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lunes, 31 de diciembre de 2012

EL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO (MARIA VALTORTA) XXV


504.    Margziam preparado para la separación. Regreso a la aldea de Salomón y muerte de Ananías.
26 de septiembre de 1946.

1«Levantaos. Nos marchamos. Vamos de nuevo al río. Buscamos una barca. Ve tú, Pedro, con Santiago. Una barca que nos lleve hasta las cercanías de Betabara. Estaremos un día donde Salomón y luego...».
«¿Pero no íbamos a Nazaret?».
«No. Por la noche he decidido. Lo siento por vosotros. Debo volver para atrás».
«¡Qué alegría!» exclama Margziam. «¡Estaré más tiempo contigo!».
«Sí, aunque, pobre niño, a mi lado ves días muy tristes».
«Pues precisamente por eso deseo quedarme contigo. Para darte amor. Es lo único que quiero. No pido nada más».
Jesús le besa en la frente.
«¿Y vamos a pasar otra vez por Betabara?» pregunta Mateo.
«No. Atravesamos el río con la barca de algún pescador».
2Regresan Pedro y Santiago. «Ninguna barca, Maestro, hasta el atardecer... Y... ¿debo decirlo?».
«Dilo».
«Y han pasado por aquí algunos... Deben haber pagado bien o amenazado fuertemente... No creo que encuentres barca tampoco al atardecer... Son unos despiadados...». Pedro suspira.
«No importa. Vamos a ponernos en camino... y el Señor nos ayudará».
La época del año es mala. Llueve. Hay fango. El camino está lodoso. En la orilla, la lluvia se suma al rocío de la noche, abundante a lo largo del río; pero, de todas formas, van por el estrecho realce que orilla el camino, menos fangoso y menos expuesto ‑ debido a una hilera de chopos que protegen mucho ‑ al estilicidio de la lluvia, diminuta pero continua; menos expuesto cuando un soplo de viento no hace caer de golpe todas las gotas de agua retenidas entre las ramas.
«¡Bueno, ya es su tiempo!» dice filosóficamente Tomás, recogiéndose la túnica.
«¡Es su tiempo!» confirma Bartolome, y suspira.
«Ya nos secaremos en algún lugar. No estarán todos... irritados contra nosotros» dice Pedro.
«Y podremos encontrar una barca... ¡No es seguro que no!» añade Santiago de Alfeo.
«Si tuviéramos mucho dinero se encontraría todo. ¡Pero no quiso que fuera a vender a Jericó!» dice Judas de Keriot.
«¡Calla! Te lo ruego. El Maestro está muy afligido. ¡Calla!» suplica Juan.
«Callo. Es más, no hago más que alegrarme de su indicación. Así no se puede decir que yo haya mandado a esos saduceos de cerca de Jericó» y mira a Pedro. Pero Pedro está absorto y no ve ni responde.
Caminan, caminan bajo la lluvia menuda, fina como niebla, en este día grisáceo. De vez en cuando hablan entre sí. Pero las palabras que dicen parecen tanto conclusiones de un diálogo con un invisible interlocutor, que parece como si hablaran consigo mismos.
«Al final tendremos que pararnos en algún lugar».
«Todos los lugares son iguales, porque a todos vienen ellos».
«Persecución por persecución, lo mejor es estar en una ciudad: al menos uno no se moja».
«¿Pero a dónde quieren llegar?».
«¡Pobre María! ¡Si supiera!».
«¡Dios Altísimo, protege a tus siervos!», etcétera... Luego se juntan y debaten en voz baja.
Jesús va delante, solo... ¡Solo! Hasta que llegan Margziam y el Zelote.
«Los otros han bajado al guijarral. Para ver si hay barca... Tardaríamos menos. ¿Nos quieres contigo?».
«Venid. ¿De qué hablabais antes?».
«De lo que sufres Tú».
«Y del odio de los hombres. ¿Qué podemos hacer para aliviarte y para frenar el odio?» pregunta el Zelote.
