504. Margziam preparado para la separación. Regreso a la
aldea de Salomón y muerte de Ananías.
26 de septiembre de 1946.
1«Levantaos. Nos
marchamos. Vamos de nuevo al río. Buscamos una barca. Ve tú, Pedro, con
Santiago. Una barca que nos lleve hasta las cercanías de Betabara. Estaremos un
día donde Salomón y luego...».
«¿Pero
no íbamos a Nazaret?».
«No.
Por la noche he decidido. Lo siento por vosotros. Debo volver para atrás».
«¡Qué
alegría!» exclama Margziam. «¡Estaré más tiempo contigo!».
«Sí,
aunque, pobre niño, a mi lado ves días muy tristes».
«Pues
precisamente por eso deseo quedarme contigo. Para darte amor. Es lo único que
quiero. No pido nada más».
Jesús
le besa en la frente.
«¿Y
vamos a pasar otra vez por Betabara?» pregunta Mateo.
«No.
Atravesamos el río con la barca de algún pescador».
2Regresan Pedro
y Santiago. «Ninguna barca, Maestro, hasta el atardecer... Y... ¿debo
decirlo?».
«Dilo».
«Y
han pasado por aquí algunos... Deben haber pagado bien o amenazado
fuertemente... No creo que encuentres barca tampoco al atardecer... Son unos
despiadados...». Pedro suspira.
«No
importa. Vamos a ponernos en camino... y el Señor nos ayudará».
La
época del año es mala. Llueve. Hay fango. El camino está lodoso. En la orilla,
la lluvia se suma al rocío de la noche, abundante a lo largo del río; pero, de
todas formas, van por el estrecho realce que orilla el camino, menos fangoso y
menos expuesto ‑ debido a una hilera de chopos que protegen mucho ‑ al
estilicidio de la lluvia, diminuta pero continua; menos expuesto cuando un
soplo de viento no hace caer de golpe todas las gotas de agua retenidas entre
las ramas.
«¡Bueno,
ya es su tiempo!» dice filosóficamente Tomás, recogiéndose la túnica.
«¡Es
su tiempo!» confirma Bartolome, y suspira.
«Ya
nos secaremos en algún lugar. No estarán todos... irritados contra nosotros»
dice Pedro.
«Y
podremos encontrar una barca... ¡No es seguro que no!» añade Santiago de Alfeo.
«Si
tuviéramos mucho dinero se encontraría todo. ¡Pero no quiso que fuera a vender
a Jericó!» dice Judas de Keriot.
«¡Calla!
Te lo ruego. El Maestro está muy afligido. ¡Calla!» suplica Juan.
«Callo.
Es más, no hago más que alegrarme de su indicación. Así no se puede decir que
yo haya mandado a esos saduceos de cerca de Jericó» y mira a Pedro. Pero Pedro
está absorto y no ve ni responde.
Caminan,
caminan bajo la lluvia menuda, fina como niebla, en este día grisáceo. De vez
en cuando hablan entre sí. Pero las palabras que dicen parecen tanto
conclusiones de un diálogo con un invisible interlocutor, que parece como si
hablaran consigo mismos.
«Al
final tendremos que pararnos en algún lugar».
«Todos
los lugares son iguales, porque a todos vienen ellos».
«Persecución
por persecución, lo mejor es estar en una ciudad: al menos uno no se moja».
«¿Pero
a dónde quieren llegar?».
«¡Pobre
María! ¡Si supiera!».
«¡Dios
Altísimo, protege a tus siervos!», etcétera... Luego se juntan y debaten en voz
baja.
Jesús
va delante, solo... ¡Solo! Hasta que llegan Margziam y el Zelote.
«Los
otros han bajado al guijarral. Para ver si hay barca... Tardaríamos menos. ¿Nos
quieres contigo?».
«Venid.
¿De qué hablabais antes?».
«De
lo que sufres Tú».
«Y
del odio de los hombres. ¿Qué podemos hacer para aliviarte y para frenar el
odio?» pregunta el Zelote.
