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miércoles, 2 de enero de 2013

EL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO (MARIA VALTORTA) XXVII


508.    Juan será la luz de Cristo hasta el final de los tiempos.
El pequeño Marcial‑Manasés acogido por José de Seforí.
7 de octubre de 1946.

1La casa de José no es la de José de Arimatea, sino la de un viejo galileo de Seforí, amigo de los hijos de Alfeo y especialmente de los mayores, porque era amigo, quizás también un poco pariente, del viejo y ya difunto Alfeo. Y, si no me equivoco, está también muy relacionado con los hijos de Zebedeo por el comercio del pescado seco, que desde el lago de Genesaret se lleva a la capital junto con los otros productos de Galilea estimados por los galileos desarraigados que están en Jerusalén. Esto es lo que deduzco de lo que hablan los dos hijos de Alfeo y Juan y Tomás.
Jesús, sin embargo, está un poco detrás, con Manahén, al que da el encargo de ir donde José de Arimatea y donde Nicodemo con el ruego de que vayan a verle. Manahén ejecuta esto en seguida. Jesús se reúne todavía un momento con los tres para recomendar una vez más que sean prudentes en lo que dicen "por amor hacia el levita que los ha puesto a salvo", luego se separa y con pasos largos se echa a andar por un caminucho... 2Pero pronto le da alcance Juan.
«¿Por qué has venido?».
«No podíamos dejarte así solo... y he venido yo».
«¿Y crees que podrías defenderme tú solo contra tantos?».
«No estoy seguro. Pero al menos moriría antes de ti. Y eso me bastaría».
«Morirás mucho tiempo después de mí, Juan. Pero no te sientas contrariado por ello. Si el Altísimo te deja en el mundo es para que le sirvas y sirvas a su Verbo».
«Pero después...».
«Después servirás. ¡Cuánto deberías vivir para servirme como nuestros dos corazones querrían! Pero incluso después de muerto me servirás».
«¿Cómo lo voy a hacer, Maestro mío? Si estoy contigo en el Cielo te adoraré. Pero no podré servirte en la Tierra una vez que la haya dejado...».
«¿Estás seguro? Bueno pues te digo que me servirás hasta mi nueva venida, hasta la venida final. Muchas cosas aridecerán antes de la última hora, cuales ríos que se secan y pasan a ser tierra polvorienta y pedruscos secos, habiendo sido bonito curso de agua azul y saludable. Pero tú serás todavía río con el sonido de mi palabra y el reflejo de mi luz. Serás la suprema luz que quede para recuerdo de Cristo. Porque serás luz enteramente espiritual, y los últimos tiempos serán lucha de tinieblas contra luz, de carne contra espíritu. Los que sepan perseverar en la fe encontrarán fuerza, esperanza, confortación, en lo que dejarás después de ti y que será todavía tú mismo... y que, sobre todo, será todavía Yo mismo, porque Yo y tu nos queremos, y donde tú estás Yo estoy y donde Yo estoy tú estás. Prometí a Pedro que la Iglesia, que tendrá como cúspide y como base mi Piedra, no será desarticulada por el Infierno, con sus repetidos y cada vez más feroces asaltos; mas ahora te digo que aquello que será todavía Yo mismo, y que tú dejarás como luz para quien busca la Luz, no será destruido, a pesar de que el Infierno trate - y tratará ‑ de cancelarlo usando todos los modos. Te digo más: incluso aquellos que crean en mí imperfectamente, porque aun recibiéndome a mí no recibirán a mi Pedro*, acudirán siempre a tu faro, como barquichuelos sin piloto y sin brújula que se dirigen hacia una luz en medio de su tempestad, porque luz quiere decir todavía salvación».
«¿Pero qué es lo que dejaré, Señor mío? Yo soy... pobre... ignorante... Tengo sólo el amor...».
«Eso es lo que dejarás: el amor. Y el amor hacia tu Jesús será palabra. Y muchos, muchos, incluso entre aquellos que no pertenezcan a mi Iglesia, que no sean de iglesia alguna, pero que busquen luz y consuelo, movidos por el aguijón de su espíritu insatisfecho y por la necesidad de compasión en las penas, irán a ti y me encontrarán a mí».
«Quisiera que los primeros en encontrarte fueran estos crueles judíos, estos fariseos y escribas... Pero no sirvo para tanto...».
