Margziam preparado para la separación. Regreso a la
aldea de Salomón y muerte de Ananías.
26 de septiembre de 1946.
1«Levantaos.
Nos marchamos. Vamos de nuevo al río. Buscamos una barca. Ve tú,
Pedro, con Santiago. Una barca que nos lleve hasta las cercanías de
Betabara. Estaremos un día donde Salomón y luego...».
«¿Pero no íbamos a Nazaret?».
«No. Por la noche he decidido.
Lo siento por vosotros. Debo volver para atrás».
«¡Qué alegría!» exclama
Margziam. «¡Estaré más tiempo contigo!».
«Sí, aunque, pobre niño, a mi
lado ves días muy tristes».
«Pues precisamente por eso
deseo quedarme contigo. Para darte amor. Es lo único que quiero. No
pido nada más».
Jesús le besa en la frente.
«¿Y vamos a pasar otra vez por
Betabara?» pregunta Mateo.
«No. Atravesamos el río con la
barca de algún pescador».
2Regresan
Pedro y Santiago. «Ninguna barca, Maestro, hasta el atardecer...
Y... ¿debo decirlo?».
«Dilo».
«Y han pasado por aquí
algunos... Deben haber pagado bien o amenazado fuertemente... No creo
que encuentres barca tampoco al atardecer... Son unos
despiadados...». Pedro suspira.
«No importa. Vamos a ponernos
en camino... y el Señor nos ayudará».
La época del año es mala.
Llueve. Hay fango. El camino está lodoso. En la orilla, la lluvia se
suma al rocío de la noche, abundante a lo largo del río; pero, de
todas formas, van por el estrecho realce que orilla el camino, menos
fangoso y menos expuesto debido a una hilera de chopos que
protegen mucho al estilicidio de la lluvia, diminuta pero
continua; menos expuesto cuando un soplo de viento no hace caer de
golpe todas las gotas de agua retenidas entre las ramas.
«¡Bueno, ya es su tiempo!»
dice filosóficamente Tomás, recogiéndose la túnica.
«¡Es su tiempo!» confirma
Bartolome, y suspira.
«Ya nos secaremos en algún
lugar. No estarán todos... irritados contra nosotros» dice Pedro.
«Y podremos encontrar una
barca... ¡No es seguro que no!» añade Santiago de Alfeo.
«Si tuviéramos mucho dinero se
encontraría todo. ¡Pero no quiso que fuera a vender a Jericó!»
dice Judas de Keriot.
«¡Calla! Te lo ruego. El
Maestro está muy afligido. ¡Calla!» suplica Juan.
«Callo. Es más, no hago más
que alegrarme de su indicación. Así no se puede decir que yo haya
mandado a esos saduceos de cerca de Jericó» y mira a Pedro. Pero
Pedro está absorto y no ve ni responde.
Caminan, caminan bajo la lluvia
menuda, fina como niebla, en este día grisáceo. De vez en cuando
hablan entre sí. Pero las palabras que dicen parecen tanto
conclusiones de un diálogo con un invisible interlocutor, que parece
como si hablaran consigo mismos.
«Al final tendremos que
pararnos en algún lugar».
«Todos los
lugares son iguales, porque a todos vienen ellos».
«Persecución por persecución,
lo mejor es estar en una ciudad: al menos uno no se moja».
«¿Pero a dónde quieren
llegar?».
«¡Pobre María! ¡Si
supiera!».
«¡Dios Altísimo, protege a
tus siervos!», etcétera... Luego se juntan y debaten en voz baja.
Jesús va delante, solo...
¡Solo! Hasta que llegan Margziam y el Zelote.
«Los otros han bajado al
guijarral. Para ver si hay barca... Tardaríamos menos. ¿Nos quieres
contigo?».
«Venid. ¿De qué hablabais
antes?».
«De lo que sufres Tú».
«Y del odio de los hombres.
¿Qué podemos hacer para aliviarte y para frenar el odio?» pregunta
el Zelote.
