Hijo, abandona tu corazón firmemente en Dios, y no temas los juicios humanos cuando la conciencia no te acusa. Bueno es, y dichoso también, padecer de esta suerte; y esto es grave al corazón humilde que confía más en Dios que en sí mismo. Muchos hablan demasiadamente, y por eso se les debe dar poco crédito; y satisfacer a todos no es posible. Aunque S. Pablo trabajó en agradar a todos en el Señor, y se hizo todo para todos, todavía no tuvo en nada ser él juzgado del mundo.
Mucho hizo por la salud y edificación de los otros, trabajando cuanto pudo y estuvo de su parte; pero no pudo impedir que le juzgasen y despreciasen algunas veces. Por eso lo encomendó todo a Dios, que sabe todas las cosas, y con paciencia y humildad se defendía de las malas lenguas, y de los que piensan maldades y mentiras, y las dicen como se les antoja. No obstante, respondió algunas veces, porque no se escandalizasen algunos flacos de su silencio.
¿Quién eres tú para que temas al hombre mortal? Hoy es, y mañana no parece. Teme a Dios y no te espantarán los hombres. ¿Qué puede contra ti el hombre con palabras o injurias? A sí mismo se daña más que a ti, y cualquiera que sea, no podrá huir el juicio de Dios. Tú pon a Dios delante de tus ojos y déjate de quejas y contiendas. Y si te parece que al presente sufres confusión o vergüenza sin merecerlo, no te indignes por eso, ni disminuyas tu corona con la impaciencia; mas mírame a mí en el cielo, que puedo librar de toda confusión e injuria y dar a cada uno según sus obras.
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