«No entra cosa alguna donde ya hay llenura. Pero no te desalientes. Tú... 3Bueno, ya estamos donde José. Llama. Vamos a entrar».
Es una casa estrecha y alta. Al lado tiene un almacén bajo y maloliente de mercancías apiladas; y, al lado de éste, un patio, obscuro a causa de las paredes que se alzan por encima de él, un patio con aspecto casi de posada (como eran entonces las posadas): pórticos para las mercancías, cuadras para los burros, cuartitos, o grandes estancias, para los huéspedes. Aquí hay un patio malamente adoquinado; un pilón, dos cuadras bajas y obscuras, un rústico cobertizo que hace de pórtico, adosado a la casa y con una portezuela que da al almacén. Al lado de éste está la casa que he dicho, vieja, obscura, con una puerta alta y estrecha que se abre sobre tres peldaños de piedra consumida por el uso.
Juan llama a la puerta y  espera  hasta  que  un  ventanillo  se  abre  y  una  cara
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* ...no recibirán a mi Pedro... En una copia mecanografiada MV anota: Alude a los futuros protestantes.
rugosa de anciana escruta desde la penumbra: «¡Oh, Juan! Abro en seguida. Dios sea contigo» dice la boca que pertenece a esa cara rugosa, y la puerta se abre con mucho ruido de cerrojos.
«No estoy solo, María. Está conmigo el Maestro».
«La paz también a Él, honor de Galilea. Y feliz el día que trae los pies del Santo a la casa de un verdadero israelita. Entra, Señor. Voy inmediatamente a avisar a José. Está haciendo las últimas entregas, porque el ocaso viene solícito en el triste Etanim».
«Déjale con su trabajo, mujer Nos vamos a detener hasta mañana».
«Gran alegría para nosotros. Te esperábamos desde hacía tiempo. Y, también, hace días tu hermano José ha mandado a alguien para pedir noticias tuyas. Pero mi marido te explicará mejor. Pues aquí puedes estar... Te dejo, Señor, porque estoy ultimando el pan. Antes del ocaso debe estar cocido. Para cualquier cosa que quieras, Juan sabe dónde encontrarme».
«Ve en paz. No nos hace falta nada, aparte de hospedarnos».
4Se quedan solos durante un tiempo. Luego una carita de tez morena se asoma por la cortina que separa de un pasillo la habitación, y da una ojeada, tímida y curiosa al mismo tiempo.
«¿Quién es ese niño?» pregunta Jesús a Juan.
«No lo sé, Señor. No estaba las otras veces. La verdad es que desde que estoy contigo, aquí, por el padre mío, no he vuelto. Ven aquí, niño».
El niño se acerca con pasos cortos.
«¿Quién eres?». «No te lo digo». «¿Por qué?».
«No quiero que se me digan cosas feas. Si las dices te contesto, y José no quiere».
«¡Ésta si que es nueva! Maestro, ¿qué piensas Tú?», y Juan ríe, divertido por las razones del hombrecito.
También Jesús sonríe, pero alza la mano y acerca hacia sí al niño. Le observa. Luego dice: «¿Y tú sabes quién soy?».
«¡Sí que lo sé! Eres el Mesías. El que hará todo el mundo suyo, y entonces no se les dirá cosas feas a los niños como yo».
«¿No eres de Israel, verdad?».
«Soy circunciso... Hizo mucho daño... Pero, pero hacía daño también el hambre y... el no tener ya a mi mamá... y a nadie... Pero todavía hace daño el oír que se... que nos...» habiendo perdido toda la intrepidez inicial, llora.
«Debe ser algún huérfano extranjero, Juan. José debe haberle recogido por compasión y circuncidado...» explica Jesús a Juan, que está asombrado de las razones y del llanto. 5Y Jesús levanta al niño a pulso y se le pone encima de las rodillas. «Dime tu nombre, niño. Yo te quiero. Jesús quiere a todos los niños y especialmente a los huerfanitos. Yo también tengo uno, que se llama Margziam y que...».
«Yo también así, porque yo (la pequeña voz se hace susurro apenas perceptible) porque yo soy romano...».
«¡Te lo había dicho! ¿Y eres huérfano, verdad?».
