Maria Vallejo NágeraTodos pasamos por momentos duros a lo largo de la vida, querido lector. ¿Quién no ha padecido enfermedades, fallecimientos cercanos, disgustos familiares o desilusiones? Y, a veces, esa cruz que la vida nos trae (que no Dios, porque Él solo desea que seamos felices) se nos hace demasiado pesada. Es entonces cuando comenzamos a incomodarnos con la vida, cuando tenemos deseos de quejarnos, nos sentimos cansados y solos… Y, en muchas ocasiones, ni el amor de los nuestros es capaz de hacernos olvidar la penuria que nos atormenta. Somos humanos, no héroes…
Yo también soy humana, querido lector. Mis cruces han sido de todos los tipos y colores, pero hubo una que casi me tumbó a causa de su peso. Mi sufrimiento era enorme… Una situación de gravedad se había prolongado durante demasiados años en forma de enfermedad incurable en el pobre organismo de mi madre. Prisionera en un eterno alzhéimer, los años pasaban despacio. Médicos y enfermeros me aseguraban que moriría pronto. Pero todos se equivocaron: mi madre aguantó, presa en un cuerpo sin mente, la friolera de 30 años. Se consumía y sufría horriblemente, mientras yo me hacía muchas preguntas. Mi dolor y desesperación como hija llegaron a ser muy agudos cuando se cumplieron los 27 años de enfermedad y, harta de verla sufrir, sucumbí en la desesperanza.
Quiero decir que ya en esa época yo era una mujer totalmente enamorada de Cristo. Oraba sin cesar, ayunaba, suplicaba a Dios en su misericordia que se la llevara pronto al Cielo. Pero no sucedía… Simplemente su organismo aguantaba asombrando a médicos y facultativos de todo tipo, sin explicación alguna a su longevidad. “No entendemos”, decían. “Su madre debería de haber muerto hace años…”.
Un día, asustada de verla atragantarse y ahogarse a cada momento (su esófago ya no sabía trabajar), corrí al Santísimo para tener una pelea, cara a cara, con Jesús. ¡Me enfadé mucho con Él! “¿Por qué la tratas así?”, le increpé en cuanto vi la Sagrada Forma en la Custodia. “¿Acaso no ves que sufre? ¿Por qué tanto tiempo? ¿No la quieres? ¡Estoy furiosa contigo! Te sigo, te rezo incansablemente, ayuno… ¡Pero permites esto en ella! ¡Eres un Dios sordo! ¿No te da pena? ¡Jesús! Si es cierto que estás ahí, ¡contesta!”.
Y lo hizo, querido lector… ¡Vaya si lo hizo! ¡Utilizó a la persona que oraba a mi lado en el banco! El orante, ajeno a mi oración secreta, de pronto se giró hacia mí, me clavó los ojos y me dijo: “No sé por qué le digo esto… Pero se lo tengo que decir. Jesús me acaba de hablar al corazón y me ha dicho que le diga esto: ‘Hija mía, la cruz no puede hacerse astillas. Yo podría haber hecho astillas mi cruz camino de Calvario. Con un soplo, la hubiera hecho desaparecer contra el viento. Pero no lo hice… La agarré compacta, con ambas manos, y la cargué sobre mi hombro herido. ¿Acaso crees que no hubiera podido golpear con ella, incluso con el dedo meñique, a todos los soldados que me maltrataban? Podía, pero no lo hice. La cruz hay que agarrarla con ambas manos, compacta y completa. Si me amas, no la hagas astillas y soples al viento, porque yo por ti no lo hice. Abrázala por amor y salva almas ofreciéndome tu sufrimiento'”.
Sin palabras, querido lector… Simplemente, sin palabras.