuntos van inmediatamente después de la muerte al cielo o al infierno o al purgatorio. Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los justos que se hallan libres de toda pena y culpa son recibidas en seguida en el cielo, y que las almas de aquellos que han muerto en pecado mortal, o simplemente en pecado original, descienden en seguida al infierno ; Dz 464, 693. El papa BENEDICTO XII definió, en la constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas de los justos que se encuentran totalmente purificadas entran en el cielo inmediatamente después de la muerte (o después de su purificación, si tenían algo que purgar), antes de la resurrección del cuerpo y del juicio universal, a fin de participar de la visión inmediata de Dios, siendo verdaderamente bienaventuradas ; mientras que las almas de los que han fallecido en pecado mortal van al infierno inmediatamente después de la muerte para ser en él atormentadas ; Dz 530 s. Esta definición va dirigida contra la doctrina enseñada privadamente por el papa Juan XXII según la cu\l las almas completamente purificadas van al cielo inmediatamente después de la muerte, pero antes de la resurrección no disfrutan de la visión intuitiva de la esencia divina, sino que únicamente gozan de la contemplación de la humanidad glorificada de Cristo; cf. Dz 457, 493a, 570s, 696. El Catecismo Romano (I 8, 3) enseña expresamente la verdad del juicio particular.
La Sagrada Escritura nos ofrece un testimonio indirecto del juicio particular, pues enseña que las almas de los difuntos reciben su recompensa o su castigo inmediatamente después de la muerte ; cf. Eccli 1, 13; 11, 28 s (G 26 s). El pobre Lázaro es llevado al seno de Abraham (= limbus Patrum) inmediatamente después de su muerte, mientras que el rico epulón es entregado también inmediatamente a los tormentos del infierno (Lc 16, 22 s). El Redentor moribundo dice al buen ladrón : «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). Judas se fue «al lugar que le correspondía» (Act 1, 25). Para San Pablo, la muerte es la puerta de la bienaventuranza en unión con Cristo; Phil 1, 23: «Deseo morir para estar con Cristo» ; «en el Señor» es donde está su verdadera morada (2 Cor 5, 8). Con la muerte cesa el estado de fe y comienza el de la contemplación (2 Cor 5, 7; 1 Cor 13, 12).
Al principio no son claras las opiniones de Ios padres sobre la suerte de los difuntos. No obstante, se supone la existencia del juicio particular en la convicción universal de que los buenos y los malos reciben, respectivamente, su recompensa y su castigo inmediatamente después de la muerte. Reina todavía incertidumbre sobre la índole de la recompensa y del castigo de la vida futura. Bastantes de los padres más antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hilario, Ambrosio) suponen la existencia de un estado de espera entre la muerte y la resurrección, en el cual los justos recibirán recompensa y los pecadores castigo, pero sin que sea todavía la definitiva bienaventuranza del cielo o la definitiva condenación del infierno. TERTULIANO supone que los mártires constituyen una excepción, pues son recibidos inmediatamente en el «paraíso», esto es, en la bienaventuranza del cielo (De anima 55; De carnis resurr. 43). SAN CIPRIANO enseña que todos los justos entran en el reino de los cielos y se sitúan junto a Cristo (De inmortalitate 26). SAN AGUSTÍN duda si las almas de los justos, antes de la resurrección, disfrutarán, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consiste en la contemplación de Dios (Retr. I 14, 2).
Dan testimonio directo de la fe en el juicio particular: SAN JUAN CRISÓSTOMO (fin Matth. hom. 14, 4), SAN JERÓNIMO (In Ioel 2, 11), SAN MUSTÍN (De anima et eius origine II 4, 8) y SAN CESÁREO DE ARLÉS (Sermo 5, 5).
La Iglesia ortodoxa griega, por lo que respecta a la suerte de los difuntos, sigue estancada en la doctrina, todavía oscura, de los padres más antiguos. Admite un estado intermedio que se extiende entre la muerte y la resurrección, estado que es desigual para los justos y para los pecadores y al que precede un juicio particular; cf. la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p. 1, q. 61.