«Sí... De mi padre no me acuerdo. De mi mamá, sí. Murió cuando yo ya era grande... y me quedé solo, y ninguno me quería consigo. Desde Cesarea a pie, detrás de los viandantes, después de que el patrón se marchó otra vez, lejos. Y mucha hambre. Y, si decía el nombre, palos... Porque se comprendía por el nombre, ¡¿eh?! Luego vine aquí, durante una fiesta, y tenía hambre. Entré en los establos con una caravana y me escondí entre la paja, para comer el pienso y las algarrobas de los asnos. Y un burro me mordió y grité y vinieron y me querían pegar. Pero José dijo: "No, Él lo ha hecho* y dice que se haga lo que É1 hace. Tomo al niño y le haré israelita". Y me tomó consigo y me cuidó junto con María. Me puso otro nombre, porque el mío... Pero mi mamá me llamaba Marcial...», y las lágrimas vuelven a gotear.
«Y Yo te llamaré Marcial, como tu mamá. Es muy bueno lo que ha hecho José contigo. Debes quererle mucho».
«Sí. Pero más a ti. Lo dice él. Dice siempre: "Si un día te encuentras con Jesús de Nazaret, el Mesías, ámale con todo tu ser, porque es por Él por quien estás salvado del error". Maria decía allí, a la criada, que estaba en casa el Mesías, y he venido para ver al que me había salvado».
«No sabía que José hubiera hecho esto. Era tan... celoso... Jamás habría pensado que pudiera... ¡Pobre José! Celoso y desencantado de sus hijos. No han respetado su pelo blanco».
«Lo sé. Pero, ¿ves?, quizás en este niño se renueva... y olvida. Dios le compensa así la obra hecha con el niño. ¿Cómo te llamas ahora?».
«Con un feo nombre. No me gusta aunque sólo sea porque empieza como el mío: ¡Me llamo Manasés!... Pero Maria, que comprende, me llama "Man"». Y el niño lo dice con una carita tan acongojada, que Jesús y Juan no pueden contenerse la sonrisa.
Pero Jesús, para consolarle, explica: «Manasés es un nombre que para nosotros tiene un dulce significado. Quiere decir: el Señor me ha hecho olvidar todo dolor. José te lo ha puesto queriendo significar que tú le vas a hacer olvidar todos sus dolores. Y lo harás, niño, para mostrarle agradecimiento. Tú mismo, con el nuevo nombre, te dices que el Señor te ha amado tanto que te ha dado un nuevo padre, una madre y una casa. ¿No es verdad?».
«Sí. Explicado así, sí... Pero José dice que debo olvidar también mi casa. ¡No quiero olvidar a mi mamá!».
Jesús mira a Juan, y Juan mira al Maestro, y por encima de la cabecita morena hay toda una conversación de miradas...
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* Él lo ha hecho... se refiere a cuando Jesús recogió al huérfano Yabés, luego llamado Margziam, dando así un ejemplo a seguir.

«No se debe olvidar a la propia mamá, niño. José se ha explicado mal, o mejor: tú has comprendido mal. Sin duda quería decir que debes olvidar todo el dolor de tu pasado, el dolor de tu casa, porque ahora tienes ésta y tienes que ser feliz».
«¡Ah, así sí! Y María es buena y me hace feliz. Ahora me está haciendo las tortas. Voy a ver si están hechas y te las traigo también a ti», y se desliza hasta el suelo desde las rodillas de Jesús y corre afuera de la habitación. El ruido de los piececitos descalzos se pierde en el largo pasillo.
«¡Esta tendencia persiste siempre, incluso en los mejores de nosotros! ¡Pretender lo imposible! ¡Son más severos que Dios los hijos de su pueblo! ¡Pobre niño! ¿Se puede, acaso, pretender que un hijo olvide a la madre porque ahora sea circunciso? Se lo voy a decir a José».
«No tenía ninguna noticia de que hubiera hecho esto. Mi padre, como muchos galileos, baja aquí durante las fiestas. Y no me ha hablado, como no sabiendo la cosa... 6¡Ah!, oigo la voz de José...».
Jesús se pone en pie y Juan hace lo mismo, preparados ambos para saludar con los debidos honores al jefe de la casa, que entra y a su vez hace profundas reverencias para terminar arrodillándose a los pies de Jesús.
«Álzate, José. He venido. Ya lo ves».
«Perdona si te he hecho esperar. ¡El viernes es siempre un gran día! A ti la salud, Juan. ¿Tienes noticias de Zebedeo?».
«No, desde los Tabernáculos. Ahí le vi».