«Para
mi dolor está vuestro amor... Para el odio... no hay más remedio que
soportarlo... Es una cosa que termina con la vida de la Tierra... y este
pensamiento da paciencia y fortaleza mientras se soporta. 3¡Margziam!
¡Niño! ¿Por qué estás turbado?».
«Porque
esto me recuerda a Doras...».
«Tienes
razón. Ya es tiempo de que te mande otra vez a casa...».
«¡No!
¡Jesús! ¡No! ¿Por qué quieres castigarme por un mal que no he hecho?».
«No
es castigar. Es preservar... No quiero que recuerdes a Doras. ¿Qué se alza en
ti tras este recuerdo? Responde...».
Margziam
llora con la cabeza agachada, luego levanta la cara y dice: «Tienes razón. Mi
espíritu no es capaz de ver y perdonar, no es todavía capaz. Pero ¿por qué me
alejas de ti? Si sufres, con mayor razón debo estar a tu lado. ¡Tú también me
has consolado siempre! Ya no soy ese niño necio que el año pasado te decía:
"No me dejes ver tu dolor". Soy ahora un verdadero hombre. ¡Deja que
me quede! ¡Señor! ¡Díselo tú, Simón!».
«El
Maestro sabe lo que es bueno para nosotros. Y quizás... quiere darte algún
encargo... No sé... Estoy diciendo lo que pienso...».
«Es
como has dicho. Le habría tenido conmigo, con gran satisfacción, hasta después
incluso de las Encenias. Pero... mi Madre está sola allá arriba. El ruido que
produce el odio es muy fuerte. Podría temer más de lo necesario. Mi Madre está
sola. Y seguro que llora. Irás donde Ella, le llevarás mi saludo y le dirás que
la espero para después de las Encenias. Y no digas nada más, Margziam».
«¿Pero
si me pregunta?».
«Puedes
no mentir diciendo... que la vida de su Jesús está como este cielo de Etanim.
Nubes y lluvia, alguna vez borrasca. Pero no faltan los días de sol. Como ayer,
como quizás mañana. Callar no es mentir. Háblale de los milagros que has visto.
Dile que Elisa está conmigo, que Ananías me ha acogido como un padre. Que en
Nob estoy en casa de un buen israelita. Lo demás... sobre lo demás esté el
silencio. 4Y luego irás a estar con Porfiria. Y estarás allí hasta
que Yo te llame».
Margziam
llora más fuerte.
«¿Por
qué lloras así? ¿No estás contento de ir donde María? Ayer lo estabas...» dice
Simón.
«Ayer
sí. Porque íbamos todos. Y además lloro porque tengo miedo de no volver a
verte... ¡Oh, Señor, Señor! ¡Ya nunca veré días tan felices como lo han sido
estos días!».
«Nos
veremos todavía, Margziam. Te lo prometo».
«¿Cuándo?
No antes de la Pascua.
¡Es mucho tiempo!». Jesús calla. «¿Verdaderamente no me quieres contigo antes
de Pascua?».
Jesús
le pone un brazo en los hombros todavía gráciles y le arrima a sí. «¿Por qué
quieres saber el futuro? Hoy estamos aquí. Mañana ya no estamos. El hombre ‑ ni
el más rico y poderoso ‑ no puede añadir un día a su vida. La vida, y todo el
futuro, está en las manos de Dios...».
«Pero
para Pascua debo ir al Templo. Soy
israelita. ¡Tú no puedes hacerme pecar!».
«No
pecarás. Y el primer pecado que me debes prometer que no harás nunca es el de
la desobediencia. Obedecerás. Siempre. A mí ahora, a quien te hable en mi
Nombre después. ¿Lo prometes? Recuerda que Yo, tu Maestro y Dios, he obedecido
a mi Padre y obedeceré hasta el... fin de mi tiempo». Jesús se muestra solemne
al decir estas últimas palabras.
Margziam,
casi hechizado, dice: «Obedeceré. Lo juro. Ante ti y ante el Dios eterno».
Un
momento de silencio. Luego el Zelote pregunta: «¿Sube solo?».
«No,
por supuesto. Con unos discípulos. Encontraremos otros además de Isaac».