«Para mi dolor está vuestro amor... Para el odio... no hay más remedio que soportarlo... Es una cosa que termina con la vida de la Tierra... y este pensamiento da paciencia y fortaleza mientras se soporta. 3¡Margziam! ¡Niño! ¿Por qué estás turbado?».
«Porque esto me recuerda a Doras...».
«Tienes razón. Ya es tiempo de que te mande otra vez a casa...».
«¡No! ¡Jesús! ¡No! ¿Por qué quieres castigarme por un mal que no he hecho?».
«No es castigar. Es preservar... No quiero que recuerdes a Doras. ¿Qué se alza en ti tras este recuerdo? Responde...».
Margziam llora con la cabeza agachada, luego levanta la cara y dice: «Tienes razón. Mi espíritu no es capaz de ver y perdonar, no es todavía capaz. Pero ¿por qué me alejas de ti? Si sufres, con mayor razón debo estar a tu lado. ¡Tú también me has consolado siempre! Ya no soy ese niño necio que el año pasado te decía: "No me dejes ver tu dolor". Soy ahora un verdadero hombre. ¡Deja que me quede! ¡Señor! ¡Díselo tú, Simón!».
«El Maestro sabe lo que es bueno para nosotros. Y quizás... quiere darte algún encargo... No sé... Estoy diciendo lo que pienso...».
«Es como has dicho. Le habría tenido conmigo, con gran satisfacción, hasta después incluso de las Encenias. Pero... mi Madre está sola allá arriba. El ruido que produce el odio es muy fuerte. Podría temer más de lo necesario. Mi Madre está sola. Y seguro que llora. Irás donde Ella, le llevarás mi saludo y le dirás que la espero para después de las Encenias. Y no digas nada más, Margziam».
«¿Pero si me pregunta?».
«Puedes no mentir diciendo... que la vida de su Jesús está como este cielo de Etanim. Nubes y lluvia, alguna vez borrasca. Pero no faltan los días de sol. Como ayer, como quizás mañana. Callar no es mentir. Háblale de los milagros que has visto. Dile que Elisa está conmigo, que Ananías me ha acogido como un padre. Que en Nob estoy en casa de un buen israelita. Lo demás... sobre lo demás esté el silencio. 4Y luego irás a estar con Porfiria. Y estarás allí hasta que Yo te llame».
Margziam llora más fuerte.
«¿Por qué lloras así? ¿No estás contento de ir donde María? Ayer lo estabas...» dice Simón.
«Ayer sí. Porque íbamos todos. Y además lloro porque tengo miedo de no volver a verte... ¡Oh, Señor, Señor! ¡Ya nunca veré días tan felices como lo han sido estos días!».
«Nos veremos todavía, Margziam. Te lo prometo».
«¿Cuándo? No antes de la Pascua. ¡Es mucho tiempo!». Jesús calla. «¿Verdaderamente no me quieres contigo antes de Pascua?».
Jesús le pone un brazo en los hombros todavía gráciles y le arrima a sí. «¿Por qué quieres saber el futuro? Hoy estamos aquí. Mañana ya no estamos. El hombre ‑ ni el más rico y poderoso ‑ no puede añadir un día a su vida. La vida, y todo el futuro, está en las manos de Dios...».
«Pero para Pascua debo ir al Templo. Soy israelita. ¡Tú no puedes hacerme pecar!».
«No pecarás. Y el primer pecado que me debes prometer que no harás nunca es el de la desobediencia. Obedecerás. Siempre. A mí ahora, a quien te hable en mi Nombre después. ¿Lo prometes? Recuerda que Yo, tu Maestro y Dios, he obedecido a mi Padre y obedeceré hasta el... fin de mi tiempo». Jesús se muestra solemne al decir estas últimas palabras.
Margziam, casi hechizado, dice: «Obedeceré. Lo juro. Ante ti y ante el Dios eterno».
Un momento de silencio. Luego el Zelote pregunta: «¿Sube solo?».