«Pues ahora sabes que está bien, y lo mismo Salomé. Noticias frescas, de esta mañana, con la última carga de pescado. Y también a ti, Maestro, te puedo decir que todos tus parientes están bien en Nazaret. Al día siguiente del sábado, el que ha venido partirá. Si queréis enviar noticias... ¿Estáis solos?».
«No. Dentro de poco estarán aquí los otros...».
«¡Bien! Hay sitio para todos. Ésta es una casa fiel. Siento que María haya estado ocupada con el pan y yo con las ventas. Dejados así solos... No te hemos dado el honor ni ofrecido la compañía que corresponden al huésped. ¡Y gran huésped!».
«Un hijo de Dios como tú, José. Todos iguales, los que siguen la Ley de Dios».
«¡No, no! Tú eres Tú. No soy un necio como estos judíos. ¡Tú eres el Mesías!».
«Por voluntad de Dios. Pero por voluntad mía y deber soy hijo de la Ley como tú».
«Los que te calumnian no saben decir ni hacer lo que ahora dices y siempre haces».
«Pero tú haces mucho de lo que enseño. 7He visto al niño, José...».
«¡Ah!, ¿le has visto? ¡Ha venido! ¡Sabe que no quiero! Por ti... me agrada. Pero podías no haber sido Tú...».
«¿Y entonces? ¿Qué habría sucedido?».
«Que... ¡bueno, que no me gusta!».
«¿Por qué, José? ¿Por no recibir alabanzas? Tu idea es encomiable, pero el niño podría pensar que te avergüenzas de mostrarle...».
«¡Y es verdad!».
¿Es verdad? ¿Por qué? Explícame esto».
«Pues mira, el niño no ha nacido hebreo de hebreos, ni siquiera de prosélitos, y ni siquiera de mujer hebrea y padre gentil. Es hijo de dos romanos, libertos de casa de un romano que estaba en Cesarea Marítima y que había tenido consigo al niño mientras estuvo allí. Pero, cuando partió, no se ocupó de él y se quedó solo. Los hebreos, naturalmente, no le acogieron. Los romanos... Tú sabes lo que son los romanos..: ¡Y además esos romanos de Cesarea! El niño, mendigando...».
«Sí, lo sé. Llegó aquí y tú le acogiste. Dios ha escrito tu acción en el Cielo».
«¡Y hecho de él un circunciso! Y le he cambiado el nombre. ¡El suyo! ¡Pagano! ¡Idólatra! Pero no quiero que esté a la vista de la gente y que recuerde su pasado».
«¿Por qué, José?» pregunta dulcemente Jesús, y continúa: «El niño sufre por esto. Se acuerda de su madre. ¡Es comprensible!».
«Pero también es comprensible mi deseo de no ser criticado por haber acogido a un...».
«A un inocente. Solamente esto, José. ¿Por qué temes el juicio de los hombres cuando un juicio más alto, el divino, sanciona tu acto como santo? ¿Por qué te avergüenzas, por respeto humano o temor a represalias, de una acción buena? ¿Por qué quieres dar al niño una muestra de doblez como la que surge de haberle cambiado el nombre, de ahogar el pasado buscando, por miedo, evitar un daño? ¿Por qué quieres inculcar en el niño el desprecio hacia su padre y su madre? Mira, José, has hecho una acción digna de alabanza, pero la cubres de polvo con estas... ideas imperfectas. Has imitado un gesto mío. Has acogido mis palabras. Esto está bien. ¿Pero por qué no haces perfecta mi imitación cumpliendo abiertamente la obra y diciendo: "Sí, el niño era romano, y yo no me he espantado de ello, porque es hijo del Creador como nosotros. Lo único, he querido que estuviera dentro de nuestra Ley y le he circuncidado"? En verdad... la verdadera circuncisión está llegando y la nueva incisión se hará en el corazón de los hombres, de donde será extirpado el anillo estrangulador de la ternaria concupiscencia; así que, si... bueno si el niño hubiera seguido en su ingenuidad hasta ese momento... Pero no quiero reprenderte por esto. Has hecho bien, tú hebreo, haciéndole hebreo. Pero déjale su nombre. ¡Cuántos Marciales, Cayos, Félix, Cornelios, Claudios, etc. serán del Cristo y del Cielo! Puede estar él también entre ellos, el niño que no sabe de hebreos ni de gentiles, el niño que llegará a la eterna mayoría de edad cuando la verdadera y nueva Ley quede fundada con el nuevo Templo y con los nuevos sacerdotes, y no como tú crees, sino examinado por Dios y hallado digno de su verdadero Templo. Déjale con el nombre que su madre le dio. Es una caricia materna todavía para él. Comprendo lo que has querido decir llamándole Manasés, pero déjale Marcial. Y a quien te pregunte puedes decirle: "Sí, es Marcial; casi como el discípulo del Cristo, al que le dio el nombre María". Sé valiente en el bien, José. Y serás grande, muy grande».