«¿Mandas
a Galilea también a Isaac?».
«Sí.
Regresará con mi Madre».
5Llaman desde el
río. Los tres se mueven, cruzan el camino, van hacia el agua.
«Mira,
Maestro. Hemos encontrado. Y no quieren nada. Son parientes de uno al que has
hecho un milagro. Pero llevan arena a aquel pueblo. Hay que ir hasta allí a
pie. Luego nos toman».
«Que
Dios se lo pague. Estaremos al atardecer en casa de Ananías».
Pedro,
contento, sube hacia el camino y ve la cara turbada de Margziam. «¿Qué te pasa?
¿Qué ha hecho?».
«Nada
malo, Simón. Le he dicho que, cuando llegue al primer sitio donde encuentre
discípulos, le voy a mandar a casa. Se ha entristecido por este motivo».
«A
casa... Pues es justo... Esta época del año...». Pedro piensa. Luego mira a
Jesús y le tira de la manga, haciéndole agacharse hasta la altura de su boca.
Le habla al oído: «Maestro, ¿pero por qué le mandas sin esperar?...» .
«Por
la época del año, lo has dicho».
«¿Y
además?».
«Simón,
no quiero encubrirte la realidad. Y además... porque es bueno que Margziam no
se envenene el corazón...».
«Tienes
razón, Maestro. Envenenarse el corazón... ¡Sí!, es justamente eso lo que acaba
sucediendo». Alza el tono de voz: «El Maestro tiene toda la razón. Irás y...
nos veremos en Pascua. En fin... llega pronto... Pasado Kisléu... En breve
tiempo llega el bonito Nisán. ¡Sí, cierto! Tiene razón...». La voz de Pedro se
hace menos segura. Repite lentamente y con tristeza: «Tiene razón...» y,
hablándose a sí mismo: «¿Qué habrá sucedido de aquí a Nisán?». Se da con la
mano en la frente (es un gesto desconsolado).
6Y caminan,
caminan en esta húmeda jornada. No llueve ya hasta que, enfangados hasta las
rodillas, montan en cinco pequeñas barcas húmedas y arenosas que bajan de nuevo
siguiendo la corriente. Entonces se echa otra vez a llover, y, golpeando la
lluvia contra el agua calma del río, que refleja el cielo de nubes cenicientas,
dibuja en él muchos círculos que se hacen y deshacen continuamente, formando un
juego de tornasoles anacarados.
Parece
un paisaje desierto. En las márgenes, en los minúsculos lugares fluviales, no
se ve alma viva. La lluvia cierra la casas y hace desiertas las calles. De modo
que, cuando con el primer albor echan pie a tierra donde la aldea de Salomón,
encuentran silenciosa y vacía la calle, y llegan a la casa sin ser vistos por
nadie.
Golpean
en la puerta. Llaman. Nada. Sólo zureo de palomas, balidos de ovejas, ruido de
lluvia. «No hay nadie. ¿Qué hacemos?».
«Id
a las casas del pueblo. Primero a la del pequeño Micael» ordena Jesús.
Y,
mientras los apóstoles más jóvenes se marchan ágiles, Jesús y los más ancianos
se quedan junto a la casa y observan y comentan.
«Todo
cerrado... Incluso la cancilla, bien atada y asegurada. ¡Mira! Incluso hay un
clavo grueso. Y las ventanas cerradas como para la noche. ¡Qué tristeza! ¿Y esa
quejumbre de ovejas y palomas? ¿Estará enfermo? ¿Qué piensas, Maestro?».
Jesús
menea la cabeza. Está cansado y triste...
7Vuelven
corriendo los apóstoles. Andrés es el primero en llegar, y grita, todavía unos
metros antes: «Ha muerto... Ananías ha muerto... No se puede entrar en la casa
porque todavía no está purificada... Desde hace pocas horas está en el
sepulcro. Si hubiéramos podido venir ayer... Ahora viene la mujer, la madre de
Micael».
«¡¿Pero
qué nos persigue?!» dice Bartolomé.
