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Ora todos los días muchas veces: "Jesús, María, os amo, salvad las almas".

El Corazón de Jesús se encuentra hoy Locamente Enamorado de vosotros en el Sagrario. ¡Y quiero correspondencia! (Anda, Vayamos prontamente al Sagrario que nos está llamando el mismo Dios).

ESTEMOS SIEMPRE A FAVOR DE NUESTRO PAPA FRANCISCO, ÉL PERTENECE A LA IGLESIA DE CRISTO, LO GUÍA EL ESPÍRITU SANTO.

Las cinco piedritas (son las cinco que se enseñan en los grupos de oración de Medjugorje y en la devoción a la Virgen de la Paz) son:

1- Orar con el corazón el Santo Rosario
2- La Eucaristía diaria
3- La confesión
4- Ayuno
5- Leer la Biblia.

REZA EL ROSARIO, Y EL MAL NO TE ALCANZARÁ...
"Hija, el rezo del Santo Rosario es el rezo preferido por Mí.
Es el arma que aleja al maligno. Es el arma que la Madre da a los hijos, para que se defiendan del mal."

-PADRE PÍO-

Madre querida acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén

Oración por los cristianos perseguidos

Padre nuestro, Padre misericordioso y lleno de amor, mira a tus hijos e hijas que a causa de la fe en tu Santo Nombre sufren persecución y discriminación en Irak, Siria, Kenia, Nigeria y tantos lugares del mundo.

Que tu Santo Espíritu les colme con su fuerza en los momentos más difíciles de perseverar en la fe.Que les haga capaces de perdonar a los que les oprimen.Que les llene de esperanza para que puedan vivir su fe con alegría y libertad. Que María, Auxiliadora y Reina de la Paz interceda por ellos y les guie por el camino de santidad.

Padre Celestial, que el ejemplo de nuestros hermanos perseguidos aumente nuestro compromiso cristiano, que nos haga más fervorosos y agradecidos por el don de la fe. Abre, Señor, nuestros corazones para que con generosidad sepamos llevarles el apoyo y mostrarles nuestra solidaridad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

SERMONES ESCOGIDOS San Juan Bta. Maria Vianney Cura de Ars (Adaptación informática DRAKE)

SERMONES ESCOGIDOS


San Juan Bta. Maria Vianney
(Adaptación informática DRAKE)

INDICE
Sobre el respeto humano; Sobre el misterio; Sobre la penitencia; Sobre las tentaciones; Sobre la limosna; Aplazamiento de la conversión; Jueves Santo; Viernes Santo; Sobre la perseverancia; Sobre la oración; CORPUS CHRISTI; Sobre la Santa Misa; Sobre la esperanza; Sobre la comunión; Sobre la virtud verdadera y la falsa; Sobre las lágrimas de Jesucristo; Sobre el orgullo; Sobre el juicio temerario; Sobre el primer precepto del decálogo; Sobre la humildad; Sobre la pureza; Deberes de los padres hacia sus hijos; Sobre la restitución.

PRESENTACION

Quien siga la lectura de estos sermones que el Santo Cura de Ars predicaba a sus rústicos feligreses, se verá arrastrado a tomar en serio la tarea de su propia santificación. Reciedumbre, sinceridad y celo por la salvación de las almas brotan de las Palabras de estos sermones sumamente sencillos, pero de doctrina clara y penetrante en toda clase de almas.
Nació Juan Bautista María Vianney en 1786, cerca de Lyon. Sus padres eran modestos labriegos. Su niñez y su mocedad fueron sacudidas por las convulsiones de la Revolución francesa y los trasiegos militares de Napoleón. Abandonó el ejército v no cejo hasta conseguir entrar en el Seminario, adonde se veía llamado por Dios de manera inexcusable.
Sus biógrafos concuerdan en afirman las dificultades que encontraba el joven seminarista para asimilar las disciplinas de humanidades y de teología. Superados con enorme esfuerzo los exámenes oportunos, fue ordenado sacerdote y regentó a lo largo de cuarenta y dos años, la parroquia del Pequeño Pueblo de Ars. Durante toda su vida de párroco tuvo tal sentido de responsabilidad y tal celo por la salvación, de las almas que, con la gracia de Dios, logró transformar su parroquia en un modelo, quizá ninguna otra vez alcanzado.
Pero la actividad sacerdotal de Vianney no se limitó sólo a sus feligreses. Desde 1830 a 1859, en que murió, muchos miles de personas de diversa condición, venidas de todos los rincones de Francia y aún de muchos países de Europa y América, acudieron a su confesonario -casi nunca vacante a ningún momento del día y de la noche- a abrir su alma a aquel humilde sacerdote para obtener el perdón de sus pecados y la rectificación de sus vidas. El Santo Cura de Ars había recibido de Dios, indudablemente, la misión de purificar un elevadísimo número de Pecadores.
Esa extraordinaria actividad de confesonario marca, precisamente, uno de los rasgos más característicos de las características y de las Preocupaciones pastorales que se reflejan en los sermones del Santo. Podencos decir que San. Juan Bautista María Vianney se nos presenta como el gran enemigo del pecado. Pocos santos han llegado a mostrar una visión tan clara de la malicia del Pecado y a concebir un horror tan grande hacia él.
En, otros eximios autores de espiritualidad cristiana Vemos con frecuencia la alusión a los consuelos y gozos del amor divino. En el Cura de Ars en cambio, el acento está constantemente en la abominación del ultraje hecho a Dios y a la persona del Salvador y a las horrorosas consecuencias que el pecado produce en las almas. A veces, parece casi ahogarse en el océano de miserias que sus oídos en las diarias v casi interminables series de confesiones que escucha en su Iglesia parroquial de Ars.
Todo ello se refleja en sus sermones de modo evidente Y explica, en parte, la personal dureza y la extremada penitencia con que el Santo trata a su propio cuerpo: «Yo les doy (a los pecadores) una pequeña penitencia y cumplo el resto en lugar de ellos», decía nuestro Santo en cierta ocasión.
La doctrina de Vianney es clara y sencilla, como era su persona y como corresponde a la generalidad de las almas a quienes iba dirigida, que eran sus feligreses rurales. Su lema de fondo, patente: la conversión del pecador, para que deje de ultrajar al Buen Dios y para que obtenga de la misericordia divina la salvación de su alma. Con frecuencia, los acentos son duros, pero llenos de caridad, en vivo diálogo con sus oyentes, a los que conoce perfectamente y ante quienes llene la autoridad de su verdadero padre y maestro, de su Buen Pastor. Es innegable la singular fuerza de sus palabras para convertir a toda clase de personas a una vida de santidad y arrepentimiento de sus pecados pasados.
Los Sermones del Santo Cura de Ars, han sido conocidos por los lectores de habla española merced, principalmente, a los tres tomos que, traducidos por el docto canónigo don José María Llovera, publicó en Barcelona, el año 1927, la editorial pontificia Eugenio Subirana.
Nuestra edición está constituida, precisamente por una selección hecha sobre la mencionada publicación. Hemos de advertir que se han suprimido algunas frases que nuestro autor repetía constantemente, como «¡Hermanos míos!», etcétera, y las consiguientes exclamaciones («¡Ah, Oh, Ay...!») propias de la oratoria de su tiempo. La gran frecuencia con que estas frases se repiten en el original era indudablemente acertado en el estilo oratorio del Santo pero, para leídas, resultan en general fastidiosas o extrañas a nuestro gusto literario actual. También se han suprimido algunos párrafos a lo largo de muchos de los sermones, por varias razones que se han juzgado oportunas y que, de haberlos dejado, en muchos casos habría requerida prolijas aclaraciones.
J. M.ª C.

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
SOBRE EL RESPETO HUMANO
Beatus qui non fuerit scandalizatus in me.
Bienaventurado el que no tomare escándalo en mí.
          (Mat., 11, 6.)

Nada más glorioso y honorífico para un cristiano, que el llevar el nombre sublime de hijo de Dios, de hermano de Jesucristo. Pero, al propio tiempo, nada más infame que avergonzarse de ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. No, no nos maraville el ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un exterior de piedad para captarse la estimación y las alabanzas de los demás, mientras que su pobre corazón se halla devorado por los más infames pecados. Quisieran, estos ciegos, gozar de los honores inseparables de la virtud, sin tomarse la molestia de practicarla. Pero maravíllenos aún menos al ver a otros, buenos cristianos, ocultar, en cuanto pueden, sus buenas obras a los ojos del mundo, temerosos de que la vanagloria se insinúe en su corazón y de que los vanos aplausos de los hombres les hagan perder el mérito y la recompensa de ellas. Pero ¿dónde encontrar cobardía más criminal y abominación más detestable que la de nosotras, que, profesando creer en Jesucristo, estando obligados por los más sagrados juramentos a seguir sus huellas, a defender sus intereses y su gloria, aun a expensas de nuestra misma vida, somos tan viles, que, a la primera ocasión, violamos las promesas que le hemos hecho en las sagradas fuentes bautismales? ¡Ah, desdichados! ¿qué hacemos? ¿Quién es Aquel de quien renegamos? Abandonamos a nuestro Dios, a nuestro Salvador, para quedar esclavos del demonio, que nos engaña y no busca otra cosa que nuestra ruina v nuestra eterna infelicidad. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! Para mejor haceros ver su bajeza, os mostraré: 1.º Cuánto ofende a Dios el respeto humano, es decir, la vergüenza de hacer el bien; 2.° Cuán débil y mezquino de espíritu manifiesta ser el que lo comete.
I.-No nos ocupemos de aquella primera clase de impíos que emplean su tiempo, su ciencia y su miserable vida en destruir, si pudieran, nuestra santa religión. Estos desgraciados parecen no vivir sino para hacer nulos los sufrimientos, los méritos de la muerte ni pasión de Jesucristo. Han empleado, unos su fuerza, otros su ciencia, para quebrantar la piedra sobre la. cual Jesucristo edificó su Iglesia. Pero ellos son los que, insensatos, van a estrellarse contra esta piedra de la Iglesia, que es nuestra santa religión, la cual subsistirá a despecho de todos sus esfuerzos.
En efecto, ¿en qué vino a parar toda la Furia de los perseguidores de la Iglesia, de los Nerones, de los Maximianos, de los Dioclecianos, de tantos otros que creyeron hacerla desaparecer de la tierra can la fuerza de sus armas? Sucedió todo lo contrario: la sangre de tantos mártires, como dice Tertuliano, sólo sirvió para hacer florecer más que nunca la religión: aquella sangre parecía una simiente de cristianos, que producía el ciento por uno. ¡Desgraciados! ¿qué os ha hecho esta hermosa y santa religión, para que así la persigáis, cuando sólo ella puede hacer al hombre dichoso aquí en la tierra? ¡Ay! ¡cómo lloran y gimen ahora en los infiernos, donde conocen claramente que esta religión, contra la cual se desenfrenaron, los hubiera llevado al Paraíso! !Pero vanos e inútiles lamentos!
Mirad igualmente a esos otros impíos que hicieron cuanto estuvo en su mano por destruir nuestra santa religión con sus escritos, un Voltaire, un Juan-Jacobo Rousseau, un Diderot, un D´Alembert, un Volney y tantos otros, que se pasaron la vida no más que en vomitar con sus escritos cuanto podía inspirarles el demonio. ¡ Ay ! mucho mal hicieron, es verdad; muchas almas perdieron, arrastrándolas consigo al infierno; pero no pudieron destruir la religión como pensaban. Lejos de quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo ha edificado su Iglesia, que ha de durar hasta el fin del mundo, se estrellaron contra ella. ¿Dónde están ahora estos desdichados impíos?  ¡Ay!  en el infierno, donde lloran su desgracia y la de todos aquellos que consigo arrastraron .
Nada digamos, tampoco, de otra clase de impíos que, sin manifestarse abiertamente enemigos de la religión de la cual conservan todavía algunas prácticas externas, se permiten, no obstante, ciertas chanzas, por ejemplo, sobre la virtud o la piedad de aquellos a quienes no se sienten con ánimos de imitar. Dime, amigo, ¿qué te ha hecho esa religión que heredaste de tus antepasados, que ellos tan fielmente practicaron delante de tus ojos, de la cual tantas veces te dijeron que sólo ella puede hacer la felicidad del hombre en la tierra, y que abandonándola, no podíamos menos de ser infelices? ¿Y a dónde piensas que te conducirán, amigo, tus ribetes de impiedad?  ¡Ay, pobre amigo! al infierno, para llorar en él tu ceguera.
Tampoco diremos nada de esos cristianos que no son tales mas que de nombre; que practican su deber de cristianos de un modo tan miserable, que hay para morirse de compasión. Los veréis que hacen sus oraciones con fastidio, disipados, sin respeto. Los veréis en la Iglesia sin devoción; la santa Misa comienza siempre para ellos demasiado pronto y acaba demasiado tarde; no ha bajado aún el sacerdote del altar, y ellos están ya en la calle. De frecuencia de- Sacramentos, no hablemos; si alguna vez se acercan a recibirlos, su aire de indiferencia va pregonando que absolutamente no saben lo que hacen. Todo lo que atañe al servicio de Dios lo practican con un tedio espantoso. ¡ Buen Dios¡ ¡qué de almas perdidas por una eternidad! ¡Dios mío!; cuán pequeño ha de ser el número de los que entran en el reino de los cielos, cuando tan pocos hacen lo que deben por merecerlo!
Pero ¿dónde están -me diréis- los que se hacen culpables de respeto humano? Atendedme un instante, y vais a saberlo. Por de pronto os diré con San bernardo que por cualquier lado que se mire el respeto humano, que es la vergüenza de cumplir los deberes de la religión por causa del mundo, todo muestra en él menosprecio de Dios y de sus gracias y ceguera del alma. Digo, en primer lugar, que la vergüenza de practicar el bien, por miedo al desprecio y a las mofas de algunos desdichados impíos o de algunos ignorantes, es un asombroso menosprecio que hacemos de la presencia de Dios, ante el cual estamos siempre y que en el mismo instante podría lanzarnos al infierno. ¿Y por qué motivo, esos malos cristianos se mofan de vosotros y ridiculizan vuestra devoción? Yo os diré la verdadera causa: es que, no teniendo virtud para hacer lo que hacéis vosotros, guardan inquina, porque con vuestra conducta despertáis los remordimientos de su conciencia; pero estad bien seguros de que su corazón, lejos de despreciaros, os profesan grande estima. Sí tienen necesidad de un buen consejo; de alcanzar de Dios alguna gracia, no creáis que acudan a los que se portan como ellos, sino a aquellos mismos de los cuales se burlaron, por lo menos de palabra. ¿Te avergüenzas, amigo, de servir a Dios, por temor de verte despreciado? Mira a Aquel que murió en esta cruz: pregúntale si se        avergonzó Él de verse despreciado y de morir de la manera más humillante en aquel infame patíbulo. ¡Ah, qué ingratos somos con Dios, que parece hallar su gloria en hacer publicar de siglo en siglo que nos ha escogido por hijos suyos! ¡Oh Dios mío!  ¡que ciego y despreciable es el hombre que teme un miserable qué dirán, y no teme ofender a un Dios tan bueno! Digo, además, que el respeto humano nos hace despreciar todas las gracias que el Señor nos mereció con su muerte y pasión. Sí, por el respeto humano inutilizamos todas las gracias que Dios nos había destinado para salvarnos. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno!
En segundo lugar, digo que el respeto humano encierra la ceguera más deplorable. ¡Ay! no paramos atención en lo que perdemos. ¡Qué desgracia para nosotros! Perdemos a Dios, al cual ninguna cosa podrá jamás reemplazar. Perdernos el cielo, con todos sus bienes y delicias. Pero hay aún otra desgracia, y es que tomarnos al demonio por padre y al infierno con todos sus tormentos por nuestra herencia y recompensa. Trocamos nuestras dulzuras y goces eternos en penas y lágrimas. ¡Ay! amigo, ¿en qué piensas? ¿Cómo tendrás que arrepentirte por toda la eternidad! ¡Oh, Dios mío! ¿ podemos pensar en ello y vivir todavía esclavos del mundo?
Es verdad- me diréis- que quien por temor al mundo no cumple sus deberes de religión es bien desgraciado, puesto que nos dice el Señor que a quien se avergonzare de servirle delante de los hombres no querrá Él reconocerle delante de su Padre el día del juicio (Math. 10, 33.). ¡Dios mío! temer al mundo; ¿porqué? sabiendo como sabemos que absolutamente es fuerza, ser despreciado del mundo para agradar a Dios. Si temías al mundo, no debías haberte hecho cristiano. Sabías bien que en las sagradas fuentes del bautismo hacías juramento en presencia del mismo Jesucristo; que renunciabas al mundo y al demonio; que te obligabas a seguir a Jesucristo llevando su cruz, cubierto de oprobios y desprecios. ¿Temes al mundo ? Pues bien, renuncia a tu bautismo, y entrégate a ese mundo, al cual tanto temes desagradar.
Pero ¿cuando es -me diréis- que obramos nosotros por respeto humano? Escucha bien, amigo mío. Es un día en que, estando en la feria, o en una posada donde se come carne en día prohibido, se te invita a comerla también; y tú, contentándote con bajar los ojos y ruborizarte, en vez de decir que eres cristiano y que tu religión te lo prohíbe, la comes como los demás, diciendo: Si no hago como ellos, se burlarán de mí ¿Se burlarán de ti, amigo? ¡Ah! tienes razón; ¡esuna verdadera lástima! -¡Oh ! es que haría aun mucho mas mal, siendo causa de todos los disparates que dirían contra la religión, que el que hago comiendo carne-. Conque ¿harías aún más mal? ¿Te parece bien que los mártires, por temor de las blasfemias y juramentos de sus perseguidores, hubiesen renunciado todos a su religión? Si otros obran mal, tanto peor para ellos. ¡ Ah ! di más bien: ¿no hay bastante con que otros desgraciados crucifiquen a Jesús con su mala conducta, para que también tú te juntes a ellos, para dar más que sufrir a Jesucristo? ¿Temes que se mofen de ti ? ¡Ah, desdichado! mira a Jesucristo en la cruz, y verás cuánto por ti ha hecho.
Conque ¿no sabes tú cuándo niegas a Jesucristo? Es un día en que, estando en compañía de dos o tres personas, parece que se te han caído las manos, o qué no sabes hacer la señal de la cruz, y miras si tienen los ojos fijos en ti, y te contentas con decir tu bendición y acción de gracias en la mesa mentalmente, o te retiras a un rincón para decirlas. Es cuando, al pasar delante de una cruz, te haces el distraído, o dices que no fué por nosotros que Dios murió en ella.
¿ No sabes tú cuándo tienes respeto humano ? Es un día en que, hallándote en una tertulia donde se dicen obscenidades contra la santa virtud de la pureza o contra la religión, no tienes valor para reprender a los que así hablan, antes al contrario, por temor a sus burlas, te sonríes. -Es que no hay- dices- otro remedio, si no quiero ser objeto de continua mofa-. ¿Temes que se mofen de ti? Por este mismo temor negó San Pedro al Divino Maestro; pero el temor no le libró de cometer con ello un gran pecado, que lloró luego toda su vida.
¿No sabes tú cuando tienes respeto humano? Es un día en que el Señor te inspira el pensamiento de ir a confesarte, y sientes que tienes necesidad de ello, pero piensas que se chancearán de ti y te tratarán de devoto. Es cuando te viene el pensamiento de ir a oír la santa Misa entre semana, y nada te impide ir; pero te dices a ti mismo que se burlarían de ti y que dirían: Esto es bueno para el que nada tiene que hacer, para los que viven de su renta.
¡Cuántas veces este maldito respeto humano te ha impedido asistir al catecismo y a la oración de la tarde! ¡Cuántas veces, estando en tu casa, ocupado en algunas oraciones o lecturas de piedad, te has escondido por disimulo, al ver que alguien llegaba! ¡Cuántas veces el respeto humano te ha hecho quebrantar la ley del ayuno o de la abstinencia, por no atreverte a decir que ayunabas o comías de vigilia! ¡Cuántas veces no te has atrevido a decir el Angelus delante de la gente, o te has contentado con decirlo para ti, o has salido del local donde estabas con otros para decirlo fuera! ¡Cuántas veces has omitido las oraciones de la mañana o de la noche por hallarte con otros que no las hacían; y todo esto por el temor de que se burlasen de ti! Anda, pobre esclavo del mundo, aguarda el infierno donde serás precipitado; no te faltará allí tiempo para echar en falta el bien que el mundo te ha impedido practicar.
¡Oh, buen Dios! ¡qué triste vida lleva el que quiere agradar al mundo y a Dios! No amigo, te engañas. Fuera de que vivirás siempre infeliz, no has de conseguir nunca complacer a Dios v al mundo; es cosa tan imposible como poner fin a la eternidad. Oye un consejo que voy a darte, y serás menos desgraciado: entrégate enteramente o a Dios o al mundo; no busques ni sigas más que a un amo; pero una vez escogido, no le dejes ya. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice Jesucristo en el Evangelio: No puedes servir a Dios v al mundo, es decir, no puedes seguir al mundo con sus placeres y a Jesucristo con su cruz? No es que te falten trazas para ser, ora de Dios, ora del mundo. Digámoslo con más claridad: es lástima que tu conciencia, qué tu corazón no te consientan frecuentar por la mañana la sagrada misa y el baile por la tarde; pasar una parte del día en la iglesia y otra parte en la taberna o en el, juego; hablar un rato del buen Dios v otro rato de obscenidades o de calumnias contra tu prójimo; hacer hoy un favor a tu vecino y mañana un agravio; en una palabra; ser bueno y portarte bien y hablar de Dios en compañía de los buenos, y obrar el mal en compañía de los malvados.
¡Ay! que la compañía de los perversos nos lleva a obrar el mal. ¡Qué de pecados no evitaríamos si tuviésemos la dicha de apartarnos de la gente sin religión!. Refiere San Agustín que muchas veces, hallándose entre personas perversas, sentía vergüenza de no igualarlas en maldad, y para no ser tenido en menos, se gloriaba aun del mal que no había cometido. ¡Pobre ciego! ¡cuán digno eres de lástima! ¡qué triste vida! ... ¡Ah, maldito respeto humano! ¡qué de almas arrastras al infierno y de cuántos crímenes eres tú la causa! ¡Cuán culpable es el desprecio de las gracias que Dios nos quiere conceder para salvarnos! ¡Cuántos y cuántos han comenzado el camino de su reprobación por el respeto humano, porque, a medida que iban despreciando las gracias que les concedía Dios, la fe se iba amortiguando en su alma; Y poco a poco iban sintiendo, menos la gravedad del pecado, la pérdida del cielo, las ofensas que pecando hacían a Dios. Así acabaron por caer en una completa parálisis, es decir, por no darse ya cuenta del infeliz estado de su alma ; se durmieron en el pecado y la mayor parte murieron en él.
En el sagrado Evangelio leemos que Jesucristo en sus misiones colmaba de toda suerte de gracias los lugares por donde pasaba. Ahora era un ciego, a quien devolvía la vista ; luego un sordo, a quien el oído; aquí un leproso, a quien curaba de su lepra; más allá un difunto, a quien restituía la vida. Con todo, vemos que eran muy pocos los que publicaban los beneficios que acababan de recibir. ¿Y por qué esto? es que temían a los judíos; porque no se podía ser amigo de los judíos y de Jesús. Y así, cuando se hallaban al lado de Jesús, le reconocían; pero cuando se hallaban con los judíos, parecían aprobarlos con su silencio. He aquí precisamente lo que nosotros hacemos: cuando nos hallamos solos, al reflexionar sobre todos los beneficios que hemos recibido del Señor, no podemos menos de testificarle nuestro reconocimiento por haber nacido cristianos, por haber sido confirmados; mas cuando estamos con los libertinos, parecemos compartir sus sentimientos, aplaudiendo con nuestras sonrisas o nuestro silencio sus impiedades: ¡Oh, qué indigna preferencia, exclama San Máximo! ¡Ah, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! ¡Qué tormento no pasará una persona que así quiere vivir y agradar a dos contrarios! Tenemos de ello un elocuente ejemplo en el Evangelio. Leemos allí que el rey Herodes se había enredado en un ardor criminal con Herodíades. Tenía esta infame cortesana una hija que danzó delante de él con tanta gracia que le prometió el rey cuanto le pidiera, aunque fuera la mitad de su reino. Guardose bien la desdichada de pedírsela, porque no era bastante; fuese a encontrar a su madre para tomar consejo sobre lo que debía pedir al rey, y la madre, más infame que su hija, presentándole una bandeja, la dijo: «Ve, y pide que te mande poner en este plato la cabeza de Juan Bautista, para traérmela. Era esto en venganza de haberle echado en cara el Bautista su mala vida. Quedóse el rey sobrecogido de espanto ante esta demanda; pues, por una parte, él apreciaba a San Juan Bautista, y le pesaba la muerte de un hombre tan digno de vivir, ¿Qué iba a hacer? ¿qué partido iba a tomar?. ¡Ah! maldito respeto humano ¿a qué te decidirás?
Herodes no quisiera decretar la muerte del Bautista; pero, por otra parte, teme que se burlen de él, porque, siendo rey, no mantiene su palabra. Ve, dice por fin el desdichado a uno de los verdugos, ve y corta la cabeza de Juan Bautista prefiero dejar que grite mi conciencia a que se burlen de mí. Pero ¡ qué horror ! al aparecer la cabeza en la sala, los ojos y la boca, aunque cerrados, parecían reprocharle su crimen y emenazandole con los más terribles castigos. Ante su vista, Herodes palidece y se estremece. ¡Ay! que el que se deja guiar por el respeto humano es bien digno de lástima.
Es verdad que el respeto humano no nos impide hacer algunas buenas obras. Pero ¡cuántas veces, en las mismas buenas obras, nos hace perder el mérito! ¡Cuántas buenas obras, que no haríamos si no esperáramos ser por ellas alabados y estimados del mundo! ¡Cuántos no vienen a la iglesia más que por respeto humano, pensando que, desde el momento en que una persona no practica ya la religión, por lo menos exteriormente, no se tiene confianza en ella, pues, como suele decirse: ¡donde no hay religión, no hay tampoco conciencia! ¡Cuántas madres que parecen tener mucho cuidado de sus hijos, lo hacen solo por ser estimadas a los ojos del mundo! ¿Cuantos, que se reconcilian con sus enemigos sólo por no perder la estima de la gente? ¡Cuántos, que no serían tan correctos, si no supiesen que en ello les va la alabanza mundana! ¡Cuántos, que son más reservados en su hablar y más modestos en la iglesia a causa del mundo! ¡Oh! ¡maldito respeto humano, qué de buenas obras echas a perder, que a tantos cristianos conducirían al cielo, y no hacen sino empujarlos al infierno!
Pero -me diréis- es que es muy difícil evitar que el mundo se entrometa en todo lo que uno hace. ¿Y qué? No hemos de esperar nuestra recompensa del mundo, sino de sólo Dios. Si se me alaba, sé bien que no lo merezco, porque soy pecador; si se me desprecia, nada hay en ello de extraordinario, tratándose de un pecador como yo, que tantas veces ha despreciado con sus pecados al Señor; muchos más merecería. Por otra parte, ¿no nos ha dicho Jesucristo: Bienaventurados los que serán despreciados y perseguidos? Y ¿quiénes son los que os desprecian? Algunos infelices pecadores, que, no teniendo el valor de hacer lo que vosotros hacéis para disimular su vergüenza quisieran que obráis como ellos; algún pobre ciego que, bien lejos de despreciaros, debiera pasarse la vida llorando su infelicidad. Sus burlas nos muestran cuán dignos son de lástima y de compasión. Son como una persona que ha perdido el juicio, que corre por las selvas, se arrastra por tierra o se arroja a los precipicios, gritando a los demás que hagan lo mismo; grite cuanto quiera, la dejáis hacer, y os compadecéis de ella, porque no conoce su desgracia. De la misma manera, dejemos a esos pobres desdichados que griten y se mofen de los buenos cristianos; dejemos a esos insensatos en su demencia; dejemos a esos ciegos en sus tinieblas; escuchemos los gritos aullidos de los réprobos, pero nada temamos, sigamos nuestro camino; el mal se lo hacen a sí mismos y no a nosotros; compadezcámoslos, y no nos separemos de nuestra línea de conducta.
¿Sabéis por qué se burlan de vosotros? Porque ven que les tenéis miedo y que por la menor cosa os sonrojáis. No es de vuestra piedad de lo que ellos hacen burla, sino de vuestra inconstancia, y de vuestra flojedad en seguir a vuestro capitán. Tomad ejemplo de los mundanos; mirad con qué audacia siguen ellos al suyo. ¿No les veis cómo hacen gala de ser libertinos, bebedores, astutos, vengativos? Mirad a un impúdico; ¿Se avergüenza acaso de vomitar sus obscenidades delante de la gente?. ¿Y por qué esto?. Porque los mundanos se ven constreñidos a seguir a su amo, que es el mundo; no piensan ni se ocupan más que en agradarle; por más sufrimientos que les cueste, nada es capaz de detenerlos. Ved aquí, lo que haríais también vosotros, si quisierais en este punto imitarlos. No temeríais al mundo ni al demonio; no buscaríais ni querríais más que lo que pueda agradar a vuestro Señor, que es el mismo Dios. Convertid conmigo en que los mundanos son mucho más constantes en todos los sacrificios que hacen para agradar a su atrio, que es el mundo, que nosotros en hacer lo que debemos para agradar a nuestro Señor, que es Dios.