«Maestro... como Tú quieras. No quiero causarte desagrado. ¿Y crees que... he hecho bien también como hombre?».
«Has hecho bien. Tu dolor te ha hecho bueno. Por lo cual, es bueno todo lo que has hecho, y también esto».
Unos golpes en la puerta de la calle interrumpen la conversación.


509.    El anciano sacerdote Matán acogido con los apóstoles y discípulos que  han huido del Templo.
8 de octubre de 1946.

1Pedro entra y cae en el mismo estado de abatimiento en que cayó en el Jordán después de vadear en Betabara: se relaja derrengado en el primer asiento que encuentra y mete la cabeza entre las manos. Los otros no están tan abatidos. Pero turbados, pálidos, yo diría: desconcertados, lo están todos; unos más, otros menos. Los hijos de Alfeo, Santiago de Zebedeo y Andrés no responden casi al saludo de José de Seforí y de la mujer de éste (la cual llega con una anciana criada y con pan caliente y alimentos varios). Margziam presenta signos de haber llorado. Isaac acude hacia Jesús y le toma la mano y se la acaricia susurrando: «Igual que en la noche de la matanza... Y otra vez salvo. ¡Oh, mi Señor, hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podrás salvarte?». Éste es el grito que abre las bocas, y todos, confusamente, hablan, refiriendo los maltratos, las amenazas, los miedos sufridos...
2Otro golpe en la puerta. «¡¿Oye no nos habrán seguido?! ¡Ya había dicho yo que vinieramos en pequeños grupos!...» dice Judas Iscariote.
«Hubiera sido mejor, sí. Los tenemos siempre pisándonos los talones. Pero ya...» dice Bartolomé.
José, aunque con pocas ganas, va personalmente a mirar por el ventanillo mientras su mujer dice: «Desde la terraza podéis bajar a las cuadras y de allí al huerto de atrás. Os lo voy a mostrar...». Pero, mientras se encamina, su marido exclama: «¡El Anciano José! ¡Qué honor!» y abre la puerta y deja entrar a José de Arimatea.
«Paz a ti, Maestro. Estaba y he visto... Saliendo yo del Templo profundamente asqueado, Manahén me ha encontrado. Y no poder intervenir, no poder hacerlo, para serte más útil y... ¡Oh!, ¿estás también tú aquí, Judas de Keriot? Tú podrías hacerlo, tú que eres amigo de tantos. ¿No sientes el deber de hacerlo, tú que eres su apóstol?».
«Tú eres discípulo...».
«No. Si lo fuera, le seguiría como le siguen otros. Soy un amigo suyo*».
«Es lo mismo».
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* un amigo suyo, como en 505.1, donde se explica la diferencia entre discípuIos y amigos de Jesús.
«No. También Lázaro es amigo suyo, y no querrás decir que es discípulo...».
«En el alma, sí».
«Todos los que no son diablos son discípulos de su palabra, porque la sienten palabra de Sabiduría».
La pequeña disputa entre José y Judas de Keriot se agota, mientras José de Seforí, comprendiendo ahora ‑ no antes ‑ que algo malo ha sucedido, pregunta a éste o a aquél con interés y muestras de dolor. «¡Hay que decírselo a José de Alfeo! ¡Eso hay que decirlo! Y encargaré... ¿Qué quieres, José?» pregunta, volviéndose al Anciano, que le ha tocado el hombro para preguntarle algo.
«Nada. Sólo quería felicitarte por tu buen aspecto. Éste es un buen israelita. Fiel y justo en todo. ¡Sí, yo lo sé! De él se puede decir que Dios le ha probado y conocido...».
Otra llamada a la puerta. Los dos Josés se dirigen juntos hacia ella para abrirla, y veo que José de Arimatea se inclina para decirle al oído algo al otro, que reacciona con un gesto de viva sorpresa y se vuelve un momento a mirar hacia los apóstoles. Luego abre la puerta.