«¡Pobre
anciano! ¡Se sentía tan feliz! ¡Estaba tan bien! ¿Pero cómo ha sido? ¿Cuándo se
ha puesto enfermo?». Hablan todos al mismo tiempo.
Llega
la mujer, la cual, quedándose a una cierta distancia de todos, dice: «Señor, la
paz sea contigo. Mi casa está abierta para ti. Pero... no sé si... Yo preparé
al muerto. Por eso me mantengo a distancia de ti. Pero te puedo indicar las
casas que te recibirán».
«Sí,
mujer. Dios te lo pague, y contigo a quien usa piedad con los viandantes. Pero
¿cómo murió el hombre?».
«No
sé. No enfermó. Anteayer estaba bien. Sí, seguro. Estaba bien. Micael había
venido por la mañana por las dos ovejas para agregarlas a las nuestras. Estaba
acordado. Y yo le había llevado a la hora sexta ropa que le había lavado.
Estaba sentado a la mesa y comía, completamente sano. Al atardecer, Micael
había llevado de nuevo las ovejas. Le había sacado dos ánforas de agua. Y
Ananías le regaló dos tortitas que se había hecho para sí. Ayer por la mañana
mi hijo vino, para sacar a las ovejas. Estaba cerrado todo, como ahora, y nadie
respondió a los gritos del niño. Él empujó la cancilla, pero no logró abrirla.
Estaba bien cerrada. Entonces Micael se asustó y vino a mí corriendo. Yo y mi
marido acudimos rápidamente, y con nosotros otros. Abrimos la cancilla,
llamamos a la cocina... forzamos la puerta... Estaba todavía sentado junto al
hogar, con la cabeza reclinada en la mesa, la lámpara todavía cercana, pero
apagada como él; a los pies un cuchillo pequeño y una escudilla de madera medio
tallada... La muerte le sorprendió así... Sonreía... Estaba en paz... ¡Oh, qué
aspecto de justo había tomado su cara! Parecía hasta más guapo... Yo... Hacía
poco que me ocupaba de él. Pero le había tomado afecto... y lloro...».
«Ananías
está en paz. Tú misma lo has dicho. ¡No llores! ¿Dónde le habéis puesto?».
«Sabíamos
que le querías mucho, y entonces le hemos puesto en el sepulcro que Leví se
había hecho hacía poco. El único... porque Leví es rico. Nosotros no somos
ricos. Allí, al final, al otro lado del camino. Ahora, si quieres, purifcamos
todo y...».
«Sí.
Tomas las ovejas y las palomas. El resto conservadlo para mí y los míos. Que Yo
pueda venir alguna vez. Que Dios te bendiga, mujer. 8Vamos al
sepulcro».
«¿Le
vas a resucitar?» pregunta asombrado Tomás.
«No.
Para él no significaría alegría; donde está es muy feliz. Además, él lo
deseaba...». Pero a Jesús se le ve muy abatido. Parece que todo se une para
aumentar su tristeza. En las puertas de las casas, mujeres miran y saludan, y
comentan.
Pronto
llegan: es un pequeño exaedro construido recientemente. Jesús ora cerca del
sepulcro. Luego se vuelve, con humedad de llanto en los ojos, y dice: «Vamos...
A las casas del pueblo. En nuestra casita ya no está quien nos esperaba para
bendecirnos... ¡Padre mío! La soledad envuelve al Hijo tuyo, el vacío se hace
cada vez más grande y más fosco. Los que me aman se marchan, y quedan los que
me odian... ¿Padre mío, siempre se haga y sea bendecida tu Voluntad!...».
Vuelven
hacia el pueblo. Dos aquí tres allá... entran en las casas de los que no han
tocado al muerto, en busca de amparo y de nuevas fuerzas.
505. En el Templo, una gracia obtenida con la oración
incesante y la parábola del juez y la viuda.
27 de septiembre de 1946.
1Jesús está de
nuevo en Jerusalén. Una ventosa y grísea Jerusalén invernal. Margziam está
todavía con Jesús, y lo mismo Isaac. Hablando, se dirigen al Templo.