II.- Pero ahora volvamos a empezar de otra manera. Dime, amigo, ¿por qué razón te mofas tú de los que hacen profesión de piedad, o, para que lo entiendas mejor, de los que gastan mas tiempo que tú en la oración, de los que frecuentan mas a menudo que tú los Sacramentos, de los que huyen los aplausos del mundo?. Una de tres: o es que consideráis a estas Personas como hipócritas, o, es que os burláis de la piedad misma o es, en fin, que os causa enojos ver que ellos valen más que vosotros.
l.° Para tratarlos de hipócritas sería preciso que hubierais leído en su corazón, y estuvieseis convencidos de que toda su devoción es falsa. Pues bien, ¿no parece natural, cuando vemos a una persona hacer alguna buena obra, pensar que su corazón es bueno y sincero?. Siendo así, ved cuán ridículos resultan vuestro lenguaje y vuestros juicios. Veis en vuestro vecino un exterior bueno, y decís o pensáis que su interior no vale nada. Os muestran un fruto bueno; indudablemente, pensáis, el árbol que lo lleva es de buena calidad, y formáis buen juicio de él. En cambio, tratándose de juzgar a las personas de bien, decís  todo lo contrario: el fruto es bueno, pero el árbol que lo lleva no vale nada. No, no, no sois tan ciegos ni tan insensatos para disparatar de esta manera.
2.º Digo, en segundo lugar, que os burláis de la piedad misma. Pero me engaño; no os burláis de tal persona porque sus oraciones son largas o frecuentes y hechas con reverencia. No, no por esto, porque también vosotros oráis (por lo menos, si no lo hacéis, faltáis a uno de vuestros primeros deberes).  ¿Es, acaso, porque ella frecuenta los Sacramentos? Pero tampoco vosotros habéis pasado el tiempo de vuestra vida sin acercaros a los santos Sacramentos; se os ha visto en el tribunal de la penitencia, se os ha visto llegaros a la sagrada mesa. No despreciáis, pues, a tal persona porque cumple mejor que vosotros sus deberes de religión, estando perfectamente convencidos del peligro en que estamos de perdernos, Y, por consiguiente de la necesidad que tenemos de recurrir a menudo a la oración y a los Sacramentos para perseverar en la gracia del Señor, Y sabiendo que después de este mundo ningún recurso queda : bien, o mal, fuerza será permanecer en la suerte que, al salir de él, nos quepa por toda la eternidad.
3.° No, nada de esto es lo que nos enoja en la persona de nuestro vecino. Es que, no teniendo el valor de imitarle, no quisiéramos sufrir la vergüenza de nuestra flojedad ; antes quisiéramos arrastrarle a seguir nuestros desordenes y nuestra vida indiferente. ¿Cuántas veces nos permitimos decir: para qué sirve tanta mojigatería, tanto estarse en la iglesia, madrugar tanto para ir a ella, y otras cosas por el estilo? ¡ Ah ! es que la vida de las personas seriamente piadosas es la condenación de nuestra vida floja e indiferente. Bien fácil es comprender que su humildad y el desprecio que ellas hacen de sí mismas condena nuestra vida orgullosa, que nada sabe sufrir, que quisiera la estimación y alabanza de todos. No hay duda de que su dulzura y su bondad para con todos abochorna nuestros arrebatos y nuestra cólera; es cosa cierta que su modestia, su circunspección en toda su conducta, condena nuestra vida mundana y llena de escándalos. ¿No es realmente esto solo lo que nos molesta en la persona de nuestros prójimos? ¿No es esto lo que nos enfada. cuando oímos hablar bien de los demás y publicar sus buenas acciones? Sí, no cabe duda de que su devoción, su respeto a la Iglesia nos condena, y contrasta con nuestra vida toda disipada y con nuestra indiferencia por nuestra salvación. De la misma manera que nos sentimos naturalmente inclinados a excusar en los demás los defectos que hay en nosotros mismos, somos propensos a desaprobar en ellos las virtudes que no tenemos el valor de practicar. Así lo estamos viendo todos los días. Un libertino se alegra de hallar a otro libertino que le aplauda en sus desórdenes; lejos de disuadirle, le alienta a proseguir en ellos. Un vengativo se complace en la compañía dé otro vengativo para aconsejarse mutuamente, a fin de hallar el medio de vengarse de sus enemigos. Pero poned una persona morigerada en compañía de un libertino, una persona siempre dispuesta a perdonar con otra vengativa; veréis cómo en seguida los malvados se desenfrenan contra los buenos y se les echan encima. ¿y por qué esto, sino porque, no teniendo la virtud de obrar como ellos, quisieran poder arrastrarlos a su parte, a fin de que la vida santa que éstos llevan no sea una continuada censura de la suya propia? Mas, si queréis comprender la ceguera de los que se mofan de las personas que cumplen mejor que ellos sus deberes de cristianos, escuchadme un momento.
¿Qué pensaríais de un pobre que tuviera envidia de un rico, si él no fuese rico sino porque no quiere serlo? No le diríais: amigo, ¿por qué has de decir mal de esta persona a causa de su riqueza? De ti solamente depende ser tan rico como ella, y aun. más si quieres. Pues de igual manera, ¿por qué nos permitimos vituperar a los que llevan una vida más arreglada que la nuestra ? Sólo de nosotros depende ser como ellos y aun mejores. El que otros practiquen la religión con más fidelidad que nosotros no nos impide ser tan honestos y perfectos como ellos, y más todavía, si queremos serlo.
Digo, en tercer lugar, que las gentes sin religión que desprecian a quienes hacen profesión de ella... ; pero, me engaño: no es que los desprecien, lo aparentan solamente, pues en su corazón los tienen en grande estima. ¿Queréis una prueba de esto? ¿A quién recurrirá una persona, aunque no tenga piedad, para hallar algún consuelo en sus penas, algún alivio en sus tristezas y dolores? ¿Creéis que irá a buscarlo en otra persona sin religión como ella? No, amigos, no. Conoce muy bien que una persona sin religión no puede consolarle, ni darle buenos consejos. Irá a los mismos de quienes antes se burlaba. Harto convencido está de que sólo una persona prudente, honesta y temerosa de Dios puede consolarlo y darle algún alivio en sus penas. ¡Cuántas veces, en efecto, hallándonos agobiados por la tristeza o por cualquiera otra miseria, hemos acudido a alguna persona prudente y buena y, al cabo de un cuarto de hora deconversación, nos hemos sentido totalmente cambiados y nos hemos retirado diciendo ¡Qué dichosos son los que aman a Dios y también los que viven a su lado! He aquí que yo me entristecía, no hacía más que llorar, me desesperaba; y, con unos momentos de estar en compañía de esta persona me he sentido todo consolado. Bien cierto es cuando ella me ha dicho: que el Señor no ha permitido esto sino por mi bien, y que todos los santos y santas habían pasado penas mayores, y que más vale sufrir en este mundo que en el otro. Y así acabamos por decir: en cuanto se me presente otra pena, no demoraré en acudir a él de nuevo en busca de consuelo. ¡Oh, santa y hermosa religión! ¡cuán dichosos son los que te practican sin reserva, y cuán grandes y preciosos son los consuelos v dulzuras que nos proporcionas... !
Ya veis, pues, que os burláis de quienes no lo merecen; que debéis, por el contrario, estar infinitamente agradecidos a Dios por tener entre vosotros algunas almas buenas que saben aplacar la cólera del Señor, sin lo cual pronto seríamos aplastados por su justicia. Si lo pensáis bien, una persona que hace bien sus oraciones, que no busca sino agradar a Dios, que se complace en servir al prójimo, que sabe desprenderse aun de lo necesario para ayudarle, que perdona de buen grado a los que le hacen alguna injuria, no podéis decir que se porte mal antes al contrario. Una tal persona no es sino muy digna de ser alabada y estimada de todo el mundo. Sin embargo, a esta persona es a quien criticáis; pero ¿ no es verdad que, al hacerlo, no pensáis lo que decís? Ah, es cierto, os dice vuestra conciencia; ella es más dichosa que nosotros. Oye, amigo mío, escúchame, y yo te diré lo que debes hacer: bien lejos de vituperar a ésta clase de personas y burlarte de ellas, has de hacer todos los esfuerzos posibles para imitarlas, unirte todas las mañanas a sus oraciones y a todos los actos de piedad que ellas hagan entre día. Pero -diréis- para hacer lo que ellas se necesita violentarse y sacrificarse demasiado. ¡Cuesta mucho trabajo!... No tanto como queréis vosotros suponer. ¿Tanto cuesta hacer bien las oraciones de la mañana y de la noche?. ¿Tan dificultoso es escuchar la palabra de Dios con respeto, pidiendo al Señor la gracia de aprovecharse?. ¿Tanto se necesita para no salir de la iglesia durante las instrucciones?. ¿Para abstenerse de trabajar el domingo?. ¿Para no comer carne en los días prohibidos y despreciar a los mundanos empeñados en perderse?
Si es que teméis que os llegue a faltar el valor, dirigid vuestros ojos a la cruz donde murió Jesucristo, y veréis cómo no os faltará aliento. Mirad a esas muchedumbres de mártires, que sufrieron dolores que no podéis comprender vosotros, por el temor de perder sus almas. ¿Os parece que se arrepienten ahora de haber despreciado el mundo y el qué dirán?
Concluyamos diciendo: ¡Cuán pocas son las personas que verdaderamente sirven a Dios !Unos tratan de destruir la religión, si fuese posible, con la fuerza de sus armas, como los reyes y emperadores paganos; otros con sus escritos impíos quisieran deshonrarla y destruirla si pudiesen; otros se mofan de ella en los que la practican ; otros, en fin, sienten deseos de practicarla, pero tienen miedo de hacerlo delante del mundo. ¡Ay! ¡qué pequeño es el número de los que andan por el camino del cielo, pues sólo se cuentan en el los que continua y valerosamente combaten al demonio y sus sugestiones, y desprecian al mundo con todas sus burlas! Puesto que esperamos nuestra recompensa y nuestra felicidad de sólo Dios, ¿por qué amar al mundo, habiendo prometido no seguir más que a Jesucristo, llevando nuestra cruz todos los días de nuestra vida? Dichoso, aquel que no busca sino sólo a DIOS...

PARA EL DIA DE NAVIDAD

SOBRE EL MISTERIO
Evangelizo vobis gaudium magnun:
natus est vobis hodie Salvator.
Vengo a daros una feliz nueva:
que os ha nacido hoy un Salvador.
    (Luc., 2, 10.)

¿A un moribundo sumamente apegado a la vida puede acaso dársele más dichosa nueva que decirle que un médico hábil va a sacarle de las puertas de la muerte? Pues infinitamente más dichosa, es la que el ángel anuncia a todos los hombres en la persona de los pastores. Sí, el demonio había inferido, por el pecado, las más crueles y mortales heridas a nuestras pebres almas. Había plantado en ellas las tres pasiones más funestas, de donde dimanan todas las demás, que son el orgullo, la avaricia, la sensualidad. Habiendo quedado esclavos de estas vergonzosas pasiones, éramos todos nosotros como enfermos desahuciados, y no podíamos esperar más que la muerte eterna, si Jesucristo, nuestro verdadero médico, no hubiese venido a socorrernos. Pero no, conmovido por nuestra desdicha, dejó el seno de su Padre y vino al mundo, abrazándose con la humillación, la pobreza y los sufrimientos, a fin de destruir la obra del demonio y aplicar eficaces remedios a las crueles heridas que nos había causado esta antigua serpiente. Sí, viene este tierno Salvador para curarnos de todos estos males, para merecernos la gracia de llevar una vida humilde, pobre y mortificada; y, a fin de mejor conducirnos a ella, quiere Él mismo darnos ejemplo. Esto es lo que vemos de una manera admirable en su nacimiento.
Veníos que Él nos prepara: 1.º con sus humillaciones y obediencia, un remedio para nuestro orgullo; 2.° con  su extremada pobreza, un remedio a nuestra afición a los bienes de este mundo, y 3.° con su estado de sufrimiento y de mortificación, un remedio a nuestro amor a los placeres de los sentidos. Por este medio, nos devuelve la vida espiritual que el pecado de Adán- nos había arrebatado; o, por mejor decir, viene a abrirnos las puertas del cielo que el pecado nos había cerrado. Conforme a esto, pensad vosotros mismos cuál debe ser el gozo y la gratitud de un cristiano a la vista de, tantos beneficios. ¿Se necesita más para movernos a amar a este tierno y dulce Jesús, que viene a cargar con todos nuestros pecados, y va a satisfacer a la justicia de su Padre por todos nosotros? ¡Oh, Dios mío ! ¿puede un cristiano considerar todas estas cosas sin morir de amor y gratitud?.

I.-Digo, pues, que la primera llaga que el pecado causó en nuestra alma es el orgullo, esa pasión tan peligrosa, que consiste en el fondo de amor y estima de nosotros mismos, el cual hace: 1.° que no queramos depender de nadie ni obedecer; 2.° que nada temamos tanto como vernos humillados a los ojos de los hombres; 3.° que busquemos todo lo que nos puede ensalzar en su estimación. Pues bien, ved lo que Jesucristo viene a combatir en su nacimiento por la humildad más profunda.
No solamente quiere Él depender de su Padre celestial y obedecerle en todo, sino que quiere también obedecer a los hombres y en alguna manera depender de su voluntad. En efecto: el emperador Augusto ordena que se haga el censo de todos sus súbditos, y que cada uno de ellos se haga inscribir en el lugar donde nació. Y vemos que, apenas publicado este edicto, la Virgen Santísima y San José se ponen en camino, y Jesucristo, aunque en el seno de su madre, obedece con conocimiento y elección esta orden. Decidme; ¿podemos encontrar ejemplo de humildad más grande v más capaz de movernos a practicar esta virtud con amor v diligencia? ¡Qué! ¿un Dios obedece a sus criaturas y quiere depender de ellas, y nosotros, miserables pecadores, que, en vista de nuestras miserias espirituales, debiéramos escondernos en el polvo, ¿podemos aun buscar mil pretextos para dispensarnos de obedecer los mandamientos de Dios y de su Iglesia a nuestros superiores, que ocupan en esto el lugar del mismo Dios? ¡Que bochorno para nosotros, si comparamos nuestra conducta con la de Jesucristo! Otra lección de humildad que nos da Jesucristo es la de haber querido sufrir la repulsa del mundo. Después de un viaje de cuarenta leguas, María y José llegaron a Belén. Con qué honor no debía ser recibido Aquel a quien esperaban hacía miles de años! Mas como venía para curarnos de nuestro orgullo y enseñarnos la humildad, permite que todo el mundo lo rechace y nadie le quiera hospedar. Ved, pues, a1 Señor del universo, al Rey de cielos y tierra, despreciado, rechazado de los hombres, por los cuales viene a dar la vida a fin de salvarnos. Preciso es, pues, que el Salvador se vea reducido a que unos pobres animales le presten su morada. ¡Dios mío! ¡qué humildad y qué anonadamiento para un Dios! Sin duda, nada nos es tan sensible como las afrentas, los desprecios y las repulsas; pero si nos paramos a considerar los que padeció Jesucristo, ¿podremos nunca quejarnos, por grandes que sean los nuestros? ¡Qué dicha para nosotros, tener ante los ojos tan hermoso modelo, al cual podemos seguir sin temor de equivocarnos!
Digo que Jesucristo, muy lejos de buscar lo que podía ensalzarle en la estima de los hombres, quiere, por el contrario, nacer en la oscuridad y en el olvido; quiere que unos pobres pastores sean secretamente avisados de su nacimiento por un ángel, a fin de que las primeras adoraciones que reciba vengan de los más humildes entre los hombres. Deja en su reposo y en su abundancia a los grandes y a los dichosos del siglo, para enviar sus embajadores a los pobres, a fin de que sean consolados en su estado, viendo en un pesebre, tendido sobre un manojo de paja; a su Dios y Salvador. Los ricos no son llamados sino mucho tiempo después, para darnos a entender que de ordinario las riquezas y comodidades suelen alejarnos de Dios. Después de tal ejemplo, ¿podremos ser ambiciosos y conservar el corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad? ¿Podremos todavía buscar la estimación y el aplauso de los hombres, si volvemos los ojos al pesebre? ¿No nos parecerá oír al tierno y amable Jesús que nos dice a todos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mat., 10. 10). Gustemos, pues, de vivir en el olvido y desprecio del mundo; nada temamos tanto, nos dice San Agustín, como los honores y las riquezas de este mundo, porque, si fuera permitido amarlas, las hubiera amado también Aquél que se hizo hombre por amor nuestro. Si Él huyó y despreció todo esto, nosotros debemos hacer otro tanto, amar lo que Él amó y despreciar lo que Él despreció: tal es la lección que Jesucristo nos da al venir al mundo, y tal es, al propio tiempo, el remedio que aplica a nuestra primera llaga, que es el orgullo. Pero hay, en nosotros una segunda llaga no menos peligrosa: la avaricia.

II.-Digo, que la segunda llaga que el pecado ha abierto en el corazón del hombre, es la avaricia, es decir, el amor desordenado de las riquezas y bienes terrenales. ¡Qué estragos causa esta pasión en el mundo! Razón tiene San Pablo en decirnos que ella es la fuente de todos los males. ¿No es, en efecto, de este maldito interés de donde vienen las injusticias, las envidias, los odios, los perjurios, los pleitos, las riñas, las animosidades y la dureza con los pobres? Según esto, ¿podemos extrañarnos de que Jesucristo, que viene a la tierra para curar las pasiones de los hombres, quiera nacer en la más grande pobreza y en la privación de todas las comodidades, aun de aquellas que parecen necesarias a la vida humana? Y por esto vemos que comienza por escoger una Madre pobre y quiere pasar por hijo de un pobre artesano; y, como los profetas habían anunciado que nacería de la familia real de David, a fin de conciliar este noble origen con su grande amor a la pobreza, permite que, en el tiempo de su nacimiento, esta ilustre familia haya caído en la indigencia. Va todavía más lejos. Maria y José, aunque hartó pobres, tenían, con todo, una pequeña casa en Nazaret; esto era todavía demasiado para Él : no quiere nacer en un lugar que le pertenezca; y por esto obliga a su santa Madre, a que haga con José un viaje a Belén en el tiempo preciso en que ha de ponerle en el mundo. ¿Pero a lo menos en Belén, patria de su padre David, no hallará parientes que le reciban en su casa? Nada de esto, nos dice el Evangelio; no hay quien le quiera recibir; todo el inundo le rechaza. Decidme, ¿a dónde irá este tierno Salvador, si nadie le quiere recibir para resguardarle de las inclemencias de la estación? No obstante, queda todavía un recurso: irse a una posada. José y María se presentan, en efecto. Pero Jesús, que todo lo tenia previsto, permitió que el concurso fuese tan grande que no quedase ya sitio para ellos. ¿A dónde irá, pues, nuestro amable Salvador? San José y la Santísima Virgen, buscando por todos los lados, divisan una vieja casucha donde se recogen las bestias cuando hace mal tiempo. ¡Oh, cielos! ¡asombraos! ¡un Dios en un establo! Podía escoger el más espléndido palacio; mas, como ama tanto la pobreza, no lo hará. Un establo será su palacio, un pesebre su cuna, un poco de paja su lecho, míseros pañales serán todo su ornamento, y pobres pastores formarán su corte.
Decidme, ¿podía enseñarnos de una manera más eficaz el desprecio que debemos tener a los bienes y riquezas de este mundo, y, al propio tiempo, la estima en que hemos de tener la pobreza y a los pobres? Venid, miserables, dice San Bernardo, venid vosotros, todos los que tenéis el corazón apegado a los bienes de este mundo, escuchad lo que os dicen este establo, esta cuna y estos pañales que envuelven a vuestro Salvador! ¡Desdichados de vosotros los que amáis los bienes de este mundo! ¡Cuán difícil es que los ricos se salven! ¿Por qué? -me preguntaréis- ¿Por qué? Os lo diré:
1.° Porque ordinariamente la persona rica está llena de orgullo; es menester que todo el mundo le haga acatamiento; es menester que las voluntades de todos los demás se sometan a la suya.
2.° Porque las riquezas apegan nuestro corazón a la vida presente: así vemos todos los días que los ricos temen en gran manera la muerte.
3.° Porque las riquezas son la ruina del amor de Dios y extinguen todo sentimiento de compasión con los pobres, o, por mejor decir, las riquezas son un instrumento que pone en juego todas las demás pasiones. Si tuviésemos abiertos los ojos del alma, ¡cuanto temeríamos que nuestro corazón se apegase a las cosas de este mundo! Si los pobres llegaran a entender bien cuánto los acerca a Dios su estado y de qué modo les abre el cielo, ¡cómo bendecirían al Señor por haberlos puesto en una posición que tanto les aproxima a su Salvador !
Si ahora me preguntáis: ¿cuáles son esos pobres a quienes tanto ama Jesucristo? Son, los que sufren su pobreza con espíritu de penitencia, sin murmurar y sin quejarse. Sin esto, su pobreza no les serviría sino para hacerlos aun más culpables que los ricos. Entonces, -me diréis- ¿qué han de hacer los ricos para imitar a un Dios tan pobre y despreciado? Os lo diré: no han de apegar su corazón a los bienes que poseen; han de emplear esos bienes en buenas obras en cuanto puedan; han de dar gracias a Dios por haberles concedido un medio tan fácil de rescatar sus pecados con sus limosnas; no han de despreciar nunca a los que son pobres, antes al contrario, han de respetarlos viendo en ellos una gran semejanza con Jesucristo. Así es cómo, con su gran pobreza, nos enseña Jesucristo a combatir nuestro apego a los bienes de este mundo; por ella nos cura la segunda llaga que nos ha causado el pecado. Pero nuestro tierno Salvador quiere todavía curarnos una tercera llaga producida en nosotros por el pecado, que es la sensualidad.
III.-Esta pasión consiste en el apetito desordenado de los placeres que se gozan por los sentidos. Esta funesta pasión nace del exceso en el comer y beber, del excesivo amor al descanso, a las regalos y comodidades de la vida, a los espectáculos, a las reuniones profanas; en una palabra, a todos los placeres que dan gusto a los sentidos. ¿ Qué hace Jesucristo para curarnos de esta peligrosa enfermedad?
Vedlo: nace en los sufrimientos, las lágrimas y la mortificación; nace durante la noche, en la estación más rigurosa del año. Apenas nacido, se le tiende sobre unos manojos de paja, en un establo. ¡Oh, Dios mío! ¡qué estado para un Dios! Cuando el Eterno Padre crió a Adán, le puso en un jardín de delicias; nace ahora su Hijo, y le pone sobre un puñado de paja. ¡Oh, Dios mío! Aquel que hermosea el cielo y la tierra, Aquel que constituye toda la felicidad de los ángeles y de los santos, quiere nacer y vivir y morir entre sufrimientos. ¿Puede acaso mostrarnos de una manera más elocuente el desprecio que debemos tener a nuestro cuerpo, y cómo debemos tratarlo duramente por temor de perder el alma? ¡Oh, Dios mío! ¡qué contradicción! Un Dios sufre por nosotros, un Dios derrama lágrimas por nuestros pecados, y nosotros nada quisiéramos sufrir, quisiéramos toda suerte de comodidades...
Pero también, ¡qué terribles amenazas no nos hacen las lágrimas y los sufrimientos de este divino Niño! «¡Ay de vosotros -nos dice Él- que pasáis vuestra vida riendo, porque día vendrá en que derramaréis lágrimas sin fin!» «El reino de los cielos -nos dice- sufre violencia, y sólo lo arrebatarán los que se la hacen continuamente.» Sí, si nos acercamos confiadamente a la cuna de Jesucristo, si mezclamos nuestras lágrimas con las de nuestro tierno Salvador, en la hora de la muerte escucharemos aquellas dulces palabras: «¡Dichosos los que lloraron, porque serán consolados!»
Tal es, pues, la tercera llaga que Jesucristo vino a curar haciéndose hombre : la sensualidad, es decir, ese maldito pecado de la impureza. ¡Con qué ardor hemos de querer, amar y buscar todo lo que puede procurarnos o conservar en nosotros una virtud que nos hace tan agradables a Dios! Sí, antes del nacimiento de Jesucristo, había demasiada distancia entre Dios y nosotros para que pudiésemos atrevernos a rogarle. Pero el Hijo de Dios, haciéndose hombre, quiere aproximarnos sobremanera a Él y forzarnos a amarle hasta la ternura. ¿Cómo, viendo a un Dios en estado de tierno infante, podríamos negarnos a amarle con todo nuestro corazón? Él quiere ser, por sí mismo, nuestro Mediador, se encarga de pedirlo todo al Padre por nosotros; nos llama hermanos e hijos suyos; ¿podía tornar otros nombres que nos inspirasen mayor confianza? Vayamos, pues, a Él plenamente confiados cada vez que hayamos pecado; Él pedirá nuestro perdón, y nos obtendrá la dicha de perseverar.
Mas, para merecer esta grande y preciosa gracia, es preciso que sigamos las huellas de nuestro modelo; que amemos, a ejemplo suyo, la pobreza, el desprecio y la pureza; que nuestra vida responda a nuestra alta cualidad de hijos y hermanos de un Dios hecho hombre. No, no podemos considerar la conducta de los judíos sin quedarnos sobrecogidos de asombro. Este pueblo estaba esperando al Salvador hacía ya cientos de años, había estado rogando siempre; movido por el deseo que tenía de recibirle; y, al presentarse, nadie se encuentra que le ofrezca un pequeño albergue; siendo Dios omnipotente vese precisado a que le presten su morada unos pobres animales. No obstante, en la conducta de los judíos, criminal como es, hallo yo, no un motivo de excusa para aquel pueblo, sino un motivo de condenación para la mayor parte de los cristianos. Sabemos que los judíos se habían formado de su libertador una idea que no se avenía con el estado de humillación en que Él se presentaba; parecían no poder persuadirle de que Él fuese el que había de ser su libertador; pues, como nos dice muy bien San Pablo: «Si los judíos le hubiesen reconocido Dios, jamás le hubieran dado muerte.» (Cor. 2, 8). Pequeña excusa es ésta para los judíos. Mas nosotros, ¿ qué excusa podemos tener para nuestra frialdad y nuestro desprecio de Jesucristo ? Sí, sin duda, nosotros creemos verdaderamente que Jesucristo apareció en la tierra, y que dio pruebas las más convincentes de su divinidad: he aquí el objeto de nuestra solemnidad. Este mismo Dios quiere, por la efusión de su gracia, nacer espiritualmente en nuestros corazones: he aquí los motivos de nuestra confianza. Nosotros nos gloriamos, y con razón, de reconocer a Jesucristo por nuestro Dios, nuestro Salvador y nuestro modelo: he aquí el fundamento de nuestra fe. Pero, con todo esto, decidme, ¿qué homenaje le rendimos? ¿Acaso hacemos por ÉL algo más que si todo esto no creyéramos? Decidme, ¿responde a nuestra creencia nuestra conducta? Mirémoslo un poco más de cerca, y veremos que somos todavía más culpables que los judíos en su ceguera y endurecimiento.