3. EL CIELO

1. La felicidad esencial del cielo
Las almas de los justos que en el instante de la muerte se hallan libres de toda culpa y pena de pecado entran en el cielo (de fe).
El cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, la cual tiene su razón de ser en la visión de Dios y en el perfecto amor a Dios que de ella resulta.
El antiguo símbolo oriental y el símbolo apostólico en su redacción más reciente (siglo v) contienen la siguiente confesión de fe: «Creo en la vida eterna» ; Dz 6 y 9. El papa BENEDICTO xii declaró, en su constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas completamente purificadas entran en el cielo y contemplan inmediatamente la esencia divina, viéndola cara a cara, pues dicha divina esencia se les manifiesta inmediata y abiertamente, de manera clara y sin velos ; y las almas, en virtud de esa visión y ese gozo, son verdaderamente dichosas y tienen vida eterna y eterno descanso ; Dz 530; cf. Dz 40, 86, 693, 696.
La escatología de los libros más antiguos del Antiguo Testamento es todavía imperfecta. Según ella, las almas de los difuntos bajan a los infiernos (seol), donde llevan una existencia sombría y triste. No obstante, la suerte de los justos es mejor que la de los impíos. Más adelante se fue desarrollando la idea de que Dios retribuye en el más allá, idea que ya aparece con mayor claridad en los libros más recientes. El salmista abriga la esperanza de que Dios libertará su alma del poder del abismo y será su porción para toda la eternidad (Ps 48, 16; 72, 26). Daniel da testimonio de que el cuerpo resucita para vida eterna o para eterna vergüenza y confusión (12, 2). Los mártires del tiempo de los Macabeos sacan consuelo y aliento de su esperanza en la vida eterna (2 Mac 6, 26; 7, 29 y 36). El .libro de la Sabiduría nos describe la felicidad y la paz de las almas de los justos, que descansan en las manos de Dios y viven eternamente cerca de Él (3, 1-9; 5, 16 s).
Jesüs representa la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10; cf. Mt 22, 1 ss; Lc 14, 15 ss), calificando esta bienaventuranza de «vida» o «vida eterna» ; cf. Mt 18, 8 s ; 19, 29; 25, 46; Ioh 3, 15 ss; 4, 14; 5, 24; 6, 35-59; 10, 28; 12, 25 ; 17, 2. La condición para alcanzar la vida eterna es conocer a Dios y a Cristo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Ioh 17, 3). A los limpios de corazón les promete que verán a Dios : «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dias» (Mt 5, 8).
San Pablo insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura: «Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los r.füe le aman» (1 Cor 2, 9 ; cf. 2 Cor 12, 4). Los justos reciben como recompensa la vida eterna (Rom 2, 7; 6, 22 s) y una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo (Rom 8, 18). En lugar del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí en esta vida, entonces veremos a Dios inmediatamente (1 Cor 13, 12; 2 Cor 5, 7).
Una idea fundamental de la teología de San Juan es que por la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se consigue la vida eterna ; cf. loh 3, 16 y 36; 20, 31; 1 Ioh 5, 13. La vida eterna consiste en la visión inmediata de Dios; 1 Ioh 3, 2: «Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.» E’l Apocalipsis nos describe la dicha de los bienaventurados que se hallan en compañía de Dios y el Cordero, esto es, Cristo glorificado. Todos los males físicos han desaparecido; cf. Apoc 7, 9-17; 21, 3-7.
SAN AGUSTÍN estudia detenidamente la esencia de la felicidad del cielo y la hace consistir en la visión inmediata de Dios; cf. De civ. Dei xxii 29 s. I.a escolástica insiste sobre el carácter absolutamente sobrenatural de la misma, y exige una especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae; cf. Ps 35, 10; Apoc 22, 5), es decir, un don sobrenatural y habitual del entendimiento que le capacita para el acto de la visión de Dios, cf. S.th. i 12, 4 y 5; Dz 475. Véase el tratado acerca de Dios, § 6, 3 y 4.