Con
los doce ‑ hablando con el Zelote más que con los otros, y con Tomás ‑ están
José y Nicodemo, que luego se separan, pasan adelante y saludan a Jesús sin
detenerse.
«No
quieren hacer resaltar su amistad con el Maestro. ¡Es peligroso!» susurra Judas
Iscariote a Andrés.
«Yo
creo que lo hacen por un pensamiento justo, no por vileza» los defiende Andrés.
«Además,
no son discípulos y pueden hacerlo. Nunca
lo han sido» dice el Zelote.
«¡¿No?!
Me parecía...».
«Ni
siquiera Lázaro es discípulo, y tampoco...».
«Pero
si excluyes y excluyes, ¿quién queda?».
«¿Quién?
Los que tienen la misión de discípulos».
«¿Y
los otros, entonces, qué son?».
«Amigos.
Sólo amigos. ¿Dejan, acaso, sus casas, sus intereses, por seguir a Jesús?».
«No.
Pero le escuchan con gusto y le ofrecen ayudas y...».
«¡Si
es por eso, también los gentiles lo hacen entonces! Ya viste que en casa de
Nique encontramos a personas que se ocuparon de Él. Y esas mujeres seguro que
no son discípulas».
«¡No
te acalores! Lo decía por decirlo. ¿Te interesa tanto que tus amigos no
resulten discípulos? Deberías querer lo contrario, me parece».
«No
me acaloro. Ni quiero nada. Tampoco que tú los perjudiques diciendo que son
discípulos suyos».
«¿Pero
a quién se lo voy a decir? Estoy siempre con vosotros...».
Simón
Zelote le mira tan severamente que la risita se hiela en los labios de Judas,
el cual considera oportuno cambiar de tema preguntando: «¿Qué querían hoy, que
hablaban así con vosotros dos?».
«Han
encontrado la casa para Nique. Hacia los huertos. Cerca de la Puerta. José conocía
al propietario y sabía que con una buena ganancia habría vendido. Se lo
comunicaremos a Nique».
«¡Qué
ganas de tirar dinero!».
«Es
suyo. Puede hacer de él lo que quiera. Quiere estar cerca del Maestro. Obedece
con ello a la voluntad de su esposo* y a su corazón».
_______________________
* voluntad de su esposo,
recordada en 373.4.
«Sólo
mi madre está lejos...» suspira Santiago de Alfeo.
«Y
la mía» dice el otro Santiago.
«Pero
por poco. ¿Has oído lo que ha dicho Jesús a Isaac y a Juan y a Matías?:
"Cuando volváis en la neomenia de la luna de Sabat, venid con las
discípulas, además de con mi Madre"».
«No
sé por qué no quiere que Margziam vuelva con ellas. Le ha dicho: "Vendrás
cuando te llame"».
«Quizás
porque Porfiria no se quede sin ayuda... Si nadie pesca, arriba no se come.
Como nosotros no vamos, debe ir Margziam. Está claro que no son suficientes la
higuera, la colmena, los pocos olivos y las dos ovejas para mantener a una
mujer, vestirla, procurarle de comer...» observa Andrés.
2Jesús, parado,
apoyado en la muralla del Templo, los observa mientras se acercan. Con Él están
Pedro, Margziam y Judas de Alfeo. Unos pobrecillos se levantan de sus yacijas
de piedra, colocadas en el camino que viene hacia el Templo ‑ el que viene de
Sión hacia el Moira, no el que de Ofel viene al Templo ‑ y se acercan,
quejumbrosos, a Jesús, a pedir una limosna. Ninguno pide curación. Jesús ordena
a Judas que les dé unas monedas. Luego entra en el Templo.
No
hay mucha gente. Pasada la gran afluencia de las fiestas, cesa la llegada de
peregrinos. Sólo quien por serios intereses está obligado a venir a Jerusalén o
quien vive en la misma ciudad sube al Templo. Por tanto, los patios y los
pórticos, aun no estando desiertos, tienen mucha menos gente, y parecen más
grandes, y más sagrados, al tener menos ruido. También ‑ arrimados a las
murallas por la parte del Sol, de un pálido Sol que se abre paso entre las
nubes cenicientas ‑ son menos numerosos los cambistas y los vendedores de
palomas y otros animales.