«No, por supuesto. Con unos discípulos. Encontraremos otros además de Isaac».
«¿Mandas a Galilea también a Isaac?».
«Sí. Regresará con mi Madre».
5Llaman desde el río. Los tres se mueven, cruzan el camino, van hacia el agua.
«Mira, Maestro. Hemos encontrado. Y no quieren nada. Son parientes de uno al que has hecho un milagro. Pero llevan arena a aquel pueblo. Hay que ir hasta allí a pie. Luego nos toman».
«Que Dios se lo pague. Estaremos al atardecer en casa de Ananías».
Pedro, contento, sube hacia el camino y ve la cara turbada de Margziam. «¿Qué te pasa? ¿Qué ha hecho?».
«Nada malo, Simón. Le he dicho que, cuando llegue al primer sitio donde encuentre discípulos, le voy a mandar a casa. Se ha entristecido por este motivo».
«A casa... Pues es justo... Esta época del año...». Pedro piensa. Luego mira a Jesús y le tira de la manga, haciéndole agacharse hasta la altura de su boca. Le habla al oído: «Maestro, ¿pero por qué le mandas sin esperar?...» .
«Por la época del año, lo has dicho».
«¿Y además?».
«Simón, no quiero encubrirte la realidad. Y además... porque es bueno que Margziam no se envenene el corazón...».
«Tienes razón, Maestro. Envenenarse el corazón... ¡Sí!, es justamente eso lo que acaba sucediendo». Alza el tono de voz: «El Maestro tiene toda la razón. Irás y... nos veremos en Pascua. En fin... llega pronto... Pasado Kisléu... En breve tiempo llega el bonito Nisán. ¡Sí, cierto! Tiene razón...». La voz de Pedro se hace menos segura. Repite lentamente y con tristeza: «Tiene razón...» y, hablándose a sí mismo: «¿Qué habrá sucedido de aquí a Nisán?». Se da con la mano en la frente (es un gesto desconsolado).
6Y caminan, caminan en esta húmeda jornada. No llueve ya hasta que, enfangados hasta las rodillas, montan en cinco pequeñas barcas húmedas y arenosas que bajan de nuevo siguiendo la corriente. Entonces se echa otra vez a llover, y, golpeando la lluvia contra el agua calma del río, que refleja el cielo de nubes cenicientas, dibuja en él muchos círculos que se hacen y deshacen continuamente, formando un juego de tornasoles anacarados.
Parece un paisaje desierto. En las márgenes, en los minúsculos lugares fluviales, no se ve alma viva. La lluvia cierra la casas y hace desiertas las calles. De modo que, cuando con el primer albor echan pie a tierra donde la aldea de Salomón, encuentran silenciosa y vacía la calle, y llegan a la casa sin ser vistos por nadie.
Golpean en la puerta. Llaman. Nada. Sólo zureo de palomas, balidos de ovejas, ruido de lluvia. «No hay nadie. ¿Qué hacemos?».
«Id a las casas del pueblo. Primero a la del pequeño Micael» ordena Jesús.
Y, mientras los apóstoles más jóvenes se marchan ágiles, Jesús y los más ancianos se quedan junto a la casa y observan y comentan.
«Todo cerrado... Incluso la cancilla, bien atada y asegurada. ¡Mira! Incluso hay un clavo grueso. Y las ventanas cerradas como para la noche. ¡Qué tristeza! ¿Y esa quejumbre de ovejas y palomas? ¿Estará enfermo? ¿Qué piensas, Maestro?».
Jesús menea la cabeza. Está cansado y triste...
7Vuelven corriendo los apóstoles. Andrés es el primero en llegar, y grita, todavía unos metros antes: «Ha muerto... Ananías ha muerto... No se puede entrar en la casa porque todavía no está purificada... Desde hace pocas horas está en el sepulcro. Si hubiéramos podido venir ayer... Ahora viene la mujer, la madre de Micael».
«¡¿Pero qué nos persigue?!» dice Bartolomé.