IV. Por de pronto, no hablamos de aquellos que, habiendo perdido la fe, no la profesan ya exteriormente; hablamos de aquellos que creen todo lo que la Iglesia nos enseña, y, sin embargo, nada o casi nada hacen de lo que la religión nos manda. Hagamos acerca de esto algunas reflexiones apropiadas a los tiempos en que vivimos. Censuramos a los judíos por haber rehusado un asilo a Jesucristo, a quien no conocían. Pero ¿hemos reflexionado bien, que nosotros le hacemos igual afrenta cada vez que descuidamos recibirlo en nuestros corazones por la santa comunión? Censuramos a los judíos por haberle crucificado, a pesar de no haberles hecho más que bien; y decidme, ¿a nosotros qué mal nos ha hecho? o, por mejor decir, ¿qué bien ha dejado de hacernos? Y en recompensa ¿no le hacemos nosotros el mismo ultraje cada vez que tenemos la audacia de entregarnos al pecado? Y nuestros pecados ¿no son mucho más dolorosos para su corazón que lo que los judíos le hicieron sufrir? No podemos leer sin horror todas las persecuciones que sufrió de parte de los judíos, que con ello creían hacer una obra grata a Dios. Pero ¿no hacemos nosotros una guerra mil veces más cruel a la santidad del Evangelio con nuestras costumbres desarregladas? Todo nuestro cristianismo se reduce a una fe muerta; y parece que no creemos en Jesucristo sino para ultrajarle más y deshonrarle con una vida tan miserable a los ojos de Dios. Juzgad, según esto, qué deben pensar de nosotros los judíos, y con ellos todos los enemigos de nuestra santa religión. Cuando ellos examinan las costumbres de la mayor parte de los cristianos, encuentran una gran multitud de éstos que viven poco más o menos como si nunca hubiesen sido cristianos. Me limitaré a dos puntos esenciales, que son: el culto exterior de nuestra santa religión y los deberes de la caridad cristiana. No, nada debiera sernos más humillante v más amargo que los reproches que los enemigos de nuestra fe nos echan en cara a este propósito; porque todo ello no tiende sino a demostrarnos cómo nuestra conducta está en contradicción con nuestras creencias. Vosotros os gloriáis -nos dicen- de poseer en cuerpo y alma la persona de ese mismo Jesucristo, que en otro tiempo vivió en la tierra, y a quien adoráis como a vuestro Dios y Salvador; vosotros creéis que Él baja a vuestros altares, que mora en vuestros sagrarios, que su carne, es verdadero manjar y su sangre verdadera bebida para vuestras almas; mas, si ésta es vuestra fe, entonces sois vosotros los impíos, ya que os presentáis en las iglesias con menos respeto, compostura y decencia de los que usaríais para visitar en su casa a una persona honesta. Los paganos ciertamente no habrían permitido que se cometiesen en sus templos y en presencia de sus ídolos, mientras se ofrecían los sacrificios, las inmodestias que cometéis vosotros en presencia de Jesucristo, en el momento mismo en que decís que desciende sobre vuestros altares. Si verdaderamente creéis lo que afirmáis creer, debierais estar sobrecogidos de un temblor santo.
Estas censuras son muy merecidas. ¿Qué puede pensarse, en efecto, viendo la manera como la mayor parte de los cristianos se portan en nuestras iglesias? Los unos están pensando en sus negocios temporales, los otros en sus placeres; éste duerme, a esotro se le hace el tiempo interminable; el uno vuelve la cabeza, el otro bosteza, el otro se está rascando, o revolviendo las hojas de su devocionario, o mirando con impaciencia si falta todavía mucho para que terminen los santos oficios. La presencia de Jesucristo es un martirio, mientras que se pasarán cinco o seis horas en el teatro, en la taberna, en la caza, sin que este tiempo se les haga largo; y podéis observar que, durante los ratos que se conceden al mundo y a sus placeres, no hay quien se acuerde de dormir; ni de bostezar, ni de fastidiarse. Pero ¿es posible que la presencia de Jesucristo sea tan ingrata a los cristianos, que debieran hacer consistir toda su dicha en venir a pasar unos momentos en compañía de tan buen padre? Decidme, qué debe pensar de nosotros el mismo Jesucristo, que ha querido hallarse presente en nuestros sagrarios sólo por nuestro amor, al ver que su santa presencia, que debiera constituir toda nuestra felicidad o más bien nuestro paraíso en este mundo, parece ser un suplicio y un martirio para nosotros? ¿No hay razón para creer que esta clase de cristianas no irá jamás al cielo, donde debería estar toda la eternidad en presencia de este mismo Salvador?
Vosotros no conocéis vuestra ventura cuando tenéis la dicha de presentaros delante de vuestro Padre, que os ama más que a sí mismo, y os llama al pie de sus altares, como en otro tiempo llamó a los pastores, para colmaros de toda suerte de beneficios. Si estuviésemos bien penetrados de esto, ¡con qué amor y con qué diligencia vendríamos aquí como los Reyes Magos, para hacerle ofrenda de todo lo que poseemos, es decir, de nuestros corazones y de nuestras almas! ¿No vendrían los padres y madres con mayor solicitud a ofrecerle toda su familia, para que la bendijese y le diese las gracias de la santificación? ¡Y con qué gusto no acudirían los ricos a ofrecerle una parte de sus bienes en la persona de los pobres! ¡Dios mío! ¡cuántos bienes nos hace perder para la eternidad nuestra poca fe!
Pero escuchad todavía a los enemigos de nuestra santa religión: nada digamos -continúan ellos- de vuestros Sacramentos, con respecto a los cuales vuestra conducta dista tanto de vuestra creencia como el cielo dista de la tierra. Tenéis el bautismo, por el cual quedáis convertidos en otros tantos dioses, elevados a un grado de honor que no puede comprenderse, porque supone que sólo Dios os sobrepuja. Mas ¿qué se puede pensar de vosotros, viendo cómo la mayor parte os entregáis a crímenes que os colocan por debajo de las bestias desprovistas de razón?. Tenéis el sacramento de la Confirmación, por el cual quedáis convertidos en otros tantos soldados de Jesucristo, que valerosamente sientan plaza bajo el estandarte de la cruz, que jamás deben ruborizarse de las humillaciones y oprobios de su Maestro, que en toda ocasión deben dar testimonio de la verdad del Evangelio. Y no obstante, ¿quién lo dijera?; se hallan entre vosotros yo no sé cuántos cristianos que por respeto humano no son capaces de hacer públicamente sus actos de piedad; que quizás no se atreverían a tener un crucifijo en su cuarto o una pila de agua bendita a la cabecera de su cama; que se avergonzarían de hacer la señal de la cruz antes y después de la comida, o se esconden para hacerla. ¿Veis, por consiguiente, cuán lejos estáis de vivir conforme vuestra religión os exige? Tocante a la confesión y comunión, nos decís vosotros, es verdad, que son cosas muy hermosas y muy consoladoras; pero ¿de qué manera os aprovecháis de ellas?, ¿cómo las recibís ? Para unos no son más que una costumbre, una rutina y un juego; para otros, un suplicio: no van mas que, por decirlo así, arrastrados. Mirad cómo es preciso que vuestros ministros os insten y estimulen para que os lleguéis al tribunal de la penitencia, donde se os da, según decís, el perdón de vuestros pecados, o a la sagrada mesa, donde creéis que se come el pan de los ángeles, que es vuestro Salvador. Si creyeseis lo que decís, ¿no sería más bien necesario enfrenaros, considerando cuán grande es vuestra dicha de recibir a vuestro Dios, que debe constituir muestro consuelo en este mundo y vuestra gloria en el otro? Todo esto que, según vuestra fe, constituye una fuente de gracia y de santificación, para la mayor parte de vosotros no es en realidad más que una ocasión de irreverencias, de desprecios, de profanaciones y de sacrilegios. O sois unos impíos, a vuestra religión es falsa; pues, si estuvieseis bien convencidos de que vuestra religión es santa, no os conduciríais de esta manera en todo lo que ella os manda. Vosotros tenéis, además del domingo, otras fiestas, establecidas, decís, unas para honrar lo que vosotros llamáis los misterios de vuestra religión; otras, para celebrar la memoria de vuestros apóstoles, las virtudes de vuestros mártires, que tanto se sacrificaron por establecer vuestra religión. Pero estas fiestas, estos domingos, ¿cómo los celebráis? ¿No son principalmente estos días los que escogéis para entregaros a toda suerte de desórdenes, excesos y libertinaje: ¿No cometéis más maldades en estos días, tan santos, según decís, que en todo otro tiempo? Respecto a los divinos oficios, que para vosotros son una reunión con los santos del cielo, donde comenzáis n gustar de su misma felicidad, ved el caso que hacéis de ellos; una gran parte, no asiste casi nunca; los demás, van a ellos como los criminales al tormento; ¿qué podría pensarse de vuestros misterios, a juzgar por la manera como celebráis sus fiestas? Pero dejemos a un lado este culto exterior, que, por una extravagancia singular; por una inconsecuencia llena de irreligión, confiesa y desmiente al mismo tiempo vuestra fe. ¿Dónde se halla entre vosotros esa caridad fraterna, que, según los principios de vuestra creencia, se funda en motivos tan sublimes y divinos?. Examinemos algo más de cerca este punto, y veremos si son o no bien fundados esos reproches. ¡Qué religión tan hermosa la vuestra -nos dicen los judíos y aun los mismos paganos- si practicaseis lo que ella ordena ! No solamente sois todos hermanos, sino que juntos -y esto es lo más hermoso- no hacéis más que un mismo cuerpo con Jesucristo, cuya carne y sangre os sirven de alimento todos los días; sois todos miembros unos de otros. Hay que convenir en que este artículo de vuestra fe es admirable, y tiene algo de divino. Si obraseis según vuestra fe, seríais capaces de atraer a vuestra religión todas las demás naciones; así es ella de hermosa y consoladora, y así son de grandes los bienes que promete para la otra vida. Pero lo que hace creer a todas las naciones que vuestra religión no es como decís vosotros, es que vuestra conducta está en abierta oposición con lo que ella os manda. Si se preguntase a vuestros pastores y pudiesen ellos revelar lo que hay de más secreto, nos mostrarían vuestras querellas, vuestras enemistades, vuestras venganzas, vuestras envidias, vuestras maledicencias, vuestras chismorrerías, vuestros pleitos y tantos otros vicios, qué causan horror a todos los pueblos, aun a aquellos cuya religión tanto dista, según vosotros, de la santidad de la vuestra. La corrupción de costumbres que reina entre vosotros impide a los que no son de vuestra religión abrazarla  porque, si estuvieseis bien persuadidos de que ella es buena y divina, os portaríais muy de otra manera.
¡Qué bochorno para nosotros oír de los enemigos de nuestra religión semejante lenguaje!. Pero ¿no tienen razón sobrada para usarlo?. Examinando nosotros mismos nuestra conducta, vemos positivamente que nada hacemos de lo que aquélla nos manda. Parece, al contrario, que no pertenecemos a una religión tan santa sino para deshonrarla y desviar a los que la quisieran abrazar: una religión que nos prohíbe el pecado, que nosotros cometemos con tanto gusto y al cual nos precipitamos con tal furor que parece no vivimos sino para multiplicarlo ; una religión que cada día presenta ante nuestros ojos a Jesucristo como un buen padre que quiere colmarnos de beneficios, y nosotros huimos su santa presencia, o si nos presentamos ante Él, en el templo, no es más que para despreciarle y hacernos aún más culpables; una religión que nos ofrece el perdón de nuestros pecados por el ministerio de sus sacerdotes, y, lejos de aprovecharnos de estos recursos, o los profanamos o los rehuímos; una religión que nos descubre tantos bienes en la otra vida, y nos muestra medios tan seguros y fáciles de conseguirlos, y nosotros no parece que conozcamos todo esto sino para convertirlo en objeto de un cierto desprecio y chanza de mal gusto... ¡En qué abismo de ceguera hemos caído! Una religión que no cesa nunca de advertirnos que debemos trabajar sin descanso en corregir nuestros defectos, y nosotros, lejos de hacerlo así, yendo en busca de todo lo que puede enardecer nuestras pasiones; una religión que nos advierte que no hemos de obrar sino por Dios, y siempre con la intención de agradarle, y nosotros, no teniendo en nuestras obras más que miras humanas, queriendo siempre que el mundo sea testigo del bien que hacemos, que nos aplauda y felicite por ello. ¡Oh!, Dios mío! ¡ qué ceguera y qué pobreza la nuestra!. ¡Y pensar que podríamos allegar tantos tesoros para el cielo, con sólo portarnos según las reglas que nos da nuestra religión santa!
Pero escuchad todavía cómo los enemigos de nuestra santa y divina religión nos abruman con sus reproches: decís vosotros que vuestro Jesús; a quien consideráis como vuestro Salvador, os asegura que mirará como hecho a sí propio todo cuanto hiciereis por vuestro hermano; ésta es una de vuestras creencias, por cierto, muy hermosa. Pero, si esto es así como vosotros nos decís, ¿es que no lo creéis sino para insultar al mismo Jesucristo? es que no lo creéis sino para maltratarle y ultrajarle de la manera más cruel en la persona de vuestro prójimo? Según vuestros principios, las menores faltas contra la caridad han de ser consideradas cono otros tantos ultrajes hechos a Jesucristo. Pero entonces, decid, cristianos, ¿qué nombre daremos a esas maledicencias, a esas calumnias, a esas venganzas, a esos odios con que os devoráis los unos a los otros?. He aquí que vosotros sois mil veces más culpables con la persona de Jesucristo, que los mismos judíos a quienes echáis en cara su muerte. No; las acciones de los pueblos más bárbaros contra la humanidad nada son comparadas con lo que todos los días hacemos nosotros contra los principios dé la caridad cristiana. Aquí tenéis una parte de los reproches que nos echan en rostro los enemigos de nuestra santa religión.
No me siento con fuerzas para proseguir tan triste es esto y deshonroso para nuestra santa religión, tan hermosa, tan consoladora, tan capaz de hacernos felices, aun en este mundo, mientras nos prepara una dicha infinita para la eternidad. Y si esos reproches son ya tan humillantes para un cristiano cuando no salen más que de boca de los hombres, dejo a vuestra consideración qué será cuando tengamos la desventura de oírlos de boca del mismo Jesucristo, al comparecer delante de Él, para darle cuenta de las obras que nuestra fe debiera haber producido en nosotros. Miserable cristiano -nos dirá Jesucristo (M a t.,11. 24.)- ¿dónde están los frutos de la fe con que yo había enriquecido tu alma?. ¿De aquella fe en la cual viviste y cuyo Símbolo rezabas todos los días?. Me habías tomado por tu Salvador y tu modelo. He aquí mis lágrimas y mis penitencias; ¿dónde están las tuyas?. ¿Qué fruto sacaste de mi sangre adorable, que hacía manar sobre ti por mis Sacramentos? ¿De qué te ha servido esta cruz, ante la cual tantas veces te prosternaste?. ¿Qué semejanza hay entré tú y Yo?. ¿Qué hay de común entre tus penitencias y las mías?, ¿entre tu vida y mi vida?. ¡Ah, miserable! Dame cuenta de todo el bien que esta fe hubiera producido en ti, si hubieses tenida la dicha de hacerla fructificar. Ven, depositario infiel e indolente, dame cuenta de esta fe preciosa e inestimable, que podía y debía haberte producido riquezas eternas, si no la hubieses indignamente ligado con una vida toda carnal y pagana. ¡Mira, desgraciado, qué semejanza hay entre tú y Yo! Considera mi Evangelio, considera tu fe. Considera mi humildad y mi anonadamiento, y considera tu orgullo, tu ambición y tu vanidad. Mira tu avaricia, y mi desasimiento de las cosas de este mundo. Compara tu dureza con los pobres y el desprecio que de ellos tuviste, con mi caridad y mi amor; tus destemplanzas, con mis ayunos y mortificaciones; tu frialdad y todas tus irreverencias en el templo, tus profanaciones, tus sacrilegios y los escándalos que diste a mis hijos, todas las almas que perdiste, con los dolores v tormentos que por salvarlas yo pasé. Si tú fuiste la causa de que mis enemigos blasfemasen, mi santo Nombre, yo sabré castigarlos a ellos como merecen; pero a ti quiero hacerte probar todo el rigor de mi justicia. Sí -nos dice Jesucristo-, los moradores de Sodoma y de Gomorra serán tratados con menos severidad que este pueblo desdichado, a quien tantas gracias concedí, y para quien mis luces, mis favores y todos mis beneficios fueron inútiles, pagándome con la más negra ingratitud.
Sí; los malvados maldecirán eternamente el día en que recibieron el santo bautismo, los pastores que los instruyeron, los Sacramentos que les fueron administrados. ¡Ay! ¿qué digo?, este confesonario, este comulgatorio, estas sagradas fuentes, este púlpito, este altar, esa cruz, ese Evangelio, o para que lo entendáis mejor, todo lo que ha sido objeto de su fe, será objeto de sus imprecaciones, de sus maldiciones, de sus blasfemias y de su desesperación eterna. ¡Oh, Dios mío! ¡qué vergüenza y qué desgracia para un cristiano, no haber sido cristiano sino para mejor condenarse y para mejor hacer sufrir a un Dios que no quería sino su eterna felicidad, a un Dios que nada perdonó para ello, une dejó el seno de su Padre, y vino a la tierra a vestirse de nuestra carne, y pasó toda su vida en el sufrimiento y las lágrimas, y murió en la cruz para salvarle! Dios no ha cesado -se dirá el mísero- de perseguirme con tantos buenos pensamientos, con tantas instrucciones de parte de mis pastores, con tantos remordimientos de mi conciencia. Después de mi pecado, se me ha dado a sí mismo para servirme de modelo; ¿qué más podía hacer para procurarme el cielo? Nada, no, nada más; si hubiese yo querido, todo esto me hubiera servido para ganar el cielo, que no es ya para mí. Volvamos de nuestros extravíos y tratemos de obrar mejor que hasta el presente.

MIERCOLES DE CENIZA
SOBRE LA PENITENCIA
Paenitemini igitur et convertimini,
ut deleantur peccata vestra.
Convertíos, pues, y haced penitencia,
para que sean borrados vuestros pecados
 (Actos de los Apóstoles, 3, 19).

Este es el único recurso que San Pedro propone a los judíos culpables de la muerte de Jesús. Les dice este gran apóstol: «Vuestro crimen es horrible, puesto que abusasteis de la predicación del Evangelio y de los ejemplos de Jesucristo, despreciasteis sus favores y prodigios, y, no contentos con esto, lo desechasteis y  condenasteis a la muerte más infame y cruel. Después de un crimen tal, ¿ qué otro recurso os puede quedar, si no es el de la conversión y penitencia?» A estas palabras todos los que estaban presentes prorrumpieron en llanto y exclamaron: «¡Ay! ¿qué tendremos que hacer, oh gran apóstol, para alcanzar misericordia?» San Pedro, para consolarlos, les dijo: «No desconfiéis: el mismo Jesucristo que vosotros crucificasteis, ha resucitado, y aún más, se ha convertido en la salvación de todos los que esperan en Él; murió por la remisión de todos los pecados del mundo. Haced penitencia y convertíos, y vuestros pecados quedarán borrados». Este es el lenguaje que usa también la Iglesia con los pecadores que reconocen la magnitud de sus pecados y de sean sinceramente volver a Dios.      ¡Ay! ¡Cuántos hay entre nosotros que resultan mucho más culpables que los judíos, ya que aquellos dieron muerte a Jesús por ignorancia! ¡Cuántos renegaron y condenaron a muerte a Jesucristo, despreciaron su palabra santa, profanaron sus misterios, omitieron sus deberes, abandonaron los Sacramentos y cayeron en el más profundo olvido de Dios y de la salvación de su pobre alma! Pues bien, ¿qué otro remedio puede quedarnos en este abismo de corrupción y de pecado, en este diluvio que mancilla la tierra y provoca la venganza del cielo? Ciertamente no hay otro, que la penitencia y la conversión. Decidme: ¿aún no habéis vivido bastantes años en pecado? ¿aún no habéis vivido bastante para el mundo y el demonio? ¿No es ya tiempo de vivir para Dios Nuestro Señor y para aseguraros una eternidad bienaventurada? Haga cada cual desfilar la vida pasada ante sus ojos, y veremos cuanta necesidad tenemos todos de penitencia. Mas, para induciros a ella, voy ahora a mostraros hasta qué punto las lágrimas que derramamos por nuestros pecados el dolor que por ellos experimentamos y las penitencias que hacemos, nos consuelan y nos confortan a la hora de la muerte; veremos, en segundo lugar, que, después de haber pecado, debemos hacer penitencia en este o en el otro mundo; en tercer lugar, examinaremos las maneras cómo puede uno mortificarse para hacer penitencia.

I.- Hemos dicho que nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el dolor que par los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos. Es esto muy fácil de comprender, puesto que por semejante medio tenemos la dicha de expiar nuestras culpas, o satisfacer a la justicia de Dios. Por Él merecemos nuevas gracias para que nos ayuden a tener la dicha de perseverar. Nos dice San Agustín que es necesario, de toda necesidad, que el pecado sea castigado, o por aquel que lo ha cometido, o por aquel contra el cual se ha cometido. Si no queréis que Dios os castigue, nos dice, castigaos vosotros mismos. Vemos que el mismo Jesucristo, para mostrarnos cuán necesaria nos es la penitencia después del pecado, se coloca al mismo nivel de los pecadores (Marc. 2. 16).
Nos dice Él que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de los cielos (Juan. 3, 5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia; todos pereceremos (Luc. 13. 3). Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se revelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. Y si aun queréis convenceros más de la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada Escritura, y allí veréis cómo todos cuantos pecaron y quisieron volver a Dios, derramaron abundantes lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e hicieron penitencia.
Mirad a Adán: desde que pecó se entregó a la penitencia, a fin de poder ablandar la justicia de Dios (Gen. 3. 15-5)... Mirad a David después de su pecado: por todos los ámbitos del palacio resonaban sus exclamaciones y gemidos; guardaba los ayunos hasta un exceso tal, que sus pies eran ya impotentes para sostenerle (Ps. 58, 24). Cuando, para consolarle, se le decía que, puesto que el Señor le había asegurado que estaba perdonada su gran culpa, debía moderar su dolor, exclamaba: ¡Desgraciado de mí! ¿qué es lo que he hecho? He perdido a mi Dios, he vendido mi alma al demonio; ¡ah! no, no, mi dolor durará lo que dure mi vida y me acompañará al sepulcro. Corrían sus lágrimas con tanta abundancia, que con ellas remojaba el pan que comía, y regaba el lecho donde descansaba (PS. 51, 10. y 6, 7)
¿Por qué sentimos tanta repugnancia por la penitencia, y experimentamos tan escaso dolor de nuestros pecados ? Porque no conocemos ni los ultrajes que el pecado infiere a Jesucristo, ni los males que nos prepara para la eternidad. Estamos convencidos de que después del pecado es necesaria hacer penitencia irremisiblemente. Mas ved lo que hacemos: lo guardamos para más adelante, como si fuésemos dueños del tiempo y de las gracias de Dios. ¿Quién de nosotros, si está en pecado, no temblará sabiendo que no tenemos un instante seguro? ¿quién de nosotros no se estremecerá, al pensar que hay fijada en las gracias una cierta medida, cumplida la cual Nuestro Señor no concede ya ni una más? ¿Quién de nosotros no se estremecerá al pensar que hay una medida de la misericordia, terminada la cual todo se acabó? ¿quién no temblará, al pensar que hay un determinado número de pecados después del cual Dios abandona el pecador a sí mismo? ¡Ay! cuando la medida está llena, necesariamente ha de derramarse. Después que el pecador lo ha llenado todo, es precisa que sea castigado, ¡que caiga en el infierno a pesar de sus lágrimas y de su dolor! ... ¿ Pensáis, que después de haberos arrastrado, haber rodado, haberos anegado en la más infame impureza y en las más bajas pasiones; pensáis que después de haber vivido muchos años a pesar de los remordimientos que la conciencia os sugirió para retornaros a Dios; pensáis que después dé haber vivido como libertinos e impíos, despreciando todo lo que de más santo y sagrado tiene la religión, vomitando contra ella todo lo que la corrupción de vuestro corazón ha podido engendrar; pensáis que, cuando os plazca exclamar: Dios mío, perdonadme, ¿está ya todo hecho? ¿que ya no nos queda mas que entrar en el cielo? No, no seamos tan temerarios, ni tan ciegos, esperando tal cosa. ¡Ay! en ese momento precisamente, es cuando se cumple aquella terrible sentencia de Jesucristo que nos dice: «Me despreciasteis durante vuestra vida, os burlasteis de mis leyes; mas ahora que queréis recurrir a mí, ahora que me buscáis, os volveré la espalda para no ver vuestras desdichas (Jerem., 18. 17); me taparé los oídos para no oir vuestros clamores; huiré lejos de vosotros, por temor a sentirme conmovido por vuestras lágrimas».
Para convencernos de esto, no tenemos más que abrir la Sagrada Escritura y la historia, dónde están contenidas y reseñadas las acciones de los más famosos impíos; allí veremos como tales castigos son más terribles de lo que se cree....
Mas, ¿por qué? ir tan lejos a buscar los espantosos ejemplos de la justicia de Dios sobre el pecador que ha despreciado las gracias divinas? Mirad el espectáculo que nos han ofrecido los impíos, incrédulos y libertinos del pasado siglo; mirad su vida impía, incrédula y libertina. ¿Acaso no vivieron tan desordenadamente con la esperanza de que el buen Dios les perdonaría cuando ellos quisiesen implorar perdón? Mirad a Voltaire. ¿Acaso, cuantas veces se veía enfermo, no exclamaba: misericordia? ¿No pedía, por ventura, perdón a aquel mismo Dios que cuando sano insultaba, y contra el cual no cesaba de vomitar todo lo que su corrompido corazón era capaz de engendrar? D'Alembert, Diderot, Juan - Jacobo Rousseau, al igual que todos sus compañeros de libertinaje, creían también que, cuando fuese de su gusto pedir perdón a Dios, les sería otorgado; mas podemos decirles lo que el Espíritu Santo dijo a Antíoco: «Estos impíos imploran un perdón que no les ha de ser concedido» (2 Marc., 9. 13) .
¿Y por qué esos impíos no fueron perdonados, a pesar de sus lágrimas? Esto fué porque su dolor no procedía de un verdadero arrepentimiento, ni de pesar por los pecados cometidos, ni del amor de Dios, sino solamente del temor del castigo.
¡Ay! por terribles y espantosas que sean estas amenazas, aun no abren los ojos de los que andan por el mismo camino que aquellos infelices. ¡Ay! cuán ciego y desgraciado es aquel que, siendo impío y pecador, tiene la esperanza de que algún día dejará de serlo! ¡A cuántos el demonio conduce, de esta manera al infierno! Cuando menos lo piensan, reciben el golpe de la justicia de Dios. Mirad a Saúl; él no sabía que, al burlarse de las órdenes que le daba el profeta, ponía el sello a su reprobación y al abandono, que de Dios hubo dé sufrir (1 Reg. 15. 23). Ved si pensaba Amán que, al preparar la horca para Mardoqueo; él mismo sería suspendido en ella para entregar allí su vida (Est. 7. 9). Mirad al rey Baltasar bebiendo en los vasos sagrados que su padre había robado en Jerusalén, si pensaba que aquel sería el último crimen que Dios iba a permitirle (Dan. 5. 23). Mirad aún a los dos viejos infames, si pensaban que iban a ser apedreados y de allí bajar al infierno, cuando asaron tentar a la casta Susana (Dan.,13. 61). Indudablemente que no. Sin embargo, aunque esos impíos y libertinos ignoren cuándo ha de tener fin tanta indulgencia, no dejan por eso de llegar al colmo de sus crímenes, hasta un extremo en que no pueden menos de recibir el castigo.
Pues bien, ¿ qué pensáis de todo esto, vosotros que tal vez habéis concebida el propósito espantoso de permanecer algunos años en pecado, y quizá hasta la muerte? No obstante; estos ejemplos terribles han inducido a muchos pecadores a dejar el pecado y hacer penitencia; ellos han poblado los desiertos de solitarios, llenado los monasterios de santos, religiosos, é inducido a tantos mártires a subir al patíbulo, con más alegría que los reyes al subir las gradas del trono: todo por temor de merecer los mismos castigos que aquellos de que os he hablado. Si dudáis de ello, escuchadme un momento; y si vuestro endurecimiento no llegó hasta el punto en que Dios abandona el pecador a sí mismo, los remordimientos de conciencia van á despertarse en vosotros hasta desgarraros el alma. San Juan Clímaco nos refiere (La escala Santa, grado 5º) que fué un día a un monasterio; los religiosos que en él moraban tenían tan fuertemente grabada en su corazón la magnitud de la divina justicia, estaban poseídos de un temor tal de haber llegado al punto en que nuestros pecados agotan la misericordia de Dios; que su vida hubiera sido para vosotros un espectáculo capaz de haceros morir de pavor; llevaban una vida tan humilde, tan mortificada, tan crucificada; sentían hasta tal punto el peso de sus faltas; eran tan abundantes sus lágrimas y sus clamores tan penetrantes, que, aun teniendo un corazón más duro que la piedra, era imposible impedir que las lágrimas saltasen de los ojos. Con sólo cruzar los umbrales del monasterio, nos dice el mismo Santo, presencié acciones verdaderamente heroicas...
Pues bien, ahí tenéis unos cristianos como nosotros v mucho menos pecadores que nosotros; ahí tenéis, unos penitentes que esperaban el mismo cielo que nosotros, que tenían un alma por salvar como nosotros. ¿Por qué, pues, tantas lágrimas, tantos dolores y tantas penitencias? Es que ellos sentían el gran peso de los pecados, y conocían cuán espantoso es el, ultraje que infiere a Dios el pecado ; ahí tenéis lo que hicieron los que habían comprendido cuán gran desdicha es perder el cielo. ¡Oh, Dios mío! ¿no es el mayor de todos los males ser insensible a tanta desdicha? ¡Oh, Dios mío! ¿los cristianos que me oyen teniendo la conciencia cargada de pecados y que no han de esperar otra suerte que la de los réprobos, podrán vivir tranquilos? ¡Ay! ¡cuán desdichado es el que perdió la fe!

