Abertura del costado de Jesús. Muerte de los ladrones
Mientras tanto, el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo, atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María, hija de Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentados enfrente de la cruz, la cabeza cubierta, y llorando. Algunos soldados estaban recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aun el cuerpo de su Hijo. Aplicaron sus escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frió y rígido, lo dejaron, y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les rompieron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos, y otro les rompió las piernas y los muslos. Gestas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido, y murió. Fue el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas dejaron caer los cuerpos al suelo, los arrastraron hacia el bajo que había entre el Calvario y las murallas de la ciudad, y allí los enterraron.
Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús, y el modo horrible con que habían quebrado los miembros de los ladrones hacia temblar a las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el oficial inferior Casio, hombre de veinticinco años, muy activo y atropellado, cuya vista endeble y cuyos ojos bizcos excitaban la mofa de sus compañeros, recibió una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, las angustias de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en él la divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuño su lanza, y dirigió su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz. Se paró entre la cruz del buen ladrón y la de Jesús, y tomando su lanza con ambas manos, la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró, salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara como un baño de salvación y de gracia. Se apeó, se arrodilló, se dio golpes de pecho, y confesó a Jesús en alta voz.
La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos sobre Jesús, vieron con inquietud la acción de este hombre, y se precipitaron hacia la cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras que Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había corrido en un hoyo de la peña, al pie de la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron el suelo con paños.
Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado en el, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús sobre sí. Se había secado, y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del s~io donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido trasportado a ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no tocar al cuerpo de Jesús, no volvieron.
Todo esto pasó cerca de la cruz, un poco después de las cuatro, mientras José de Arimatea y Nicodemo buscaban lo que era necesario para la sepultura de Jesús. Pero los criados de José, habiendo venido a limpiar el sepulcro, anunciaron a los amigos de Jesús que su amo iba a quitar el cuerpo para ponerlo en un sepulcro nuevo. Entonces Juan volvió a la ciudad con las santas mujeres para que María pudiera reparar un poco sus fuerzas, y también para llevar algunas cosas necesarias para el entierro. La Virgen Santísima tenía una pequeña habitación en los edificios contiguos al Cenáculo. No entraron por la puerta más inmediata al Calvario, porque estaba cerrada y guardada al interior por los soldados que los fariseos habían puesto, sino por la meridional que conduce a Belén.
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