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domingo, 27 de enero de 2019

Discurso del Papa Francisco en la casa hogar El Buen Samaritano

Redacción ACI Prensa


El Papa Francisco en la casa hogar El Buen Samaritano. Foto: Vatican Media

El Papa Francisco visita este domingo 27 de enero la casa hogar El Buen Samaritano en Panamá, que acoge a enfermos con VIH y sida.

A continuación el texto completo de las palabras del Santo Padre:

Queridos jóvenes,

Estimados directores, colaboradores y agentes de pastoral,

Amigas y amigos:


Gracias padre Domingo por las palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido. Quise mucho este encuentro con ustedes, que están aquí en el hogar El Buen Samaritano, y también con los demás jóvenes presentes del Centro Juan Pablo II, del Hogar San José de las Hermanas de la Caridad y de la “Casa del Amor”, de la Congregación Hermanos de Jesús Kkottonngae. Estar hoy con ustedes es para mí un motivo para renovar la esperanza. Gracias por permitirlo.

Preparando este encuentro pude leer el testimonio de un miembro de este hogar que me tocó el corazón porque decía: «aquí yo nací de nuevo». Este hogar, y todos los centros que ustedes representan, son signo de esta vida nueva que el Señor nos quiere regalar. Es fácil confirmar la fe de unos hermanos cuando se la ve actuar ungiendo heridas, sanando esperanza y animando a creer. Acá no nacen de nuevo solo los que podríamos llamar “beneficiarios primeros” de vuestros hogares; aquí la Iglesia y la fe nacen, aquí la Iglesia y la fe se recrean continuamente por medio de la caridad.

Comenzamos a nacer de nuevo cuando el Espíritu Santo nos regala los ojos para ver a los demás, como nos decía el P. Domingo, no solo como nuestros vecinos ―que eso es ya decir mucho― sino como nuestros prójimos. Ver a los demás como prójimo.

El Evangelio nos dice que una vez le preguntaron a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? (cf. Lc 10,29). Él no respondió con teorías, tampoco hizo un discurso bonito o elevado, sino que utilizó una parábola ―la del Buen Samaritano―, un ejemplo concreto de la vida real que todos ustedes conocen y viven muy bien. El prójimo es una persona, un rostro que encontramos en el camino, y por el cual nos dejamos mover, nos dejamos conmover: mover de nuestros esquemas y prioridades y conmover entrañablemente por lo que esa persona vive para darle lugar y espacio en nuestro andar. Así lo entendió el buen Samaritano ante el hombre que había quedado medio muerto al borde del camino, no solo por unos bandidos sino también por la indiferencia de un sacerdote y de un levita que no se animaron a ayudar, porque, saben, la indiferencia también mata, hiere y mata. Unos por unas míseras monedas, los otros por miedo, miedo a contaminarse, o por desprecio o disgusto social no tuvieron problema en dejar tirado en la calle a ese hombre. El buen Samaritano, así como todas vuestras casas, nos muestran que el prójimo es en primer lugar una persona, alguien con rostro concreto, con rostro real y no algo a saltear o ignorar, sea cual fuere su situación. Es rostro que revela nuestra humanidad tantas veces sufriente e ignorada.

El prójimo es rostro que incomoda hermosamente la vida porque nos recuerda y pone en el camino de lo verdaderamente importante y nos libra de banalizar y volver superfluo nuestro seguimiento del Señor.

Estar aquí es tocar el rostro silencioso y maternal de la Iglesia que es capaz de profetizar y crear hogar, crear comunidad. El rostro de la Iglesia que normalmente no se ve y pasa desapercibido, pero es signo de la concreta misericordia y ternura de Dios, signo vivo de la buena nueva de la resurrección que actúa hoy en nuestras vidas.


Crear “hogar” es crear familia; es aprender a sentirse unidos a los otros más allá de vínculos utilitarios o funcionales, unidos de tal manera que sintamos la vida un poco más humana. Crear hogar es permitir que la profecía tome cuerpo y haga nuestras horas y días menos inhóspitos, menos indiferentes y anónimos. Es crear lazos que se construyen con gestos sencillos, cotidianos y que todos podemos realizar. Un hogar, y lo sabemos todos muy bien, necesita de la colaboración de todos. Nadie puede ser indiferente o ajeno, ya que cada uno es piedra necesaria en su construcción. Y eso implica pedirle al Señor que nos regale la gracia de aprender a tenernos paciencia, de aprender a perdonarse; aprender todos los días a volver a empezar. Y, ¿cuántas veces perdonar y volver a empezar? Setenta veces siete, todas las que sean necesarias. Crear lazos fuertes exige de la confianza que se alimenta todos los días de la paciencia y del perdón.

Y así se produce el milagro de experimentar que aquí se nace de nuevo, aquí todos nacemos de nuevo porque sentimos actuante la caricia de Dios que nos posibilita soñar el mundo más humano y, por tanto, más divino.

Gracias a todos ustedes por el ejemplo y generosidad; gracias a sus Instituciones, a los voluntarios y a los bienhechores. Gracias a cuantos hacen posible que el amor de Dios se haga cada vez más concreto, más real, mirando a los ojos de los que están a nuestro alrededor y reconociéndonos como prójimos.

Ahora vamos a rezar el Ángelus, los confío a nuestra Madre la Virgen. Le pedimos a Ella, que como buena Madre que sabe de ternura y de projimidad, nos enseñe a estar atentos para descubrir cada día quién es nuestro prójimo y nos anime a salir con rapidez a su encuentro, y así poder darle un hogar, un abrazo donde encuentre el cobijo y amor de hermanos. Una misión en la que todos estamos involucrados.

Los invito ahora a poner bajo el manto de la Virgen todas las inquietudes que tengan y necesidades, aquellos dolores que llevan, las heridas que padecen, para que, como Buena Samaritana, venga a nosotros y nos auxilie con su maternidad, con su ternura, con su sonrisa de Madre.

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