3Nicodemo y Manahén entran, seguidos de todos los pastores‑discípulos presentes en Jerusalén, o sea, de Jonatán y de los que fueron discípulos de Juan el Bautista. Luego, con ellos, está el sacerdote Juan junto con otro muy anciano, y Nicolái. Y, al final de todos, Nique con la jovencita que le ha sido confiada por Jesús, y Analía con su madre. Se quitan el velo que esconde sus caras y aparecen sus rostros turbados.
«¡Maestro! ¿Pero qué te está sucediendo? Lo he sabido... antes por la gente que por Manahén... La ciudad está llena de estas voces, como una colmena de zumbidos. Y los que te aman te buscan con solicitud en los lugares donde piensan que estás. Claro, también han ido a tu casa, José... Yo misma estaba yendo a las casas de Lázaro... ¡Esto es demasiado! ¿Cómo te has salvado?».
«La Providencia ha velado en defensa de mí. No lloren las discípulas; antes bien, bendigan al Eterno y fortalezcan el propio corazón. Y, a todos vosotros, gracias y bendiciones. No está del todo muerto el amor en Israel. Y ello me consuela».
«Sí. Pero no vayas más al Templo, Maestro. Durante mucho no vayas. ¡No vayas!». Las voces son unánimes al decir estas palabras, y el angustioso "no vayas" retumba entre las robustas paredes de la vieja casa con voz de suplicante advertencia.
El pequeño Marcial, escondido en alguna parte, siente ese rumor y, curioso, acude y mete la carita en la fisura de la cortina. Y al ver a María va donde ella y se refugia entre sus brazos por temor a la reprensión de José de Seforí. Pero José está demasiado intranquilo y ocupado en escuchar a uno o a otro, en aconsejar, en aprobar, etc. como para ocuparse de él, y le ve sólo cuando el niño ‑ al que la anciana María ha dicho algo ‑ va donde Jesús y, echándole los brazos al cuello, le besa. Jesús le ciñe con un brazo y le arrima a sí, mientras responde a los muchos que le dicen lo que creen que sea mejor hacer.
«No. No me muevo de aquí. A casa de Lázaro, que me esperaba, id vosotros a decir que no puedo. Yo, galileo y amigo de años de la familia, me quedo aquí hasta el ocaso de mañana. Y luego... pensaré a dónde ir...».
«Siempre dices esto, y luego vuelves allá. Pero ya no te dejaremos ir. Yo al menos. Verdaderamente te he creído perdido...» dice Pedro, y dos lágrimas se le forman de nuevo en la comisura de sus ojos abombados.
4«Nunca he visto una cosa así. Y ya basta. Esto me ha hecho decidirme. Si no me rechazas... Estoy ya demasiado viejo para el altar, pero para morir por ti valgo todavía. Y moriré, si hace falta, entre el vestíbulo y el altar, como el sabio Zacarías*; o como Onías, defensor del Templo y del Tesoro, moriré fuera del sagrado recinto al que he consagrado mi vida. ¡Pero Tú me abrirás un lugar más santo! ¡No, no puedo seguir viendo la abominación! ¿Por qué mis viejos ojos han tenido que ver tanto? ¡La abominación vista por el Profeta está ya dentro de los muros, y sube, sube como un movimiento de aguas que la riada empuja para sumergir a una ciudad! ¡Sube, sube! Invade los patios y los pórticos, supera los escalones, penetra más adelante. ¡Sube! ¡Sube! ¡Choca ya contra el Santo! ¡La ola fangosa lame ya las piedras que pavimentan el sagrado lugar! ¡Ensombrece los exquisitos colores! ¡Ensucia ya el pie del Sacerdote! ¡Moja la túnica! ¡Empapa el efod! ¡Vela las piedras del racional y ya no se pueden leer las palabras! ¡Oh! ¡Oh! Las ondas de la abominación suben hasta el rostro del Sacerdote Sumo y lo embadurnan, y la Santidad del Señor está debajo de una costra de fango, y la tiara es como un tejido caído en un pantano lodoso. ¡Fango! ¡Fango! ¿Pero sube desde fuera, o es que desde lo alto del Moria rebosa y cae sobre la ciudad y sobre todo Israel? ¡Padre Abraham! ¡Padre Abraham! ¿No querías encender allí el fuego del sacrificio para que resplandeciera el holocausto del corazón fiel? ¡Ahora, donde debía haber fuego, brota lodo a borbotones! Isaac está en medio de nosotros y el pueblo le inmola. Pero si pura es la Víctima... si pura es la Víctima... emponzoñados están los sacrificadores. ¡Anatema sobre nosotros! ¡Encima del monte el Señor verá la abominación de su pueblo!... ¡Ah!», y el viejo, que está con el sacerdote Juan, cae abatido al suelo, se cubre la cara y rompe en un desolado llanto de anciano.