Los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento (visio), de amor (amor, caritas) y de gozo (gaudium, fruitio). El acto fundamental es — según la doctrina tomista — el de entendimiento, y — según la doctrina escotista — el de amor.
A propósito del objeto de la visión beatífica, véase el tratado acerca de Dios, § 6, 2.
2. Felicidad accidental del cielo  
A la felicidad esencial del cielo que brota de la visión inmediata de Dios se añade una felicidad accidental procedente del natural conocimiento y amor de bienes creados (sent. común).
Es motivo de felicidad accidental para los bienaventurados el hallarse en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y la Virgen, de los ángeles y los santos, el volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvieran durante la vida terrena, el conocer las obras de Dios. La unión del alma con el cuerpo glorificado el día de la resurrección significará un aumento accidental de gloria celestial.
Según doctrina de la escolástica, hay tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona aurea), reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas. Tales son : los que son vírgenes, por su victoria sobre la carne, según dice Apoc 14, 4; los mártires, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira, según Dan 12, 3, y Mt 5, 19. Conforme enseña SANTO TOMÁS, la esencia de la «aureola» consiste en el gozo por las hazañas realizadas por cada uno en la lucha contra los enemigos de la salvación (Suppl. 96, 1). A propósito del término «aurea (sc. corona)», véase Apoc 4, 4; y sobre la expresión «aureola», véase Ex 24, 25.
3. Propiedades del cielo
a) Eternidad
La felicidad del cielo dura por toda la eternidad (de fe).
El papa Benedicto xii declaró : «Y una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente, por toda la eternidad» ; Dz 530.
Se opone a la verdad católica la doctrina de Orígenes sobre la posibilidad de cambio moral en los bienaventurados. En tal doctrina se incluye la posibilidad de la disminución o pérdida de la bienaventuranza.
Jesús compara la recompensa por las buenas obras a Ios tesoros guardados en el cielo, donde no se pueden perder (Mt 6, 20; Lc 12, 33). Quien se ganare amigos con el injusto Mammón (= riquezas) será recibido en los «eternos tabernáculos» (Lc 16, 9). Los justos irán a la «vida eterna» (Mt 25, 46 ; cf. Mt 19, 29; Rom 2, 7; Ioh 3, 15 s). San Pablo habla de la eterna bienaventuranza empleando la imagen de «una corona imperecedera» (1 Cor 9, 25); San Pedro la llama «corona inmarcesible de gloria» (1 Petr 5, 4).
SAN AGUSTÍN deduce racionalmente la eterna duración del cielo de la idea de la perfecta bienaventuranza: «Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?» (De civ. Dei xii 13, 1; cf. x 30; xi 13).
La voluntad de los bienaventurados se halla de tal modo confirmada en el bien por una íntima unión de caridad con Dios, que le es moralmente imposible apartarse de Él por el pecado (impecabilidad moral).
b) Desigualdad
El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados según la diversidad de sus méritos (de fe).
El Decretum pro Graecis del concilio de Florencia (1439) declara que las almas de los plenamente justos «intuyen claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es, aunque unos con más perfección que otros según la diversidad de sus merecimientos» ; Dz 693. El concilio de Trento definió que el justo merece por sus buenas obras el aumento de la gloria celestial ; Dz 842.
Frente a la verdad católica está la doctrina de Joviniano (influida por el estoicismo), según la cual todas las virtudes son iguales. Se opone también al dogma católico la doctrina luterana de la imputación puramente externa de la justicia de Cristo. Tanto de la doctrina de Lutero como de la de Joviniano se sigue la igualdad de la bienaventuranza celestial.
Jesús nos asegura: «El [el Hijo del hombre] dará a cada uno según sus obras» (Mt 16, 27). San Pablo enseña : «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo» (1 Cor 3, 8), «El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará» (2 Cor 9, 6) ; cf. 1 Cor 15, 41 s.