«Para mi
dolor está vuestro amor... Para el odio... no hay más remedio que
soportarlo... Es una cosa que termina con la vida de la Tierra... y
este pensamiento da paciencia y fortaleza mientras se soporta.
3¡Margziam!
¡Niño! ¿Por qué estás turbado?».
«Porque esto me recuerda a
Doras...».
«Tienes razón. Ya es tiempo de
que te mande otra vez a casa...».
«¡No! ¡Jesús! ¡No! ¿Por
qué quieres castigarme por un mal que no he hecho?».
«No es castigar. Es
preservar... No quiero que recuerdes a Doras. ¿Qué se alza en ti
tras este recuerdo? Responde...».
Margziam llora con la cabeza
agachada, luego levanta la cara y dice: «Tienes razón. Mi espíritu
no es capaz de ver y perdonar, no es todavía capaz. Pero ¿por qué
me alejas de ti? Si sufres, con mayor razón debo estar a tu lado.
¡Tú también me has consolado siempre! Ya no soy ese niño necio
que el año pasado te decía: "No me dejes ver tu dolor".
Soy ahora un verdadero hombre. ¡Deja que me quede! ¡Señor! ¡Díselo
tú, Simón!».
«El Maestro sabe lo que es
bueno para nosotros. Y quizás... quiere darte algún encargo... No
sé... Estoy diciendo lo que pienso...».
«Es como has dicho. Le habría
tenido conmigo, con gran satisfacción, hasta después incluso de las
Encenias. Pero... mi Madre está sola allá arriba. El ruido que
produce el odio es muy fuerte. Podría temer más de lo necesario. Mi
Madre está sola. Y seguro que llora. Irás donde Ella, le llevarás
mi saludo y le dirás que la espero para después de las Encenias. Y
no digas nada más, Margziam».
«¿Pero si me pregunta?».
«Puedes no
mentir diciendo... que la vida de su Jesús está como este cielo de
Etanim. Nubes y lluvia, alguna vez borrasca. Pero no faltan los días
de sol. Como ayer, como quizás mañana. Callar no es mentir. Háblale
de los milagros que has visto. Dile que Elisa está conmigo, que
Ananías me ha acogido como un padre. Que en Nob estoy en casa de un
buen israelita. Lo demás... sobre lo demás esté el silencio. 4Y
luego irás a estar con Porfiria. Y estarás allí hasta que Yo te
llame».
Margziam llora más fuerte.
«¿Por qué lloras así? ¿No
estás contento de ir donde María? Ayer lo estabas...» dice Simón.
«Ayer sí. Porque íbamos
todos. Y además lloro porque tengo miedo de no volver a verte...
¡Oh, Señor, Señor! ¡Ya nunca veré días tan felices como lo han
sido estos días!».
«Nos veremos todavía,
Margziam. Te lo prometo».
«¿Cuándo? No antes de la
Pascua. ¡Es mucho tiempo!». Jesús calla. «¿Verdaderamente no me
quieres contigo antes de Pascua?».
Jesús le pone un brazo en los
hombros todavía gráciles y le arrima a sí. «¿Por qué quieres
saber el futuro? Hoy estamos aquí. Mañana ya no estamos. El hombre
ni el más rico y poderoso no puede añadir un día a
su vida. La vida, y todo el futuro, está en las manos de Dios...».
«Pero para
Pascua debo
ir
al Templo. Soy israelita. ¡Tú no puedes hacerme pecar!».
«No pecarás. Y el primer
pecado que me debes prometer que no harás nunca es el de la
desobediencia. Obedecerás. Siempre. A mí ahora, a quien te hable en
mi Nombre después. ¿Lo prometes? Recuerda que Yo, tu Maestro y
Dios, he obedecido a mi Padre y obedeceré hasta el... fin de mi
tiempo». Jesús se muestra solemne al decir estas últimas palabras.
Margziam, casi hechizado, dice:
«Obedeceré. Lo juro. Ante ti y ante el Dios eterno».
