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domingo, 1 de julio de 2012
"El papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo”
El Papa impone el palio a un arzobispo
Papa: "El poder del infierno, las fuerzas del mal, no prevalecerán, non prevalebunt"
"Sintámonos juntos cooperadores de la verdad, la cual es una y sinfónica"
Homilía del Papa para la fiesta de San Pedro y San Pablo El Papa impone el palio
La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados
El Papa impone el palio
En una ceremonia solemne, el papa Benedicto XVI impuso el viernes el palio, símbolo de comunión con el Obispo de Roma, a 13 arzobispos latinoamericanos metropolitanos nombrados en el último año, de los cuales siete son de Brasil, dos de México y uno de Argentina, Guatemala, Perú y Venezuela.
En total, el Pontífice consignó el Palio a 44 arzobispos metropolitanos de todo el mundo, que impone cada año en la festividad de Pedro y Pablo, y dos lo recibieron en sus sedes metropolitanas.
Como es tradición, asistió una delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, la más influyente iglesia ortodoxa del mundo.
La iglesia ortodoxa también venera a San Pedro y San Pablo como patrones de la Iglesia Universal.
Reivindica el primado del Papa
En su homilía el Obispo de Roma afirmó que "gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo"; si bien emergen también, a lo largo de los siglos, "la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar".
"En verdad -dijo también el Papa-, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las ‘puertas del infierno', del poder destructor del mal". Y añadió que "Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro".
El Pontífice recordó a los queridos Metropolitanos que el palio que les impuso, les recordará siempre que han sido constituidos "en y para el gran misterio de comunión que es la Iglesia", edificio espiritual construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de Pedro.
Y animados por esta certeza, afirmó "sintámonos juntos cooperadores de la verdad, la cual -sabemos- es una y ‘sinfónica', y reclama de cada uno de nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia del único Espíritu.
El palio
El palio es una banda blanca de lana bordada que Benedicto XVI puso sobre los hombros de cada arzobispo, una indumentaria litúrgica en forma de collarín, tejida con lana de color blanca y bordada con una serie de cruces negras.
En esta oportunidad, el rito, cuyo origen se remonta al siglo IV, tuvo lugar antes de la misa y no durante la misma, como ocurría en el pasado para abreviar su duración. Además de los arzobispos metropolitanos, lo utilizan también el patriarca latino de Jerusalén y el decano del Colegio Cardenalicio.
En la homilía, el Pontífice señaló que "en el evangelio emerge con fuerza la clara promesa de Jesucristo: las puertas de las fuerzas del mal no prevalecerán".
Los corderos con cuya lana se confecciona el palio son criados en el convento de vida contemplativa de santa Inés en Roma, que el Papa bendice en la festividad de santa Inés, el 21 de enero.
Las religiosas extraen la lana y los elaboran y los depositan bajo el altar principal de la Basílica vaticana, hasta el día de la ceremonia de entrega a los arzobispos.
El grupo más numeroso que recibió el palio está formado por 22 prelados de América, seguido por 9 de Asia, 8 de Europa, 4 de Africa y 3 de Oceanía.
Los nuevos arzobispos metropolitanos latinoamericanos son: Francisco Robles Ortega, arzobispo de Guadalajara y Jesús Carlos Cabrero Romero, arzobispo de San Luis Potosí (México); Alfredo Horacio Zecca, arzobispo de Tucumán (Argentina; Mario Alberto Molina Palma, arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango-Totonicapán (Guatemala); Salvador Piñeiro García-Calderón, arzobispo de Ayacucho o Huamanga (Perú); Ulises Antonio Gutiérrez Reyes, arzobispo de Ciudad Bolívar (Venezuela).
De Brasil, Wilson Tadeu Jönck SCI, arzobispo de Florianópolis, José Francisco Rezende Dias, arzobispo de Niterói, Esmeraldo Barreto De Farías, arzobispo de Porto Velho, Jaime Vieira Rocha, arzobispo de Natal, Airton José dos Santos, arzobispo de Campinas, Jacinto Furtado De Brito Sobrinho, arzobispo de Teresina , Paulo Mendes Peixoto, arzobispo de Uberaba.
Recibieron el palio en sus sedes metropolitanas: Gabriel Justice Yaw Anokye, arzobispo de Kumasi (Ghana) y Valéry Vienneau, arzobispo de Moncton (Canadá).
Texto completo de la homilía del Santo Padre en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo:
Señores cardenales,
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas
Estamos reunidos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma. Están aquí presentes los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, que acaban de recibir el palio, y a quienes va mi especial y afectuoso saludo. También está presente, enviada por Su Santidad Bartolomé I, una eminente delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que acojo con reconocimiento fraterno y cordial. Con espíritu ecuménico me alegra saludar y dar las gracias a "The Choir of Westminster Abbey", que anima la liturgia junto con la Capilla Sixtina. Saludo además a los señores embajadores y a las autoridades civiles: a todos les agradezco su presencia y oración.
Como todos saben, delante de la Basílica de San Pedro, están colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles Pedro y Pablo, fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de Pedro y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la Basílica de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la vida y del martirio de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe ha adquirido un significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta ciudad los consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo, la pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma.
Se puede pensar también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del tema de la hermandad: es decir, mientras que la primera pareja bíblica de hermanos nos muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata a Abel, Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a pesar de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad: aquí se encuentra el primer mensaje fundamental que la solemnidad de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en la búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico y el Obispo de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo?
El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: ... [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo...» (v. 23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar - en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non prevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13).
Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes - la de las llaves y la de atar y desatar - expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra... en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados.
Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del ministerio de la Iglesia. Ella no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad entera.
Queridos hermanos, como recordaba al principio, la tradición iconográfica representa a san Pablo con la espada, y sabemos que ésta significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero, leyendo los escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de la espada se refiere a su misión de evangelizador. Él, por ejemplo, sintiendo cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la gloria y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual de la Iglesia.
Queridos Metropolitanos: el palio que os he impuesto, os recordará siempre que habéis sido constituidos en y para el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la verdad, la cual -sabemos- es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia del único Espíritu. Que la Santa Madre de Dios nos guíe y nos acompañe siempre en el camino de la fe y de la caridad. Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.
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