II.- Decimos que, necesariamente, después del pecado es preciso hacer penitencia en este mundo, o bien ir a hacerla en la otra vida.
Al establecer la Iglesia los días de ayuno y abstinencia, lo hizo para recordarnos que, pecadores como somos, debemos hacer penitencia, si queremos que Dios nos perdone; y aun más, podemos decir que el ayuno y la penitencia empezaron con el mundo. Mirad a Adán; ved a Moisés que ayunó cuarenta días. Ved también a Jesucristo, que era la misma santidad, retirarse por espacio de cuarenta días en un desierto sin comer ni beber, para manifestarnos hasta qué punto nuestra vida debe ser una vida de lágrimas, de mortificación y de penitencia. ¡Desde el momento en que un cristiano abandona las lágrimas, el dolor de sus pecados y la mortificación, podemos decir que de él ha desaparecido la religión! Para conservar en nosotros la fe, es preciso que estemos siempre ocupados en combatir nuestras inclinaciones y en llorar nuestras miserias.
Voy a referir un ejemplo que os mostrará cuánta sea la cautela que hemos de poner en no dar a nuestros apetitos cuanta ellos nos piden. Leemos en la historia que había un marido cuya mujer era muy virtuosa, y tenían ambos un hijo cuya conducta en nada desmerecía de la de su madre. Madre e hijo hacían consistir su felicidad en entregarse a la oración y frecuentar los Sacramentos. Durante el santo día del domingo, después de los divinos oficios, empleábanse enteramente en hacer el bien: visitaban a los enfermos y les proporcionaban los socorros que sus posibilidades les permitían. Mientras se hallaban en casa, pasaban el tiempo dedicados a piadosas lecturas, a propósito para animarlos en el servicio de Dios. Alimentaban su espíritu con la gracia de Dios, y esto era para ellos toda su felicidad. Mas, como el padre era un impío y un libertino, no cesaba de vituperar aquel comportamiento y de burlarse de ellos, diciéndoles que aquel género de vida le desagradaba en gran manera y que tal modo de vivir era sólo propio de gente ignorante; al mismo tiempo procuraba poner a su alcance los libros más infames y más adecuados para desviarlos del camino de la virtud que tan felices seguían.
La pobre madre lloraba al oir aquella manera de hablar, y el hijo, por su parte, no dejaba tampoco de lamentarlo grandemente. Mas, tanto duraron las asechanzas, que, hallando repetidamente aquellos libros ante sus ojos, tuvieron la desgraciada curiosidad de mirar lo que ellos contenían; ¡ay! sin darse cuenta aficionáronse a aquellas lecturas llenas de torpezas contra la religión y las buenas costumbres. ¡Ay! sus pobres corazones, en otros tiempos tan llenos de Dios, pronto se inclinaron hacia el mal; su manera de vivir cambió radicalmente; abandonaron todas sus prácticas; ya no se habló más de ayunos, ni penitencias, ni confesión, ni comunión, hasta el punto de abandonar totalmente sus deberes de cristianos. Al ver aquel cambio quedó el marido muy satisfecho, por considerarlos así inclinados a su parte. Como la madre era joven aún, no pensaba entonces más que engalanarse, en frecuentar los bailes, teatros y cuantos lugares de placer estaban a su alcance.
El hijo, por su parte, seguía las huellas de su madre: convirtióse en seguida en un gran libertino, que escandalizó a su país cuanto anteriormente lo había edificado. No pensaba más que en placeres y desórdenes, de manera que madre e hijo gastaban enormemente; no tardó mucho en vacilar su fortuna. El padre, viendo que empezaba a contraer deudas, quiso saber si su caudal sería bastante para dejarlos continuar aquel género de vida a que los indujera; mas hubo de quedar fuertemente sorprendido al ver que los bienes ni tan sólo podían hacer frente a sus deudas. Entonces apoderóse de él una especie de desesperación, y, un día de madrugada, levantóse y, con toda sangre fría y hasta con premeditación, cargó tres pistolas, entró en la habitación de su mujer, y levantóle la tapa de los sesos; pasó después al cuarto de su hijo, y descargó contra él el segundo golpe; el tercero fué para sí mismo. ¡Ay, padre desgraciado! si al menos hubiese dejado a aquella pobre mujer y a ese pobre hijo en sus oraciones, sus lágrimas y sus penitencias, ellos habrían merecido el cielo, mientras que tú los has arrojado al infierno al precipitarte a ti mismo en aquellos abismos. Pues bien, ¿qué otra causa señalaremos a tan gran desdicha, sino que dejaron de practicar nuestra santa religión ?
¿Qué castigo puede compararse con el de un alma a la que Dios, en pena de sus pecados, priva de la fe? Sí, para salvar nuestras almas, la penitencia nos es tan necesaria, a fin de perseverar en la gracia de Dios, como la respiración para vivir, para conservar la vida del cuerpo. Sí, persuadámonos de una vez, que, si queremos que nuestra carne quede sometida al espíritu, a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso mortificarlo en cada uno de sus sentidos: si queremos que nuestra alma quede sometida a Dios, precisa mortificarla en todas sus potencias.
Leemos en la Sagrada Escritura que, cuando el Señor mandó a Gedeón que fuese a pelear contra los Madianitas, ordenóle hiciese retirar a todos los soldados tímidos y cobardes. Fueron muchos miles los que retrocedieron. No obstante, aun quedaron diez mil. Entonces el Señor dijo a Gedeón: Aun tienes demasiados soldados; pasa otra revista, y observa todos los que para beber tomar el agua con la mano para llevarla a la boca, pero sin detenerse; éstos son los que habrás de llevar al combate. De diez mil sólo quedaron trescientos (Iud. 7. 2-6). El Espíritu Santo nos presenta este ejemplo para darnos a entender cuán pocas son las personas que practican la mortificación, y por lo tanto, cuán pocas las que se salvarán.
Es cierto que no toda la mortificación se reduce a las privaciones en la comida y en la bebida, aunque es muy necesario no conceder a nuestro cuerpo todo lo que él nos pide, pues nos dice San Pablo: «Trato yo duramente a mi cuerpo, por temor de que, después de haber predicado a los demás, no caigo yo mismo en reprobación» (1 Cor. 9, 27).
Pero también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa mas insignificante no marcha según su voluntad y deseo; el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: «Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame» ( Luc., 9. 23). Es indudable que nunca un sensual poseerá aquellas virtudes que nos hacen agradables a Dios y nos aseguran el cielo. Si queremos guardar la más bellas de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada. Leemos en la Sagrada Escritura que, apareciéndose el ángel Gabriel al profeta Daniel, le dijo: «El Señor ha oído tu oración, porque fué hecha en el ayuno y en la ceniza » (Dan., 3. 22); la ceniza simboliza la humildad...

III.- Mas, me diréis vosotros, ¿cuántas clases de mortificaciones hay?. Vedlas aquí, hay dos: una es la interior, otra es la exterior, pero ellas van siempre juntas.
La exterior consiste en mortificar nuestro cuerpo, con todos sus sentidos.
1.°  Debemos mortificar nuestros ojos: abstenernos de mirar, ni por curiosidad, los diversos objetos que podrían inducirnos a algún mal pensamiento; no leer libros inadecuados para conducirnos por la senda de la virtud, los cuales, al contrario, no harían más que desviarnos de aquel camino y extinguir la poca fe que nos queda.
2.°  Debemos mortificar nuestro oído : nunca escuchar con placer canciones o razonamientos que puedan lisonjearnos, y que a nada conducen: será siempre un tiempo muy mal empleado y robado a los cuidados que debemos tener para la salvación de nuestra alma; nunca hemos de complacernos tampoco en dar oídos a la maledicencia y a la calumnia. Sí, debemos mortificarnos en todo esto, procurando no ser de aquellos curiosos que quieren saber todo lo que se hace, de dónde se viene, lo que se desea, lo que nos han dicho los demás.
3.°  Decimos que debemos mortificarnos en nuestro olfato: o sea, no complacernos en buscar lo que pueda causarnos deleite. Leemos en la vida de San Francisco de Borja que nunca olía las flores, antes al contrario, llevábase con frecuencia a la boca ciertas píldoras, que mascaba (Vita S. Franc. Borgiae, Cap. XV: Act. SS.,t. V., oct., p. 286); a fin de castigarse, por algún olor agradable que hubiese podido sentir o por haber tenido que comer algún manjar delicado.
4.°  En cuarto lugar, digo que hemos de mortificar nuestro paladar: no debemos comer por glotonería, ni tampoco más de lo necesario; no hay que dar al cuerpo nada que pueda excitar las pasiones; ni comer fuera de las horas acostumbradas sin una especial necesidad. Un buen cristiano no come nunca sin mortificarse en algo.
5.°  Un buen cristiano debe mortificar su lengua, hablando solamente lo necesario para cumplir con su deber, para dar gloria a Dios y para el bien del prójimo...
Nos dice San Agustín que es perfecto aquel que no peca con la lengua ( Esta sentencia la pronunció primeramente el Apóstol Santiago: « Si quis in verbo non offendit, hic perfectus est» (Jac., 3, 2)) Debemos, sobre todo, mortificar nuestra lengua cuando el demonio nos induzca a sostener pláticas pecaminosas, a cantar malas canciones, a la maledicencia y a la calumnia contra el prójimo; tampoco deberemos soltar juramentos ni palabras groseras.
6.°  Digo también que hemos de mortificar nuestro cuerpo no dándole todo el descanso que nos pide; tal ha sido, en efecto, la conducta de todas los santos.
Mortificación interior. Hemos dicho después, que debemos practicar la mortificación interior. Mortifiquemos, ante todo, nuestra imaginación. No debe dejársela, divagar de un lado a otro, ni entretenerse en cosas inútiles ni, sobre todo, dejarla que se fije en cosas que podrían conducirla al mal, como sería pensar en ciertas personas que han cometido algún pecado contra la santa pureza, o pensar en los afectos de los jóvenes recién casados: todo esto no es más que un lazo que el demonio nos tiende para llevarnos al mal. En cuanto se presentan tales pensamientos, es necesario apartarlos. Tampoco he de dejar que la imaginación se ocupe en lo que yo me convertiría, en lo que haría, si fuese... si tuviese esto, si me diese aquello, si pudiese conseguir lo otro. Todas estas cosas no sirven más que para hacernos perder un tiempo precioso durante el cual podríamos pensar en Dios y en la salvación de nuestra alma. Por el contrario, es precisa ocupar nuestra imaginación pensando en nuestros pecados para llorarlos y enmendarnos; pensando con frecuencia en el infierno, para huir de sus tormentos; pensando mucho en el cielo, para vivir de manera que seamos merecedores de alcanzarlo; pensando a menudo en la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Señor, para que tal consideración nos ayude a soportar las miserias de la vida con espíritu de penitencia.
Debemos también mortificar nuestra mente: huyendo de examinar temerariamente la posibilidad de que nuestra religión no sea buena, no esforzándonos en comprender los misterios, sino solamente discurriendo de la manera más segura acerca de cómo hemos de portarnos para agradar a Dios y salvar el alma.
Igualmente hemos de mortificar nuestra voluntad, cediendo siempre al querer de los demás cuando no hay compromisos para nuestra conciencia. Y esta sujeción hemos de tenerla sin mostrar que nos cause enojo; por el contrario, debemos estar contentos al hallar una ocasión de mortificarnos y poder así expiar los pecados de nuestra voluntad. Ahí tenéis, en general, las pequeñas mortificaciones que a todas horas podemos practicar, a las que podemos aun añadir el soportar los defectos y malas costumbres de aquellos con quienes convivimos. Es muy cierto, que las personas que no aspiran más que a procurarse satisfacción en la comida, en la bebida y en los placeres todos que su cuerpo y su espíritu puedan desear, jamás agradarán a Dios, puesto que nuestra vida debe ser una imitación de Jesucristo. Yo os pregunto ahora: ¿qué semejanza podremos hallar entre la vida de un borracho y la de Jesucristo, que empleó sus días en el ayuno y las lágrimas; entre la de un impúdico y la pureza de Jesús; entre un vengativo y la caridad de Jesucristo? y así de lo demás. ¡Ay! ¿qué será de nosotros cuando Jesucristo proceda a confrontar nuestra vida con la suya? Hagamos, pues, algo capaz de agradarle.
Hemos dicho, al principio, que la penitencia; las lágrimas y el dolor de nuestros pecados serán un gran consuelo en la hora de la muerte; de ello no os quepa duda alguna. ¡Qué dicha para un cristiano recordar, en aquel postrer momento, en que tan minucioso examen de conciencia se hace, cómo no sólo observó puntualmente los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, sino que pasó su vida en medio de lágrimas y penitencia, en el dolor de sus pecados y en una mortificación continua acerca de todo cuanto pudiera satisfacer sus gustos! Si nos quedase algún temor, bien podremos decir como San Hilarión: «¿Qué temes, alma mía? ¡tantos años hace que te ocupas en hacer la voluntad de Dios y no la tuya¡ No desconfíes, el Señor tendrá piedad de ti» (Vida de los padres del desierto, t, V, p.208).
Para que mejor lo comprendáis, voy a citaros un hermoso ejemplo. Nos cuenta San Juan Climaco (La escala santa) que cierto joven concibió un gran deseo de emplear su vida haciendo penitencia y preparándose para la muerte; no puso límites a sus mortificaciones. Cuando llegó la muerte, hizo llamar a su superior y le dijo: «¡Ah! padre mío, ¡qué consuelo para mí!. ¡Oh! cuán dichoso me siento de haber vivido en medio de las lágrimas, del dolor de mis pecados y de la penitencia. Dios, que es tan bueno, me ha prometido el cielo. Adiós, padre mío, voy a unirme a mi Dios, cuya vida he procurado imitar cuanto me ha sido posible; adiós, padre mío, os doy gracias por haberme animado a seguir este dichoso camino. ¡Qué dicha para nosotros, en aquellos momentos, será el haber vivido para Dios; el haber temido y huido el pecado, el habernos abstenido no solamente de los placeres malos y prohibidos, sino también de los inocentes y permitidos; el haber recibido frecuente y dignamente los Sacramentos, en los que tantas gracias y fuerzas habremos hallado para combatir al demonio, al mundo y a nuestras pasiones! Pero, decidme, ¿qué puede esperar, en aquella hora tremenda, el pecador, si ve ante sus ojos una vida que no es más que una cadena de crímenes? ¿Qué esperanza ha de abrigar un pecador que ha casi vivido como si no tuviese alma que salvar y como si creyese que con la muerte se acaba todo; que apenas ha frecuentado nunca los Sacramentos, y aun, al recibirlos, no hizo más que profanarlos acudiendo con malas disposiciones; un pecador que, no contento con haberse burlado y hecho menosprecio de su religión y de los que tenían la dicha de practicarla, puso además todo su esfuerzo en arrastrar a otros a seguir por la senda de la infamia y del libertinaje? ¡Ay! ¡cuál será entonces el pavor y la desesperación de ese pobre desgraciado al reconocer que tan sólo vivió para hacer sufrir a Jesucristo, perder su pobre alma y precipitarse en el infierno! ¡Qué desgracia, Dios mío y tanto más cuanto él sabía muy bien que, a haberlo querido podía obtener el perdón de sus pecados. Dios mío, ¡qué desesperación por toda una eternidad!
Traeremos aquí un admirable ejemplo que nos muestra cómo, si nos condenamos, será ciertamente porque no habremos querido salvarnos. Se refiere en la historia (Vida de los Padres, t. 1, cap. XV. San Pafnucio) que Santa Thais había sido en su juventud una de las más famosas cortesanas que ha habido en el mundo: sin embargo, era cristiana. Precipitóse en todo lo que su corazón, que era todo él una hoguera de fuego impuro, pudo desear: profanó en la disolución todo lo que, en cuanto a gracias y belleza, le concediera el cielo; hasta su propia madre fué un instrumento de que se valió el infierno para sumergirla con el más espantoso furor en tantas obscenidades, haciendo que empleara su miserable juventud abandonada a los desórdenes más infames y deshonrosos para una persona de su calidad. De sus admiradores, unos se arruinaban para ofrecerle regalos, muchos se suicidaban por no haber podido poseerla solos. En fin, los desórdenes de aquella comedianta eran el escándalo de todo el país, y un motivo de aflicción para los buenos. Dejo, pues, a vuestra consideración el mal que causaría aquella mujer, las almas que haría perder, los ultrajes que inferiría a Jesucristo por causa de las personas que arrastraba al pecado. En su juventud había sido muy bien instruida, pero sus desarreglos y la violencia de sus pasiones habían ahogado todas las verdades de la religión.
No obstante, Nuestro Señor, sabiendo hasta que punto su conversión provocaría la de muchos otros, quiso manifestar la magnitud de sus misericordias; y, lanzando una mirada compasiva, fuése É1 mismo a buscarla en medio de su torpeza la más infame. Para obrar aquel gran milagro de la gracia, valióse de un santo solitario a quien dió a conocer aquella famosa pecadora y todos sus desórdenes. Ordenóle el Señor que fuese a entrevistarse con la cortesana. Aquel solitario era San Pafnucio. Tomó un traje de caballero, proveyose de dinero, y partió para la ciudad en donde aquella mujer habitaba. Siendo llevado por el mismo Dios, pronto dió con la casa de aquella mujer y pidió ser recibido por ella.
Aquella mujer, que nada sabía ni sospechaba, le condujo a un cuarto reservado y lleno de adornos. Entonces el Santo le preguntó si había otro cuarto aun más escondido donde poder sustraerse hasta de los ojos de Dios. «¡Oh!, díjole la cortesana, ten por seguro que nadie ha de venir; mas si temes la presencia de Dios, ¿no está, por ventura, en todas partes?» Quedó el Santo muy admirado al oirla hablar así de Dios. «¡Cómo!, díjole él, ¿es decir, que conoces al buen Dios?» «Sí, contestó ella; y aun más, sé que hay un paraíso para los que le sirven con fidelidad y un infierno para los que le desprecian.» «Pero ¿cómo, le dijo el Santo, sabiendo todo esto, puedes vivir como vives, durante tantos años, preparándote tú misma un horroroso infierno?» Estas solas palabras del Santo, junto con la gracia de Dios, fueron como un rayo que derribó a nuestra cortesana, al igual que a San Pablo en el camino de Damasco. Arrojóse a sus pies, deshecha en lágrimas y suplicando la gracia de que tuviese piedad de ella, e implorase la misericordia del Señor. Manifestóse enteramente dispuesta a hacer todo cuanto él quisiese, a fin de intentar el divino perdón. No le pidió más que tres horas de plazo para poner en orden sus negocios; y al momento estaría ella en el lugar que le indicase. Habiéndole el Santo concedido el plazo pedido, congregó ella a cuantos libertinos le fué posible, de los que con ella se habían abandonado al pecado y los llevó a la plaza pública: allí, en presencia de todos, se despojó de sus galas, ordenó fuesen llevados allí los muebles que había comprado con el dinero de sus infamias, hizo de ellos un montón y le pegó fuego, sin decir nada ni dar explicación alguna de por qué obraba así. Después de esto, abandonó la plaza pública para ponerse a disposición del Santo, quien la condujo a un monasterio de recogidas. Encerróla en una celda cuya puerta selló él mismo, y rogó a una religiosa que la llevase algunos mendrugos de pan y un poco de agua. Thais preguntó al Santo qué oración debía hacer en su retiro para mover el corazón de Dios. Y el Santo le contestó : «No eres digna de pronunciar el nombre de Dios, puesto que tus labios están llenos de iniquidades, ni de elevar al cielo unas manos tan criminales. Conténtate con dirigirte hacia Oriente, y con todo el dolor de tu corazón y con toda la amargura de tu alma, di: «Oh, Vos que me criasteis, tened piedad de mí».
Esta fué toda su oración en los tres años que permaneció encerrada en aquellas cuatro paredes, durante cuyo tiempo jamás olvidó el recuerdo de sus pecados. Tal fué su llanto, de tal manera y tan cruelmente maltrató su cuerpo, que cuando San Pafnucio fué a consultara San Antonio a fin de saber si Dios la acogía bajo su misericordia, San Antonio, después de haber pasado con sus religiosos la noche en oración a tal objeto, díjole que el Señor había revelado a uno de dichos religiosos, San Pablo el Simple, que el cielo había preparado un trono radiante para la penitente Thais. Entonces el Santo, lleno de alegría y muy admirado por haber ella en tan poco tiempo satisfecho a la justicia de Dios, fuése a su encuentro para comunicarle que sus pecados estaban perdonados y que debía salir de aquella celda. Preguntóla el Santo qué era lo que había hecho durante aquellos tres años. Y ella le respondió: «Padre mío, puse mis pecados ante mis ojos como en un montón, y no cesé de llorarlos y de pedir misericordia» «Precisamente por esto, díjole San Pafnucio, y no por las demás penitencias, has cautivado el corazón de Dios». Habiendo abandonado, aquella celda para dirigirse a un monasterio, sobrevivió solamente quince días, después de los cuales voló al cielo a cantar las grandezas de la misericordia de Dios.
Este ejemplo nos muestra, con cuánta facilidad, y sin hacer ninguna de aquellas grandes penitencias, ganaríamos, si quisiésemos, el corazón de Dios. ¡Cuántos remordimientos nos atormentarán por toda una eternidad, por haber rehusado hacernos la menor violencia a fin de dejar el pecado!. Día vendrá en que veremos cómo hubiéramos podido satisfacer a la justicia de Dios, sólo con las pequeñas molestias de la vida que necesariamente hemos de sufrir en el estado en que Dios se ha servido colocarnos, si hubiésemos acertado a unir a ellas algunas lágrimas y un sincero dolor de nuestros pecados. ¡Cuánto nos pesará haber vivido y muerto en pecado, al ver que Jesucristo padeció tanto por nosotros y que su deseo hubiera sido el perdonarnos con sólo haber implorado nosotros de Él esta gracia! Dios mío, ¡cuán ciego y desgraciado es el pecador!
Tenemos la penitencia. Ved, empero, cómo eran tratados los pecadores en los primeros tiempos de la Iglesia. Los que querían reconciliarse con Dios se presentaban, el miércoles de Ceniza, en la puerta del templo, con vestiduras sucias y rasgadas. Después de haber entrado en la iglesia, se les cubría la cabeza de ceniza y se les entregaba un cilicio para que lo llevasen durante todo el tiempo de la penitencia. Luego se les mandaba que se postrasen en la tierra, mientras se cantaban los siete salmos penitenciales para implorar sobre ellos la misericordia de Dios; seguidamente se les dirigía una exhortación para inducirlos a practicar la penitencia con el mayor celo posible, esperando que así tal vez Nuestro Señor sería movido a perdonarlos.
Después de todo esto, se les advertía que se les iba a arrojar del templo con cierta violencia, a la manera como Dios arrojó a Adan del paraíso después de haber pecado. Apenas tenían tiempo de salir cuando se cerraba tras ellos la puerta del templo. Y si deseáis saber cómo pasaban aquel tiempo y cuánto duraba aquella penitencia, vedlo aquí: primeramente, quedaban obligados a vivir en el retiro o bien emplearse en los más duros trabajos; según el número y gravedad de sus pecados, se les asignaban determinados días de la semana en los cuales debían ayunar a pan y agua; durante la noche y postrados en tierra; tenían largas horas de oración; dormían sobre duras tablas; por la noche levantábanse varias veces a llorar sus pecados. Se les hacía pasar por diferentes grados de penitencia; los domingos, presentábanse a las puertas del templo ciñendo el cilicio, con la cabeza cubierta de ceniza,, permaneciendo fuera, expuestos a la intemperie; postrábanse ante los fieles que entraban en la iglesia, y, con lágrimas, conjurábanlos a rogar por ellos. Pasado algún tiempo, se les permitía acudir a escuchar la palabra de Dios; mas, en cuanto había terminado el sermón, se les arrojaba del templo; muchos, solamente a la hora de la muerte, eran admitidos a recibir la gracia de la absolución. Y aun miraban esto como una muy apreciable gracia que la Iglesia les hacía después de haber pasado diez, veinte años o a veces más, en las lágrimas y la penitencia. Así es como se portaba la Iglesia, en otro tiempo, con aquellos pecadores que querían convertirse de veras.
Si deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os diré que todos, desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís un ejemplo, aquí tenéis uno en la persona del emperador Teodosio. Habiendo pecado aquel príncipe, más por sorpresa que por malicia, San Ambrosio le escribió diciéndole : «Esta noche he tenido una visión en la que Dios me ha hecho ver a vuestra persona encaminándose al templo, y me ha ordenado que os prohibiese la entrada». Al leer aquella carta, el emperador lloró amargamente; sin embargo, fué a postrarse ante las puertas del templo como de ordinario, con la esperanza de que sus lágrimas y su arrepentimiento moverían al Santo obispo. San Ambrosio, al verle venir, le dijo: «Deteneos, emperador, sois indigno de entrar en la casa del Señor». Respondióle el emperador: «Es verdad, mas también pecó David, y el Señor le perdonó». «Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que le habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia». A estas palabras, el emperador, sin replicar más, retiróse a su palacio, dejó sus ornamentos imperiales, postróse con la faz en tierra, y abandonóse a todo el dolor de que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin poner los pies en el templo. Al ver que sus criados se dirigían a la iglesia en tanto que él se hallaba privado de concurrir allí, oíasele dar unos clamores capaces de mover los corazones más endurecidos. Cuando le fué permitido asistir a las preces públicas, no se ponía de pie o arrodillado como los demás, sino postrado, la faz en tierra, de la manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo de su pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí tenéis lo que hizo un emperador que no quería perder su alma.
¿Qué hemos de sacar de aquí? Vedlo: ya que es necesario de toda necesidad llorar nuestros pecados, y hacer penitencia en este mundo o en el otro, escojamos la menos rigurosa y la más corta. ¡Qué pena llegar a la hora de la muerte sin haber hecho nada para satisfacer a la justicia de Dios! ¡Qué desgracia haber perdido tantos medios como tuvimos cuando, al sufrir algunas miserias, si las hubiésemos aceptado por Dios, nos habrían merecido el perdón! ¡Qué desgracia haber vivido en pecado, esperando siempre librarnos de él, y morir sin haberlo hecho! Tomemos, pues, otro camino que nos será más consolador en aquel momento: cesemos de obrar mal; comencemos a llorar nuestros pecados, y suframos todo aquello que el buen Dios tenga a bien enviarnos. Que nuestra vida sea una vida de arrepentimiento por nuestros pecados y de amor a Dios, a fin de que tengamos la dicha de ir a unirnos a Él por toda una eternidad...

