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miércoles, 22 de abril de 2015

HOGAR DE NAZARET




P Ignacio María Doñoro

Hace ya casi veinte años cambió mi vida ver morir niños por desnutrición en las montañas de Panchimalco en San Salvador. No me lo habían contado, o era tan solo un programa de televisión, algunos murieron en mis brazos. Desde entonces oigo el pitido de su débil voz agonizando, el grito de los niños crucificados, el grito de Cristo en la cruz.
Vi niños muy pequeños en Bogotá vagando por las calles, drogándose con pegamento. Niños en los semáforos tragando gasolina para luego encenderla en sus bocas y así hacer de reclamo pidiendo unas monedas… niños sometidos a abusos… no me lo contaron, lloré con ellos. Lo mismo sucedió en Tánger, en Mozambique…
Y mientras siguen muriendo en la cruz, mientras ellos son explotados, tú y yo dormimos tranquilos, comemos, rezamos al mismo Dios e incluso nos consideramos buenas personas.
He vivido, ahora me avergüenzo, donde se tira la comida a la basura, donde los niños van a clases particulares absurdas, juegan con juguetes sofisticados.
Por eso tuve que dejar España y venirme a la Selva del Amazonas del Perú. Era mucho más que una protesta ante el mundo que hemos destrozado. No es fácil estar a los pies de la cruz de Cristo, y -perdón por la imagen pero es muy exacta- que la sangre del mismo Dios caiga encima del rostro.
Necesitamos tu ayuda. Ya se hace insostenible el cansancio físico. Imposible atender a los niños y salir a las calles a vender comidas o a trabajar en cualquier cosa para que el Hogar Nazaret siga abierto. Sería alta traición regresar a España pensando que ya hice lo suficiente.

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