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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Amonestaciones para recibir la sagrada Comunión del cuerpo de Jesucristo nuestro Señor

CAPÍTULO X

Que no se debe dejar ligeramente la sagrada comunión

Muy a menudo debes recurrir a la fuente de la gracia y de la divina misericordia, a la fuente de la bondad y de toda limpieza; porque puede ser curado de tus pasiones y vicios, y merezcas ser hecho más fuerte y más despierto contra todas las tentaciones y engaños del diablo.
El enemigo, sabiendo el grandísimo fruto y remedio que está en la sagrada comunión, trabaja por todas las vías que él puede de estorbarla a los fieles y devotos cristianos; porque luego que algunos se disponen a la sagrada comunión, padecen peores tentaciones de Satanás, que antes; porque el espíritu maligno (según se escribe en Job) viene entre los hijos de Dios para turbarlos con su acostumbrada malicia, o para hacerlos muy temerosos y dudosos, porque así disminuya su afecto, o acosándolos les quita la confianza, para que, de esta manera, o dejen del todo la comunión, o lleguen a ella tibios y sin fervor.
Mas no debemos curar de sus astucias y fantasías, por más torpes y espantosas que sean; mas quebrarlas todas en su cabeza y procurar de despreciar al desventurado y burlar de él; no se debe dejar la sagrada comunión por todas las malicias y turbaciones que levantare.
Muchas veces también estorba para alcanzar devoción la demasiada ansia de tenerla y la gran congoja de confesarse. Por eso haz en esto lo que aconsejan los sabios, y deja el ansia y escrúpulo, porque estas cosas impiden la gracia de Dios y destruyen la devoción del ánima.
No dejes la sagrada comunión por alguna pequeña tribulación o pesadumbre, mas confiésate luego y perdona de buena voluntad las ofensas que te han hecho; y si tú has ofendido a alguno, pídele perdón con humildad, y así Dios te perdonará.
¿Qué aprovecha dilatar mucho la confesión o la sagrada comunión? Alímpiate en el principio, escupe presto la ponzoña, toma de presto el remedio y hallarte has mejor que si mucho tiempo dilatares.
Si hoy lo dejas por alguna ocasión, mañana te puede acaecer otra mayor, y así te estorbarás mucho tiempo y estarás más inhábil. Por eso, lo más presto que pudieres sacude la pereza y pesadumbre: que no hace al caso estar largo tiempo con cuidado envuelto en turbaciones y, por los estorbos cotidianos, apartarse de las cosas divinas.
Antes daña mucho dilatar la comunión largo tiempo: porque es causa de estarse el hombre ocupado en grave torpeza. ¡Ay dolor de algunos tibios y desordenados, que dilatan muy de grado la confesión y desean alargar la sagrada comunión por no ser obligados a guardarse con mayor cuidado! ¡Oh cuán poca caridad, oh cuán flaca devoción tienen los que tan fácilmente dejan la sagrada comunión!
¡Cuán bienaventurado es y cuán agradable a Dios el que vive tan bien, y con tanta puridad guarda su conciencia, que cada día está aparejado a comulgar, deseoso de hacerlo si así le conviniese y no fuese notado! Si alguno se abstiene algunas veces por humildad, o por alguna causa legítima, de loar es por la reverencia; mas si poco a poco le entrare la tibieza, debe despertarse y hacer lo que en sí es, y nuestro Señor ayudará a su deseo por la buena voluntad, la cual él mira especialmente.
Mas cuando fuere legítimamente impedido, tenga siempre buena voluntad y devota intención de comulgar, y así no carecerá del fruto del sacramento. Porque todo hombre devoto puede comulgar cada día y cada hora espiritualmente; mas en ciertos días, en el tiempo ordenado, debe recibir el sacramento del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con amorosa reverencia.
Y más se debe mover a ello por loor y honra de Dios que por buscar su propia consolación. Porque tantas veces comulga secretamente y es recreado invisiblemente cuantas se acuerda devotamente del misterio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo y de su preciosísima pasión, y se enciende en su amor. Mas el que no se apareja en otro tiempo sino para la fiesta, o cuando lo fuerza la costumbre, muchas veces se hallará mal aparejado.
Bienaventurado el que se ofrece a Dios en entero sacrificio cuantas veces celebra o comulga. No seas muy prolijo ni acelerado en celebrar, mas guarda una buena manera y confórmate con los de tu conversación; no los enojes, mas sigue la vida común según la orden de los mayores; y más debes mirar el aprovechamiento de los otros que tu propia devoción y deseo.

