Javier Ordovás
aleteia
Los primeros cristianos se escandalizaron pero, no se sorprendieron ni desertaron por la traición de Judas; de la misma manera, los católicos a lo largo de los siglos nos hemos escandalizado del mal ejemplo de algunos pastores y sucesores de los Doce pero, no hemos perdido la fe y hemos sabido, durante más de veinte siglos, que es el Espíritu Santo quien gobierna la Iglesia, a pesar de los escandalosos comportamientos de algunos pastores.
Los fieles sabemos que la Iglesia es Santa aunque muchos pastores y muchos fieles no lo seamos. Pero también los fieles sabemos reconocer los carismas de hombres y mujeres santos que el Espíritu Santo ha promovido dentro de la Iglesia para no dejar de asistirla en ningún momento: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). “Y sabed que estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28-20)
Vale la pena recoger aquí unas palabras del Papa Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio Millennio Adveniente:
“Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo en vez de el testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.(…) Es bueno que la Iglesia de este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los diez últimos siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse en el arrepentimiento de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” .
Como ves, la Iglesia ha necesitado y necesitará siempre una reforma permanente para resolver sus problemas internos y para hacer frente a las necesidades cambiantes de la humanidad. Esto es lo que hace la Jerarquía, los Obispos, mediante la administración ordinaria del gobierno y la extraordinaria de los Concilios; en esta administración la Iglesia está asistida por el Espíritu Santo que, renueva, vivifica la Iglesia y promueve dentro de sus fieles incontables iniciativas encaminadas a resolver esos problemas y dificultades externa e internas.
Personalidades destacadas, de la talla de un Pablo, figuras como los Padres de la Iglesia, santos como Agustín, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, Juana de Arco, Juan de la Cruz, Catalina de Siena, Tomás Moro, Teresa de Calcuta; órdenes históricas como los franciscanos, dominicos, jesuitas, salesianos, carmelitas; actualmente instituciones como el Opus Dei, Comunión y Liberación, Pentecostales, Focolari; y… una lista interminable de verdaderos reformadores que van aportando esas variadísimas soluciones y riquezas que la Iglesia necesita.
Pero en esa lista interminable están los millones de santos ocultos que no han pasado el casting de los canonizados pero que, indudablemente son canonizables. Tú y yo Felipe, conocemos algunos ahora; hombres y mujeres con los que convivimos y que por su forma de plantearse la vida y de vivirla, son de verdad, santos. A todos ellos la Iglesia dedica una festividad al año. Ellos son los que sostienen la Iglesia y los que, de verdad, la reforman constantemente; ellos son la Iglesia del silencio activo, la Iglesia militante, mucho más militante que algunos inquietos teólogos: militan el día a día y meten a Cristo en todos los rincones de la sociedad y coronan con su cruz las sencillas actividades y facetas de la vida. Ellos son los que mueven a las autoridades eclesiásticas a las reformas y mejoras, desde dentro.
Te reproduzco unas palabras de un discurso de Benedicto XVI:
“Queridos hermanos y hermanas: en el siglo XIII surgieron las órdenes mendicantes, llamadas así porque buscaban la ayuda de la gente para poder vivir y cumplir su misión (…) demostraron que era posible vivir la pobreza evangélica sin separarse de la Iglesia. Se entregaron con incansable celo a la predicación, a la enseñanza y al acompañamiento espiritual de los fieles, satisfaciendo la necesidad que sentían de una vida espiritual más intensa (…) En definitiva, la aparición de las órdenes mendicantes es un ejemplo concreto de cómo los santos son los auténticos reformadores de la Iglesia, capaces de promover una renovación eclesial estable y profunda” (el subrayado es mío)
En las palabras que te he reseñado más arriba de Juan Pablo II habla del arrepentimiento colectivo institucional de la Iglesia en diversos aspectos y cita las “lentitudes”. Intentando localizar a qué se refiere, veo que se puede hacer daño con la lentitud en tomar decisiones desde el gobierno de la Iglesia para atajar corrupciones.
Se veía venir, por ejemplo, que no tardaría mucho en levantarse los escándalos por los casos de abusos sexuales por parte de clérigos y religiosos. A algunas autoridades eclesiásticas les faltó fortaleza y decisión para cortar por lo sano un grave problema que se conocía; les faltó tiempo a algunos medios de comunicación deseosos de noticias, morbo, escándalos y, sobre todo viniendo de la Iglesia Católica o de cualquier otra institución religiosa; algunos han aprovechado para echarle la culpa de la pederastia al celibato, lo que no es cierto: hay mucho más abuso sexual de menores entre civiles casados pero, parece que esos llaman menos la atención en los titulares de las noticias; de la misma manera que la infidelidad al celibato es mucho menor que la infidelidad al matrimonio.
En cualquier caso, ese pequeño porcentaje de clero, gravemente inmoral, ha causado un gran daño a las personas afectadas, a la autoridad y prestigio de la Iglesia y al 98% del clero que es limpio y ejemplar.