«Te le traía... Hace mucho que quiere... Pero hoy, después de lo que ha visto, nadie podía retenerle... El anciano Matán (o Natán) tiene frecuentemente espíritu profético, y si bien la vista de sus pupilas se vela cada vez más, la de su espíritu cada vez más se ilumina. Acepta a mi amigo, Señor» dice el sacerdote Juan.
«No rechazo a nadie. Álzate, sacerdote, y alza el espíritu. En lo alto no hay fango. Y el fango no toca a quien sabe estar arriba».
El viejo se alza (pero, lleno de reverencia, antes de hacerlo, toma el borde extremo de la túnica de Jesús y lo besa).
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* como el sabio Zacarías; o como Onías, en 2 Crónicas 24, 17‑22,; 2 Macabeos 4, 30‑35; La abominación vista por el Profeta, en Daniel 9, 27; 11, 31; 12, 11; encender allí el fuego del sacrificio, en Génesis 22, 1‑18.
5Las mujeres, especialmente Analía, todavía lloran en su velo, conmovidas. Las palabras del anciano aumentan su llanto. Jesús las llama y ellas, desde su rincón, van cabizbajas hasta el Maestro. Si Nique y la madre de Analía saben reprimir el llanto y tenerle casi celado, la joven discípula solloza abiertamente, sin contención respecto a quienes la observan no con el mismo sentimiento.
«Perdónala, Maestro. Te debe la vida y te ama. No soporta pensar que te dañen. Y además se ha quedado tan... sola y tan... triste después de que...» dice la madre.
«¡No, no es por eso! ¡No, no es por eso! ¡Señor! ¡Maestro! ¡Salvador mío! Yo... Yo...». Analía no logra hablar, parte por los sollozos, parte por vergüenza, o por otros motivos.
«Ha temido represalias porque es discípula. Sin duda es por eso. Muchos se marchan por ese motivo...» dice Judas Iscariote.
«¡No! ¡Menos todavía por eso! Tú no comprendes nada, hombre, o es que prestas tu pensamiento a otros. Pero Tú, Señor, sabes por qué lloro. Mi temor ha sido que hubieras muerto y que no te hubieras acordado de la promesa*...» termina en suspiro, después de haber dicho con fuerza las primeras palabras, al rebelarse a la insinuación de Judas.
Jesús le responde: «Nunca olvido. No temas. Ve a tu casa tranquila a esperar la hora de mi triunfo y de tu paz. Ve. De un momento a otro se pondrá el Sol. Retiraos, mujeres. Y la paz sea con vosotras».
«Señor, no querría dejarte...» dice Nique.
«La obediencia es amor».
«Es verdad, Maestro. Pero por qué no yo también como Elisa?».
«Porque tú me eres útil aquí como ella en Nob. ¡Ve, Nique, ve! Que algunos hombres acompañen a las mujeres para que no sean importunadas».
6Manahén y Jonatán se preparan a obedecer. Pero Jesús para a Jonatán preguntándole: «¿Entonces vuelves a Galilea?» .
«Sí, Maestro. El día después del sábado. Me manda mi patrón».
«¿Tienes sitio en el carro?».
«Voy solo, Maestro».
«Entonces llevarás contigo a Margziam y a Isaac. Tú, Isaac, sabes lo que debes hacer; y tú también, Margziam...».
«Sí, Maestro» responden los dos, Isaac con su pacífica sonrisa, Margziam con un temblor de llanto en la voz y en los labios.
Jesús le acaricia y Margziam, olvidando todo comedimiento, se deja caer sobre su pecho y dice: «¡Dejarte... ahora que te persiguen todos!... ¡Oh, Maestro mío! ¡No volveré a verte!... Has sido todo mi Bien. ¡Todo he encontrado en ti!... ¿Por qué me mandas irme? ¡Déjame morir contigo! ¿Qué crees que me importe ya la vida, si no te tengo a ti?».
