Fiesta grande la de este día. Celebramos el pasado –los muchos santos reconocidos oficialmente por la iglesia o no que ha habido a lo largo de estos veinte siglos de historia, gente buena en el mejor sentido de la palabra–. Celebramos el presente –porque no hay más que levantar la vista un poco más allá de nuestro ombligo para darnos cuenta de que estamos rodeados de gente buena, de personas con una capacidad de amar, de ser generosas, de dar la vida por los hermanos y hermanas que sufren–. Y celebramos el futuro –porque estamos seguros de que esa corriente de bondad y de amor, de generosidad y solidaridad con los que sufren no va a pararse ni secarse ni detenerse–.
Celebramos fiesta grande porque nos damos cuenta de que la presencia de Dios en nuestro mundo no se produce a través de apariciones ni de milagros extraños sino de su amor que se trasluce en el corazón de tantos hombres y mujeres, de cerca y lejos de nosotros, de nuestra lengua y de nuestro pueblo y de otras lenguas y pueblos lejanos. De nuestra comunidad y de fuera de nuestra comunidad. Porque el Espíritu de Dios no conoce las fronteras que nosotros establecemos con tanta facilidad.
Así, con este espíritu de fiesta, llenos del Espíritu que da gozo y alegría, que anima nuestra acción de gracias, sería bueno que volviésemos a leer, con tranquilidad, sin prisa, la segunda lectura de la primera carta de Juan. Miremos que lo de ser “hijos de Dios” no es un título para poner en la pared en un marco sino una verdadera realidad. Somos de su familia. Somos como él. Estamos hechos por sus manos, amasados por su amor y siempre en su presencia de cariño y misericordia.
Y luego leemos también con tranquilidad el Evangelio de Mateo, las bienaventuranzas. Dejamos que nos empapen el corazón, que sus palabras nos vayan llegando poco a poco. Es Jesús quien nos habla. Dice que son bienaventurados, felices, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre de justicia, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia... Decía un profesor mío que las bienaventuranzas no hablaban en realidad de nosotros sino de Dios. Es Dios el que está mirando a los pobres, a los mansos, a los que lloran, a los que sufren. Y los mira con buenos ojos, con ojos de Padre, con ojos de amor y misericordia.
Hoy celebramos que Dios nos mira con tanto cariño que nos cubre con un manto de perdón, de misericordia, de reconciliación, que sana nuestras heridas y nos llena de paz y de esperanza. ¿Puede haber alguna razón mejor para celebrar?
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