CAPÍTULO XI

Que el cuerpo de Jesucristo y la Sagrada Escritura son muy necesarios al ánima fiel

¡Oh dulcísimo Jesús, cuánta es la dulzura del ánima devota que come contigo en tu convite, en el cual no se da a comer otra cosa sino a ti, que eres único y solo amado suyo, muy deseado sobre todos los deseos de su corazón! ¡Oh cuán dulce sería a mí en tu presencia, con todas mis entrañas, derramar lágrimas y regar con ellas tus sagrados pies como la piadosa Magdalena!
Mas ¿dónde está ahora esta devoción? ¿Dónde está el copioso derramamiento de lágrimas santas?
Por cierto, Señor, en tu presencia y de tus santos ángeles todo mi corazón se debía encender y llorar de gozo, porque en este sacramento yo te tengo presente verdaderamente, aunque encubierto debajo de otra especie, porque no podrían mis ojos sufrir de mirarte en tu propia y divina claridad, ni todo el mundo podría sufrir el resplandor de la gloria de tu majestad. Y así, en esconderte en el sacramento has tenido respeto a mi flaqueza. Yo tengo y adoro verdaderamente  aquí a quien adoran los ángeles en el cielo; mas yo ahora en fe, y ellos en clara vista, sin velo. Conviéneme a mí acá contentarme con la lumbre de la fe verdadera y andar en ella hasta que amanezca el día de la claridad eterna y se vayan las sombras de las figuras.
Cuando viniere lo que es perfecto, cesará el uso de los sacramentos. Porque los bienaventurados en la gloria celestial no han menester medicina de sacramentos, pues gozan sin fin en la presencia divina, contemplando cara a cara su gloria y transformados de claridad en claridad en el abismo de la deidad, gustan el Verbo divino encarnado, que fue en el principio y permanece para siempre.
Acordándome de estas maravillas, cualquier placer, aunque sea espiritual, se me torna en grave enojo. Porque en tanto que no veo claramente a mi Señor Dios en su gloria, no estimo en nada cuanto en el mundo veo y oigo.
Tú, Dios mío, eres testigo que cosa alguna no me puede consolar, ni criatura alguna dar descanso sino tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Mas esto no se puede hacer en tanto que dura la carne mortal. Por eso conviéneme tener mucha paciencia y sujetarme a ti en todos mis deseos. Porque tus santos, que ahora gozan contigo en tu reino, cuando en este mundo vivían, esperaban en fe y grande paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, creo yo; lo que esperaron, espero; y a donde llegaron finalmente por tu gracia, tengo yo confianza de llegar. En tanto, andaré en fe, confortado con los ejemplos de los santos.
También tengo santos libros, que son para consolación y espejo de la vida, y, sobre todo, el Cuerpo santísimo tuyo por singular remedio y refugio. Yo conozco que tengo grandísima necesidad en esta vida de dos cosas, sin las cuales no la podría sufrir, detenido en la cárcel de este cuerpo, que son mantenimiento y lumbre. Así que me diste como a enfermo tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela, que es tu palabra. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de tu boca luz es del ánima, y tu sacramento es pan de vida.
También éstas se pueden decir dos mesas puestas en el sagrario de la santa Iglesia  de una parte y de otra. La una mesa es el santo altar, donde está el pan santo, que es el cuerpo preciosísimo de Cristo; la otra es de la ley divina, que contiene la sagrada doctrina, y enseña la recta fe, y nos lleva firmemente hasta lo secreto del velo, donde está el Santo de los santos. Gracias te hago, Señor Jesús, luz de la eterna luz, por la mesa de la santa doctrina que nos administraste por tus santos siervos los profetas y apóstoles y por los otros doctores.
Gracias te hago, Criador y Redentor de los hombres, que, para declarar a todo el mundo tu caridad, aparejaste tu gran cena, en la cual diste a comer, no el cordero figurativo, sino tu santísimo cuerpo y sangre, para alegrar todos los fieles con el sacro convite, embriagándolos con el cáliz de la salud, en el cual están todos los deleites del paraíso, y comen con nosotros los santos ángeles, aunque con mayor suavidad. ¡Oh cuán grande y venerable es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es otorgado consagrar el Señor de la majestad con palabras santas, y bendecirlo con sus labios, y tenerlo en sus manos, y recibirlo con su propia boca, y ministrarlo a otros!
¡Oh cuán limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán sin mancilla el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el hacedor de la pureza! De la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, honesta y provechosa, pues tan de continuo recibe el sacramento de Cristo. Sus ojos han de ser simples y castos, pues miran el cuerpo de Cristo. Las manos han de ser puras y levantadas al cielo por oración, pues suelen tocar al Criador del cielo y de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: Sed santos, que yo, vuestro Señor y vuestro Dios, santo soy.

¡Oh Dios todopoderoso!, ayúdenos tu gracia para que los que recibimos el oficio sacerdotal, podamos digna y devotamente servirte con buena conciencia en toda pureza. Y si no podemos conversar en tanta inocencia de vida como debemos, otórganos llorar dignamente los males que hemos hecho, porque podamos de aquí adelante servirte con mayor fervor en espíritu de humildad y propósito de buena voluntad.

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