Los padres citan con frecuencia la frase de Jesús en que nos habla de las muchas moradas que hay en la casa de su Padre (Ioh 14, 2). TERTULIANO comenta : «¿Por qué hay tantas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?» (Scorp. 6). SAN AGUSTÍN considera el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt 20, 1-16), como una alusión a la vida eterna que es para todos de eterna duración; y en las muchas moradas que hay en la casa del Padre celestial (Ioh 14, 2) ve el santo doctor los distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna. Y a la supuesta objeción de que tal diversidad engendraría envidias, responde: «No habrá envidias por los distintos grados de gloria, ya que en todos los bienaventurados reinará la unión de la caridad» (In loh., tr. 67, 2); cf. SAN JERÓNIMO, Adv. Iovin. ti 18-34; S.th. 112, 6.

 

4. EL INFIERNO

1. Realidad del infierno
Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal van al infierno (de fe).
El infierno es un lugar y estado de eterna desdicha en que se hallan las almas de los réprobos.
La existencia del infierno fue impugnada por diversas sectas, que suponían la total aniquilación de los impíos después de su muerte o del juicio universal. También la negaron todos los adversarios de la inmortalidad personal (materialismo).
El símbolo Quicumque confiesa : «Y los que obraron mal irán al fuego eterno» ; Dz 40. BENEDICTO XII declaró en su constitución dogmática Benedictus Deus: «Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales» ; Dz 531; cf. Dz 429, 464, 693, 835, 840.
El Antiguo Testamento no habla con claridad sobre el castigo de los impíos, sino en sus libros más recientes. Según Dan 12, 2, los impíos resucitarán para «eterna vergüenza y oprobio». Según Iudith 16, 20 s (G 16, 17), el Señor, el Omnipotente tomará venganza de los enemigos de Israel y los afligirá en el día del juicio : «El Señor omnipotente los castigará en el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, para que se abrasen y lo sientan (G : para que giman de dolor) para siempre» ; cf. Is 66, 24. Según Sap 4, 19, los impíos «serán entre los muertos en el oprobio sempiterno», «serán sumergidos en el dolor y perecerá su memoria» ; cf. 3, 10; 6, 5 ss.
Jesús amenaza a los pecadores con el castigo del infierno. Le llama gehenna (Mt 5, 29 s ; 10, 28; 23, 15 y 33; Mc 9, 43, 45 y 47 [G] ; originariamente significa el valle Ennom), gehenna de fuego (Mt 5, 22; 18, 9), gehenna donde el gusano no muere ni el fuego se extingue (Mc 9, 46 s [G 47 s]), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]), horno de fuego (Mt 13, 42 y 50), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30), aullidos y rechinar de dientes (Mt 13, 42 y 50; 24, 51; Lc 13, 28). San Pablo da el siguiente testimonio: «Esos [los que no conocen a Dios ni obedecen el Evangelio] serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder» (2 Thes 1, 9) ; cf. Rom 2, 6-9; Hebr 10, 26-31. Según Apoc 21, 8, los impíos «tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre» ; allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20, 10) ; cf. 2 Petr 2, 6; Iud 7.
Los padres dan testimonio unánime de la realidad del infierno. Según SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, todo aquel que «por su pésima doctrina corrompiere la fe de Dios por la cual fue crucificado Jesucristo, irá al fuego inextinguible, él y Ios que le escuchan» (Eph. 16, 2). SAN JUSTINO funda el castigo del infierno en la idea de la justicia divina, la cual no deja impune a los transgresores de la ley (Apol. II 9); cf. Apol. 18, 4; 21, 6; 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. Iv 28, 2.
2. Naturaleza del suplicio del infierno
La escolástica distingue das elementos en el suplicio del infierno : la pena de daño (suplicio de privación) y la pena de sentido (suplicio para los sentidos). La primera corresponde al apartamiento voluntario de Dios que se realiza, por el pecado mortal ; la otra, a la conversión desordenada a la criatura.