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA
SOBRE LAS TENTACIONES
Ductus est Iesus in desertum a Spiritu Satncto,
ut tentaretur a diabolo.
Jesús fué llevado al desierto por el Espíritu Santo
para ser allí tentado por el demonio.
     (Mat., 4, 1).

Que Jesucristo escogiese el desierto para orar, es cosa que no ha de admirarnos, puesto que en la soledad hallaba todas sus delicias; que fuese conducido allí por el Espíritu Santo, aun debe sorprendernos menos, ya que el Hijo de Dios no podía tener otro conductor que el Espíritu Santo. Pero que sea tentado por el demonio, que sea llevado diferentes veces por ese espíritu de tinieblas, ¿quién se atrevería a creerlo, si no fuese el mismo Jesucristo quien nos 1o dice por boca de San Mateo? Sin embargo, lejos de extrañarnos de ello, hemos de alegrarnos y dar gracias a nuestro buen Salvador, que quiso ser tentado para merecernos la victoria que habíamos de alcanzar en nuestras tentaciones. ¡Dichosos nosotros! ¡Desde que este dulce Salvador quiso ser tentado, no tenemos más que querer salir victoriosos para vencer. Tales son las grandes ventajas que sacamos de la tentación del Hijo de Dios.
¿Cuál es mi propósito? Aquí lo tenéis: es mostraros: 1.° Que la tentación nos es muy necesaria para ayudarnos a conocer lo que somos ; 2.° Que hemos de temer en gran manera la tentación, pues el demonio es muy fino y astuto, y por una sola tentación, si tenemos la desgracia de sucumbir, podemos precipitarnos a lo profundo del infierno; 3.° Hemos de luchar valerosamente hasta el fin, ya que sólo mediante esta condición alcanzaremos el cielo.
Entretenerme ahora en querer demostraros que existen demonios para tentarnos, parecería suponer que estoy hablando ante idólatras o paganos, o, si queréis, dirigiéndome a unos cristianos sumidos en la más miserable y crasa ignorancia; pareceríame estar yo persuadido de que nunca conocisteis el catecismo. En vuestra infancia se os preguntaba si todos los ángeles permanecieron fieles a Dios, y respondíais vosotros negativamente; una parte de ellos, en efecto, se rebelaron contra Dios y fueron echados del cielo y arrojados al infierno. Se os preguntaba además: ¿En qué se ocupan esos ángeles rebeldes? Y contestabais vosotros, que su ocupación es la de tentar a los hombres, y desplegar todos sus esfuerzos para inducirles al mal. De todo esto tengo yo, empero, mayor copia de pruebas que vosotros. Sabéis, en efecto, que fué el demonio quien tentó a nuestros primeros padres en el paraíso terrenal (Gen., 3. 1), en donde alcanzó nuestro enemigo su primera victoria, la cual, por cierto, contribuyó a hacerle más fiero y orgulloso. El demonio fué quien tentó a Caín, llevándole a matar a su hermano Abel (Gen., 4. 8). Leemos en el Antiguo Testamento (Job., 1. 7) que el Señor dijo a Satán: «¿ De dónde vienes?» «Vengo, respondió el demonio, de dar la vuelta al mundo». Prueba evidente de que el demonio está rondando por la tierra para tentarnos. Leemos en el Evangelio que, después de haber Magdalena confesado sus pecados a Jesucristo, salieron de su cuerpo siete demonios (Luc., 7. 2). Vemos además, en otra parte del Evangelio, que, al salir el espíritu impuro del cuerpo de un infeliz, dijo: «Volveré a entrar en él con otros demonios peores que yo» (Luc., 6. 2). No es, empero, todo esto lo que más necesitáis saber; ninguno de vosotros duda de ello; ha de resultar más provechoso haceros conocer la manera de cómo el demonio puede tentaros.
Para penetrar bien la necesidad de rechazar la tentación, preguntad a los cristianos condenados cuál es la causa de hallarse en el infierno, ellos que fueron creados para el cielo: todos os responderán que fué porque, al ser tentados, sucumbieron a la tentación. Id, además, a interrogar a todos los Santos que triunfan en el cielo, qué cosa les ha procurado aquella felicidad; y os contestarán todos: es que al ser tentados, con la gracia de Dios, resistimos a la tentación y despreciamos al tentador. Pero, me dirá tal vez alguno de vosotros, ¿qué cosa es ser tentado ? Amigos míos, vedlo aquí, escuchad bien y vais a verlo y comprenderlo: cuando os sentís inducidos a hacer algo prohibido por Dios, o a omitir lo que É1 os ordena o prescribe, es que el demonio os tienta. Dios quiere que por la mañana y por la noche practiquéis bien vuestras oraciones, arrodillados y con gran respeto. Dios quiere que empleéis santamente el domingo, dedicándolo a orar, es decir, a asistir a las funciones u oficios; que en tal día os abstengáis de toda clase de trabajos serviles. Dios quiere que los hijos tengan un profundo respeto a sus padres y a sus madres; así como que los criados lo tengan a sus señores. Dios quiere que arriéis, a todos, que hagáis bien a todos, sin excluir ni a los mismos enemigos ; que no comáis carne los días prohibidos; que tengáis mucha diligencia en instruiros acerca de vuestros deberes; que perdonéis de todo corazón a los que os injuriaron. Dios quiere que no soltéis malas palabras, que no os dejéis llevar de la maledicencia, que no levantéis calumnias, que no digáis palabras torpes, que no cometáis jamás actos vergonzosos: todo esto se comprende fácilmente.
Si, a pesar de que el demonio os haya tentado a hacer lo que Dios os tiene prohibido, no lo realizáis, entonces no caéis en la tentación; sí, en cambio, lo realizáis, entonces sucumbís a la tentación. O, si queréis aun comprenderlo mejor, antes de consentir en lo que el demonio os quiere inducir a cometer, pensad si a la hora de la muerte querríais haberlo hecho, y veréis cómo vuestra conciencia clamará.
¿Sabéis por qué el demonio es tan ávido de llevarnos a obrar mal? Pues, porque, no pudiendo despreciar a Dios en sí mismo, lo desprecia en sus criaturas. Pero, ¡dichosos nosotros! ¡qué ventura para nosotros tener a un Dios por modelo! ¿Somos pobres?, tenemos a un Dios que nace en un pesebre, recostado en un montón de paja. ¿Somos despreciados? Tenemos a un Dios que en ello nos lleva la delantera, que fué coronado de espinas, investido de un vil manto de escarlata, y tratado como un loco. ¿Nos atormentan las penas y sufrimientos? Tenemos ante nuestros ojos a un Dios cubierto de llagas, y que muere en medio de unos dolores tales que escapan a nuestra comprensión. ¿Sufrimos persecuciones? pues bien, ¿cómo nos atreveremos a quejarnos, cuando tenemos a un Dios que muere por sus propios verdugos? Finalmente ¿padecemos tentaciones del demonio? Tenemos a nuestro amable Redentor que fué también tentado por el demonio, y llevado dos veces por aquel espíritu infernal; de manera que en cualquier estado de sufrimientos, de penas o de tentaciones en que nos hallemos, tenemos siempre y en todas partes a nuestro Dios marchando delante de nosotros, y asegurándonos la victoria cuantas veces lo deseemos de veras.
Mirad lo que ha de consolar en gran manera a un cristiano : el pensar que, al sufrir una tentación, tiene la seguridad de que cuantas veces recurrirá a Dios, no ha de sucumbir a los embates del demonio.

I.- Hemos dicho que la tentación nos era necesaria para hacernos sentir nuestra pequeñez. San Agustín nos dice que debemos dar gracias a Dios, tanto de los pecados de que nos preservó como de los que tuvo la caridad de perdonarnos. Si tenemos la desgracia de caer tan frecuentemente en los lazos del demonio, es porque fiamos más en nuestros buenos propósitos y promesas que en la asistencia de Dios. Esto es muy exacto. Cuando nada nos desazona, y va todo a la medida de nuestros deseos, nos atrevemos a creer que nada ha de ser capaz de hacernos caer; olvidamos nuestra pequeñez y nuestra debilidad; hacemos las más gallardas protestas de que estamos prestos a morir antes que a dejarnos vencer. Vemos de esto un elocuente ejemplo en San Pedro, quien dijo al Señor: «Aunque todos los demás os negaren, yo no os negaré jamás» (Math., 31. 33). Y ¡ay! el Señor, para mostrarle cuán poca cosa es el hombre, abandonado a sí mismo, no tuvo necesidad de servirse de reyes, ni de príncipes, ni de armas, sino solamente de la voz de una criada que, por otra parte, parecía hablar con mucha indiferencia. Poco ha, estaba el pronto a morir por su Maestro, y ahora asegura no conocerle ni saber de quién se trata; y, para mejor convencer a los circunstantes, lo atestigua con juramento. Dios mío, ¡de qué somos capaces, abandonados a nuestras solas fuerzas! Hay personas que, si hemos de creerlas, parecen hasta sentir envidia de los santos que tantas penitencias hicieron; les parece que sin dificultad podrían hacer otro tanto. Al leer la vida de ciertos mártires, afirmamos que seríamos capaces de sufrir todo aquello por Dios. Aquellas horas pronto pasaron, decimos, y viene después una eternidad de dicha. Mas ¿qué hace el Señor para enseñarnos un poco a conocernos, o mejor, para mostrar que nada somos? Pues aquí lo veréis: permite al demonio llegarse un poco más cercano a nosotros. Oíd a aquel cristiano que no ha mucho envidiaba a los solitarios que se alimentaban de hierba, y raíces, y formaba el gran propósito de tratar duramente su cuerpo; ¡ay! un ligero dolor de cabeza, la picadura de un alfiler le hacen quejarse a grito batiente; se pone frenético, exhala clamores; no ha mucho estaba presto a padecer todas las penitencias de los anacoretas, y una pequeñez le desesperaba. Mirad a aquel otro que parece está presto a dar la vida por su Dios, y que ningún tormento es capaz de detenerle: la más leve murmuración, una calumnia, hasta un papel algo frío, una pequeña desconsideración de parte de los demás, un favor pagado con ingratitud, provocan en seguida en su ánimo sentimientos de odio, de venganza, de aversión, hasta el punto de llegar a veces a no querer ver jamás a su prójimo o a lo menos a tratarle con frialdad, con un aire que revela indudablemente lo que pasa en su corazón; y ¡cuántas veces esas ofensas le quitan el sueño o se le representan con el primer pensamiento al despertarse! ¡cuán poca cosa somos y en cuán poco hemos de tener todos nuestros más bellos propósitos!
Ya veis, pues, cómo nada hay tan necesario como la tentación para mantenernos en la conciencia de nuestra pequeñez, e impedir que nos domine el orgullo. Escuchad lo que nos dice San Felipe Neri, cuando, al considerar nuestra extrema debilidad y el peligro en que nos hallamos de perdernos a cada momento, se dirigía al Señor, derramando lágrimas y diciéndole: «Dios mío, sostenedme con mano firme, ya sabéis que soy un traidor, ya conocéis cuán malo soy: si me abandonáis un solo momento, temo haceros traición».
Mas, pensaréis tal vez, ¿quienes son los más tentados? ¿no son los borrachos, los maldicientes, los impúdicos, que se abandonan desenfrenadamente a sus obscenidades, un avaro, que no repara en medios para enriquecerse? No, no son ésos; al contrario, el demonio los desprecia, o bien los aguanta por temor de que dure poco tiempo su maldad, ya que cuanto más vivirán, tanto mayor número de almas arrastrarán al infierno con sus malos ejemplos. En efecto, si el demonio hubiese apretado a ese viejo impúdico, hasta el punto de abreviar sus días en quince o veinte años, no habría podido robar la flor de la virginidad a aquella joven que él sepultó en el más infame cenagal de la impureza, no habría tampoco seducido a aquella mujer, o no habría enseñado la maldad a ese joven, que tal vez continuará en su iniquidad hasta la muerte. Si el demonio hubiese llevado a ese ladrón a robar a todo trance, seguramente que al poco tiempo habría subido al patíbulo, y ahora no induciría a su vecino a obrar como él. Si el demonio no hubiese inducido a ese borracho a beber vino sin cesar, haría ya mucho tiempo que hubiera padecido en la crápula; mientras que, alargando sus días, aumentó el número de sus imitadores. Si el demonio hubiese quitado la vida a ese músico, a ese danzante, a ese tabernero, en una riña o en cualquiera otra ocasión, ¡cuántos serían los que, sin el concurso de esa gente, habríanse librado de la condenación! San Agustín nos enseña que el demonio no atormenta mucho a esa clase de personas; al contrario, las desprecia y escupe sobre ellas. Pero, me diréis, ¿quiénes son pues, los más tentados? Amigos míos, vedlo aquí, atended bien. Son los que están prestos, con la gracia de Dios, a sacrificarlo todo para su salvación de su pobre alma; que renuncian a todo lo que en el mundo se desea con tanto afán. No es un demonio solo quien los tienta, sino que a millones caen sobre ellos para hacerlos dar en sus lazos: ahí tenéis de ello un magnífico ejemplo. Cuéntase en la historia que San Francisco de Asís estaba reunido con sus religiosos en un gran campo donde habían construído unas casitas de junco. Viendo San Francisco que hacían tan extraordinarias penitencias, ordenóles que trajeran todos sus instrumentos de mortificación; recogiéronse montones grandes como pajares. Había allí en dicha ocasión un joven a quien Dios concedió se le hiciese visible su ángel de la guarda: por un lado veía a aquellos buenos religiosos que no podían saciarse en su afán de penitencias; por otro lado, su ángel de la guarda hízole ver una reunión de dieciocho mil demonios, que estaban deliberando acerca de cómo podrían vencer a aquellos religiosos con tentaciones. Hubo uno de ellos que dijo: «Vosotros no lo comprendéis, esos religiosos son tan humildes, ¡ah! ¡hermosa virtud! tan desprendidos de sí mismos, tan unidos a Dios; tienen un superior que los guía tan bien, que resulta imposible poderlos vencer; esperemos a que muera el superior y entonces procuraremos la entrada de jóvenes sin vocación que introducirán el relajamiento, y por este medio serán nuestros». Un poco más lejos, al entrar en la ciudad, vió a un demonio solo, sentado sobre las puertas de la misma para tentar a los que estaban dentro. Aquel santo preguntó a su ángel de la guarda: ¿”por qué motivo, para tentar a los religiosos, había tantos millares de demonios, mientras que para una ciudad entera había tan sólo uno y aun estaba sentado”? Contestóle el ángel bueno que las gentes del mundo no necesitaban ser tentadas, pues ya se portaban mal por su propia iniciativa e impulso; mientras que los religiosos obraban el bien a pesar de todos los lazos y de los combates que el demonio los provocase.
¿Sabéis cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano. No se atreve a mostrarse en público, ocúltase de las personas con las cuales en otro tiempo había compartido sus placeres; si se le hace notar que ha cambiado mucho, ¡se avergüenza! El qué dirán está siempre fijo en su mente, de tal manera que no tiene valor de obrar el bien delante del mundo. Si el demonio no puede ganarla mediante el respeto humano, entonces le hace concebir un extraordinario temor: que sus confesiones no fueron bien hechas, que su confesor no la comprende; que, por más que haga, será irremisiblemente condenada; que tanto da dejarlo todo como continuar, puesto que las ocasiones son muchas. ¿Por qué será que cuando una persona no piensa en salvar su alma, cuando vive en pecado, no es tentada en nada ; mas, en cuanto se propone cambiar de vida, es decir cuando desea entregarse a Dios, todo el infierno se precipita sobre ella? Escuchad lo que va a deciros San Agustín: «Ved, nos dice, de qué manera se porta el demonio con los pecadores: hace como un carcelero que tiene varios presos encerrados en su prisión; guardando la llave en el bolsillo, los deja muy libres, seguro de que no se le escaparán. Esta es su manera de obrar con un pecador que no piensa en salir del pecado: no se molesta en tentarlo; lo consideraría tiempo perdido, ya que no solamente no piensa en dejarlo, sino que refuerza cada día más las cadenas que le atan: sería pues inútil tentarle; déjale vivir en paz, si en alguna manera es compatible la paz con el pecado. Ocúltale, todo lo posible, el estado en que se halla, hasta la hora de la muerte, en que procura presentarle la pintura más espantosa de su vida, para sumirle en la desesperación. Mas, en cuanto una persona ha resuelto cambiar de vida para entregarse a Dios, entonces ya es otra cosa». Mientras San Agustín vivió en el desorden, ni se dió cuenta de lo que era ser tentado. Nos cuenta él mismo que se creía en paz; pero desde el momento en que quiso volver la espalda al demonio, fué preciso luchar con el maligno espíritu hasta rendirse de fatiga: lo cual duró nada menos que cinco años; derramó las lágrimas más amargas, practicó las más austeras penitencias. «Debatíame con él, dice, en medio de las ligaduras que me sujetaban. Hoy reputábame victorioso, y mañana estaba otra vez rendido. Aquella guerra cruel y porfiada duró cinco años. Sin embargo -nos dice- hízome Dios la gracia de que saliese vencedor de mi enemigo», Ved aún las luchas que hubo de sostener San Jerónimo cuando quiso entregarse a Dios, determinando visitar la Tierra Santa. Estando en Roma, concibió un nuevo deseo de trabajar por su salvación. Al dejar la ciudad de Roma, fué a sepultarse en un espantoso desierto, para entregarse a todo lo que su amor a Dios le inspirase. Entonces el demonio, previendo que su conversión sería la causa de muchas otras, parecía reventar de desesperación. No hubo género de tentación a que no le sometiese. No creo haya habido otro santo más tentado que el. Oíd en qué términos escribía a uno de sus amigos (Epist. 22ª ad Eustoquium) : «Mi caro amigo, voy a comunicarte cuál es mi aflicción y el estado a que el demonio quiere reducirme. ¡Cuántas veces, en esta vasta soledad que los ardores del sol hacen insoportable, cuántas veces, han venido a asaltarme los placeres de Roma! el dolor y la amargura de que está llena mi alma, hácenme derramar, noche y día, torrentes de lágrimas. Voy a ocultarme en los lugares más reservados para combatir mis tentaciones y llorar mis pecados. Mi cuerpo está totalmente desfigurado y cubierto de un áspero cilicio. No tengo otra cama que la tierra desnuda, ni otros alimentos que raíces crudas y agua, hasta cuando estoy enfermo. A pesar de tales rigores, mi cuerpo acaricia aún el Pensamiento de los placeres infames de que Roma está infectada; mi espíritu se halla todavía en medio de aquellas bellas compañías donde tanto ofendí a Dios. Y, sin embargo, en este desierto al cual yo me he condenado para evitar el infierno, entre estas rutas sombrías donde sólo me acompañan escorpiones y bestias feroces, a pesar de todos los horrores de que estoy rodeado y atemorizado, mi espíritu abrasa el impuro fuego a mi cuerpo, muerto ya antes que yo; aun el demonio se atreve a ofrecerle placeres para deleitarse. Viéndome tan humillado por tentaciones cuyo solo pensamiento me hace morir de horror, no acertando a hallar otros rigores que ejercer contra mi cuerpo a fin de mantenerlo sumiso a Dios, me arrojo en tierra a los pies del crucifijo, regándolo con mis lágrimas, y cuando ellas me faltan, tomo un guijarro y con él golpeo mi pecho hasta que la sangre sale por la boca, clamando misericordia hasta que el Señor tenga piedad de mí. ¿Quién podrá comprender cuán miserable sea mi estado, deseando yo tan ardientemente agradar a Dios y servirle a Él sólo? ¡Qué dolor para mi el verme continuamente inclinado a ofenderle!  ¡Ayúdame, amigo querido, con el auxilio de tus oraciones, a fin de que sea yo más fuerte para rechazar al demonio, que ha jurado mi eterna perdición!»
Ya veis a qué luchas permite Dios queden expuestos sus grandes santos. ¡Cuán dignos seremos de compasión, si no nos vemos fuertemente atacados por el demonio! Entonces, según todas las apariencias, somos los amigos del maligno espíritu: él nos deja vivir en una falsa paz, nos adormece bajo el pretexto de que hicimos ya algunas oraciones, algunas limosnas, de que hemos cometido muchas menos pecados que otros. Según tal modo de discurrir o ver las cosas, si preguntáis a ese parroquiano de la taberna si el demonio le tienta, os responderá sencillamente que no, que nada le inquieta. Interrogad a esa joven vanidosa cuáles son sus luchas, y os contestará riendo que no sostiene ninguna, ignorando totalmente en qué consiste ser tentado. Esta es la tentación más espantosa de todas: no ser tentado; este es él estado de aquellos que el demonio guarda para el infierno. Me atreveré a deciros que se guarda bien de tentarlos ni atormentarlos acerca de su vida pasada, temiendo no abran los ojos ante sus pecados.
Repito, pues, que el peor mal para todo cristiano, es el no ser tentado, ya que da lugar a creer que el demonio le considera ya cosa suya, v aguarda solo la hora de la muerte para arrastrarle al infierno. Lo cual es muy verosímil. Observad a un cristiano que mire algo por la salvación de su alma: todo cuanta le rodea le incita al mal; a pesar de todas sus oraciones y penitencias, muchas veces apenas puede levantar sus ojos sin ser tentada; y en cambio, un empedernido pecador, quien tal vez se habrá arrastrado o revolcado por espacio de veinte años o más en el lodazal de sus torpezas, dirá que no es tentado.
¡ Tanto peor, amigo mío, tanto peor! Esto es precisamente lo que debe hacerte temblar, pues ello indica que no conoces las tentaciones; decir que no eres tentado, es como afirmar que no existe el demonio, o bien que ha perdido toda su rabia contra los cristianos. «Si no experimentáis tentación alguna, dice San Gregorio, es porque los demonios son vuestros amigos, vuestros pastores y vuestros guías; mientras os dejan pasar con tranquilidad vuestra pobre vida, al fin de vuestros días os arrastrarán a los abismos.» San Agustín nos dice que la mayor tentación es no sufrir tentación, puesto que ello equivale a ser reprobado, abandonado de Dios y entregado al desorden de las pasiones.

II.- Hemos dicho, en segundo lugar, que la tentación nos es absolutamente necesaria para sostenernos en la humildad y en la desconfianza de nosotros mismos, así como para obligarnos a recurrir al Señor. Leemos en la historia que, viéndose un solitario muy fuertemente tentado, oyó a su superior que le decía: «¿Quieres, amigo mío, que pida a Dios te libre de tus tentaciones? No, padre mío, contestó el solitario, puesto que ello contribuye a que nunca me aparte de la presencia de Dios, toda vez que tengo continua necesidad de acudir a Él para que me ayude a luchar.» Aunque sea cosa muy humillante el ser tentado, sin embargo, podemos decir que ello es el signo más seguro de que andamos por el camino de salvación. A nosotros no nos queda más que luchar con valentía, puesto que la tentación es tiempo de siega. Ved de ello un claro ejemplo. Leemos en la historia que una santa, de tal modo se veía atormentada por el demonio, que llegó a creerse reprobada. Apareciósele el Señor para consolarla y le dijo que había logrado mayor ganancia espiritual durante aquella prueba, que no durante las demás épocas de su vida. San Agustín nos dice que, sin las tentaciones, todo cuanto hacemos nos serviría de escaso mérito; lejos, pues, de inquietarnos en nuestras tentaciones, hemos de dar gracias a Dios y combatir con valor, ya que tenemos la seguridad de salir siempre vencedores, y de que Nuestro Señor nunca permitirá al demonio tentarnos más allá de nuestras fuerzas.
Y es, además, muy cierto, que no debemos esperar que cesen las tentaciones sino con nuestra muerte; siendo el demonio un espíritu, nunca se cansa: después de habernos tentado durante cien mil años, quedará con los mismos bríos del primer día. No debemos forjarnos la ilusión de que lograremos vencer al demonio o huir de él, para, dejar de ser tentados; pues el gran Orígenes nos dice que los demonios son tan numerosos, que exceden a los átomos que revolotean en el aire, y a las gotas de agua que contenidas en los mares, con lo cual viene a significarnos que su número es infinito. Nos dice también San Pedro: «Vigilad constantemente, pues el demonio está rondando -cerca de vosotros como león rugiente, que busca a quien devorará» (1 Petr., 5. 8). Y el mismo Jesucristo pos dice: «Orad sin cesar, para que no caigáis en la tentación» (Math., 26. 41); es decir, que el demonio nos acecha en todas partes. De manera que precisa contar con que, en cualquier parte o en cualquier estado que nos hallemos, nos acompañará la tentación. Ved a aquel santo varón totalmente cubierto de llagas, o mejor, ya podrido; el demonio no deja de tentarle por espacio de siete años; a Santa María Egipciaca, la tienta por espacio de nueve años; a San Pablo durante toda su vida, es decir, desde el momento en que comenzó a entregarse a Dios. Nos dice San Agustín, para consolarnos, que el demonio es un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a los que se le acercan demasiado. Un santo sacerdote se encontró con un joven que se hallaba muy inquieto; y le preguntó por qué se preocupaba tanto. ¡Ay! padre mío, le contestó, es que temo ser tentado y caer. Si te sientes tentado, le dijo el sacerdote, haz la señal de la cruz, y eleva el corazón a Dios; si el demonio continúa, continúa tú también, y ten por seguro que no mancillarás tu alma. Mirad lo que hizo San Macario, un día que, al volver de procurarse material para hacer unas esteras, encontró por el camino a un demonio que le perseguía con una guadaña de fuego en la mano para matarle y destrozarle. San Macario, sin atemorizarse, elevó su corazón a Dios. El demonio huyó furioso exclamando: «¡ Ah ! Macario, ¡cuánto me haces sufrir al defenderte para que no te maltrate! Sin embargo, todo cuanto haces, lo hago yo también. Si tú velas, yo no duermo; si tú ayunas, yo no como nunca; solamente hay una cosa que tú tienes y yo no. Preguntóle el Santo que cosa era equélla; y le contesta: «Es la humildad», y al punto desapareció. Sí, la humildad es una virtud formidable para el demonio. También vemos que San Antonio, al ser tentado, no hacía más que humillarse profundamente, diciendo a Dios: «Dios mío, tened piedad de este gran pecador»; al momento el demonio emprendía la fuga.