«¡Pobre anciano! ¡Se sentía tan feliz! ¡Estaba tan bien! ¿Pero cómo ha sido? ¿Cuándo se ha puesto enfermo?». Hablan todos al mismo tiempo.
Llega la mujer, la cual, quedándose a una cierta distancia de todos, dice: «Señor, la paz sea contigo. Mi casa está abierta para ti. Pero... no sé si... Yo preparé al muerto. Por eso me mantengo a distancia de ti. Pero te puedo indicar las casas que te recibirán».
«Sí, mujer. Dios te lo pague, y contigo a quien usa piedad con los viandantes. Pero ¿cómo murió el hombre?».
«No sé. No enfermó. Anteayer estaba bien. Sí, seguro. Estaba bien. Micael había venido por la mañana por las dos ovejas para agregarlas a las nuestras. Estaba acordado. Y yo le había llevado a la hora sexta ropa que le había lavado. Estaba sentado a la mesa y comía, completamente sano. Al atardecer, Micael había llevado de nuevo las ovejas. Le había sacado dos ánforas de agua. Y Ananías le regaló dos tortitas que se había hecho para sí. Ayer por la mañana mi hijo vino, para sacar a las ovejas. Estaba cerrado todo, como ahora, y nadie respondió a los gritos del niño. Él empujó la cancilla, pero no logró abrirla. Estaba bien cerrada. Entonces Micael se asustó y vino a mí corriendo. Yo y mi marido acudimos rápidamente, y con nosotros otros. Abrimos la cancilla, llamamos a la cocina... forzamos la puerta... Estaba todavía sentado junto al hogar, con la cabeza reclinada en la mesa, la lámpara todavía cercana, pero apagada como él; a los pies un cuchillo pequeño y una escudilla de madera medio tallada... La muerte le sorprendió así... Sonreía... Estaba en paz... ¡Oh, qué aspecto de justo había tomado su cara! Parecía hasta más guapo... Yo... Hacía poco que me ocupaba de él. Pero le había tomado afecto... y lloro...».
«Ananías está en paz. Tú misma lo has dicho. ¡No llores! ¿Dónde le habéis puesto?».
«Sabíamos que le querías mucho, y entonces le hemos puesto en el sepulcro que Leví se había hecho hacía poco. El único... porque Leví es rico. Nosotros no somos ricos. Allí, al final, al otro lado del camino. Ahora, si quieres, purifcamos todo y...».
«Sí. Tomas las ovejas y las palomas. El resto conservadlo para mí y los míos. Que Yo pueda venir alguna vez. Que Dios te bendiga, mujer. 8Vamos al sepulcro».
«¿Le vas a resucitar?» pregunta asombrado Tomás.
«No. Para él no significaría alegría; donde está es muy feliz. Además, él lo deseaba...». Pero a Jesús se le ve muy abatido. Parece que todo se une para aumentar su tristeza. En las puertas de las casas, mujeres miran y saludan, y comentan.
Pronto llegan: es un pequeño exaedro construido recientemente. Jesús ora cerca del sepulcro. Luego se vuelve, con humedad de llanto en los ojos, y dice: «Vamos... A las casas del pueblo. En nuestra casita ya no está quien nos esperaba para bendecirnos... ¡Padre mío! La soledad envuelve al Hijo tuyo, el vacío se hace cada vez más grande y más fosco. Los que me aman se marchan, y quedan los que me odian... ¿Padre mío, siempre se haga y sea bendecida tu Voluntad!...».
Vuelven hacia el pueblo. Dos aquí tres allá... entran en las casas de los que no han tocado al muerto, en busca de amparo y de nuevas fuerzas.


505.    En el Templo, una gracia obtenida con la oración incesante y la parábola del juez y la viuda.
27 de septiembre de 1946.

1Jesús está de nuevo en Jerusalén. Una ventosa y grísea Jerusalén invernal. Margziam está todavía con Jesús, y lo mismo Isaac. Hablando, se dirigen al Templo.