La pena de daño, que constituye propiamente la esencia del castigo del infierno, consiste en verse privado de la visión beatífica de Dios ; cf. Mt 25, 41: «¡ Apartaos de mí, malditos!»; Mt 25, 12: «No os conozco» ; 1 Cor 6, 9 : « No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios ?» ; I,c 13, 27; 14, 24; Apoc 22, 15 ; SAN AGUSTÍN, Enchir. 112.
La pena de sentido consiste en los tormentos causados externamente por medios sensibles (es llamada también pena positiva del infierno). La Sagrada Escritura habla con frecuencia del fuego del infierno, al que son arrojados los condenados; designa al infiemo como un lugar donde reinan los alaridos y el crujir de dientes… imagen del dolor y la desesperación.
El fuego del infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos padres (como Orígenes y San Gregorio Niseno) y algunos teólogos posteriores (como Ambrosio Catarino, J. A. Möhler y H. Klee), los cuales interpretaban la expresión «fuego» como imagen de los dolores puramente espirituales — sobre todo, del remordimiento de la conciencia — que experimentan los condenados. El magisterio de la Iglesia no ha condenado esta sentencia, pero la mayor parte de Ios padres, los escolásticos y casi todos los teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico o agente de orden material, aunque insisten en que su naturaleza es distinta de la del fuego actual. La acción del fuego físico sobre seres puramente espirituales la explica SANTO TOMÁS — siguiendo el ejemplo de San Agustín y San Gregorio Magno — como sujeción de los espíritus al fuego material, que es instrumento de la justicia divina. Los espíritus quedan sujetos de esta manera a la materia, no disponiendo de libre movimiento; Suppl. 70, 3. A propósito de una declaración de la Penitenciaría Apostólica sobre la cuestión del fuego del infierno (Cavallera 1466), editada el 30 de abril de 1890, véase H. LANGE, Schol 6 (1931) 89 s.
3. Propiedades del infierno
a) Eternidad
Las penas del infierno duran toda la eternidad (de fe).
El capítulo Firmiter del concilio iv de Letrán (1215) declaró : «Aquéllos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio eterno» ; Dz 429; cf. Dz 40, 835, 840. Un sínodo de Constantinopla (543) reprobó la doctrina origenista de la apocatástasis ; Dz 211.
Mientras que Orígenes negó, en general, la eternidad de las penas del infierno, H. Schell (+ 1906) restringió la duración eterna a aquellos condenados que pecan «con la mano levantada», es decir, movidos por odio contra Dios, y que en la vida futura perseveran en dicho odio.
La Sagrada Escritura pone a menudo de relieve la eterna duración de las penas del infierno, pues nos habla de «eterna vergüenza y confusión». (Dan 12, 2; cf. Sap. 4, 19), de «fuego eterno» (Iudith 16, 21; Mt 18, 8; 25, 41; Iud 7), de «suplicio eterna» (Mt 25, 46), de «ruina eterna» (2 Thes 1, 9). El epíteto «eterno» no puede entenderse en el sentido de una duración muy prolongada, pero a fin de cuentas limitada. Así lo prueban los lugares paralelos en que se habla de «fuego inextinguible» (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]) o de la «gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue» (Mc 9, 46 s [G 47 s]), e igualmente lo evidencia la antítesis «suplicio eterno vida eterna» en Mt 25, 46. Según Apoc 14, 11 (19, 3), «el humo de su tormento [del de los condenados] subirá por los siglos de los siglos», es decir, sin fin ; cf. Apoc 20, 10.
La «restauración de todas las cosas», de la que se nos habla en Act 3, 21, no se refiere a la suerte de los condenados, sino a la renovación del mundo que tendrá lugar con la segunda venida de Cristo.