III.- Hemos dicho, en tercer lugar, que el demonio se precipita contra aquellos que más fuertemente han tomado a pecho su salvación, y los persigue continuamente y con toda energía, siempre con la esperanza de vencerles: ved de ello un ejemplo: Refiérese que un joven solitario había, ya desde muchos años abandonado el mundo para no pensar más que en la salvación de su alma. Tornóse por ello tan furioso el demonio, que al pobre joven le pareció que todo el infierno se le arrojaba encima. Nos dice Casiano, que es a quien se refiere este ejemplo, que a este solitario, viéndose importunado por tentaciones de impureza, después de muchas lágrimas y penitencias, se le ocurrió salir al encuentro de otro solitario anciano, para consolarse, confiando en que le proporcionaría remedios para vencer mejor a su enemigo, y proponiéndose a la vez encomendarse en sus oraciones. Mas acaeció cosa muy distinta: aquel viejo, que había pasado su vida casi sin lucha interior, lejos de consolar al joven, manifestó una gran sorpresa al oír la narración de sus tentaciones, le reprendió con aspereza, dirigióle palabras duras, llamándole infame, desgraciado, diciéndole que era indigno de llevar el nombre de solitario, toda vez que le sucedían semejantes cosas. El pobre joven se marchó muy desanimado, teniéndose ya por perdido y condenado, y abandonándose a la desesperación, decíase a sí mismo: «Puesto que estoy condenado, ya no tengo necesidad de resistir ni luchar; preciso me es abandonarme a todo lo que quiera el demonio; sin embargo, Dios sabe que he dejado el mundo solamente para amarle y salvar mi alma. ¿Por qué, Dios mío -decía él en su desesperación- me habéis dado tan escasas fuerzas? Vos sabéis que yo quiero amaros, puesto que tengo temor y pena de desagradaros con todo, ¡no me dais la fuerza necesaria y me dejáis caer! Ya que todo está perdido para mí, ya que no tengo los medios de salvarme, me vuelvo otra vez al mundo».
Como, en su desesperación, se dispusiese ya a abandonar su soledad, Dios hizo conocer el estado de su alma a un santo abad que moraba en el mismo desierto, llamado Apolonio, el cual tenía gran fama de santidad. Este solitario salió al encuentro del joven; al verle tan conturbado, acercóse a él y le preguntó con gran dulzura qué le acontecía, y cuál era la causa de su aturdimiento y de la tristeza que su aspecto revelaba. !Mas el pobre joven estaba tan profundamente abismado en sus pensamientos, qué no le respondió palabra. El santo abad, que veía claramente el desorden de su alma, le instó tanto a decirle qué cosa era lo que así agitaba, por qué motivo salía de la soledad, y cuál era el objeto que se proponia en su marcha, que, viendo cómo su estado era adivinado por el santo abad, a pesar de que él lo ocultaba con gran cuidado, aquel joven, derramando lágrimas en abundancia y deshaciéndose en conmovedores sollozos, habló así: «Vuélvome al mundo, porque estoy condenado; ya no tengo esperanza alguna de poderme salvar. Fui a aconsejarme con un anciano que quedó muy escandalizado de mi vida. Puesto que soy tan desgraciado y no puedo agradar a Dios, he resuelto abandonar mi soledad para reintegrarme al mundo donde voy a entregarme a cuanto quiera el demonio. No obstante, he derramado muchas lágrimas, para no ofender a Dios; yo bien quería salvarme, y tenia a gran gusto hacer penitencia; mas no me siento con fuerzas bastantes, y no voy ya más allá». Al oirle hablar y llorar así, el santo abad mezclando sus lágrimas con las del joven, le dijo: «¡Ah! amigo mío, ¿no acertáis a ver que, lejos de haber sido tentado de tal manera porque ofendisteis a Dios, es precisamente porque le sois muy agradable? Consolaos, amigo querido, y recobrad vuestro valor; el demonio os creía vencido, mas por el contrario, vos le venceréis; a lo menos hasta mañana regresad a vuestra celda. No os desaniméis, amigo mío; yo mismo experimento cada día tentaciones como las vuestras. No hemos de contar exclusivamente con nuestras fuerzas, sino con la misericordia de Dios; voy a ayudaros en la lucha orando yo también con vos. ¡Oh, amigo mío! Dios es tan bueno que no puede abandonarnos al furor de nuestros enemigos sin darnos las fuerzas suficientes para vencer; es Él, querido amigo, quien me envía para consolaos y anunciaros que no os perderéis: seréis libertado. Aquel pobre joven, ya del todo consolado, regresó a su soledad y arrojándose en brazos de la divina misericordia, exclamó: «Creía, oh Dios mío, que os habíais retirado de mí para siempre».
Mientras tanto, Apolonio se fué junto a la celda de aquel anciano que tan mal recibiera al pobre joven, y postrándose con la faz en tierra, dijo : «Señor, Dios mío, Vos conocéis nuestras debilidades: librar, si os place, a aquel joven de las tentaciones que le desaniman; ¡ya veis las lágrimas que ha derramado a causa de la pena que experimentaba por haberos ofendido! Haced que sufra la mísma tentación este anciano, a fin de que aprenda a tener compasión de aquellos a quienes Vos permitís que sean tentados». Apenas hubo acabado su oración cuando vió al demonio en figura de un asqueroso negrito, lanzando una flecha de fuego impuro a la celda del anciano, quien, no bien hubo sentido toda la fuerza del golpe, cuando fué presa de una espantosa agitación, la cual no le daba lugar a descanso. Levantábase, salía, volvía a entrar. Después de pasado un tiempo en tales angustias, pensando al fin que jamás podría combatir con ventaja, imitando al joven solitario tomó la resolución de abandonarse al mundo, puesto que no podía resistir ya más al demonio; despidióse de su celda y partió. El santo abad, que le observaba sin que el otro se diese cuenta (Nuestro Señor le hizo conocer que la tentación del joven había pasado al viejo), acercósele y preguntóle dónde iba y de dónde venía con una tal agitación que le hacía olvidar la gravedad propia de sus años; insinuóle que sin duda sentiría alguna inquietud tocante a la salvación de su alma. El anciano vio muy bien que Dios hacía conocer al Abad lo que pasaba en su interior. «Volveos, amigo mío, le dijo el santo, tened presente que esta tentación os ha venido a vuestra vejez a fin de que aprendáis a compadeceros de vuestros hermanos tentados, y a consolarlos en sus dolencias espirituales. Habíais desanimado a aquel pobre joven que vino a comunicaros sus penas; en vez de consolarle, ibais a sumirle en la desesperación; Sin una gracia extraordinaria, estaría irremisiblemente perdido. Sabed, padre mío, que el demonio había declarado una guerra tan porfiada y cruel al pobre joven, porque adivinaba en él grandes disposiciones para la virtud, lo que le inspiraba un gran sentimiento de celos y de envidia, a más de que una tan firme virtud solamente podía ser vencida mediante una tentación tan firme y violenta. Aprended a tener compasión de los demás, a darles la mano para impedir que caigan. Sabed que si el demonio os ha dejado tranquilo, a pesar de tantos años de retiro, es porque veía en vos poca cosa buena: en lugar de tentaros, os desprecia.»
Este ejemplo nos muestra claramente cómo, lejos de desanimarnos al vernos tentados, hemos de experimentar consuelo y hasta regocijarnos, puesto que solamente son tentados con porfía aquellos de los cuales el demonio prevé que con su manera de vivir habrían de alcanzar el cielo. Por otra parte, hemos de quedar persuadidos de que es imposible querer agradar a Dios y salvar el alma sin ser tentados. Mirad a Jesucristo: Él que era la misma santidad, después de haber ayunado cuarenta días con sus moches, también fué tentado y arrebatado dos veces por el demonio (Math., 4.).
Yo no sé si alcanzáis a comprender lo que es tentación. No sólo son tentación los pensamientos de impureza, de odio, de venganza, sino además todas las molestias que nos sobrevengan: tales como una enfermedad en que nos sentimos movidos a quejarnos; una calumnia que se nos levanta, una injusticia que se hace contra nosotros, una pérdida de bienes, el morírsenos el padre, la madre, un hijo. Si nos sometemos gustosos a la voluntad de Dios, entonces no sucumbimos a la tentación, pues el Señor quiere que suframos aquello por su amor; mientras que, por otra parte, el demonio hace cuanto puede para inducirnos a murmurar contra Dios. Mas ved ahora cuáles son las tentaciones más dignas de temerse y que pierden mayor numero de almas de lo que se cree: son los pequeños pensamientos de amor propio, los pensamientos acerca de la propia estimación, los pequeños aplausos para todo cuanto se hace, el gusto que nos causa lo que de nosotros se dice. Reproducimos todo esto infinidad de veces en nuestra mente, nos gusta ver las personas a quienes hemos favorecido, pareciéndonos que ellas lo tienen siempre presente y que forman de nosotros buena opinión; nos sentimos satisfechos cuando alguien se encomienda en nuestras oraciones; estamos ávidos de saber si se ha alcanzado lo que para los demás hemos pedido a Dios. Esta es una de las más rudas tentaciones del demonio; por esto os digo, que debemos vigilar mucho sobre nosotros mismos, pues el demonio es muy astuto; y tal consideración debe llevarnos a pedir a Dios, todos los días por la mañana, que nos otorgue la gracia de conocer bien cuándo el demonio se acerca a nosotros para tentarnos. ¿Por qué cometemos el mal con tanta frecuencia sin darnos cuenta de nuestros yerros hasta después de cometidos? Pues por no haber por la mañana suplicado a Dios esta gracia, o por habérsela pedido mal.
Finalmente, digo que hemos de luchar valerosamente, y no cual lo hacemos: decimos que no al demonio mientras le tendemos la mano. Mirad a San Bernardo cuando, estando de viaje y mientras descansaba en su cuarto, fué por la noche a su encuentro una desgraciada mujer para inducirle a pecar; púsose él a gritar, pidiendo auxilio; volvió ella hasta tres veces, mas fué vergonzosamente rechazada por el Santo. Ved lo que hizo San Martiniano, cuando una mujer de mala vida quiso tentarle. Mirad a Santo Tomás de Aquino, a quien se le presentó una joven en su habitación para inducirle a pecar: tomó un tizón encendido y la echó vergonzosamente de su presencia. Ved lo que hizo San Benito, quien, al ser tentado una vez, fué a arrojarse a un estanque helado, y se sumergió hasta la garganta. Otros, se revolcaron sobre espinas. Refiérese de un santo (San Macario de Alejandria)que, al ser un día tentado, fuése a un pantano donde había muchísimas avispas las cuales se echaron sobre él y dejaron su cuerpo como cubierto de lepra, al regresar, el superior le conoció sólo por la voz, y le preguntó ¿por qué se había puesto en tal estado? «Es, respondió él, que mi cuerpo quería perder a mi alma: he aquí por qué lo he reducido a tal estado».
¿Qué debemos sacar en conclusión de todo esto? Vedlo aquí:
1.° No hemos de forjarnos la ilusión de que vamos a quedar libres de tentaciones que, de una u otra manera, nos atormentan mientras vivamos; por consiguiente es preciso combatir hasta la muerte.
2.° Apenas nos sintamos tentados, hemos de recurrir pronto a Dios, y no cesar de pedír su auxilio mientras dure la tentación, puesto que, si el mientras persevera en tentarnos, es siempre con la esperanza de hacernos sucumbir. En tercer lugar, hemos de huir de todo cuanto sea capaz de movernos a tentación, a lo menos en cuanto nos sea posible, y además no perder nunca de vista el hecho de que los ángeles malos fueron tentados una sola vez v de aquella tentación vino su caída en el infierno. Es necesario tener mucha humildad, sin confiar Jamás en que, con solas nuestras fuerzas, podamos escaparnos de sucumbir, sino que únicamente ayudados por la gracia divina estaremos exentos de caer. Dichoso el que a la hora de la muerte podrá decir como San Pablo: «He combatido mucho, pero, con la gracia de Dios, he vencido; por esto espero alcanzar la corona de gloria que el Señor otorga al que le ha sido fiel hasta la muerte» (2. Tim., 4.).


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

 SOBRE LA LIMOSNA
Date eleemosynan, et ecce omnia munda sunt vobis.
Haced limosna, y os serán borrados vuestros pecados.
          (S. Luc., XI, 41.)

¿Qué cosa podremos imaginarnos más consoladora para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados? Jesucristo, nuestro divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado medio para proporcionárnosla. Por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre todas nuestras cosas las más abundantes bendiciones del cielo, mejor dicho, por la limosna podemos librarnos de caer en las penas eternas. ¡Cuan bueno es un Dios que con tan poca cosa se,contenta!
De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Mas no fué así, pues previó que, por nuestra soberbia, no habríamos resistido a someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas. Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible. Ya veis pues, cómo de esta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrír a su hermano, y, pudiendo aliviarle, no lo hace. Para animaras a dar limosna, siempre que vuestras posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención, solamente por Dios, voy a mostraros:
1.° Cuán poderosa sea la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos;
2.° Cómo la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final;
3.° Cuán ingratos seamos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que, al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.

I.-Bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, hallaremos ser ella de un valor tan grande que resulta imposible haceros comprender todo su mérito; solamente el día del juicio final llegaremos a conocer todo el valor de la limosna. Si queréis saber la razón de esto, aquí la tenéis: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.
Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: «Vete a decir a mi pueblo que me han irritado tanto sus crímenes que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás». Presentóse el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea, y dijo: «Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastaros y perderos para siempre. Ya veis, les dice Isaías, que os halláis sin saber a dónde recurrir; en vano elevaréis al Señor vuestras oraciones, pues Él se tapará los oídos para no escucharlas; en vano lloraréis, en vano ayunaréis, en vano cubriréis de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si os mira, será en todo caso para destruiros. Sin embargo, en medio de tantos males como os afligen, oíd de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podréis en alguna manera forzarle a ser misericordioso para con vosotros. Ved lo que debéis hacer: dad una parte de vuestros bienes a vuestros hermanos indigentes; dad pan al que tiene hambre, vestido al que está desnudo, y veréis cómo súbitamente va a cambiarse la sentencia contra vosotros pronunciada». En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo: «Profeta, ve a decir a los de mi pueblo, que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles que los perdono y que les prometo mi amistad.» ¡Oh hermosa virtud de la caridad!, ¿eres hasta poderosa para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres de la mayor parte de los cristianos de nuestros días! Y ¿a qué es ello debido? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no los apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
Vemos también que los santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron, por imposible salvarse sin ella.
En primer término os diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colino del dolor, fué porque a ello le llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar toda cuanto realizó, a fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara el pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos. Y aun iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que le seguían para oir sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a los niños y a las mujeres; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún aquí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, dirigiáse a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: «Tengo compasión de ese pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, van a morir de hambre por el camino. Haced que se sienten; distribuidles estas pocas provisiones; mi poder suplirá a su insuficiencia» (Math., 15, 32-38.). Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo. ¡Oh, virtud de la caridad, cuán bella eres, cuán abundantes y preciosas san las gracias que traes aparejadas! Hasta vemos cómo los santos del Antiguo Testamento parecían prever ya cuán apreciada sería del Hijo de Dios esta virtud, y así podemos observar cómo muchos de ellos ponen su dicha y emplean todo el tiempo de su vida en ejercitar tan hermosa y amable virtud. Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad, ponía el colmo de su gozo. en practicar la caridad con los desgraciados. Por la mañana y por la noche, distribuía entre sus hermanos pobres todo cuanto tenía, sin reservarse nada para sí. Unas veces se le veía junto a los enfermos exhortándolos a padecer y a conformarse con la voluntad de Dios, y mostrándoles cuán grande iba a ser su recompensa en el cielo; otras veces veíasele desprenderse de sus propios vestidos para darlos a los pobres, sus hermanos. Cierto día se le dijo que había fallecido un pobre, sin que nadie se prestase a darle sepultura. Estaba comiendo v se levantó al momento, cargóselo sobre sus hombros y se lo llevó al lugar donde tenía que ser sepultado. Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: «Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevárseme de este mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna según la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jamás que la limosna borra nuestros pecados y preserva caer en otros muchos. El Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no ha ya lugar a la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que menosprecian, pues el Señor te perderá. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que se resiste a dar limosna será una casa que caerá por la debilidad de sus cimientos»; con lo cual nos quiere manifestar, que una casa caritativa jamas será pobre, y, por el contrario, que aquellos que son duros con los indigentes perecerán junto con sus bienes.
El profeta Daniel nos dice: «Si queremos inducir al Señor a olvidar nuestros pecados, hagamos limosna, en seguida el Señor los borrará de su memoria». Habiendo el rey Nahucodonosor tenido un sueño que le aterrorizó, llamó ante su presencia al profeta Daniel y le suplicó le interpretara aquel sueño. Díjole el profeta: «Príncipe, vais a ser echado de la compañía de los hombres, comeréis hierbas como una bestia, el rocío del cielo mojará vuestro cuerpo y permaneceréis siete años en tal estado, a fin de que reconozcáis que todos los reinos pertenecen a Dios, que los entrega y los quita a quien le place. Príncipe, añadió el profeta, he aquí el consejo que voy a daros: satisfaced por vuestros pecados mediante la limosna, y libraos de vuestras inquietudes mediante las buenas obras que realicéis en favor de los desgraciados». En efecto, el Señor dejóse conmover de tal manera por las limosnas y por todas las buenas obras que hizo el rey en favor de los pobres que le devolvió el reino y le perdonó sus pecados. (Dan., 4.).
Vemos también que, en los primeros tiempos del cristianismo, parecía que los fieles solamente se complacían en poseer bienes para tener el gusto de entregarlos a Jesucristo en la persona de los pobres; leemos en los Actos de los Apóstoles que su caridad era muy grande, que nada querían poseer en particular. Muchos vendían sus bienes para dar el dinero a los indigentes ( Act., 2,. 44-45.). Nos dice San Justino: «Mientras no tuvimos la dicha de conocer a Jesucristo, siempre estábamos con el temor de que el pan nos faltase; mas desde que tenemos la suerte de conocerle, ya no amamos las riquezas. Si nos reservamos algunás, es para hacer participantes de ellas a nuestros hermanos pobres; y ahora que sólo buscamos a Dios, vivirnos mucho más contentos».
Escuchad lo que el mismo Jesucristo nos dice en el Evangelio: «Si dais limosnas, yo bendeciré vuestros bienes de un modo especial. Dad, nos dice, y se os dará; si dais en abundancia, se os dará también en abundancia» (Luc., 6. 38). El Espíritu Santo nos dice por boca del Sabio: «Queréis haceros ricos ? Dad limosna, ya que el seno del indigente es un campo tan fértil que rinde ciento por uno» (Prov., 29. 15.). San Juan, conocido con el sobrenombre de «el Limosnero», por razón de la gran caridad que por los pobres sentía, nos dice que cuanto más daba, más recibía: «Un día, refiere él, encontré a un pobre sin vestido, y le entregué el que yo llevaba. En seguida una persona me facilitó medios con qué proporcionarme muchos». El Espíritu Santo nos dice que quien desprecie al pobre será desgraciado todos los días de su vida (Prov., 17. 5.).
EL santo rey David nos dice: «Hijo mío, no permitas que tu hermano muera de miseria si tienes algo para darle, ya que el Señor promete una abundante bendición al que alivie al pobre; y El mismo atenderá a su conservación (Ps., 40. 50.). Y añade después, que aquellos que sean misericordiosos para con los pobres el Señor los librará de tener desgraciada muerte (Ps., 111. 7.). Vemos de ello un ejemplo elocuente en la persona de la viuda de Sarepta. EL Señor envióla el profeta Elías para que la socorriese en su pobreza, mientras dejó que todas las viudas de Israel padeciesen los rigores del hambre. ¿Queréis saber la razón de ello? «Es porque -dice el Señor a su profeta- ella había sido caritativa todos los días de su vida.» Y el profeta dijo a la viuda: «Tu caridad te mereció una muy especial protección de Dios; los ricos, con todo su dinero, perecerán de hambre; mas ya que fuiste tan caritativa para con los pobres, serás aliviada, pues tus provisiones no disminuirán hasta que termine el hambre general» (3.Reg., 17.) .

II.- Hemos dicho, en segundo lugar, que aquellos que hayan practicado la limosna, no temerán el juicio final. Es muy cierto que aquellos momentos serán terribles: el profeta Joel lo llama el día de las venganzas del Señor, día sin misericordia, día de espanto y desesperación para el pecador (Joel., 2. 2.). «Mas, nos dice este Santo, ¿queréis que aquel día deje de ser para vosotros de desesperación y se convierta en día de consuelo? Dad limosna y podéis estar tranquilos.» Otro santo nos dice: «Si no queréis temer el juicio, haced limosnas y seréis bien recibidos por parte de vuestro juez». Después de esto, ¿no podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que nos habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba encarcelado, y me visitasteis. Venid a poseer el reino de mi Padre, que os está preparado, desde el principio del mundo». En cambio, dirá a los pecadores: «Apartaos de mí, malditos: tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba desnudo, y no me vestisteis; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitasteis». «Y ¿en qué ocasión le dirán los pecadores, dejamos de practicar para con Vos todo lo que decís? » «Cuantas veces dejasteis de hacerlo con los ínfimos de los míos que son los pobres» (Math., 25.)  ¡Ya veis, pues, cómo todo el juicio versa sobre la limosna.
¿Os admira esto tal vez? Pues, no es ello difícil de entender. Esto proviene de que quien está adornado del verdadero espíritu de caridad, sólo busca a Dios y no quiere otra cosa. que agradarle, posee todas las demás virtudes en un alto grado de perfección, según vamos a ver ahora. No cabe duda que la muerte causa espanto á los pecadores y hasta a los más justos, a causa de la terrible cuenta que habremos de dar a Dios, quien en aquel momento no dará lugar a la misericordia. Este pensamiento hacía temblar a San Hilarión, el cual por espacio de más de setenta años estuvo llorando sus pecados: y a San Arsenio, que había abandonado la corte del emperador para dejar consumir su vida entre dos peñas y allí llorar sus pecados hasta el fin de sus días. Cuando pensaba en el juicio, temblaba todo su cuerpo achacoso. El santo rey David, al pensar en sus pecados, exclamaba: «¡Ah! Señor, no os acordéis más de mis pecados». Y nos dice además: «Repartid limosnas con vuestras riquezas y no temeréis aquel momento tan espantoso para el pecador». Escuchad al mismo Jesucristo cuando nos dice: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Math., 5. 7.). Y en otra parte habla así: «De la misma manera que tratareis a vuestro hermano pobre, seréis tratados» (Math., 7. 2.). Es decir, que si habéis tenido compasión de vuestro hermano pobre, Dios tendrá compasión de vosotros.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Joppe había una viuda muy buena que acababa de morir. Los pobres corrieron en busca de San Pedro para rogarle la resucitara; unos le presentaban los vestidos que les había hecho aquella buena mujer, otros le mostraban otra dádiva (Hechos, cap. 9.). A San Pedro se le escaparon las lágrimas: «El Señor es demasiado bueno, les dijo, para dejar de concederos lo que le pedís». Entonces acercóse a la muerta, y le dijo: «Levántate, tus limosnas te alcanzarán la vida por segunda vez». Ella se levantó, y San Pedro la devolvió a sus pobres. Y no serán solamente los pobres los que rogarán por vosotros, sino las mismas limosnas, las cuales vendrán a ser como otros tantos protectores cerca del Señor que implorarán benevolencia en vuestro favor. Leemos en el Evangelio que el reino de los cielos es semejante a un rey que llamó a sus siervos para que rindiesen cuentas de lo que le debían. Presentóse uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar el rey mandó encarcelarle junto con toda su familia hasta que hubiese pagado cuanto le debía. Mas el siervo arrojóse a los pies de su señor y le suplicó por favor que le concedíese algún tiempo de espera, que le pagaría tan pronto como le fuese posible. EL señor, movido a compasión, le perdonó todo cuanto le debía. EL mismo siervo, al salir de la presencia de su señor, encontróse con un compañero suyo que le debía cien dineros, y, abalanzándose a él, le sujetó por la garganta y le dijo: «Devuélveme lo que me debes». El otro le suplicó que le concediese algún tiempo para pagarle; mas él no accedió, sino que hizo meterle en la cárcel hasta que hubiese pagado. Irritado el señor por una tal conducta, le dijo: «Servidor malvado, ¿ por qué no tuviste compasión de tu hermano como yo la tuve de ti ?» (Math., 18.).
Ved, cómo tratará Jesucristo en el día del juicio a los que se habrán manifestado bondadosos y misericordiosos para con sus hermanos los pobres, representados por la persona del deudor; ellos serán objeto de la misericordia del mismo Jesucristo; mas a los que habrán sido duros y crueles para con los pobres les acontecerá como a ese desgraciado, a quien el Señor, que es Jesucristo, mandó fuese atado de pies y manos y arrojado después a las tinieblas exteriores, donde sólo hay llanto y rechinar de dientes. Ya veis cómo es imposible que se condene una persona verdaderamente caritativa.