Con los doce ‑ hablando con el Zelote más que con los otros, y con Tomás ‑ están José y Nicodemo, que luego se separan, pasan adelante y saludan a Jesús sin detenerse.
«No quieren hacer resaltar su amistad con el Maestro. ¡Es peligroso!» susurra Judas Iscariote a Andrés.
«Yo creo que lo hacen por un pensamiento justo, no por vileza» los defiende Andrés.
«Además, no son discípulos y pueden hacerlo. Nunca lo han sido» dice el Zelote.
«¡¿No?! Me parecía...».
«Ni siquiera Lázaro es discípulo, y tampoco...».
«Pero si excluyes y excluyes, ¿quién queda?».
«¿Quién? Los que tienen la misión de discípulos».
«¿Y los otros, entonces, qué son?».
«Amigos. Sólo amigos. ¿Dejan, acaso, sus casas, sus intereses, por seguir a Jesús?».
«No. Pero le escuchan con gusto y le ofrecen ayudas y...».
«¡Si es por eso, también los gentiles lo hacen entonces! Ya viste que en casa de Nique encontramos a personas que se ocuparon de Él. Y esas mujeres seguro que no son discípulas».
«¡No te acalores! Lo decía por decirlo. ¿Te interesa tanto que tus amigos no resulten discípulos? Deberías querer lo contrario, me parece».
«No me acaloro. Ni quiero nada. Tampoco que tú los perjudiques diciendo que son discípulos suyos».
«¿Pero a quién se lo voy a decir? Estoy siempre con vosotros...».
Simón Zelote le mira tan severamente que la risita se hiela en los labios de Judas, el cual considera oportuno cambiar de tema preguntando: «¿Qué querían hoy, que hablaban así con vosotros dos?».
«Han encontrado la casa para Nique. Hacia los huertos. Cerca de la Puerta. José conocía al propietario y sabía que con una buena ganancia habría vendido. Se lo comunicaremos a Nique».
«¡Qué ganas de tirar dinero!».
«Es suyo. Puede hacer de él lo que quiera. Quiere estar cerca del Maestro. Obedece con ello a la voluntad de su esposo* y a su corazón».
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* voluntad de su esposo, recordada en 373.4.
«Sólo mi madre está lejos...» suspira Santiago de Alfeo.
«Y la mía» dice el otro Santiago.
«Pero por poco. ¿Has oído lo que ha dicho Jesús a Isaac y a Juan y a Matías?: "Cuando volváis en la neomenia de la luna de Sabat, venid con las discípulas, además de con mi Madre"».
«No sé por qué no quiere que Margziam vuelva con ellas. Le ha dicho: "Vendrás cuando te llame"».
«Quizás porque Porfiria no se quede sin ayuda... Si nadie pesca, arriba no se come. Como nosotros no vamos, debe ir Margziam. Está claro que no son suficientes la higuera, la colmena, los pocos olivos y las dos ovejas para mantener a una mujer, vestirla, procurarle de comer...» observa Andrés.
2Jesús, parado, apoyado en la muralla del Templo, los observa mientras se acercan. Con Él están Pedro, Margziam y Judas de Alfeo. Unos pobrecillos se levantan de sus yacijas de piedra, colocadas en el camino que viene hacia el Templo ‑ el que viene de Sión hacia el Moira, no el que de Ofel viene al Templo ‑ y se acercan, quejumbrosos, a Jesús, a pedir una limosna. Ninguno pide curación. Jesús ordena a Judas que les dé unas monedas. Luego entra en el Templo.
No hay mucha gente. Pasada la gran afluencia de las fiestas, cesa la llegada de peregrinos. Sólo quien por serios intereses está obligado a venir a Jerusalén o quien vive en la misma ciudad sube al Templo. Por tanto, los patios y los pórticos, aun no estando desiertos, tienen mucha menos gente, y parecen más grandes, y más sagrados, al tener menos ruido. También ‑ arrimados a las murallas por la parte del Sol, de un pálido Sol que se abre paso entre las nubes cenicientas ‑ son menos numerosos los cambistas y los vendedores de palomas y otros animales.
