Lamentablemente, la gente no quiere orar y no le ve la importancia que la oración tiene. Por eso hay que comenzar con la disciplina: cada día ponerse delante de Dios. Y cuando lo hacemos no son tan importantes las palabras, ni los recursos (liturgia de las horas, el rosario, la Lectio Divina, la coronilla de la Misericordia…), sino que lo más importante es que el corazón se abra y permanezca abierto a Dios durante la oración.
Y esto hay que hacerlo cada día. No se puede hacer un día si y otro no, de orar «cuando tengo ganas». Porque para llegar ha ser oración hay que colocarse todos los días delante del Amado. Dice la carta a los Hebreos que nuestro «Dios es fuego devorador». Pero ese fuego devorador es un fuego de amor, puro amor. El hombre que llega a ser oración llega a transformarse en eso mismo: «fuego devorador de amor». Pero todo comienza con la disciplina. Quien no se disciplina y se coloca todos los días delante de Dios con el corazón abierto, no sabe lo que es el verdadero amor. Entonces, cuando se ora, todos los días se le debe permitir a Dios que la cera del corazón humano se derrita delante de Él. Es como cuando en una hoguera introducimos la leña para ser consumida por el fuego, porque se espera que arda y caliente la casa porque hace frío. Es lo mismo.
El mundo está helado: frío de amor, de paz, de alegría y la Madre quiere que nosotros los cristianos lo calentemos con el fuego del amor de Dios. Pero, lamentablemente, encuentra pocos corazones que quieran derretirse delante de Dios como la cera se derrite en el fuego, como la leña se consume en la una hoguera. La Madre necesita corazones generosos que calienten el mundo con el fuego del amor de Jesús y sin la oración es imposible. Entonces no queda más que enamorar de Jesús, él gran marginado de los tiempos presentes.
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