III.- En tercer lugar, la razón que debe inducirnos a dar limosnas de todo corazón y con alegría es el pensar que las damos al mismo Jesucristo. Leemos en la vida de Santa Catalina de Sena que, al encontrarse una vez con un pobre, le dió una cruz; en otra ocasión, dió su ropa a una pobre mujer. Algunos días después, apareciósele Jesucristo, y le manifestó haber recibido aquella cruz y aquella ropa que ella había puesto en manos de sus pobres, y que le habían complacido tanto que esperaba el día del juicio para mostrar aquellos presentes a todo el universo. San Juan Crisóstomo nos dice: «Hijo mío, da un mendrugo de pan a tu hermano pobre, y recibirás el paraíso; da un poco, y recibirás mucho; da los bienes perecederos, y recibirás los bienes eternos. Por los presentes que hicieres a Jesucristo en la persona de los pobres, recibirás una recompensa eterna; da un poco de tierra, y recibirás el cielo». San Ambrosio nos dice que la limosna es casi un segundo bautismo y un sacrificio de propiciación que aplaca la cólera de Dios y nos ayuda a hallar la gracia delante de Él. Es tan cierto esto, que cuando damos algo, es al mismo Diosa quien lo damos.
Leemos en la vida de San Juan de Dios que un día encontróse con un pobre totalmente cubierto de llagas, y se hizo cargo de él para conducirlo al hospital que el Santo había fundado para albergar a los pobres y una vez llegado allí, al lavarle los pies para colocarle después en su lecho, vio que los pies del pobre estaban agujereados. Admiróse el Santo, y alzando los ojos, reconoció al mismo Jesucristo, que se había transformado en la figura de un pobre para excitar su compasión. Y entonces el Señor le dijo: «Juan, estoy muy contento al ver el cuidado que te tomas por los míos y por los pobres». En otra ocasión, halló a un niño muy miserable; cargósele sobre sus hombros, y al pasar cerca de una fuente, suplicó el niño que le bajase, pues estaba sediento y quería beber agua. Vió también que era el mismo Jesucristo, el cual le dijo: «Juan, lo que haces con mis pobres es cual si a mí lo hicieses».
Son tan agradables a Dos los servicios prestados a los pobres y enfermos, que muchas veces se vio bajar a los ángeles del cielo para ayudar a San Juan a servir a sus enfermos con sus propias manos, los cuales desaparecieron después.
Leemos en la vida de San Francisco Javier que, yendo a predicar en un país de gentiles, halló en su camino a un pobre totalmente cubierto de lepra, y le dió limosna. Cuando hubo andado algunos pasos, arrepintióse de no haberle abrazado para manifestarle cuán de veras sentía sus penas. Volvióse para mirarle, y no vió a nadie: era un ángel que había tomado la forma de pobre. Decidme, ¡que pesar espera en el día del juicio a aquellos que habrán abandonado y despreciado a las pobres, cuando Jesucristo les muestre cómo es a ÉL mismo a quien hicieron la injuria! Mas también, ¡cuál será la alegría de aquellos que verán que todo el bien que hicieron a los pobres, es al mismo Jesucristo a quien lo hicieron! «Sí, les dirá Jesucristo, era a mí a quien fuisteis a visitar en la persona de ese pobre; era a mí a quien prestasteis tal servicio; aquella limosna que repartisteis en la puerta de vuestra casa, era a mí a quien la disteis.»
....¿No nos autoriza todo esta para confirmar que nuestra salvación está íntimamente ligada con la limosna?
Ved lo que sucedió a San Martín yendo de camino. Encontró a un pobre en extremo miserable, cuya situación le conmovió tanto que, no teniendo con qué socorrerle, cortó la mitad de su capa y se la entregó. A la noche siguiente, apareciósele Jesús cubierto con aquella media capa de que se había desprendido, rodeado de una gran corte de ángeles, y le dijo: «Martín, que es todavía catecúmeno, me ha dado la mitad de su capa» (aunque San Martín se la había dado a un pobre viandante). No, no hallaremos ningún linaje de acciones en atención a las cuales haga Dios tantos milagros como a favor de las limosnas. Refiérese que, en cierta ocasión, un caballero halló a un pobre miserable y conmovióse tanto ante su miseria que llegó a derramar lágrimas. No tuvo necesidad de otras excitaciones para despojarse de su ropa exterior y dársela al pobre. Algunos días después, supo que el pobre había vendido aquel vestido, de lo cual tuvo pena el caballero. Estando en oración, decía a Jesús: «Dios mío, veo muy bien que no era merecedor ese pobre de llevarse mi vestido». Nuestro Señor apareciósele entonces sosteniendo aquel vestido en sus manos y le dijo: «¿Reconoces esta vestidura?» El caballero exclamo: «Ah, Dios mío, es la misma que di al pobre. -Ya ves, pues, cómo no se ha perdido, y cómo realmente me complaciste al entregármela en la persona del indigente.»
Nos cuenta San Ambrosio que, mientras daba limosna a varios pobres, se encontró un día con un ángel mezclado entre ellos, el cual recibió la limosna sonriendo y desapareció. De una persona caritativa, por miserable que ella sea, podemos afirmar que se pueden concebir grandes esperanzas de que se salvará. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la Resurrección, Jesucristo apareciáse a San Pedro y le dijo: «Vete al encuentro del centurión Cornelio, pues sus limosnas han llegado hasta mí; ellas le merecieron su salvación». Fuése San Pedro a ver a Cornelio, al cuál halló en oración, y le dijo: «Tus limosnas han sido tan agradables a Dios, que Él me envía para anunciarte el reino de los cielos, y para bautizarte» (Act., 10.). Ya véis cómo las limosnas del centurión fueron causa de que él y toda su familia fuesen bautizados.
¡Mas ved un ejemplo que os mostrará cuánto poder tiene la limosna para detener la justicia de Dios. Refiérese en la historia que el emperador Zenón tenia gran satisfacción en socorrer a los pobres, mas también era muy sensual y libertino, hasta el punto de haber raptado a la hija de una dama honesta y virtuosa y abusando de ella con gran escándalo del pueblo. Aquella pobre madre, desconsolada casi hasta la desesperación, iba con frecuencia al templo de Nuestra Señora a llorar los ultrajes que contra su hija se cometían: «Virgen Santísima, le decía ella, ¿no sois por ventura el refugio de los miserables, el asilo de los afligidos y la protectora de los débiles?  ¡Cómo permitís, pues, esa opresión tan injusta, ese deshonor que cae sobre mi familia?» La Virgen Santísima se le apareció y le dijo: «Has de saber, bija mía, que desde hace mucho tiempo, mi Hijo habría tomado venganza de la injuria que se os hace; mas ese emperador tiene una mano que sujeta a la de mi Hijo y detiene el curso de su justicia. Las limosnas que en gran abundancia reparte, le han preservado hasta el presente de recibir el merecido castigo».
Ya veis cuán poderosa es la limosna para impedir que el Señor nos castigue a pesar de hacernos repetidamente merecedores de ello. San Juan el Limosnero, patriarca de Alejandría, nos refiere un ejemplo muy notable que le aconteció a Él mismo. Dice el Santo que un día vió un grupo de hombres sentados, tomando el sol para mitigar los rigores del invierno; se ocupaban en referirse mutuamente las casas cuyos moradores daban limosna y aquellas donde se les daba de mala gana o donde no recibían nunca nada. Hubieron de hablar de la casa de un mal rico que nunca les había dado la más insignificante limosna; hablaban muy mal de él, cuando se levantó uno entre ellos y dijo que, si querían apostar algo, él iría a pedir limosna con la seguridad de que algo recibiría.
Los demás le dijeron que no tenían inconveniente en apostar, mas que estuviese enteramente seguro de que nada iba a recibir, antes bien sería rechazado; no habiendo dado nunca nada, no querria empezar entonces a desprenderse de algo. Mientras le aguardaban juntos, fuése aquél a encontrar al rico y con gran humildad le pidió quisiese darle algo en nombre de Jesucristo. El rico se enfureció en gran manera, y no hallando a mano ninguna piedra para echársele encima, y viendo a su criado que venía de casa del panadero a hacer provisión de pan para sus perros, tomó un pan con gran furia y se lo arrojó a la cabeza. El pobre, con el ánimo de ganar la apuesta hecha con sus compañeros, corrió con presteza a recogerlo y se lo llevó a sus camaradas como prueba de que aquel rico le había dado una buena limosna ( Véase Act. s.s., t III, 30 jan., Vita S. Joan Eleemosyn., p. 119 137. La historia llama a este rico «San Pedro el publicano»).
Dos días después, aquel rico cayó enfermo, y estando ya a punto de morir, parecióle ver en sueños que estaba ante el tribunal de Dios para ser juzgado. Le pareció ver cómo alguien presentaba una balanza donde pesar el bien y el mal. Vió que a una parte estaba Dios, y al otro lado el demonio que cuidaba de presentar todos los pecados que en su vida había cometido, los cuales eran en gran número. El ángel de la guarda no tenía nada para poner en su platillo de la balanza; no acertaba a ver ni una buena acción que pudiera servir de contrapeso. Dios le preguntó qué es lo que tenía que poner en el lado que le correspondía. El ángel bueno, muy triste por no tener nada, le dijo llorando: «¡Ay! Señor, no hay nada». Mas Jesucristo le dijo: «¿Y aquel pan que arrojó a la cabeza de aquel pobre ? Ponlo en la balanza y él aligerará el peso de sus pecados». En efecto, colocó el ángel aquel pan en la balanza, y ella se cayó de aquel lado. Entonces el ángel miró al rico y le dijo: «Miserable, a no ser por este pan, ibas a ser echado al infierno; ve a practicar cuantas penitencias te sean posibles y da a los pobres cuanto posees, sin lo cual habrás de condenarte». Al despertarse, se fué al encuentro de San Juan el Limosnero, contóle aquella visión y toda su vida, llorando amargamente su ingratitud con Dios, de quien había recibido cuanto poseía, y su dureza con los pobres, y dijo:« ¡Ah ! padre mío, si un solo pan dada de mala gana a un pobre, me saca de las garras del demonio, ¡cuán propicio puedo hacerme a Dios dándole todos mis, bienes en la persona de los pobres! » Y llegó a tal extremo en sus resoluciones, que, al hallarse con un pobre, si no llevaba nada, quitábase el vestido y lo cambiaba con el del pobre; empleó el resto de su vida en llorar sus pecados, dando a los pobres cuanto poseía.
¿Qué decís a todo esto? ¿Verdad que nunca os habíais formado cabal concepto de la magnitud de la limosna?
Mas aquel hombre aun llegó a más. Vais a verle cómo, al pasar por una calle, se encontró con un criado que en otro tiempo había estado a su servicio; sin miedo al respeto humano ni a nada, le dijo: «Amigo mío, tal vez no te retribuí bastante las molestias que te causé al estar a mi servicio; hazme un favor: condúceme a la ciudad, y allí me venderás como esclavo, a fin de que quedes indemnizado del perjuicio que te hubiera podido causar no dándote salario suficiente». El criado le vendió por treinta dineros. Rebosante de alegría por verse reducido al último grado de pobreza, servía a su señor con increíble gusto ; lo cual causaba tanta envidia a los demás esclavos, que le despreciaban, y le golpeaban a menudo. Nunca se le vió abrir la boca para quejarse. Habiendo observado el señor los tratos de que era objeto su esclavo predilecto, reprendió duramente a los demás por tratarle de tal suerte. Llamó después al rico convertido, cuyo nombre ignoraba aún, y le preguntó quien era y cuál fuese su condición. El rico, le refirió cuanto le había acontecido, lo cual conmovió en gran manera al señor, quien era nada menos que el mismo emperador, que se puso a derramar abundantes lágrimas, convirtióse sin tardanza y empleó su vida repartiendo cuantas limosnas le era posible. Decidme: ¿habéis ahora penetrado la excelsitud del mérito de la limosna, y cuán provechosa sea ella para el que la hace? De la limosna y de la devoción a la Santísima Virgen os diré que es imposible que se pierda quien las practica de corazón. No nos extrañemos, pues, de que esta virtud haya sido común a los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Sé muy bien que el hombre de corazón duro es avaro e insensible a las miserias del prójimo; hallará mil excusas para no tener que dar limosna. Así, algunos de vosotros me diréis: «Hay pobres que son buenos, pero hay otros que no valen nada: unos gastan en las tabernas lo que se les da; otros lo disipan en el juego o en glotonerías». Esto es muy cierto, muy pocos son los pobres que emplean bien los dones que reciben de manos de los ricos, lo cual demuestra que son muy pocos los pobres buenos. Unos murmuran de su pobreza, cuando no se les da tanto como ellos quisieran; otros envidian a los ricos, hasta los maldicen, y les desean que Dios les haga perder sus riquezas, a fin, dicen ellos, de que aprendan lo que es la miseria. Convengamos en que todo esto está muy mal; tales gentes son precisamente lo que se llaman malos pobres. Pero a todo esto sólo he de contestar con una palabra: y es que a esos pobres a quienes recrimináis porque malgastan las limosnas, porque no se portan bien, porque sufren una pobreza buscada, no os piden la limosna en nombre propio, sino en el de Jesucristo. Que sean buenos o malos, poco importa, ya qué es al mismo Jesucristo a quien entregáis vuestra limosna, según acabarnos de ver en lo que hemos dicho anteriormente. Es, pues, el mismo Jesucristo quien os recompensará.
Poro, me diréis, éste es un mal hablado, un vengativo, un ingrato. Mas, amigo mío, esto no te afecta a ti: ¿tienes con qué dar limosna en nombre de Jesucristo, con la mira de ayudar a Jesucristo, de satisfacer por tus pecados? Deja a un lado todo lo demás; tú tienes que entendértelas con Dios; queda tranquilo; tus limosnas no se perderán, aunque vayan a parar en los malos pobres que tanto desprecias. Además, amigo mío, aquel pobre que te escandalizó, que aun no hace ocho días sorprendiste abusando del vino o metido en cualquier otro desorden, ¿quién té dice que a estas horas no esté ya convertido, y sea ya agradable a Dios? ¿Quieres saber, amigo mío, por qué hallas tantos pretextos para eximirte de la limosna? Escucha lo que voy a decirte, que en ello habrás de reconocer la verdad, si no en estos momentos, a lo menos a la hora de la muerte: es que la avaricia ha echado raíces en tu corazón: arranca esa maldita planta y hallarás gusto en dar limosna; quedarás contento al hacerla, cifrarás en ello tu alegría. -¡Ah!, dirás, cuando me hace falta algo, nadie me da nada!- ¿Nadie te da nada? ¡Ah ! amigo mío, ¿de quién procede todo cuanto tienes? ¿No viene de la mano de Dios que te lo dió, con preferencia a tantos otros que son pobres y no tan pecadores como tú? Piensa, pues, en Dios, amigo mío... Si quieres dar algo con creces, dalo; de este modo te cabrá la dicha de satisfacer por tus pecados haciendo bien al prójimo.
¿Sabéis por qué nunca tenemos algo para dar a los pobres, y por qué nunca estamos satisfechos con lo que poseemos? No tenéis con qué hacer limosna, pero bien tenéis con qué comprar tierras; siempre estáis temiendo que la tierra os falte. ¡Ah! amigo mío, deja llegar el día en que tengas tres o cuatro pies de tierra sobre tu cabeza, entonces podrás quedar satisfecho. ¿ No es verdad, padre de familia, que no tienes con qué dar limosna, pero lo posees abundante para comprar fincas?. Di mejor, que poco te importa salvarte o condenarte, con tal de satisfacer tu avaricia. Te gusta aumentar tus caudales, porque los ricos son honrados y respetados, mientras que a los pobres se les desprecia. ¿No es verdad, madre de familia, que no tienes nada para dar a los pobres, pero es porque has de comprar objetos de vanidad para tus hijas, has de comprar pañuelos con encajes, han de llevar bien adornado el cuello y el pecho, has de regalarles pendientes, cadenas, una gargantilla ? -¡Ah! me dirás, aunque les haga llevar todo esto, que es necesario, no pido nada a nadie; no puede usted enojarse por ello- Madre de familia, yo te digo ahora esto porque viene a tono, para que en el día del juicio tengas bien presente que te lo advertí: no pides nada a nadie, es verdad; mas debo decirte que no resultas menos culpable, tan culpable como si, yendo de camino, hallases a un pobre y le quitases el poco dinero que lleva. -¡Ah!, me diréis, si gasto este dinero para mis hijos, sé muy bien lo que que cuesta- Mas yo te diré también, aunque no me hagas caso, que a los ojos de Dios eres culpable, y esto es suficiente para perderte. -Me preguntarás: ¿por qué razón?- Amigo mío, porque tus bienes no son más que un depósito que Dios ha puesto, en tus manos; fuera de lo necesario para tu sustento y el de tu familia, lo demás es de los pobres. ¡Cuántos hay que tienen atesorada gran cantidad de dinero, al paso que tantos pobres mueren de hambre! ¡Cuántos otros poseen gran abundancia de vestidos, mientras muchos pobres padecen frío! ¿Es que, amigo mío, no estás en condiciones, no tienes con qué hacer limosna, puesto que sólo dispones de tu salario? Si quisieras, tendrías fácilmente algo que dar a los pobres; bien tienes con qué llevar a tus hijas a la condenación; bien tienes con qué ir al café, a la taberna, al baile. -Me dirás empero: Nosotros somos pobres; apenas tenemos lo necesario para vivir.-Amigo mio, si el día de la fiesta mayor no gastases tan superfluamente algo te quedaría para los pobres. ¡Cuántas veces habrás ido a Villafranca, a Montmerle o a otras partes solamente para recrearte sin tener nada que hacer allí! No ahondemos más, bastante clara está la verdad: no vamos a fastidiaros con enumeraciones prolijas. Si los santos hubiesen obrado como nosotros, tampoco habrían hallado con qué dar limosna; mas ellos sabían muy bien cuán necesaria les era para su santificación, y ahorraban cuanto les era posible a tal objeto, y así disponían siempre de algunas reservas. Por otra parte, la caridad no se practica sólo con el dinero. Podéis visitar a un enfermo, hacerle un rato de compañía, prestarle algún servicio, arreglarle la cama, prepararle los remedios, consolarle en sus penas, leerle algún libro piadoso.
No obstante, en honor de la verdad, hay que reconocer que sentís generalmente inclinación a socorrer a los desgraciados, y os compadecéis de sus miserias. Mas veo también cómo son contados los que dan la limosna en forma adecuada para hacerse acreedores a una espiritual recompensa, según vais a ver: unos lo hacen a fin de ser tenidos por personas de bien; otros, por sentimentalismo, porque se sienten conmovidos ante las miserias ajenas; otros, para que se les aprecie, se les diga que son buenos y sea alabada su manera de vivir; tal vez hasta algunos para que se les pague con algún servicio, o en espera de algún favor. Pues bien, todos esos que, al dar limosnas, tienen únicamente tales miras, carecen de las cualidades necesarias para hacer que la caridad sea meritoria. Hay quienes tienen sus pobres predilectos a los cuales les darían cuanto poseen; mas para los otros muestran un corazón cruel. Portarse así no es más que obrar como los gentiles.
Mas, pensaréis vosotros, ¿cómo debe hacerse la limosna para que sea meritoria? Atended bien, en dos palabras voy a decíroslo: en todo el bien que hacemos a nuestro prójimo, hemos de tener como objetivo el agradar a Dios y salvar nuestra alma. Cuando vuestras limosnas no vayan acompañadas de estas dos intenciones, la buena obra resultará perdida para el cielo. Esta es la causa por qué serán tan escasas las buenas obras que nos acompañen ante el tribunal de Dios, pues las realizamos de una manera tan humana. Nos complace que se nos agradezcan, que se hable de ellas, que se nos devuelvan con algún favor, y hasta nos gusta hablar de nuestras buenas acciones para manifestar que somos caritativos. Tenernos nuestras preferencias; a unos les damos sin medida, mas a otros nos negamos a darles nada, antes bien los despreciamos.
Cuando no queramos o no podamos socorrer a los indigentes, cuidemos de no despreciarlos, pues es al mismo Jesucristo a quien despreciamos. Lo poco que damos, demoslo de corazón, con la mira de agradar a Dios y de satisfacer por nuestros pecados. El que tiene verdadera caridad no guarda preferencias de ninguna clase, lo mismo favorece a sus amigos que a sus enemigos, con igual diligencia la alegría da a unos que a otros. Si alguna preferencia hubiésemos de tener, sería para con los que nos han dado algún disgusto. Esto es lo que hacía San Francisco de Sales. Algunos, cuando han favorecido a alguien, si los favorecidos les causan después algún disgusto, en seguida les echan en cara los servicios que les prestaron. Con esto os engañáis, ya que así perdéis toda recompensa. ¿No sabéis que aquella persona os ha implorado caridad en nombre de Jesucristo, y que vosotros la habéis socorrido para agradar a Dios y satisfacer por vuestros pecados ?  La pobreza no es más que un instrumento del cual Dios se sirve para impulsarnos a obrar bien. Ved todavía otro lazo que el demonio os tenderá con frecuencia, y con el cual sorprende a muchas almas: consiste en representar nuestras buenas acciones ante nuestra mente, para que nos gocemos en ellas, y así de este modo, hacernos perder la recompensa a que nos hicimos acreedores. Así pues, cuando el demonio nos pone delante tales consideraciones, hemos de apartarlas presto como un mal pensamiento.
¿Qué debemos sacar de todo esto? Vedlo: que la limosna es de gran mérito a los ojos de Dios, y tan poderosa para atraer sobre nosotros sus misericordias, que parece como si asegurase nuestra salvación. Mientras estamos en este mundo, es preciso hacer cuantas limosnas podamos; siempre seremos bastante ricos, si tememos la dicha de agradar a Dios y salvar nuestra alma; mas es necesario hacer la limosna con la más pura intención. ¡Cuán felices seríamos si todas las limosnas que habremos hecho durante nuestra vida nos acompañasen delante del tribunal de Dios para ayudarnos a ganar el cielo!

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA
 APLAZAMIENTO DE LA CONVERSIÓN
Ego vado et  quaeretis me, et in peccato vestro moriemini.
 Yo me voy, me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado.
               (S. In., VIII, 21.)

Es una gran miseria, una profunda humillación para nosotros, el haber sido concebidos en pecado original, ya que por él venimos al mundo como hijos de maldición; es, indudablemente, otra muy gran miseria el vivir en pecado; mas el colmo de todas las desdichas es morir en él. Es cierto que no pudimos evitar el primer pecado, o sea el de Adán; pero podemos fácilmente evitar aquel en que caemos tan voluntariamente y, una vez caídos, podemos deshacernos de su opresión con la gracia de Dios. ¿Cómo podemos permanecer en un estado que nos expone a tanta desdicha por toda una eternidad?. ¿Quién de vosotros, no temblará al oír a Jesucristo cuando nos dice que un día el pecador le buscará, pero no le hallará, y morirá en su pecado? Dejo a vuestra consideración el considerar el estado en que descansa quien vive tranquilo en pecado, siendo la muerte tan cierta y tan inseguro el momento. Con gran razón nos dice, pues, el Espíritu Santo (Sap., 5. 6.) que los pecadores se han extraviado en su marcha, que sus corazones se cegaron, que sus espíritus quedaron cubiertos de las más espesas tinieblas, y que su malicia acabó por engañarlos y perderlos. Dilataron su vuelta al Señor para un tiempo que no les será concedido, esperaron tener una buena muerte, viviendo en pecado; pero se engañaron, ya que su muerte será muy desgraciada a los ojos del Señor. Tal es, precisamente, la conducta de la mayor Darte de los cristianos de nuestros días, los cuales, viviendo en pecado, esperan siempre tener una buena muerte, confiando en que dejarán el estado de culpa, que harán penitencia y que, antes de ser juzgados, repararán los pecados que cometieron. Mas el demonio los engaña, y no saldrán del pecado más que para ser precipitados al infierno.
Para haceros comprender mejor la ceguera de los pecadores, voy a demostraros:
l.° Que cuanto más retrasamos salir del pecado y volver a Dios, mayor es el peligro en que nos ponemos de perecer en la culpa, por la sencilla razón de que son más difíciles de vencer las malas costumbres adquiridas;
2.° Cada vez que despreciamos una gracia, el Señor se va apartando de nosotros, quedamos más débiles, y el demonio toma mayor ascendiente sobre nuestra persona. De aquí concluyo que, cuanto más tiempo permanecemos en pecado, en mayor peligro nos ponemos de no convertirnos nunca.