Un momento de silencio. Luego el
Zelote pregunta: «¿Sube solo?».
«No, por supuesto. Con unos
discípulos. Encontraremos otros además de Isaac».
«¿Mandas a Galilea también a
Isaac?».
«Sí. Regresará con mi Madre».
5Llaman
desde el río. Los tres se mueven, cruzan el camino, van hacia el
agua.
«Mira, Maestro. Hemos
encontrado. Y no quieren nada. Son parientes de uno al que has hecho
un milagro. Pero llevan arena a aquel pueblo. Hay que ir hasta allí
a pie. Luego nos toman».
«Que Dios se lo pague.
Estaremos al atardecer en casa de Ananías».
Pedro, contento, sube hacia el
camino y ve la cara turbada de Margziam. «¿Qué te pasa? ¿Qué ha
hecho?».
«Nada malo, Simón. Le he dicho
que, cuando llegue al primer sitio donde encuentre discípulos, le
voy a mandar a casa. Se ha entristecido por este motivo».
«A casa... Pues es justo...
Esta época del año...». Pedro piensa. Luego mira a Jesús y le
tira de la manga, haciéndole agacharse hasta la altura de su boca.
Le habla al oído: «Maestro, ¿pero por qué le mandas sin
esperar?...» .
«Por la época del año, lo has
dicho».
«¿Y además?».
«Simón, no quiero encubrirte
la realidad. Y además... porque es bueno que Margziam no se envenene
el corazón...».
«Tienes razón, Maestro.
Envenenarse el corazón... ¡Sí!, es justamente eso lo que acaba
sucediendo». Alza el tono de voz: «El Maestro tiene toda la razón.
Irás y... nos veremos en Pascua. En fin... llega pronto... Pasado
Kisléu... En breve tiempo llega el bonito Nisán. ¡Sí, cierto!
Tiene razón...». La voz de Pedro se hace menos segura. Repite
lentamente y con tristeza: «Tiene razón...» y, hablándose a sí
mismo: «¿Qué habrá sucedido de aquí a Nisán?». Se da con la
mano en la frente (es un gesto desconsolado).
6Y
caminan, caminan en esta húmeda jornada. No llueve ya hasta que,
enfangados hasta las rodillas, montan en cinco pequeñas barcas
húmedas y arenosas que bajan de nuevo siguiendo la corriente.
Entonces se echa otra vez a llover, y, golpeando la lluvia contra el
agua calma del río, que refleja el cielo de nubes cenicientas,
dibuja en él muchos círculos que se hacen y deshacen continuamente,
formando un juego de tornasoles anacarados.
Parece un paisaje desierto. En
las márgenes, en los minúsculos lugares fluviales, no se ve alma
viva. La lluvia cierra la casas y hace desiertas las calles. De modo
que, cuando con el primer albor echan pie a tierra donde la aldea de
Salomón, encuentran silenciosa y vacía la calle, y llegan a la casa
sin ser vistos por nadie.
Golpean en la puerta. Llaman.
Nada. Sólo zureo de palomas, balidos de ovejas, ruido de lluvia. «No
hay nadie. ¿Qué hacemos?».
«Id a las casas del pueblo.
Primero a la del pequeño Micael» ordena Jesús.
Y, mientras los apóstoles más
jóvenes se marchan ágiles, Jesús y los más ancianos se quedan
junto a la casa y observan y comentan.
«Todo cerrado... Incluso la
cancilla, bien atada y asegurada. ¡Mira! Incluso hay un clavo
grueso. Y las ventanas cerradas como para la noche. ¡Qué tristeza!
¿Y esa quejumbre de ovejas y palomas? ¿Estará enfermo? ¿Qué
piensas, Maestro?».
Jesús menea la cabeza. Está
cansado y triste...
7Vuelven
corriendo los apóstoles. Andrés es el primero en llegar, y grita,
todavía unos metros antes: «Ha muerto... Ananías ha muerto... No
se puede entrar en la casa porque todavía no está purificada...
