Es fácil condenar y acusar a otros. A personajes famosos, por sus escándalos. A políticos, por su inoperancia y su corrupción. A empresarios, por su avaricia. A oficinistas, por su desidia. A jóvenes, por su desenfreno. A ancianos, por su pesimismo. A adultos, por... bueno, algún motivo habrá.
Las acusaciones saltan, una y otra vez, hacia la derecha y la izquierda, hacia los cercanos y los lejanos. Vemos y denunciamos tantos defectos, escándalos, hipocresía, cinismo, que la crítica surge casi espontánea.
Pero deberíamos tener valor para denunciar antes que nada ese mal que está en el propio corazón.
Tibieza, mediocridad, cobardía, apego a los bienes materiales, desenfreno en el uso de Internet o en las redes sociales, búsqueda insaciable de gratificaciones, envidias hacia el que va por delante, desprecios a quien es visto como un fracasado... Dentro de cada uno, como recordaba Rubén Darío en "Los motivos del lobo", hay "mala levadura". Y muchas veces esa levadura fermenta la masa y nos lleva a cometer mil pecados contra el prójimo.
Si del corazón salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez (Mc 7,21) y nos contaminan, lo urgente es limpiar el propio corazón desde la bondad, la mansedumbre, la humildad, el arrepentimiento sincero.
Sólo cuando dejamos de señalar obsesivamente al hermano con sus debilidades (¿quién no las tiene?), empezaremos a mirar el propio interior, con sinceridad, con lealtad, sin miedos. Será el paso necesario desde el cual podremos ponernos, humildemente, ante Dios y ante los hermanos para pedir perdón.
Entonces se producirá el gran milagro de la misericordia. Quien ha recibido, con una confesión bien hecha, el abrazo de Cristo, dejará de condenar a otros. Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá (Lc 6,36-38).
Las acusaciones saltan, una y otra vez, hacia la derecha y la izquierda, hacia los cercanos y los lejanos. Vemos y denunciamos tantos defectos, escándalos, hipocresía, cinismo, que la crítica surge casi espontánea.
Pero deberíamos tener valor para denunciar antes que nada ese mal que está en el propio corazón.
Tibieza, mediocridad, cobardía, apego a los bienes materiales, desenfreno en el uso de Internet o en las redes sociales, búsqueda insaciable de gratificaciones, envidias hacia el que va por delante, desprecios a quien es visto como un fracasado... Dentro de cada uno, como recordaba Rubén Darío en "Los motivos del lobo", hay "mala levadura". Y muchas veces esa levadura fermenta la masa y nos lleva a cometer mil pecados contra el prójimo.
Si del corazón salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez (Mc 7,21) y nos contaminan, lo urgente es limpiar el propio corazón desde la bondad, la mansedumbre, la humildad, el arrepentimiento sincero.
Sólo cuando dejamos de señalar obsesivamente al hermano con sus debilidades (¿quién no las tiene?), empezaremos a mirar el propio interior, con sinceridad, con lealtad, sin miedos. Será el paso necesario desde el cual podremos ponernos, humildemente, ante Dios y ante los hermanos para pedir perdón.
Entonces se producirá el gran milagro de la misericordia. Quien ha recibido, con una confesión bien hecha, el abrazo de Cristo, dejará de condenar a otros. Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá (Lc 6,36-38).
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