Después de orar en el Patio de los Israelitas, Jesús vuelve atrás y se arrima a una columna. Observa... y es observado.
3Ve que vuelven, ciertamente del Patio de los Hebreos, un hombre y una mujer que, aunque no lloren abiertamente, muestran un rostro más apenado que si lloraran. El hombre intenta consolar a la mujer, pero se ve que también él está muy acongojado.
Jesús se separa de la columna y va a su encuentro. «¿Qué os hace sufrir?» les pregunta con sentimiento de piedad.
El hombre le mira, asombrado por el interés. Quizás le parece incluso indelicado, pero la mirada de Jesús es tan dulce que le desarma. De todas formas, antes de expresar lo que constituye su dolor, pregunta: «¿Cómo es que un rabí se interesa de las penas de un simple fiel?».
«Porque este rabí es tu hermano, hombre; tu hermano en el Señor, y te ama como el mandamiento dice».
«¡Tu hermano! Soy un pobre labriego de la llanura de Sarón, hacia Dora. Tú eres un rabí».
«El dolor es para los rabíes como para todos. Sé lo que es el dolor y quisiera consolarte».
La mujer retira un momento su velo para mirar a Jesús y susurra a su marido: «Díselo. Quizás puede ayudarnos...».
4«Rabí, nosotros teníamos una hija. La tenemos. Por ahora la tenemos todavía... Y la hemos casado decorosamente con un joven que un común amigo nos garantizó como buen marido. Son esposos desde hace seis años, y de su desposorio han tenido dos hijos. Dos... porque después cesó el amor... Tanto que ahora el marido quiere el divorcio. Nuestra hija llora y se consume. Por eso hemos dicho que todavía la tenemos, porque dentro de poco morirá de dolor. Hemos intentado todo para convencer al hombre. Y hemos orado mucho al Altísimo... Pero ninguno de los dos nos ha escuchado... Hemos venido aquí en peregrinación por esto, y hemos estado aquí durante todo el curso de una luna. Todos los días al Templo; yo en mi lugar, la mujer en el suyo... Esta mañana un criado de mi hija nos ha traído la noticia de que el marido ha ido a Cesarea para mandarle a ella desde allí el libelo de divorcio. Y ésta es la respuesta que han tenido nuestras oraciones...».
«No hables así, Santiago» suplica la mujer en voz baja. Y termina: «El Rabí nos maldecirá como blasfemos... Y Dios nos castigará. Es nuestro dolor. Viene de Dios... Y, si ha descargado su mano sobre nosotros, es señal de que lo hemos merecido» termina con un sollozo.
«No, mujer. Yo no os maldigo. Y Dios no os va a castigar. Yo os lo digo. Como también os digo que no es Dios el que os da este dolor, sino el hombre. Dios lo permite para prueba vuestra y para prueba del marido de vuestra hija. No perdáis la fe y el Señor os escuchará».
«Es tarde. Nuestra hija ya ha sido repudiada y mancillada, y morirá...» dice el hombre.
«Nunca es tarde para el Altísimo. En un instante y por una oración que persiste puede cambiar el curso de los acontecimientos. Desde la copa a los labios la muerte tiene todavía tiempo de introducir su puñal a impedir que quien acercaba a sus labios el cáliz beba. Y ello por intervención de Dios. Yo os lo digo. Volved a vuestros lugares de oración y perseverad todavía hoy, mañana y pasado mañana, y, si sabéis tener fe, veréis el milagro».
«Rabí, Tú quieres consolarnos... pero en este momento... No se puede, y Tú lo sabes, anular el libelo una vez entregado a la repudiada» insiste el hombre.
«Ten fe, te digo. Es verdad que no se puede anular. ¿Pero sabes si tu hija lo ha recibido?».
