MENU

martes, 26 de abril de 2016

LAS PARÁBOLAS DE JESÚS


VOLUMEN SEXTO
364. En el Templo. Oración universal y parábola del hijo verdadero y los hijos bastardos.

Jesús dice:
«En verdad, en verdad os digo que los que parecen ilegítimos son hijos verdaderos, y que los que son hijos verdaderos se hacen ilegíti­mos. Escuchad todos una parábola.
Hubo una vez un hombre que, debido a algunas ocupaciones, tuvo que ausentarse durante largo tiempo de casa, dejando en ella a algu­nos hijos que todavía eran poco mas que unos niños. Desde el lugar en que se hallaba, escribía cartas a sus hijos mayores para mantener siempre en ellos el respeto hacia el padre lejano y para recordarles sus enseñanzas. El último, nacido después de su partida, se estaba criando todavía con una mujer que vivía lejos de allí, de la región de la esposa, que no era de su raza. Y la esposa murió, siendo pequeño y viviendo lejos de casa todavía este hijo. Los hermanos dijeron: "De­jémosle allí, donde está, con los parientes de nuestra madre. Quizás nuestro padre se olvida de él. Saldremos ganando porque tendremos que repartir con uno menos, cuando nuestro padre muera". Y así lo hicieron. De esta forma, el niño lejano creció con los parientes ma­ternos, ignorando las enseñanzas de su padre, ignorando que tenía un padre y unos hermanos, o, peor, conociendo la amargura de esta reflexión: "Todos ellos me han desechado como si fuera ilegítimo", y tanto se sentía repudiado por su padre, que llegó incluso a creer que ello fuera verdad.
Siendo ya un hombre y habiéndose puesto a trabajar   porque, agriado como estaba por los pensamientos mencionados, aborrecía también a la familia de su madre, a quien consideraba culpable de adulterio  , quiso el azar que este joven fuera a la ciudad donde es­taba su padre. Y entró en contacto con él, aunque no sabía quién era, y tuvo la ocasión de oírle hablar. El hombre era un sabio. No tenien­do la satisfacción de los hijos, que estaban lejos   a esas alturas ya vivían por su cuenta y mantenían con su padre lejano sólo unas rela­ciones convencionales... bueno, para recordarle que eran "sus" hijos y que, como consecuencia, se acordara de ellos en el testamento  , se ocupaba mucho en dar rectos consejos a los jóvenes a quienes te­nía ocasión de conocer en esa tierra en que estaba. El joven se sintió atraído por esa rectitud, que era paterna hacia muchos jóvenes; no sólo se acercó a él, sino que atesoró todas sus palabras, y vino a ha­cer bueno su agriado ánimo. El hombre enfermó. Tuvo que decidir regresar a su patria. El joven le dijo: "Señor, eres la única persona que me ha hablado con justicia y me ha elevado el corazón. Deja que te siga como siervo. No quiero volver a caer en el mal de antes". "Ven conmigo. Ocuparás el puesto de un hijo del que no he podido volver a tener noticias". Y regresaron juntos a la casa paterna.
Ni el padre ni los hermanos ni el propio joven intuyeron que el Señor hubiera congregado de nuevo a los de una única sangre bajo un único techo.
Mas el padre hubo de llorar mucho por sus hijos conocidos, porque los encontró olvidados de sus enseñanzas, codiciosos, duros de corazón, con muchas idolatrías en sus corazones en vez de creyentes en Dios: la soberbia, la avaricia y la lujuria eran sus dioses, y no querían oír hablar de nada que no fuera ganancia humana. El extranjero, sin embargo, cada vez se acercaba más a Dios; se hacía cada vez más justo, bueno, amoroso, obediente. Los hermanos le odiaban porque el padre quería a ese extranjero. Él perdonaba y amaba porque había comprendido que en el amor estaba la paz.
El padre, un día, disgustado con la conducta de sus hijos, dijo: "Vosotros os habéis desinteresado de los parientes de vuestra madre, y hasta de vuestro hermano. Me recordáis la conducta de los hijos de Jacob hacia su hermano José*. Quiero ir a esas tierras para tener noticias de él. Quizás le encuentro para consuelo mío". Y se despidió, tanto de los hijos conocidos como del joven desconocido, dando a este último una reserva de dinero para que pudiera volver al lugar de donde había venido y montar allí un pequeño comercio.
Llegado a la región de su difunta esposa, los familiares de ella le contaron que el hijo abandonado había pasado a llamarse Manasés**, de Moisés que se llamaba, porque realmente con su nacimiento había hecho olvidar al padre que era justo, pues lo había abandonado.
"¡No me ofendáis! Me habían referido que se había perdido el rastro del niño. Y no esperaba siquiera encontrar aquí a ninguno de vosotros. Pero habladme de él. ¿Cómo es? ¿Ha crecido robusto? ¿Se parece a mi amada esposa que se consumió dándomele? ¿Es bueno? ¿Me ama?".
"Robusto, es robusto, y guapo como su madre, aparte de tener los ojos de un color negro intenso. De su madre tiene hasta la mancha de forma de algarroba en la cadera, y de ti ese estorbo ligero de la pronunciación. Cuando se hizo hombre, se marchó, agriado por su sino, con dudas sobre la honestidad de su madre, y sintiendo rencor hacia ti. Habría sido bueno, si no hubiera tenido este rencor en el alma. Se marchó más allá de los montes y de los ríos. Llegó a Trapecius para..."
"¿Decís Trapecius? ¿En Sinopio? Seguid, seguid, que yo estaba allí, y vi a un joven con este ligero estorbo en la pronunciación, solo y triste, y muy bueno por debajo de su costra de dureza. ¿Es él? ¡Hablad!".
«Quizás es. Búscale. En la cadera derecha tiene la algarroba saliente y obscura como la tenía tu mujer".
El hombre se marchó a toda velocidad, con la esperanza de encontrar todavía al extranjero en su casa. Había partido ya para regresar a la colonia de Sinopio. El hombre fue detrás... Le encontró. Le hizo acercarse para descubrirle la cadera. Le reconoció. Cayó de rodillas alabando a Dios por haberle devuelto el hijo, y más bueno que los otros, que cada vez se hacían más animales, mientras que éste, en estos meses que habían pasado, se había hecho cada vez más santo. Y dijo al hijo bueno: "Recibirás la parte de tus hermanos, porque, sin ser amado por nadie, te has hecho más justo que todos los demás".
¿No era, acaso, justicia? Lo era. En verdad os digo que son verdaderos hijos del Bien aquellos que, rechazados por el mundo y despreciados, odiados, vilipendiados, abandonados como ilegítimos, considerados oprobio y muerte, saben superar a los hijos crecidos en la casa pero rebeldes a las leyes de ésta. No es el hecho de ser de Israel lo que da derecho al Cielo; ni asegura el destino el ser fariseos, escribas o doctores. La cosa es tener buena voluntad y acercarse generosamente a la Doctrina de amor, hacerse nuevos en ella, hacerse por ella hijos de Dios en espíritu y verdad.
Sabed todos los que me escucháis que muchos, que se creen seguros en Israel, serán substituidos por los que para ellos son publicanos, meretrices, gentiles, paganos y galeotes. El Reino de los Cielos es de quien sabe renovarse acogiendo la Verdad y el Amor».

No hay comentarios:

Publicar un comentario