Los padres, antes de Orígenes, testimoniaron con unanimidad la eterna duración de las penas del infierno; cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Eph. 16, 2, SAN JUSTINO, Apol. i 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. iv 28, 2; TERTULIANO, De poenit. 12. La negación de Orígenes tuvo su punto de partida en la doctrina platónica de que el fin de todo castigo es la enmienda del castigado. A Orígenes le siguieron San Gregorio Niseno, Didimo de Alejandría y Evagrio Póntico. SAN AGUSTÍN sale en defensa de la infinita duración de las penas del infierno, contra los origenistas y los «misericordiosos» (San Ambrosio), que en atención a la misericordia divina enseñaban la restauración de los cristianos fallecidos en pecado mortal; cf. De civ. Dei xxi 23; Ad Orosium 6, 7; Enchir. 112.
La verdad revelada nos obliga a suponer que la voluntad de los condenados está obstinada inconmoviblemente en el mal y que por eso es incapaz de verdadera penitencia. Tal obstinación se explica por rehusar Dios a los condenados toda gracia para convertirse; cf. S.th. i II 85, 2 ad 3; Suppl. 98, 2, 5 y 6.
b) Desigualdad
La cuantía de la pena de cada uno de los condenados es diversa según el diverso grado de su culpa (sent. común).
Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los condenados son afligidas con penas desiguales («poenis tamen disparibus puniendas») ; Dz 464, 693. Probablemente esta fase no se refiere únicamente a la diferencia específica entre el castigo del solo pecado original (pena de daño) y el castigo por pecados personales (pena de daño y de sentido), sino que también quiere darnos a entender la diferencia gradual que hay entre los castigos que se dan por los distintos pecados personales.
Jesús amenaza a los habitantes de Corozaín y Betsaida asegurando que por su impenitencia han de tener un castigo mucho más severo que los habitantes de Tiro y Sidón ; Mt 11, 22. Los escribas tendrán un juicio más severo; Lc 20, 47.
SAN AGUSTÍN nos enseña : «La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros» (Enchir. III). La justicia exige que la magnitud del castigo corresponda a la gravedad de la culpa.

 

5. EL PURGATORIO

1. Realidad del purgatorio

a) Dogma
Las almas de los justos que en el instante de la muerte están gravadas por pecados veniales o por penas temporales debidas por el pecado van al purgatorio (de fe).
El purgatorio (= lugar de purificación) es un lugar y estado donde se sufren temporalmente castigos expiatorios.
La realidad del purgatorio la negaron los cátaros, los valdenses, los reformadores y parte de los griegos cismáticos. A propósito de la doctrina de Lutero, véanse los Artículos de Esmalcalda, pars II, art. II, §§ 12-15; a propósito de la doctrina de Calvino, véase Instit. iii 5, 6-10; a propósito de la doctrina de la Iglesia ortodoxa griega, véase la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p 1, q. 64-66 (refundida por Meletios Syrigos) y la Confessio de DOSITEO, decr. 18.
Los concilios unionistas de Lyón y Florencia hicieron la siguiente declaración contra los griegos cismáticos, que se oponían principalmente a la existencia de una lugar especial de purificación, al fuego del purgatorio y al carácter expiatorio de sus penas : «Las almas que partieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimiento de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio» ; Dz 464, 693; cf. Dz 456, 570 s.
Frente a los reformadores que consideraban como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio (cf. Dz 777) y que la rechazaban como incompatible con su teoría de la justificación, el concilio de Trento hizo constar la realidad del purgatorio y la utilidad de los sufragios hechos en favor de las almas que en él se encuentran : «purgátorium esse animasque ibi detentas fidelium suffragiis… iuvari» ; Dz 983; cf. Dz 840, 998.
b) Prueba de Escritura
La Sagrada Escritura enseña indirectamente la existencia del purgatorio concediendo la posibilidad de la purificación en la vida futura.