Después
de orar en el Patio de los Israelitas, Jesús vuelve atrás y se arrima a una
columna. Observa... y es observado.
3Ve que vuelven,
ciertamente del Patio de los Hebreos, un hombre y una mujer que, aunque no lloren
abiertamente, muestran un rostro más apenado que si lloraran. El hombre intenta
consolar a la mujer, pero se ve que también él está muy acongojado.
Jesús
se separa de la columna y va a su encuentro. «¿Qué os hace sufrir?» les
pregunta con sentimiento de piedad.
El
hombre le mira, asombrado por el interés. Quizás le parece incluso indelicado,
pero la mirada de Jesús es tan dulce que le desarma. De todas formas, antes de
expresar lo que constituye su dolor, pregunta: «¿Cómo es que un rabí se
interesa de las penas de un simple fiel?».
«Porque
este rabí es tu hermano, hombre; tu hermano en el Señor, y te ama como el
mandamiento dice».
«¡Tu
hermano! Soy un pobre labriego de la llanura de Sarón, hacia Dora. Tú eres un
rabí».
«El
dolor es para los rabíes como para todos. Sé lo que es el dolor y quisiera
consolarte».
La
mujer retira un momento su velo para mirar a Jesús y susurra a su marido:
«Díselo. Quizás puede ayudarnos...».
4«Rabí, nosotros
teníamos una hija. La tenemos. Por ahora la tenemos todavía... Y la hemos
casado decorosamente con un joven que un común amigo nos garantizó como buen
marido. Son esposos desde hace seis años, y de su desposorio han tenido dos
hijos. Dos... porque después cesó el amor... Tanto que ahora el marido quiere
el divorcio. Nuestra hija llora y se consume. Por eso hemos dicho que todavía
la tenemos, porque dentro de poco morirá de dolor. Hemos intentado todo para
convencer al hombre. Y hemos orado mucho al Altísimo... Pero ninguno de los dos
nos ha escuchado... Hemos venido aquí en peregrinación por esto, y hemos estado
aquí durante todo el curso de una luna. Todos los días al Templo; yo en mi
lugar, la mujer en el suyo... Esta mañana un criado de mi hija nos ha traído la
noticia de que el marido ha ido a Cesarea para mandarle a ella desde allí el
libelo de divorcio. Y ésta es la respuesta que han tenido nuestras
oraciones...».
«No
hables así, Santiago» suplica la mujer en voz baja. Y termina: «El Rabí nos
maldecirá como blasfemos... Y Dios nos castigará. Es nuestro dolor. Viene de
Dios... Y, si ha descargado su mano sobre nosotros, es señal de que lo hemos
merecido» termina con un sollozo.
«No,
mujer. Yo no os maldigo. Y Dios no os va a castigar. Yo os lo digo. Como
también os digo que no es Dios el que os da este dolor, sino el hombre. Dios lo
permite para prueba vuestra y para prueba del marido de vuestra hija. No
perdáis la fe y el Señor os escuchará».
«Es
tarde. Nuestra hija ya ha sido repudiada y mancillada, y morirá...» dice el
hombre.
«Nunca
es tarde para el Altísimo. En un instante y por una oración que persiste puede
cambiar el curso de los acontecimientos. Desde la copa a los labios la muerte
tiene todavía tiempo de introducir su puñal a impedir que quien acercaba a sus
labios el cáliz beba. Y ello por intervención de Dios. Yo os lo digo. Volved a
vuestros lugares de oración y perseverad todavía hoy, mañana y pasado mañana,
y, si sabéis tener fe, veréis el milagro».
«Rabí,
Tú quieres consolarnos... pero en este momento... No se puede, y Tú lo sabes,
anular el libelo una vez entregado a la repudiada» insiste el hombre.
«Ten
fe, te digo. Es verdad que no se puede anular. ¿Pero sabes si tu hija lo ha
recibido?».
«De
Dora a Cesarea no es largo el camino. Mientras el siervo venía hasta aquí,
seguro que Jacob ha vuelto a casa y ha echado a María».