Desde hace pocas horas está en el sepulcro. Si hubiéramos podido
venir ayer... Ahora viene la mujer, la madre de Micael».
«¡¿Pero qué nos persigue?!»
dice Bartolomé.
«¡Pobre anciano! ¡Se sentía
tan feliz! ¡Estaba tan bien! ¿Pero cómo ha sido? ¿Cuándo se ha
puesto enfermo?». Hablan todos al mismo tiempo.
Llega la mujer, la cual,
quedándose a una cierta distancia de todos, dice: «Señor, la paz
sea contigo. Mi casa está abierta para ti. Pero... no sé si... Yo
preparé al muerto. Por eso me mantengo a distancia de ti. Pero te
puedo indicar las casas que te recibirán».
«Sí, mujer. Dios te lo pague,
y contigo a quien usa piedad con los viandantes. Pero ¿cómo murió
el hombre?».
«No sé. No enfermó. Anteayer
estaba bien. Sí, seguro. Estaba bien. Micael había venido por la
mañana por las dos ovejas para agregarlas a las nuestras. Estaba
acordado. Y yo le había llevado a la hora sexta ropa que le había
lavado. Estaba sentado a la mesa y comía, completamente sano. Al
atardecer, Micael había llevado de nuevo las ovejas. Le había
sacado dos ánforas de agua. Y Ananías le regaló dos tortitas que
se había hecho para sí. Ayer por la mañana mi hijo vino, para
sacar a las ovejas. Estaba cerrado todo, como ahora, y nadie
respondió a los gritos del niño. Él empujó la cancilla, pero no
logró abrirla. Estaba bien cerrada. Entonces Micael se asustó y
vino a mí corriendo. Yo y mi marido acudimos rápidamente, y con
nosotros otros. Abrimos la cancilla, llamamos a la cocina... forzamos
la puerta... Estaba todavía sentado junto al hogar, con la cabeza
reclinada en la mesa, la lámpara todavía cercana, pero apagada como
él; a los pies un cuchillo pequeño y una escudilla de madera medio
tallada... La muerte le sorprendió así... Sonreía... Estaba en
paz... ¡Oh, qué aspecto de justo había tomado su cara! Parecía
hasta más guapo... Yo... Hacía poco que me ocupaba de él. Pero le
había tomado afecto... y lloro...».
«Ananías está en paz. Tú
misma lo has dicho. ¡No llores! ¿Dónde le habéis puesto?».
«Sabíamos que le querías
mucho, y entonces le hemos puesto en el sepulcro que Leví se había
hecho hacía poco. El único... porque Leví es rico. Nosotros no
somos ricos. Allí, al final, al otro lado del camino. Ahora, si
quieres, purifcamos todo y...».
«Sí. Tomas
las ovejas y las palomas. El resto conservadlo para mí y los míos.
Que Yo pueda venir alguna vez. Que Dios te bendiga, mujer. 8Vamos
al sepulcro».
«¿Le vas a resucitar?»
pregunta asombrado Tomás.
«No. Para él no significaría
alegría; donde está es muy feliz. Además, él lo deseaba...».
Pero a Jesús se le ve muy abatido. Parece que todo se une para
aumentar su tristeza. En las puertas de las casas, mujeres miran y
saludan, y comentan.
Pronto llegan: es un pequeño
exaedro construido recientemente. Jesús ora cerca del sepulcro.
Luego se vuelve, con humedad de llanto en los ojos, y dice: «Vamos...
A las casas del pueblo. En nuestra casita ya no está quien nos
esperaba para bendecirnos... ¡Padre mío! La soledad envuelve al
Hijo tuyo, el vacío se hace cada vez más grande y más fosco. Los
que me aman se marchan, y quedan los que me odian... ¿Padre mío,
siempre se haga y sea bendecida tu Voluntad!...».
Vuelven hacia el pueblo. Dos
aquí tres allá... entran en las casas de los que no han tocado al
muerto, en busca de amparo y de nuevas fuerzas.
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