Según 2 Mac 12, 42-46, los judíos oraron por los caídos en quienes se habían encontrado objetos consagrados a los ídolos de Jamnia, a fin de que el Señor les perdonara sus pecados; para ello enviaron dos mil dracmas de plata a Jerusalén para que se hicieran sacrificios por el pecado. Estaban, pues, persuadidos de que a los difuntos se les puede librar de su pecado por medio de la oración y el sacrificio. El hagiógrafo aprueba esta conducta : «También pensaba [Judas] que a los que han muerto piadosamente les está reservada una magnífica recompensa. ¡ Santo y piadoso pensamiento ! Por eso hizo que se ofrecieran sacrificios expiatorios por los muertos para que fueran absueltos de sus pecados» (v 45, según G).
Las palabras del Señor en Mt 12, 32: «Quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero», parecen admitir la posibilidad de que otros pecados se perdonen no sólo en este mundo, sino también en el futuro. SAN GREGORIO MAGNO comenta: «En esta frase se nos da a entender que algunas culpas se pueden perdonar en este mundo y algunas también en el futuro» (Dial, iv 39) ; cf. SAN AGUSTÍN, De civ. Dei xxi 24, 2 ; Dz 456.
San Pablo expresa en 1 Cor 3, 10-15, la siguiente idea con relación a la labor misionera de la comunidad de Corinto : la obra del predicador de la fe cristiana, el cual sigue edificando sobre el fundamento que es Cristo, será sometida a una prueba como de fuego en el día del Juicio. Si la obra resiste la prueba, el autor recibirá su recompensa, mas si no la resiste «sufrirá los perjuicios», es decir, perderá la recompensa. Sin embargo, aquel cuya obra no resista la prueba, es decir, haya trabajado mal, «será ciertamente salvo, aunque como a través del fuego», es decir, alcanzará la vida eterna en el caso de que su paso a través del fuego demuestre que es digno de la vida eterna (J. Gnilka). La mayoría de los comentaristas católicos entienden el paso a través del fuego como un castigo purificador, pasajero y, probablemente, consistente, en las grandes tribulaciones que el mal constructor tendrá que padecer el día del juicio final. De ello se deduce que todo aquel que muere con pecados veniales o penas temporales merecidas por el pecado debe pasar, después de muerto, por un transitorio castigo de purificación. Los padres latinos, tomando la palabra demasiado literalmente, interpretan el fuego como un fuego físico purificador, destinado a cancelar después de la muerte los pecados veniales que no han sido expiados ; cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 37, 3; SAN CESÁREO DE ARLÍS, Sereno 179; SAN GREGORIO MAGNO, Dial. Iv 39.
La frase que leemos en Mt 5, 26: «En verdad te digo que no saldrás de allí [de la cárcel] hasta que pagues el último ochavo», es una amenaza, en forma de parábola, para todo aquel que no cumpla el precepto de la caridad cristiana, de un justo castigo por parte del Juez divino. Los intérpretes, “utilizando sobre la exégesis de la parábola, creyeron ver significada en esa pena temporal de cárcel un estado de castigo temporal en la vida futura. TERTULIANO interpretaba la cárcel como los infiernos, y el último ochavo como «las pequeñas culpas que habrá que expiar allí por ser dilatada la resurrección» (para el reino milenario; De anima 58); cf. SAN CIPRIANO, Ep. 55, 20.
c) Prueba de tradición
El punto esencial del argumento en favor de la existencia del purgatorio se halla en el testimonio de los padres. Sobre todo los padres latinos emplean los argumentos escriturísticos citados anteriormente como pruebas del castigo purificador transitorio y del perdón de los pecados en la vida futura. SAN CIPRIANO enseña que los penitentes que fallen después de recibir la reconciliación tienen que dar en la vida futura el resto de satisfacción que tal vez sea necesario, mientras que el martirio representa para los que lo sufren una completa satisfacción: «Es distinto sufrir prolongados dolores por los pecados y ser limpiado y purificado por fuego incesante, que expiarlo todo de una vez por el martirio» (Ep. 55, 20). SAN AGUSTÍN distingue entre las penas temporales que hay que aceptar en esta vida como penitencia y las que hay que aceptar después de la muerte : «Unos solamente sufren las penas temporales en esta vida, otros sólo después de la muerte, y otros, en fin, en esta vida y después de la muerte, pero todos tendrán que padecerlas antes de aquel severísimo y último juicio» (De civ. Dei xxi 13). Este santo doctor habla a menudo del fuego «corrector y purificador» («ignis emendatorius, ignis purgatorius» ; cf. Enarr. in Ps. 37, 3; Enchir. 69). Según su doctrina, los sufragios redundan en favor de todos aquellos que han renacido en Cristo pero que no han vivido de tal manera que no tengan necesidad de semejante ayuda. Constituyen, por tanto, un grupo intermedio entre los bienaventurados y los condenados (Enchir. 110; De civ. Dei xxx 24, 2). Los epitafios paleocristianos desean a los muertos la paz y el refrigerio.