«De Dora a Cesarea no es largo el camino. Mientras el siervo venía hasta aquí, seguro que Jacob ha vuelto a casa y ha echado a María».
«No es largo el trayecto. ¿Pero estás seguro de que lo ha recorrido? ¿Un acto de voluntad superior al hombre no puede haber detenido a un hombre, si Josué con la ayuda de Dios detuvo el Sol? ¿Vuestra oración insistente y confiada, hecha con buen fin, no es, acaso, un acto santo de voluntad opuesto a la mala aspiración del hombre? ¿Y Dios ‑ puesto que le pedís una cosa buena a Él, vuestro Padre ‑ no os ayudará deteniendo el camino del demente? ¿No os habrá ayudado ya quizás? Y, aunque el hombre se obstinara todavía en ir, ¿podría hacerlo si vosotros os obstináis en pedir al Padre una cosa justa? Os digo: id y orad hoy, mañana y pasado mañana, y veréis el milagro».
«¡Vamos, Santiago! El Rabí sabe. Si dice que vayamos a orar es señal de que sabe que es una cosa justa. Ten fe, esposo mío. Siento que surge en mí, donde tenía tanto dolor, una gran paz, una esperanza fuerte. Dios te lo pague, Rabí que eres bueno, y te escuche. Ruega también Tú por nosotros. Ven, Santiago, ven» y logra convencer a su marido, el cual la sigue después de saludar a Jesús con el habitual saludo hebreo de "la paz sea contigo", al que responde Jesús con la misma fórmula.
«¿Por qué no les has dicho quién eres? Habrían orado con más paz» dicen los apóstoles, y añade Felipe: «Voy a decírselo».
Pero Jesús le retiene diciendo: «No quiero. Efectivamente, habrían orado con paz, pero con menos valor y con menos mérito. Así su fe es perfecta y será premiada».
«¿De verdad?».
«¿Pensáis, acaso, que miento engañando a dos infelices?».
5Mira a la gente que se ha congregado, unas cien personas, y dice:
«Escuchad esta parábola, que os expresa el valor de la oración constante.
Conocéis lo que dice el Deuteronomio* sobre los jueces y magistrados. Deberían ser justos y misericordiosos, escuchando con ecuanimidad a quien a ellos recurriera, pensando siempre en juzgar como si el caso que deben juzgar fuera suyo personal, sin tener en cuenta donativos o amenazas, sin deferencia hacia los amigos culpables y sin dureza hacia aquellos que estuvieran enemistados con los amigos del juez. Pero, si son justas las palabras de la Ley, no son igualmente justos los hombres, ni saben obedecer a la Ley. Así, se ve que la justicia humana es frecuentemente imperfecta, porque raros son los jueces que saben conservarse puros de corrupción, misericordiosos, pacientes tanto con los ricos como con los pobres; tanto con las viudas y los huérfanos como con aquellos que no lo son.
En una ciudad había un juez muy indigno de su oficio, obtenido por medio de poderosos parentescos. Era sobremanera desigual al juzgar, propendiendo siempre a dar la razón al rico y al poderoso, o a quien tenía recomendación de ricos y poderosos; o hacia el que le comprase con grandes donativos. No temía a Dios y se burlaba de las quejas del pobre y del que era débil por estar sólo y carecer de fuertes defensas. Cuando no quería escuchar a quien tenía tan claras razones de victoria contra un rico, que no se le podía contradecir en manera alguna, él hacía que le alejaran de su presencia y le amenazaba con arrojarle a la cárcel. La mayoría sufrían sus violencias y se retiraban vencidos, resignados a la derrota aun antes de tramitar la causa.
Pero en aquella ciudad había también una viuda cargada de hijos. Debía recibir una fuerte suma de un hombre poderoso por  unos  trabajos  que  su  difunto esposo
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* dice el Deuteronomio, en Deuteronomio 16, 18‑20.

había llevado a cabo para él. Ella, movida por la necesidad y el amor materno, había tratado de que el rico le diera esa suma que le habría permitido saciar el hambre de sus hijos y vestirlos durante el invierno que se acercaba. Pero, habiéndose hecho vanas todas las presiones y súplicas dirigidas al rico, fue al juez.
