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domingo, 29 de diciembre de 2013

Lecturas del Domingo de la Sagrada Familia: Jesús, María y José - Ciclo A


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Domingo 29 de Diciembre del 2013

Primera lectura

Lectura del libro del Eclesiástico (3,2-6.12-14):

Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 127,1-2.3.4-5

R/.
 Dichosos los que temen al Señor 
y siguen sus caminos


Dichoso el que teme al Señor 
y sigue sus caminos. 
Comerás del fruto de tu trabajo, 
serás dichoso, te irá bien. R/.

Tu mujer, como parra fecunda, 
en medio de tu casa; 
tus hijos, como renuevos de olivo, 
alrededor de tu mesa. R/.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor. 
Que el Señor te bendiga desde Sión, 
que veas la prosperidad de Jerusalén 
todos los días de tu vida. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3,12-21):

Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.

Palabra de Dios

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (2,13-15.19-23):

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.» 
José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.» 
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño.» 
Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.

Palabra del Señor

Comentario al Evangelio del Domingo 29 de Diciembre del 2013

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José María Vegas, cmf
Toma al niño
La luz brilla en las tinieblas: la Palabra se hace carne. Deslumbrados por la natividad de Jesús en medio de la noche de nuestro mundo, nuestros ojos han quedado prendados por este foco de luz y han contemplado al Niño. Pero en cuanto nuestras pupilas se han acostumbrado, han ido vislumbrando también los detalles que habían quedado en la penumbra a causa de ese resplandor. Junto al niño Jesús descubrimos a María, a José, personajes sin los cuales esta presencia no hubiera sido posible. Y es que el Verbo se ha hecho hombre, carne humana, pero ser hombre es en su misma entraña entrar en relación. “El hombre” así, en general, es una pura abstracción. No existe el individuo humano como tal, sino la persona, ciertamente única, insustituible, pero anudada también a toda una red de relaciones: ser hombre significa necesariamente ser hijo, hermano, amigo, vecino, de un modo u otro, padre o madre.
Si el Hijo del Eterno Padre, el Verbo de Dios, se ha hecho hijo del hombre, carne como la nuestra, es que el hombre, cada hombre, está dotado de un valor infinito. Pero este valor y dignidad infinitos están vertidos en vasijas de barro y afectados por una enorme fragilidad. Basta pensar en la indefensión total con la que nace la criatura humana, mucho mayor que la de las crías de cualquier otra especie animal. Múltiples peligros amenazan la viabilidad del niño recién nacido, también del que está todavía en trance de nacer. Dios se ha hecho hombre, es decir, ha empezado por hacerse embrión y, después, niño, vulnerable, indefenso, por completo dependiente, menesteroso en todos los sentidos, necesitado de todos los cuidados. El evangelio de Mateo hoy subraya e insiste en este aspecto: describe las amenazas de muerte que rodean al niño nada más nacer y hacen de él un fugitivo, un desplazado, emigrante y extranjero. Mateo describe en detalle lo que Juan expresa con laconismo: vino a su casa y los suyos no lo recibieron.
El valor infinito del ser humano, que Jesús ha revelado con su nacimiento, necesita ser protegido de los peligros que lo acechan por doquier, del riesgo implicado en asumir la carne humana y su vulnerabilidad. El primer cofre que protege este valor a la vez infinito y frágil del ser humano es un vientre de mujer, y el segundo es la familia. También es así en Jesús. Al hacerse hombre se convierte primero en hijo, en miembro de una familia. Es ella la que acoge (ya al engendrarla) la vida humana incipiente, la que la hace viable, la alimenta y le da crecimiento. Para poder llegar a ser sí mismo con independencia, hay que ser primero dependiente; el que quiera hacer una aportación propia a la sociedad y a la historia (por pequeña que pueda parecer), ha de recibir primero de otros todo lo necesario para vivir (primero la sangre que le llega por el cordón umbilical, después el calor de un regazo, el alimento, el vestido, la educación); para alcanzar la seguridad en sí mismo, es necesario haber hecho la experiencia de la confianza que ofrece la seguridad familiar; para, por fin, poder tratar a los demás de igual a igual, es imprescindible haber sentido sobre sí la única desigualdad que no ofende nuestra dignidad, pues ha sido como la providencia benéfica que ha remediado nuestra inicial indefensión.
También ha sido así en Jesús. El Verbo de Dios hecho hombre, el niño Jesús, aparece ante nuestra mirada en los brazos de María, y ante los múltiples peligros y amenazas que lo acechan desde su mismo nacimiento, la protección providencial que recibe de lo alto no se distingue de la que reciben (o deben recibir) el resto de los mortales: los cuidados de su madre, los trabajos, desvelos y decisiones de su padre humano, que Mateo dibuja hoy con concisión y maestría.