La existencia del purgatorio se prueba especulativamente por la santidad y justicia de Dios. La santidad de Dios exige que sólo las almas completamente purificadas sean recibidas en el cielo (Apoc 21, 27) ; su justicia reclama que se paguen los reatos de pena todavía pendientes y, por otra parte, prohíbe que las almas unidas en caridad con Dios sean arrojadas al infierno. Por eso hay que admitir la existencia de un estado intermedio que tenga por fin la purificación definitiva y sea, por consiguiente, de duración limitada ; cf. SANTO ToM Ás, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 1; S.c.G. Iv 91. 
2. Naturaleza del suplicio del purgatorio
En el purgatorio se distingue, de manera análoga al infierno, una pena de daño y otra de sentido.
La pena de daño consiste en la dilación temporal de la visión beatífica de Dios. Como ha precedido ya el juicio particular, el alma sabe que la exclusión es solamente de carácter temporal y posee la certeza de que al fin conseguirá la bienaventuranza ; Dz 778. Las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él. De ahí que esa separación temporal sea para ellos tanto más dolorosa.
A la pena de daño se añade — según doctrina general de los teólogos — la pena de sentido. Teniendo en cuenta el pasaje de 1 Cor 3, 15, los padres latinos, los escolásticos y muchos teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico como instrumento externo de castigo. Pero notemos que las pruebas bíblicas ad,,idas en favor de esta sentencia son insuficientes. Los concilios, en sus declaraciones oficiales, solamente hablan de las penas del purgatorio, no del fuego del purgatorio. Lo hacen así por consideración a los griegos separados, que rechazan la existencia de fuego purificador; Dz 464, 693; cf. SANTO TOMÁS, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 3.
3. Objeto de la purificación
En la vida futura, la remisión de los pecados veniales todavía no perdonados se efectúa — según doctrina de SANTO TOMÁS (De malo 7, 11) — de igual manera que en esta vida: por un acto de contrición perfecta realizado con ayuda de la gracia. Este acto de arrepentimiento, que se suscita inmediatamente después de entrar en el purgatorio, no causa la supresión o aminoramiento de la pena (en la vida futura ya no hay posibilidad de merecer), sino únicamente la remisión de la culpa.
Las penas temporales debidas por los pecados son cumplidas en el purgatorio por medio de la llamada «satispasión» (o sufrimiento expiatorio), es decir, por medio de la aceptación voluntaria de los castigos purificativos impuestos por Dios.
4. Duración del purgatorio
El purgatorio no subsistirá después de que haya tenido lugar el juicio universal (sent. común).
Después de que el soberano Juez haya pronunciado su sentencia en el juicio universal (Mt 25, 34 y 41), no habrá más que dos estados : el del cielo y el del infierno. San Agustín afirma : «Se ha de pensar que no existen penas purificativas sino antes de aquel último y tremendo juicio» (De civ. Dei xxi 16; cf. xxi 13).
Para cada alma el purgatorio durará hasta que logre la completa purificación de todo reato de culpa y pena. Una vez terminada la purificación será recibida en la bienaventuranza del cielo; Dz 530, 693.
Fuente : TRATADO DE LOS NOVÍSIMOS O DE LA CONSUMACIÓN DE ESCATOLOGÍA) de Ludwig Ott,  Capítulo primero

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