El juez era amigo del rico, el cual le había dicho: "Si me das la razón, un tercio de la suma es tuyo". Por tanto, se mostró sordo a las palabras de la viuda, que le rogaba: "Ríndeme justicia respecto a mi adversario. Tú ves que lo necesito. Todos pueden decir si tengo derecho a esa suma". Permaneció sordo y mandó a sus ayudantes que la alejaran  de su presencia.
Pero la mujer volvió: una, dos, diez veces; por la mañana, a la hora sexta, a la hora nona, al atardecer... incansable. Y le seguía por la calle gritando: "Hazme justicia. Mis hijos tienen hambre y frío y no tengo dinero para comprar harina y vestidos". Allí estaba, en la puerta de la casa del juez cuando éste regresaba para sentarse a la mesa con sus hijos. Y el grito de la viuda ‑ "hazme justicia con mi adversario, que tengo hambre y frío, yo y mis criaturas" ‑ penetraba hasta dentro de la casa, hasta el comedor, hasta el dormitorio por la noche, insistente como el grito de una upupa: "¡Hazme justicia, si no quieres que Dios te castigue! Hazme justicia. Recuerda que la viuda y los huérfanos son sagrados para Dios, y ¡ay de quien los pisotee! Hazme justicia si no quieres un día sufrir lo que nosotros sufrimos. ¡Nuestra hambre! Nuestro frío te lo encontrarás en la otra vida, si no haces justicia. ¡Pobre de ti!".
El juez no temía a Dios ni tampoco al prójimo. Pero estaba cansado de ser molestado siempre; de ver que era objeto de risas por parte de toda la ciudad por la persecución de la viuda, y también objeto de crítica. Por eso, un día se dijo a sí mismo: "Aunque no tema a Dios ni tema las amenazas de la mujer ni lo que piense la gente de la ciudad, a pesar de ello y para poner fin a tanta molestia, voy a escuchar a la viuda y le haré justicia obligando al rico a pagar. Me basta con que me deje de perseguir y se me quite de en medio". Y, convocado el amigo rico, dijo: "Amigo mío, no puedo seguir complaciéndote. Cumple con lo deber y paga, porque ya no soporto ser molestado por causa tuya. He dicho". Y el rico tuvo que desembolsar la suma según justicia.
6Ésta es la parábola. Ahora os toca a vosotros aplicarla.
Habéis oído las palabras de un hombre inicuo: "Para poner fin a tanta molestia voy a escuchar a la mujer". Y era un inicuo. ¿Y Dios, el Padre lleno de bondad, va a ser inferior al juez malo? ¿No hará justicia a aquellos hijos suyos que saben invocarle día y noche? ¿Les hará esperar tanto el don, que su alma abatida deje de orar? Os digo que prontamente les hará justicia, para que su alma no pierda la fe. Pero antes hay que saber orar, sin cansarse después de las primeras oraciones, y saber pedir cosas buenas. Y también fiarse de Dios diciendo: "Pero hágase lo que tu Sabiduría ve más útil para nosotros".
Tened fe. Sabed orar con fe en la oración y con fe en Dios vuestro Padre. Y Él os hará justicia contra lo que os oprime, sean hombres o demonios, sean enfermedades a otras desventuras. La oración perseverante abre el Cielo, y la fe salva al alma, cualquiera que sea el modo en que la oración sea escuchada y exaudida. Vamos».
Y se encamina hacia la salida. Ya está casi fuera de la muralla cuando, alzando la cabeza para observar a los pocos que le siguen y a los muchos indiferentes u hostiles que le miran de lejos, exclama con tristeza: «¿Pero cuando vuelva el Hijo del Hombre encontrará en la Tierra todavía fe?» y, suspirando, se ciñe más estrechamente su manto y camina a grandes pasos hacia el arrabal de Ofel.

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