Queridos hermanos:
A lo largo de la semana hemos podido ver a Jesús en plena actividad. El evangelista Marcos parece recrearse en contar algunos de los milagros con los que Jesús acompañó su anuncio de la cercanía del Reino, de la Buena Nueva, y su llamada a la conversión. Su intención ya la sabemos: hacer signos que muestren que efectivamente con Él ha llegado el Enviado de Dios para la Salvación del mundo, que en Él está el poder de Dios capaz de vencer el mal en todas sus formas. Hoy contemplamos un nuevo milagro de Jesús…
Pero no se trata de uno más… Al leer el texto enseguida nos damos cuenta de que hay en él algunas cosas que lo hacen muy especial. En esta ocasión, Jesús parece querer dejar muy clara su intención y el sentido de sus milagros. Sigamos paso a paso el texto:
Tras el comienzo situando históricamente la acción (“a los pocos días… en Cafarnaún”), la trama comienza su desarrollo: un montón de gente, “tantos que no quedaba sitio ni a la puerta”, acude al enterarse de que Jesús “estaba en casa”. Fiel a su misión, Jesús les “propone la palabra”.
En esto, en una escena digna de película, traen ante él a un hombre en el que el mal se había cebado en forma de parálisis. Es claro el deseo de aquellos cuatro que descuelgan desde el tejado a aquel paralítico; para Jesús es especialmente importante la fe con la que lo hacen. La confianza en Jesús parece esencial para su acción salvadora, como en otras muchas ocasiones. Y entonces Jesús nos sorprende: en vez de curar a aquel hombre, como todos esperaban, y esperaríamos nosotros, Jesús le perdona sus pecados.
La enfermedad en realidad no es más que una manifestación externa del mal. El verdadero poder del mal, que nos esclaviza y no nos deja llegar a la plenitud y a la verdadera felicidad, actúa en el corazón del ser humano, encerrándolo en sí mismo y rompiendo su relación con Dios y con los demás. Jesús ha venido con el poder de Dios para salvar al hombre, para restituirlo a su condición de hijo amado de Dios, para liberarlo del pecado que le esclaviza y le impide vivir desde el amor.
La curación externa es lo de menos: un simple signo exterior. Y expresamente Jesús así lo declara en esta ocasión: “para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados…”. Y es entonces, como mero signo para aquellos incrédulos, cuando cura a aquel hombre de su parálisis.
Lo que realmente nos paraliza, lo que nos impide caminar hacia los otros y hacia Dios, es el pecado que ata nuestro corazón cerrándolo en el propio ego. Necesitamos que Jesús nos salve: sólo Él tiene el poder de Dios para hacerlo.
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