Por otro lado, sería muy conveniente que otras instituciones religiosas y civiles imitaran el ejemplo de la Iglesia solicitando perdón por los errores cometidos en siglos anteriores; he dicho que sería conveniente pero, además, sería de justicia.
Los fieles sabemos que la Iglesia es Santa aunque muchos pastores y muchos fieles no lo seamos. Pero también los fieles sabemos reconocer los carismas de hombres y mujeres santos que el Espíritu Santo ha promovido dentro de la Iglesia para no dejar de asistirla en ningún momento: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). “Y sabed que estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28-20)
Vale la pena recoger aquí unas palabras del Papa Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio Millennio Adveniente:
“Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo en vez de el testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.(…) Es bueno que la Iglesia de este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los diez últimos siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse en el arrepentimiento de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” .
Como ves, la Iglesia ha necesitado y necesitará siempre una reforma permanente para resolver sus problemas internos y para hacer frente a las necesidades cambiantes de la humanidad. Esto es lo que hace la Jerarquía, los Obispos, mediante la administración ordinaria del gobierno y la extraordinaria de los Concilios; en esta administración la Iglesia está asistida por el Espíritu Santo que, renueva, vivifica la Iglesia y promueve dentro de sus fieles incontables iniciativas encaminadas a resolver esos problemas y dificultades externa e internas.
Personalidades destacadas, de la talla de un Pablo, figuras como los Padres de la Iglesia, santos como Agustín, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, Juana de Arco, Juan de la Cruz, Catalina de Siena, Tomás Moro, Teresa de Calcuta; órdenes históricas como los franciscanos, dominicos, jesuitas, salesianos, carmelitas; actualmente instituciones como el Opus Dei, Comunión y Liberación, Pentecostales, Focolari; y… una lista interminable de verdaderos reformadores que van aportando esas variadísimas soluciones y riquezas que la Iglesia necesita.
Pero en esa lista interminable están los millones de santos ocultos que no han pasado el casting de los canonizados pero que, indudablemente son canonizables. Tú y yo Felipe, conocemos algunos ahora; hombres y mujeres con los que convivimos y que por su forma de plantearse la vida y de vivirla, son de verdad, santos. A todos ellos la Iglesia dedica una festividad al año. Ellos son los que sostienen la Iglesia y los que, de verdad, la reforman constantemente; ellos son la Iglesia del silencio activo, la Iglesia militante, mucho más militante que algunos inquietos teólogos: militan el día a día y meten a Cristo en todos los rincones de la sociedad y coronan con su cruz las sencillas actividades y facetas de la vida. Ellos son los que mueven a las autoridades eclesiásticas a las reformas y mejoras, desde dentro.
Te reproduzco unas palabras de un discurso de Benedicto XVI:
“Queridos hermanos y hermanas: en el siglo XIII surgieron las órdenes mendicantes, llamadas así porque buscaban la ayuda de la gente para poder vivir y cumplir su misión (…) demostraron que era posible vivir la pobreza evangélica sin separarse de la Iglesia. Se entregaron con incansable celo a la predicación, a la enseñanza y al acompañamiento espiritual de los fieles, satisfaciendo la necesidad que sentían de una vida espiritual más intensa (…) En definitiva, la aparición de las órdenes mendicantes es un ejemplo concreto de cómo los santos son los auténticos reformadores de la Iglesia, capaces de promover una renovación eclesial estable y profunda” (el subrayado es mío)
En las palabras que te he reseñado más arriba de Juan Pablo II habla del arrepentimiento colectivo institucional de la Iglesia en diversos aspectos y cita las “lentitudes”. Intentando localizar a qué se refiere, veo que se puede hacer daño con la lentitud en tomar decisiones desde el gobierno de la Iglesia para atajar corrupciones.
Se veía venir, por ejemplo, que no tardaría mucho en levantarse los escándalos por los casos de abusos sexuales por parte de clérigos y religiosos. A algunas autoridades eclesiásticas les faltó fortaleza y decisión para cortar por lo sano un grave problema que se conocía; les faltó tiempo a algunos medios de comunicación deseosos de noticias, morbo, escándalos y, sobre todo viniendo de la Iglesia Católica o de cualquier otra institución religiosa; algunos han aprovechado para echarle la culpa de la pederastia al celibato, lo que no es cierto: hay mucho más abuso sexual de menores entre civiles casados pero, parece que esos llaman menos la atención en los titulares de las noticias; de la misma manera que la infidelidad al celibato es mucho menor que la infidelidad al matrimonio.
En cualquier caso, ese pequeño porcentaje de clero, gravemente inmoral, ha causado un gran daño a las personas afectadas, a la autoridad y prestigio de la Iglesia y al 98% del clero que es limpio y ejemplar.
Por otro lado, sería muy conveniente que otras instituciones religiosas y civiles imitaran el ejemplo de la Iglesia solicitando perdón por los errores cometidos en siglos anteriores; he dicho que sería conveniente pero, además, sería de justicia.
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