«No
es largo el trayecto. ¿Pero estás seguro de que lo ha recorrido? ¿Un acto de
voluntad superior al hombre no puede haber detenido a un hombre, si Josué con
la ayuda de Dios detuvo el Sol? ¿Vuestra oración insistente y confiada, hecha
con buen fin, no es, acaso, un acto santo de voluntad opuesto a la mala
aspiración del hombre? ¿Y Dios ‑ puesto que le pedís una cosa buena a Él,
vuestro Padre ‑ no os ayudará deteniendo el camino del demente? ¿No os habrá
ayudado ya quizás? Y, aunque el hombre se obstinara todavía en ir, ¿podría
hacerlo si vosotros os obstináis en pedir al Padre una cosa justa? Os digo: id
y orad hoy, mañana y pasado mañana, y veréis el milagro».
«¡Vamos,
Santiago! El Rabí sabe. Si dice que vayamos a orar es señal de que sabe que es
una cosa justa. Ten fe, esposo mío. Siento que surge en mí, donde tenía tanto
dolor, una gran paz, una esperanza fuerte. Dios te lo pague, Rabí que eres
bueno, y te escuche. Ruega también Tú por nosotros. Ven, Santiago, ven» y logra
convencer a su marido, el cual la sigue después de saludar a Jesús con el
habitual saludo hebreo de "la paz sea contigo", al que responde Jesús
con la misma fórmula.
«¿Por
qué no les has dicho quién eres? Habrían orado con más paz» dicen los
apóstoles, y añade Felipe: «Voy a decírselo».
Pero
Jesús le retiene diciendo: «No quiero. Efectivamente, habrían orado con paz,
pero con menos valor y con menos mérito. Así su fe es perfecta y será
premiada».
«¿De
verdad?».
«¿Pensáis,
acaso, que miento engañando a dos infelices?».
5Mira a la gente
que se ha congregado, unas cien personas, y dice:
«Escuchad
esta parábola, que os expresa el valor de la oración constante.
Conocéis
lo que dice el Deuteronomio* sobre los jueces y magistrados. Deberían ser
justos y misericordiosos, escuchando con ecuanimidad a quien a ellos
recurriera, pensando siempre en juzgar como si el caso que deben juzgar fuera
suyo personal, sin tener en cuenta donativos o amenazas, sin deferencia hacia
los amigos culpables y sin dureza hacia aquellos que estuvieran enemistados con
los amigos del juez. Pero, si son justas las palabras de la Ley , no son igualmente justos
los hombres, ni saben obedecer a la
Ley. Así , se ve que la justicia humana es frecuentemente
imperfecta, porque raros son los jueces que saben conservarse puros de
corrupción, misericordiosos, pacientes tanto con los ricos como con los pobres;
tanto con las viudas y los huérfanos como con aquellos que no lo son.
En
una ciudad había un juez muy indigno de su oficio, obtenido por medio de
poderosos parentescos. Era sobremanera desigual al juzgar, propendiendo siempre
a dar la razón al rico y al poderoso, o a quien tenía recomendación de ricos y
poderosos; o hacia el que le comprase con grandes donativos. No temía a Dios y
se burlaba de las quejas del pobre y del que era débil por estar sólo y carecer
de fuertes defensas. Cuando no quería escuchar a quien tenía tan claras razones
de victoria contra un rico, que no se le podía contradecir en manera alguna, él
hacía que le alejaran de su presencia y le amenazaba con arrojarle a la cárcel.
La mayoría sufrían sus violencias y se retiraban vencidos, resignados a la
derrota aun antes de tramitar la causa.
Pero
en aquella ciudad había también una viuda cargada de hijos. Debía recibir una
fuerte suma de un hombre poderoso por
unos trabajos que
su difunto esposo
___________________________
* dice el Deuteronomio, en Deuteronomio 16, 18‑20.
había
llevado a cabo para él. Ella, movida por la necesidad y el amor materno, había
tratado de que el rico le diera esa suma que le habría permitido saciar el
hambre de sus hijos y vestirlos durante el invierno que se acercaba. Pero,
habiéndose hecho vanas todas las presiones y súplicas dirigidas al rico, fue al
juez.