«Te digo a ti lo que le he dicho a Nique. La obediencia es amor».
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* promesa, pedida y obtenida en 156.5/6.

7«¡Me voy! ¡Bendíceme, Jesús!». Jonatán se marcha con Manahén, con Nique y las otras tres mujeres. También los otros discípulos se marchan en pequeños grupos.
Sólo cuando la habitación ‑ antes muy llena ‑ casi se vacía, se nota la falta de Judas de Keriot. Y muchos se sorprenden, porque estaba allí poco antes y no ha recibido ningún encargo.
«Habrá ido a comprar para nosotros» dice Jesús para impedir comentarios, y sigue hablando con José de Arimatea y Nicodemo, que son los únicos que, junto con los once apóstoles y Margziam, se han quedado. Margziam está al lado de Jesús con la avidez de disfrutar de Él estas últimas horas. Así, Jesús está entre Margziam, jovencito, y Marcial, niño, morenitos, delgaditos, igualmente infelices en su niñez a igualmente recogidos en nombre de Jesús por dos buenos israelitas.
José de Seforí y su esposa se han eclipsado prudentemente para dejar libre al Maestro.
8Nicodemo pregunta: «¿Quién es este niño?».
«Es Marcial. Un niño que José ha tomado como hijo».
«No lo sabía».
«Nadie, o casi nadie, lo sabe».
«Muy humilde, ese hombre. Otro habría sacado a relucir su acción» observa José.
«¿Tú crees?... Marcial, ve a enseñarle la casa a Margziam...» dice Jesús. Y, una vez que los dos se han marchado, sigue hablando: «Estás en un error, José. ¡Qué difícil es juzgar con justicia!».
«Pero, Señor, recoger a un huérfano, porque está claro que es un huérfano, y no jactarse de ello, es humildad».
«El niño, lo dice su nombre, no es de Israel...».
«¡Ah, ahora entiendo! Hace bien entonces en tenerle oculto».
«Pero ha sido circuncidado...».
«No importa... Ya sabes... También Juan de Endor estaba circuncidado... y fue para ti ocasión de censura. José, que además es galileo, podría tener problemas, a pesar de la circuncisión. Hay muchos huérfanos también en Israel... La verdad es que con ese nombre... y con el aspecto...».
«¡Hay que ver: sois todos "Israel", incluso los mejores; incluso cuando hacéis el bien no comprendéis y no sabéis ser perfectos! ¿No entendéis todavía que Uno solo es el Padre de los Cielos, y que todas las criaturas son hijas suyas? ¿No entendéis todavía que el hombre puede recibir un único premio o un único castigo, que sean verdaderamente premio o castigo? ¿Por qué haceros esclavos del miedo a los hombres? ¡Ah!, esto es el fruto de la corrupción de la Ley divina, tan trabajada, tan oprimida por leyezuelas humanas, que se llega a ofus­car y a obscurecer incluso el pensamiento del justo que la practica. ¿Acaso en la Ley mosaica - y, por tanto, divina ‑, o en la premosaica ‑ únicamente moral, o surgida por inspiración celeste ‑  está escrito que el que no era de Israel no podía entrar a formar parte de él? ¿No  se

lee en el Génesis*: "Cumplidos ocho días, todo niño varón que esté entre vosotros sea circuncidado; tanto el nacido en casa como el com­prado, aunque no sea de vuestra estirpe, sea circuncidado"? Esto es­taba escrito. Cualquier otro añadido es vuestro. Se lo he dicho a José y os lo digo a vosotros. Pronto ya no tendrá excesiva importancia la circuncisión antigua. Una nueva, y más verdadera, será aplicada, y en parte más noble. Pero mientras la primera siga, y vosotros, por fi­delidad al Señor, la apliquéis al varón nacido de vosotros, o adoptado por vosotros, no os avergoncéis de haberlo hecho en carne de otra es­tirpe. La carne es del sepulcro, el alma es de Dios. Se circuncida la carne al no poder circuncidar lo que es espiritual. Pero la señal santa resplandece en el espíritu. Y el espíritu es del Padre de todos los hombres. Meditad en esto».
9Un momento de silencio. Luego José de Arimatea se levanta y di­ce: «Me marcho, Maestro. Ven mañana a mi casa».
«No. Es mejor que no vaya».
«Entonces a la mía, a la casa que está en el camino que del monte de los Olivos va hacia Betania. Allí hay paz y...».

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