Seguimos contemplando al niño Jesús, pero lo hacemos mirando al cuadro completo de la Sagrada Familia. Se trata, es verdad, de una familia del todo particular, y por eso la llamamos “sagrada”: María, la mujer inmaculada, Virgen y Madre; José, varón justo, que en la visión bíblica significa agradable a Dios; Jesús, el hijo eterno del Eterno Padre. Pero del mismo modo que la encarnación de Jesús, su hacerse hombre, conlleva la afirmación del valor y dignidad del hombre, de todo hombre sin excepción, también al descubrir a Jesús como miembro de la Sagrada Familia, comprendemos que la familia como tal es una realidad sagrada, creada y querida por Dios. Es la providencia que hace viable la vida humana, la de cada uno de nosotros, el ámbito en el que, en una relación positiva de amor, de dependencia, obediencia y respeto, crece y se fortalece la libertad, la responsabilidad, la confianza, los ingredientes todos que hacen posible vivir después una vida propia con sentido. Pero no debemos entender la familia como un remedio provisional de la menesterosidad de la primera fase de la vida humana. Esta queda sellada profundamente y para siempre por esos lazos familiares iniciales. Aunque, al adquirir la independencia, el ser humano abandone el hogar familiar para fundar el propio, ese abandono no debe entenderse como una ruptura. La dependencia inicial se convierte después en gratitud y también en responsabilidad y cuidado de los propios padres ya ancianos. Nunca dejamos de ser hijos, aunque la relación filial crezca, se desarrolle y se transforme a medida que vamos creciendo nosotros mismos. La realidad familiar nos habla realmente de que estamos llamados a la relación y al amor, y que esta relación y amor, siendo la vocación de seres libres, exigen de nosotros responsabilidad: somos responsables unos de otros y, en primer lugar, los padres, responsables de sus hijos, que dependen en gran y principal medida de aquellos para poder llegar a ser autónomos; y, después, los hijos asumen la responsabilidad sobre sus padres, si estos no son ya capaces de valerse por sí mismos.
Como la vida humana en general, como la vida incipiente del niño Jesús, también la realidad sagrada de la familia se encuentra sometida a múltiples amenazas. En nuestros días, tal vez el peligro más fuerte proceda de una libertad entendida y proclamada como irresponsabilidad, es decir, como desvinculación. Queremos ser libres, y no responder de ello ante nada ni ante nadie. Entendemos con frecuencia esta libertad como pura emancipación, ausencia de vínculos y de esos compromisos que anudan nuestra vida, pero que, precisamente, le dan contenido. La libertad entendida como pura voluntad subjetiva (como capricho) se traduce en relaciones provisionales, inestables, y considera posible desembarazarse sin más de las consecuencias que, inevitablemente, la relación lleva consigo, desde la vida engendrada, hasta la exigencia de fidelidad. Una vez más, como tantas en la historia, el hombre quiere hacerse dios y comer de la fruta prohibida del árbol de la ciencia del bien y del mal, para conformar la realidad a su antojo, trastocando incluso el orden con el que Dios, sabiamente, nos ha puesto en la tierra. Un orden que no destruye nuestra libertad sino que, aunque a veces parece limitarla, en realidad la hace posible, como la obediencia que el menor de edad debe a su padre, obligado a su vez por la responsabilidad hacia su hijo
Al mirar y contemplar hoy al niño Jesús en el seno de su familia humana, Familia Sagrada, porque sagrada es la realidad familiar, queremos descubrir en él el designio de amor que Dios tiene para con cada uno de nosotros, y que está ligado necesariamente a nuestras familias: dar las gracias por los padres que tenemos o hemos tenido, más allá de que hayan sido mejores o peores, también por nuestros hermanos y hermanas, por todo el resto de nuestros familiares. También los maridos deben dar gracias por sus mujeres, y las mujeres por su maridos, y juntos por sus hijos. Debemos hoy también pedir por el fortalecimiento de los vínculos familiares, basados en el amor mutuo, el amor que nos enseñó Cristo, que es capacidad de asumir responsabilidades y que culmina en la disposición a dar la vida por los demás (y nunca en el pretendido derecho de disponer de la vida de los demás); vínculos de los que depende en gran medida la salud y el futuro de la sociedad. Y, al comprender que Jesús nació en una familia concreta, pero no para quedarse en ella para siempre, sino para reunirnos a todos en la gran familia de los hijos de Dios, debemos sentirnos miembros de esa familia, por la que ningún ser humano es para nosotros “extraño”, ajeno, sino en el que podemos descubrir a un hermano nuestro, gracias al hijo de Dios que, al nacer, se ha hecho hijo del hombre.

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