El
juez era amigo del rico, el cual le había dicho: "Si me das la razón, un
tercio de la suma es tuyo". Por tanto, se mostró sordo a las palabras de
la viuda, que le rogaba: "Ríndeme justicia respecto a mi adversario. Tú
ves que lo necesito. Todos pueden decir si tengo derecho a esa suma".
Permaneció sordo y mandó a sus ayudantes que la alejaran de su presencia.
Pero
la mujer volvió: una, dos, diez veces; por la mañana, a la hora sexta, a la
hora nona, al atardecer... incansable. Y le seguía por la calle gritando:
"Hazme justicia. Mis hijos tienen hambre y frío y no tengo dinero para
comprar harina y vestidos". Allí estaba, en la puerta de la casa del juez
cuando éste regresaba para sentarse a la mesa con sus hijos. Y el grito de la
viuda ‑ "hazme justicia con mi adversario, que tengo hambre y frío, yo y
mis criaturas" ‑ penetraba hasta dentro de la casa, hasta el comedor,
hasta el dormitorio por la noche, insistente como el grito de una upupa:
"¡Hazme justicia, si no quieres que Dios te castigue! Hazme justicia.
Recuerda que la viuda y los huérfanos son sagrados para Dios, y ¡ay de quien
los pisotee! Hazme justicia si no quieres un día sufrir lo que nosotros
sufrimos. ¡Nuestra hambre! Nuestro frío te lo encontrarás en la otra vida, si
no haces justicia. ¡Pobre de ti!".
El
juez no temía a Dios ni tampoco al prójimo. Pero estaba cansado de ser
molestado siempre; de ver que era objeto de risas por parte de toda la ciudad
por la persecución de la viuda, y también objeto de crítica. Por eso, un día se
dijo a sí mismo: "Aunque no tema a Dios ni tema las amenazas de la mujer
ni lo que piense la gente de la ciudad, a pesar de ello y para poner fin a
tanta molestia, voy a escuchar a la viuda y le haré justicia obligando al rico
a pagar. Me basta con que me deje de perseguir y se me quite de en medio".
Y, convocado el amigo rico, dijo: "Amigo mío, no puedo seguir
complaciéndote. Cumple con lo deber y paga, porque ya no soporto ser molestado
por causa tuya. He dicho". Y el rico tuvo que desembolsar la suma según
justicia.
6Ésta es la
parábola. Ahora os toca a vosotros aplicarla.
Habéis
oído las palabras de un hombre inicuo: "Para poner fin a tanta molestia
voy a escuchar a la mujer". Y era un inicuo. ¿Y Dios, el Padre lleno de
bondad, va a ser inferior al juez malo? ¿No hará justicia a aquellos hijos
suyos que saben invocarle día y noche? ¿Les hará esperar tanto el don, que su
alma abatida deje de orar? Os digo que prontamente les hará justicia, para que
su alma no pierda la fe. Pero antes hay que saber orar, sin cansarse después de
las primeras oraciones, y saber pedir cosas buenas. Y también fiarse de Dios
diciendo: "Pero hágase lo que tu Sabiduría ve más útil para
nosotros".
Tened
fe. Sabed orar con fe en la oración y con fe en Dios vuestro Padre. Y Él os
hará justicia contra lo que os oprime, sean hombres o demonios, sean enfermedades
a otras desventuras. La oración perseverante abre el Cielo, y la fe salva al
alma, cualquiera que sea el modo en que la oración sea escuchada y exaudida.
Vamos».
Y
se encamina hacia la salida. Ya está casi fuera de la muralla cuando, alzando
la cabeza para observar a los pocos que le siguen y a los muchos indiferentes u
hostiles que le miran de lejos, exclama con tristeza: «¿Pero cuando vuelva el
Hijo del Hombre encontrará en la
Tierra todavía fe?» y, suspirando, se ciñe más estrechamente
su manto y camina a grandes pasos hacia el arrabal de Ofel.
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