Queridos hermanos y hermanas, buenos días! En este quinto domingo de Cuaresma, la liturgia presenta el episodio de la mujer adúltera (v. Jn 8: 1-11). Contrasta con dos actitudes: la de los escribas y los fariseos, por una parte, y la de Jesús, por otra. Los primeros quieren condenar a la mujer, porque se sienten los guardianes de la Ley y de su fiel aplicación. En cambio, Jesús quiere salvarla, porque personifica la misericordia de Dios que, perdonando, redime y reconciliando renueva.
Así que veamos el evento. Mientras Jesús enseña en el templo, los escribas y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio; la colocan en el medio y le preguntan a Jesús si debe ser apedreada, como lo prescribe la Ley de Moisés. El evangelista señala que ellos le hicieron esta pregunta «para probarlo y tener un motivo para acusarlo» (v. 6). Se puede suponer que su propósito era este, la maldad de esta gente: el «no» a la lapidación habría sido una razón para acusar a Jesús de desobedecer la Ley; el «sí», en cambio, para denunciarlo a la autoridad romana, que se había reservado las sentencias para sí mismo y no admitía el linchamiento popular. Jesús debe responder.
Los interlocutores de Jesús están cerrados en los cuellos de botella del legalismo y quieren encerrar al Hijo de Dios en su perspectiva de juicio y condena. Pero Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar y ofrecer a las personas una nueva vida. ¿Y cómo reacciona Jesús ante esto? En primer lugar, permanece en silencio por un rato, y se inclina para escribir con el dedo en el suelo, como para recordar que el único Legislador y Juez es Dios, que había escrito la Ley en la piedra. Luego dice: «Quien entre ustedes esté libre de pecado, arroje la primera piedra contra ella «(v. 7). De esta manera, Jesús apela a la conciencia de esos hombres: se sentían «defensores de la justicia», pero los llama a la conciencia de su condición de hombres pecadores, por lo que no pueden reclamar el derecho de vida o muerte de otro semejante. En ese punto, uno tras otro, empezando por los más viejos, es decir, los más experimentados de sus propias miserias, todos se fueron, abandonando la lapidación de la mujer. Esta escena también nos invita a cada uno de nosotros a ser conscientes de que somos pecadores y dejar que las piedras de denigración y condenación caigan de nuestras manos, de las habladurías que a veces queremos lanzar contra los demás cuando hablamos de los demás tiramos piedras, actuamos como estos.
Al final solo quedan Jesús y la mujer, allí en el medio: San Agustín dijo: «permanecen la miseria y la misericordia» (In Joh 33.5). Jesús es el único sin culpa, el único que podría arrojar la piedra contra ella, pero no lo hace, porque Dios «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (v. Ez 33.11). Y Jesús despide a la mujer con estas estupendas palabras: «Vete y de ahora en adelante no peques más» (v. 11). Abre ante ella un nuevo camino, creado por la misericordia, un camino que requiere su compromiso de no pecar más. Es una invitación que también vale para cada uno de nosotros. Jesús siempre nos abre un camino nuevo para ir adelante.
En este tiempo de Cuaresma, estamos llamados a reconocernos pecadores y a pedir perdón a Dios, y el perdón, a su vez, mientras nos reconcilia y nos da la paz, nos hace comenzar una historia renovada. Toda conversión verdadera está dirigida a un nuevo futuro, a una nueva vida, hermosa, libre de pecado, generosa. No debemos tener miedo de pedir perdón a Jesús, nos abre la puerta para una vida nueva.
Que la Virgen María nos ayude a testimoniar a todo del amor misericordioso de Dios que, en Jesús, nos perdona y hace nueva nuestra existencia, siempre ofreciéndonos nuevas posibilidades.
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