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miércoles, 7 de marzo de 2012

¡Quieres ser como Jesús! ¿De verdad?



La mayoría de nosotros somos como los hijos de Zebedeo en la lectura del Evangelio de hoy. Pensamos que queremos seguir a Cristo, es decir, pensamos que estamos dispuestos a beber de la misma copa que él- especialmente en momentos cuando nos sentimos entusiasmados por nuestra fe después de una gran liturgia o una misión de parroquia inspiradora o una experiencia impresionante de oración durante la Adoración del Sagrado Sacramento.
Jesús nos invita a tomar de su copa y beber de ella, y nosotros decimos sí, por supuesto, queremos todo lo que él ofrece. ¡Pero después tiramos su copa porque sabe muy amarga!
Es muy desagradable servir "las necesidades de todos" como nos dice Jesús que debemos hacer. Aspirar a la grandeza en la vida espiritual significa imitar a Jesús completamente hasta la cruz, completamente hasta dar nuestra vida como un rescate por los demás, completamente hasta renunciar a lo que estamos acostumbrados para que podamos ir a la ayuda de los demás, hasta renunciar completamente a nuestras agendas personales por el bien del afligido.
Preferimos la mediocridad, y así que nos conformamos con una vida espiritual menos exigente. Nos ponemos en el centro de nuestra fe, no en la cruz de Cristo.
Jesús es EL rescate, EL sacrificio, EL Salvador y El Redentor. Por esta razón, tú y yo hemos sido rescatados de los tormentos de la separación de Dios. Pero nuestra salvación es mucho más que esto. Nosotros no podemos crecer espiritualmente a menos que pongamos nuestra fe en acción, y eso significa imitar a Jesús completamente hacia donde cuenta más, hacia la cruz. Esto es donde nuestro amor por Dios es probado y madurado. Esto es donde nuestro amor por los demás hace la diferencia más grande.
El profeta del Antiguo Testamento Jeremías experimentó este tipo de sufrimiento. Como vemos en la primera lectura de hoy, él fue odiado por hablar la verdad, pero él continuo su ministerio, porque él tuvo interés por los israelitas que se estaban perdiendo.
Cuándo otros pecan en contra de nosotros, si nosotros los perdonamos, nos colgamos en la cruz con Jesús, diciendo con él, "Padre perdónalos, por ellos no saben lo que hacen". Tal amor inmerecido es cómo dar nuestras vidas como rescate por los demás. Los perdonamos (nos olvidamos de la envidia y pedimos que Dios los bendiga) no importando si ellos nos empiezan a tratar bien o no, inclusive si nosotros no podemos permanecer en la vida de esa persona.
Nosotros los perdonamos, no porque recibiremos una respuesta cariñosa y sana, que nos hará feliz (que a menudo no sucede), si no porque queremos seguir a Jesús. Queremos ser santos. 
Cuándo nosotros rezamos el " Padre Nuestro," le pedimos a Dios que nos perdone como nosotros perdonamos a los demás. Eso nos ata al "contrato" del amor. Dios nos perdonará sólo tanto como nosotros perdonamos a los demás. Aun así, nosotros no perdonamos a los demás para que Dios nos perdone; perdonamos porque queremos ser como Jesús.

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