I.- ¡Hablar yo, de la muerte desgraciada de un pecador que muere en pecado, a cristianos que tantas veces han sentido ya la felicidad de amar a un Dios tan bueno y que, por la luz de la fe, conocen la magnitud de los bienes que Jesucristo prepara para los que conserven su alma exenta de pecado! Tal manera de hablar sería mejor para dirigirse a paganos, que no conocen a Dios e ignoran las recompensas que promete a sus hijos. ¡Oh, Dios mío! ¡cuán ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado!. Si pregunto a un niño: «¿Para qué fin Dios te ha creado y te ha conservado hasta el presente?», me responderá: «Para conocerle, amarle, servirle y por este medio alcanzar la vida eterna». Mas si yo le dijese: «¿Por qué no hacen los cristianos lo que deben para merecer el cielo?» «Esto proviene, me diría, de que han perdido de vista los bienes del cielo, y piensan hallar toda su felicidad en las cosas creadas». El demonio los engañó y los engañará aún; viven sumidos en la ceguera v en ella perecerán, por más que tengan la esperanza de salir un día del pecado. Decidme, ¿no estamos viendo todos los días a personas que viven en pecado, v que desprecian todas las gracias que Dios les envía: buenos pensamientos, buenos deseos, remordimientos de conciencia, buenos ejemplos, la palabra de Dios? Siempre con la esperanza de que Dios las recibirá cuando tengan a bien retornar a Él, no se dan cuenta, en su ceguera, de que, durante ese tiempo, el demonio les va preparando sitio en el infierno, ¡Oh ceguera! ¡a cuántos has echado al infierno, y a cuántos arrojarás hasta el fin del mundo! En segundo lugar, digo que esta consideración debe hacer temblar a un pecador que permanece en el pecado, aunque tenga la esperanza de salir de él. Ante todo, no sois vosotros tan ignorantes para no saber que un solo pecado mortal será la causa de que nos perdamos para siempre si llegamos a morir sin confesarlo, sin haber obtenido el perdón. En tercer lugar, sabemos muy bien que Jesucristo nos recomienda que estemos siempre preparados, pues nos hará salir de este mundo en el momento más inesperado; y si no dejamos el pecado antes de que nos llame a otra vida, nos castigará sin misericordia. ¡Oh, Dios mio! ¡Podremos vivir tranquilos en un estado que nos expone a caer en los abismos! Y si esto no es bastante para conmoveros, oídme por un momento, o mejor, abrid el Evangelio, y veréis si se puede vivir tan tranquilo, como vosotros vivís, estando en pecado.
Todo os está advirtiendo que, si no salís pronto del pecado, vais a perecer: los oráculos, las amenazas, las comparaciones, las figuras, las parábolas, los ejemplos, todo aquello os dice que, o bien no podréis convertiros, o bien no querréis hacerlo. Oíd lo que el mismo Jesucristo dice al pecador: «Andad mientras brilla delante de vosotros la luz de la fe (Joan., 12. 35.), para evitar que, despreciando esa guía, os extraviéis para siempre». En otro lugar (Marc., 13. 33.) nos dice : «Vigilad, vigilad continuamente», ya que el enemigo de vuestra salvación trabaja constantemente para perderos. Y además, orad, orad sin cesar para atraer sobre vosotros los auxilios del Cielo, pues vuestros enemigos son muy poderosos y astutos.» ¿ A qué tanto empeño, nos dice, a qué vivir tan ocupados en las cosas temporales y en los placeres, si dentro unos momentos lo habréis de abandonar todo? Nada más espantoso que la amenaza de Jesucristo a los pecadores al decirles que, si no quieren volver a Él cuando les ofrece su gracia, día vendrá en que le buscarán implorando misericordia, mas Él los despreciará y, a fin de no dejarse conmover por sus oraciones y lágrimas, se tapará los oídas y huirá de ellos. ¡Oh, Dios mío! ¡qué desdicha ser abandonado de VOS! !Cómo podremos pensar en esto sin morir de dolor! Si sois insensibles a estas palabras, es que ya estáis perdidos. !Pobre alma, llora ya desde hoy los tormentos que se te están preparando en la otra vida!
Prosigamos, oigamos al mismo Jesucristo, y veremos si nos es dado vivir seguros queriendo permanecer en el pecado. «Sí, nos dice, vendré como ladrón nocturno, que procura sorprender al dueño de la casa en el momento en que más confiado duerme»(Math., 24, 43.); nos dice, igualmente, que la muerte vendrá a cortar el hilo de la vida criminal del pecador en el mismo momento en que su conciencia estará cargada de crímenes, y habrá tomado la buena resolución de librarse de ellos, sin haberlo hecho todavía. En otro lugar, nos dice que nuestra vida transcurre «con la rapidez de un rayo que cruza de Oriente a Occidente »(Math., 24. 27.); hoy vemos a un pecador lleno de vida y rebosando salud, con la cabeza llena de mil proyectos, y mañana las lágrimas de los suyos nos advierten que ya no es de este mundo, del cual ha salido sin saber por qué había venido ni para qué fin. Ese insensato vivió ciego y murió tal como había vivido. Nos dice además Jesucristo que la muerte es el eco de la vida, para darnos a entender que aquel que vive en pecado, es casi seguro que morirá en pecado, a no ser un milagro de la gracia. Es esto tan cierto, que leemos en la historia que cierto hombre hizo del dinero su dios; al caer enfermo, ordenó que le trajesen una gaveta llena de oro para gozarse con el placer de contarlo, y cuando ya no tuvo fuerzas para ello, puso su mano debajo del montón hasta que murió. De otro se cuenta que, cuando el confesor le presentó un crucifijo para moverle a contrición, dijo: «Si este Cristo fuese de oro, valdría muy bien tanto...» ¡Ah! no, el corazón del pecador no deja el pecado tan fácilmente como se cree. «Vida de pecador, muerte de réprobo».
¿Qué quiere significarnos Jesucristo, con aquella parábola de las vírgenes prudentes y de las vírgenes fatuas, según la cual las primeras fueron bien recibidas porque entraron con el esposo, mientras que las otras hallaron cerrada la puerta? Con ello quería Jesucristo mostrarnos la conducta de la gente del mundo: las vírgenes prudentes representan a los buenos cristianos que se hallan siempre preparados para comparecer delante de Dios, cualquiera que sea el momento en que los llame; las vírgenes fatuas son la figura de los malos cristianos, que creen constantemente les va a quedar tiempo para prepararse y convertirse, salir del pecado y hacer buenas obras. Así pasan la vida, y llega la muerte; pero ellos no tienen en su haber más que maldades y nada bueno. La muerte les da el zarpazo, Jesucristo los llama a su tribunal para que rindan cuenta de su vida; entonces quisieran poner en orden su conciencia, se inquietan; quisieran dejar el pecado; pero ¡ ay ! no tienen ni tiempo, ni fuerza suficiente, ni tal vez la gracia que sería necesaria. Al suplicar a Dios que tenga de ellos compasión y sea misericordioso, les responde que no los conoce, les cierra la puerta: es decir, los arroja al infierno. Ved la suerte de muchísimos pecadores que viven muy tranquilos en el pecado. Pobre alma, ¡cuán desdichada eres al tener que morar en un cuerpo que con tanto furor te arrastra al infierno! Amigo mío, ¿por qué quieres tú perder esa pobre alma?... ¿Qué mal te ha hecho para condenarla a tantas desdichas?.,. ¿Oh, Dios mío, cuán ciego es el hombre...
En segundo lugar, he de deciros que en el comportamiento de Esaú hallamos el verdadero retrato del hombre que se pierde, vendiendo su patrimonio por un plato de lentejas. Durante algún tiempo, Esaú «vivió totalmente insensible a su pérdida» (Gen., 25. 34.), solamente pensaba en divertirse y entregarse a sus placeres; llega, empero, el momento en que entra en sí mismo, recordando la falta cometida; pero, cuanto más reflexiona, más se convence de la magnitud de su ceguera. Desconsolado por su desgracia, mira si será posible una reparación; usa de las súplicas, de las lágrimas, de los sollozos, para procurar mover el corazón de su padre; pero es demasiado tarde: el padre dió ya la bendición a otro, sus súplicas son desatendidas, sus instancias no son escuchadas. En vano se inquieta, no hay, mas remedio que resignarse a permanecer en la miseria y morir en ella.
Ved aquí lo que acontece en todo tiempo al pecador : Vende a su Dios, a su alma y el lugar que en el cielo tiene destinado, por menos de un plato de lentejas, esto es, por el placer de un instante, por un pensamiento de odio, de venganza, por una mirada o un tocamiento deshonesto consigo mismo o con otros, por un puñado de tierra, por un vaso de vino. ¿Por qué miseria eres entregada, ah alma hermosa? Vemos también, en efecto, a esos pecadores vivir tranquilos por algún tiempo, tan en paz, a lo menos aparentemente, como si en su vida no hubiesen realizado más que buenas obras. Unos piensan en sus placeres, otros en los bienes de este mundo; pero, como aconteció a Esaú, llega el momento en que reconocen su falta, quisieran poderla reparar, pero es demasiado tarde. Gimiendo y derramando lágrimas, conjuran al Señor para que les devuelva los bienes que ellos vendieron, esto es, el cielo: mas el Señor hace cual el padre de Esaú, les responde que dió su lugar a otro. En vano ese pobre pecador exclama e implora misericordia; no tiene más remedio que resignarse a permanecer en su miseria y precipitarse en el infierno; ¡Oh, Dios mío! ¿cuán desdichada a los ojos del Señor es la muerte del pecador!
Cuántos hacen como el desgraciado Sísara, a quien una pérfida mujer adormeció dándole a beber un poco de leche, y aprovechóse de aquella oportunidad para quitarle la vida, sin que el infeliz tuviese lugar a llorar la ceguera que significaba el poner la confianza en aquella pérfida. Así también ¡cuántos pecadores hay a quienes la muerte se lleva tan rápidamente, que no les deja tiempo para llorar la ceguera de haber permanecido en el pecado! ¡Cuántos hay también que imitan al impío Antíoco que reconocen sus crímenes, los lloran e imploran misericordia sin que les sea dado obtenerla, y descienden al infierno lanzando esas desesperantes súplicas no atendidas! Y éste es el fin de innumerables pecadores. No cabe duda de que ninguno de nosotros quisiera tener una muerte desgraciada, en lo cual no andamos ciertamente fuera de razón; mas lo que me desconsuela, es el que viváis en pecado y estéis en gran peligro de perecer en él. No soy tan sólo yo quien lo dice, sino que es el mismo Jesucristo quien lo asegura.
¿No es verdad, amigo mío, que estás pensando: dejemos hablar al cura, y hagamos nosotros nuestra vida ordinaria? Sabes, amigo mío, la que te acontecerá dejando hablar al cura? -¿Y qué quiere usted que me acontezca? —Pues, amigo mío, que te condenarás. -Mas yo confío que no será así, pensarás tal vez; hay tiempo para todo. -Amigo mío, podemos muy bien tener tiempo para llorar y para sufrir, pero no para convertirnos; y para que te convenzas voy a contarte un ejemplo espantoso. Refiérese en la historia que un hombre de mundo, que durante largo tiempo había vivido en el mayor desorden, se convirtió y perseveró una temporada en aquellas buenas disposiciones; pero al fin recayó, sin pensar ya más en volver a Dios. Sus amigos no cesaban de orar por él; más él despreciaba todo cuanto se le advertía para su bien. En aquella misma época anunciáronse ejercicios, los cuales debían darse al poco tiempo. Creyóse que aquellas circunstancias serían oportunas para mover al pecador aquel a aprovechar la ocasión que Dios le ofrecía de poder entrar de nuevo en el camino de la salvación. Tras muchas súplicas e instancias por parte de sus amigos, y después de haber él rehusado y resistido obstinadamente, al fin accedió, dando palabra de que asistiría a los ejercicios con los demás. Mas ¡ay! ¿qué aconteció? ¡Oh! ¡cuán temibles e impenetrables son los juicios de Dios! La mañana misma en que se le aguardaba, que era el día en que los ejercicios iban a comenzar, súpose que aquel hombre había sido hallado muerto en su casa, sin conocimiento, sin socorro alguno, sin sacramentos.
¿Nos convenceremos de una vez de lo que es vivir en pecado con la esperanza de que un día saldremos de él?.
Abusamos del tiempo cuando disponemos de él, despreciamos las gracias que Dios nos ofrece; mas, frecuentemente, el Señor, para castigarnos, nos las quita cuando querríamos aprovecharlas. Si al presente no determinamos portarnos bien, quizá, al quererlo, no nos será posible. ¿No es verdad que pensáis confesaros algún día, y entonces dejar el pecado y hacer penitencia? -Esta es ciertamente mi intención.- Esta es tu intención, amigo mío, pero yo voy a decirte lo que harás y lo que vas a ser. Actualmente estás en pecado; no me lo negarás; pues bien, después de tu muerte te condenarás. -Y ¿qué sabe usted? pensarás tú . -Si no lo supiese no te lo diría. Además, voy ahora a demostrarte que, viviendo en pecado, aun con la esperanza de salir de tal estado, no lo harás, hasta queriéndolo de corazón, y entonces comprenderás lo que sea despreciar el tiempo y las gracias que en determinado momento nos ofrece Dios :
Ya veis, pues, cómo, al retardar nuestra conversión, nos exponemos con frecuencia a no convertirnos nunca. ¿No es cierto que, al caer enfermo, te has dado prisa en llamar a un sacerdote para confesarte, y hasta has concebido un temor grande de que no estuviese bien hecha la confesión?. No eres tú quien, en tu enfermedad, dijiste que era gran ceguera esperar a la hora de la muerte para amar a Dios, y que, si te devolvía la salud, te portarías, mucho mejor que hasta entonces, y que obrarías con mucho mayor juicio? Amigo mío, o hermana mía, si Nuestro Señor os devuelve la salud: ¡pobres hijos míos! no os fijáis en que vuestro arrepentimiento no viene de Dios, ni del dolor de vuestros pecados, sino solamente del temor del infierno. Hacéis como Antíoco, que lloraba los castigos que sus crímenes atraían sobre sí; mas su corazón no había cambiado. Pues bien, hermana mía, Dios te ha devuelto la salud que con tanta insistencia le pediste, prometiéndole que te portarías mejor. Dime: una vez recobrada la salud, ¿te has vuelto mejor?, ¿ofendes menos a Dios?, ¿te has corregido de algún defecto?, ¿se te ve con mayor frecuencia recibir los sacramentos?, ?quieres que te diga lo que eres?. Helo aquí: antes de tu enfermedad te confesabas algunas veces al año; desde que el Señor te ha devuelto la salud, ni aún lo haces por Pascua. ¡Ay! ¡cuántos entre los que me escuchan obran así! Mas no tengáis cuidado, veréis cómo, a la primera enfermedad, Dios os hará salir de este mundo; o hablando más claro, seréis arrojados al infierno. Muy, bien podéis ver cómo permaneciendo en el pecado, aunque sea con la halagüeña esperanza de abandonarlo algún día, os estáis burlando de Dios.
Aguardaos, y veréis cuán chocante resulta eso de creer que Dios os perdonará cuando a vosotros os dé la gana de implorar su misericordia. Voy a poneros un ejemplo que, como otro ninguno, viene a tono con lo que hablamos. Se refiere que hubo un caballero bueno en extremo. Tenía un criado tan malvado que no perdonaba ocasión para injuriar a su señor, complacíase, sobre todo, en hacerlo cuando estaba rodeado de visitas y amigos. Le robó muchas cosas y de gran valor, y acabó por seducir a una de sus hijas; después de este golpe, huyó de la casa por temor a los rigores de la justicia. Pasado algún tiempo, se fué a encontrar a un sacerdote que sabía era muy respetado en la casa del mencionado señor. El sacerdote se personó en la casa del caballero para rogarle que se dignase perdonar las culpas de aquel criado. EL señor fué tan bondadoso, que habló así al sacerdote: «Haré cuanto vos mandéis; mas quiero también que él me dé alguna satisfacción; obrar de otro modo sería dar carta blanca a todos los criminales». El sacerdote, lleno de alegría, fuése al encuentro del criado y le dijo: Nuestro señor ha tenido la caridad de perdonaros; pero quiere, con evidente justicia, una pequeña satisfacción». El criado le contestó: «¿Cuál es pues, la satisfacción que quiere mi dueño, y en qué tiempo la habré de cumplir? » Dijo el sacerdote: «En su casa, al presente, arrodillado a sus plantas y con la cabeza descubierta». « ¡Ah! ¡muchos honores quiere mi Señor! pero yo no quiero hacer mas que pedirle perdón; él quiere que sea en su casa, de rodillas y con la cabeza descubierta, y yo quiero hacerlo en mi cuarto, y acostado en mi cama. Él quiere que sea ahora mismo, y yo quiero que sea dentro de diez años, cuando piense y esté dispuesto a morir» ¿Qué pensáis de ese criado, que me decís de él: ¿Qué consejo hubierais dado a aquel caballero? Seguramente le habríais hablado así: Señor, vuestro sirviente es un miserable, que ni merece estar encerrado en un calabozo de donde salga únicamente para ser conducido al patíbulo. Pues bien, en este ejemplo, ¿no veis la manera como os portáis vosotros con Dios? ¿No es éste el mismo lenguaje que usáis con Dios, cuando decís que aun tenéis tiempo, que no hay prisa, que no estáis aún cercanos a la muerte? ¡Ay! ¡cuántos pecadores están cegados respecto al estado de su alma, y esperan hacer aquello que no les será dado realizar cuando ellos quieran! ...
Pero, vayamos aún más lejos, y veremos que, cuanto más diferís dejar el pecado, en mayor imposibilidad os ponéis de salir de él. ¿No es cierto que, en algún tiempo, la palabra de Dios os conmovía, os llevaba a hacer ciertas reflexiones y que, varias veces, habíais resuelto dejar el pecado y entregaros enteramente a Dios? ¿No es verdad que el pensamiento del juicio y del infierno os hacía derramar lágrimas y que, ahora, nada de esto os conmueve, ni os sugiere la menor reflexión? ¿De qué proviene esto? Es que vuestro corazón se ha endurecido y que Dios os abandona, de manera que cuanto más permanecéis en el pecado, más se aleja Dios de vosotros, y más insensibles os hacéis a vuestra perdición. ¡Ah! si al menos hubieseis fallecido en vuestra primera enfermedad, ¡no cayerais en lugar tan profundo del infierno! -Pero, si quisiese retornar a Dios en la actualidad, ¿me recibirá aun el Señor?- Amigo, no te digo sí, ni no. Si el número de pecados que Dios tiene el propósito de perdonarte, no está colmado; si no has despreciado aún todas las gracias que Dios te tenía destinadas, bien puedes esperar. Mas si está va llena la medida de tus pecados y de las gracias menospreciadas, entonces todo está perdido para ti; en vano formularás los mejores propósitos...
¡Ah! Dios mío, ¿podremos pensar en esto sin que intentemos por todos los medios posibles mover la misericordia de Dios Nuestro Señor? Mas, tal vez, alguien se dirá consigo mismo, ¿no tendré más que entregarme a la desesperación? - ¡Ah! amígo mío, yo quisiera poder llevarte a dos pasos de la desesperación, para que, al darte cuenta del estado espantoso en que te hallas, adoptases, para salir del mismo, los medios que aun en el presente Dios te ofrece. - Pero, me dirás, muchos hay que se convirtieron en la hora de la muerte: el buen Ladrón, en primer lugar, nunca había conocido a Dios. Desde que le conoció, entregóse a Él; mas adviértase que es el único caso que la Sagrada Escritura nos presenta, y es para que no desesperemos del todo en aquella hora. -Mas hay también muchos otros que se convirtieron, a pesar de haber vivido mucho tiempo en pecado.- Cuidado, amigo mío, pues creo que te engañas: dime que hay muchos que se arrepintieron; pero convertirse, ya es otra cosa. He aquí lo que harás, y lo que has hecho ya en tus enfermedades: hacer llamar un sacerdote, porque te atemorizaba el mal que sufrías. Pues bien, con todo tu arrepentimiento, ¿te has convertido? Sin duda te habrás endurecido mas todavía, ¡Ay! poca cosa significan tales arrepentimientos...
En tercer lugar, y avanzando en nuestros razonamientos, voy a mostraros cómo en vuestra manera de vivir nada hay que pueda haceros confiar; por el contrario, todo debe alarmaros, según ahóra vais a ver:
1.° Sabéis vosotros que, por vuestras solas fuerzas, no podéis salir del pecado; estáis plenamente convencidos de que es preciso que Dios os ayude con su gracia, ya que San Pablo nos dice que ano somos ni capaces de formular un buen pensamiento sin la gracia de Dios» (2 Cor., 3. 5.).
2.° Sabéis muy bien que el perdón sólo podéis obtenerlo del mismo Dios. Reflexionad seriamente sobre estas dos consideraciones, y comprenderéis cuán grande sea vuestra ceguera; o, para decirlo más claramente, pensad que estáis perdidos si con prontitud no abandonáis el pecado. Más decidle, ¿es precisamente despreciando las gracias del buen Dios como podéis esperar mayores fuerzas para romper con vuestros malos hábitos? ¿No es, por ventura, todo lo contrario lo que debéis esperar? Cuanto más allá lleguéis en vuestros extravíos, más merecedores os haréis de que Dios se aparte de vosotros y os abandone. De lo cual concluyo yo que, cuanto más retraséis el retornar a Dios, mayor es el peligro en que os ponéis de no convertiros nunca. Hemos dicho que sólo de Dios podemos obtener el perdón. Pues bien, dimé, ¿será multiplicando tus pecados como vas a asegurarte el perdón de tu Dios? Anda, amigo; eres un ciego, vives en el pecado para morir en él, y serás condenado. He aquí, amigo mío, a dónde te llevará tu manera de orar y tu manera de vivir: «Vida de pecador, muerte de réprobo». Mas, para que mejor sintáis todo esto, avancemos hasta el momento fatal en que va a terminar nuestra vida.
II.- Tengo por seguro, ante todo, que todos vosotros habéis resuelto hacer una buena muerte, convertiros y dejar el pecado. Vamos, pues, junto a fulano, que está moribundo, y hallaremos a un sujeto tendido en su lecho, cuya vida ha sido, como la vuestra, vida de pecado, mas sin faltarle jamás la esperanza de que antes de morir saldría de tan miserable estado. Examinadle bien, considerad atentamente su arrepentimiento, su dolor, su confesión y su muerte. A continuación, considerad lo que sois: y veréis también lo que será de vosotros otro día. No nos apartemos de la cabecera de ese moribundo, antes de que su suerte esté decidida para siempre. Aunque vivió en el pecado y en los placeres, se había prometido constantemente tener una buena muerte, y reparar todo el mal cometido durante su vida. Grabad indeleblemente esto en vuestro corazón, para que nunca os olvidéis de ello, y tengáis siempre presente ante vuestros ajos la suerte que os espera.
Os diré, primeramente, que durante toda su vida estuvo siempre impedido por obstáculos que él juzgaba insuperables. Lo primero que creía imposible dejar sus malos hábitos; otro obstáculo era la creencia de que no contaba ni con la gracia ni con fuerzas suficientes. Aunque en pecado, comprendía muy, bien lo costoso, lo difícil que es hacer una buena confesión y reparar toda una vida que no fué más que una cadena de horrores y crímenes. Sin embargo, el tiempo llega, él tiempo urge; es preciso dar comienzo a lo que nunca se quiso hacer, es preciso internarse en su corazón, verdadero abismo de iniquidad, semejante a un matorral erizado de tantas y tan temibles espinas, que uno no sabe por dónde echar mano y acaba por dejarlo todo tal como está. Mas la luz del conocimiento va extinguiéndose poco a poco; y, sin embargo, él no quiere morir en tal estado. Quiere convertirse: es decir, quiere dejar el pecado antes de morir. Que morirá, no hay duda; mas que se convierta no lo creo : sería preciso hacer ahora lo que debía haber hecho estando sano. En la imposibilidad de realizarlo, con lágrimas en los ojos, formula las mismas promesas que ha hecho cuantas veces se halló en trance de muerte; mas Dios no escuchará tales falsedades y mentiras. Para ello será necesario destruir el pecado, que echó ya en su corazón raíces tan profundas, que superan a toda fuerza que intente arrancarlas, como no sea una gracia extraordinaria. Pero Dios, para castigar su desprecio de todas las que en vida le concedió, se la deniega y le vuelve la espalda para no verle; tápase los oídos para no exponerse a que sus gemidos y sollozos le enternezcan. ¡Ay! es preciso morir, y nada de conversión; pero ni tan sólo conocimiento tiene; vedle cómo desatina, contestando una cosa por otra. El sacerdote se queja, dice que se le debió, avisar más pronto, que el enfermo carece ya de conocimiento, que no puede confesar. Padre, se engaña usted, tiene todo el conocimiento que debe tener antes de morir; si hubiese venido ayer para confesarle, Dios le habría quitado también el conocimiento; ha vivido en pecado despreciando el tiempo y las gracias que Él le concediera, y, según la justicia divina, debe morir en pecado.
Aguarde usted unas horas y no tardará en verle arrastrado al infierno por los demonios a quienes tan puntualmente obedeció en vida; no aparte de él su mirada y va a ver cómo vomita su alma al infierno.
Mas, antes de llegar el terrible momento, consideremos la agitación que experimenta; preguntadle si realmente quiere confesarse, si le sabe mal haber ofendido a Dios; os hará ademán de que sí; bien quisiera confesarse, pero no puede. ¡Ay! ¡es preciso morir, y nada de confesión! ¡nada de conversión!¡nada de conocimiento!. Acércate, amigo, mira a este empedernido pecador, que todo lo despreció, que se burló de todo, que creía que al morir todo acabaría para él. Mira a ese joven libertino, no hace aún quince días dejaba oir su voz en los cafés y casas de diversión, cantando canciones las más obscenas, malversando su dinero en el juego. Mira a esa joven mundana llevada en alas de su vanidad, en la creencia de que jamás podría detenerse ni morir. ¡Oh, Dios mío!; hay que morir! ¡Ay! ¡qué cambio, es necesario morir y condenarse!. Mira aquellos ojos que salen de sus órbitas, presagiando que la muerte va a llegar; ve cómo todos los que le acompañan están afectados de un sentimiento singular: se le contempla con lágrimas en los ojos. ¿Me conoces? le preguntan. Y él se limita a abrir horriblemente los ojos, con un visaje que pone espanto a cuantos le rodean. Se le mira temblando y con la cabeza inclinada: salid de allí dejadle morir tal como vivió.
Venid vosotros que desde tantos años vais dilatando la confesión para tiempos mejores. Ved cómo sus labios fríos y temblorosos, faltos de movimiento, le anuncian que llega la muerte y la condenación. Amigo, deja por un momento la taberna, y ven conmigo a contemplar ese rostro pálido, ese semblante lívido, esos cabellos bañados en el sudor de la muerte. ¿No ves cómo se erizan sus cabellos? ¡Ay! parece como si experimentase ya los horrores de la muerte. ¡Ay! todo acabó para él, es preciso morir y condenarse. Ven; hermana mía, deja por un momento esa música y esa danza; ven y verás lo que te espera otro día. ¿No ves esos demonios que le rodean, induciéndole a la desesperación? ¿No ves sus horribles convulsiones? Todo está perdido; preciso es que el alma salga de su cuerpo. ¡Oh, Dios mío! ¿A dónde irá esa pobre alma?. ¡Ay! sólo el infierno será su morada.
Un momento; le quedan aún cinco minutos de vida para que le sea manifestada toda su desdicha. Vedle cómo se acerca a su fin,.. los circunstantes y el sacerdote pónense de rodillas para mirar si Dios querrá tener compasión de aquella pobre alma: «Alma cristiana, le dice el sacerdote, sal de este mundo!» - Y ¿a dónde quiere usted que vaya, si no ha vivido más que para el mundo, si solamente se acordó del mundo? Además, según la manera como vivió, pensaba no salir nunca de él... Usted, padre, le desea el cielo, pero ella ni tan sólo conocía su existencia! Se engaña, padre; dígale más bien: «Sal de este mundo, alma criminal, ve a quemarte, ya que durante toda tu vida no has trabajado más que para eso.». «Alma cristiana, continúa el sacerdote, ve a descansar en la celestial Jerusalén». - ¡Bravo! amigo, envía usted a aquella hermosa ciudad un alma toda cubierta de pecados, cuyo número excede a las horas de su vida; un alma cuya vida no fué más que una cadena de impurezas, la va usted a colocar junto a los ángeles, junto a Jesucristo que es la pureza misma. ¡Oh, horror! ¡oh, abominación! ¡al infierno, al infierno; ya que allí es donde tiene su lugar señalado! - «Dios mío, va siguiendo el sacerdote, Criador de todas las cosas, reconoced esta alma como obra de vuestras manos. - ¡Y qué! padre, se atreve usted a presentar a Dios, como si fuese su obra, un alma que no es más que un montón de crímenes, un alma enteramente corrompida; cese, amigo, de dirigirse al cielo, vuelva su mirada hacia los abismos y escuche a los demonios cuyo auxilio tanto reclamó; écheles esa alma maldita, ya que para ellos trabajó. -«Dios mío, dirá tal vez aún el sacerdote, recibid esta alma que os ama como a su Criador y como a su Salvador». ¿Ella ama al buen Dios?  ¿Dónde están, amigo, las señales? ¿Dónde están sus devotas oraciones, sus buenas confesiones, sus buenas comuniones? O mejor, ¿cuándo cumplió el precepto pascual? Calle usted, escuche al demonio diciendo a gritos que ella le pertenece, ya que desde mucho tiempo a él se entregó. Hicieron un trato de cambio: el demonio le dió dinero, medios de vengarse, le procuró ocasiones de satisfacer sus infames deseos; no, no, amigo, no le hable más del cielo. Por otra parte, ella tampoco lo desea; prefiere, estando tan cubierta de crímenes, ir a arder en los abismos, antes que subir al cielo, en presencia de un Dios tan puro.
Detengámonos ahora un momento, antes que el demonio se apodere de ese réprobo; sólo le queda el conocimiento necesario para darse cuenta de los horrores del pasado, del presente y del porvenir que, para él, son otros tantos torrentes del furor de Dios cayendo sobre el infeliz para completar su desesperación. Dios permite que en el espíritu de ese desgraciado que todo lo despreció, se te presenten juntos en aquel momento todos los medios que le ofreciera para salvar su alma; ve entonces como tenía necesidad de todo cuanto le ofreció Dios, y no le ha servido de nada. Dios permite que, en aquel momento, se acuerde hasta del ínfimo pensamiento saludable de los que le habrán sido sugeridos durante su vida; y ve cuál fué su ceguera al perderse. ¡Oh, Dios mío! ¡cuál será su desesperación en tales momentos, al ver que podía salvarse v se ha de condenar! ¡Ay! ¡el presente y el porvenir completan su desesperación! Tiene plena convicción de que antes de transcurrir tres minutos estará en el infierno para no salir jamás de allí... El sacerdote, viendo que no hay lugar para la confesión, le presenta un crucifijo para excitarle al dolor y a la confianza, diciéndole: «Mijo mío, he aquí a tu Dios que murió para redimirte, ten confianza en su gran misericordia que es infinita». Salga, de aquí, amigo, ¿no ve usted que sólo aumenta su desesperación? ¿Piensa lo que va a hacer?... ¡Ún Dios coronado de espinas, en las manos de una mundana veleidosa que durante toda su vida sólo procuró adornarse para agradar al mundo!-.. ¡Un Dios despojado de todo, hasta de sus vestiduras, en manos de un avaro! ... ¡Oh, Dios mío! ¡qué horror!... ¡Un Dios cubierto de llagas, en manos de un impuro!... ¡Un Dios que muere por sus enemigos, en manos de un vengativo!... ¡Oh, Dios mío! ¡podemos imaginarlo sin morir de horror! ¡Oh! no, no, no le presente usted más ese Dios clavado en cruz; todo acabó para él, su reprobación es segura. ¡Ay! ¡es preciso morir y condenarse, teniendo tantos medios para alcanzar la salvación! Dios mío, ¡cuál será la rabia de ese cristiano durante toda la eternidad!
¡Ay! oídle al dar sus tristes despedidas. El infeliz ve que sus parientes y amigos huyen de él y le abandonan, y lloran diciendo: «Ya está, ya murió...». Es en vano que se esfuerce en darles su última despedida: ¡Adiós, padre mío y madre mía! ¡adiós, mis pobres hijos, adiós para siempre!..: Mas ¡ay! aún no ha exhalado su último suspiro y ya se haya separado de todo, ya no les escucha. ¡Ay!; yo me muero y estoy condenado!... ¡Ay!. ¡sed más buenos que yo!... ¡Oh! se le dice, no dejaste de obrar bien durante tu vida. ¡Oh! triste consuelo. Pero no son éstas las despedidas que mas le entristecen; ya sabía él que un día lo había de dejar todo esto; mas, antes de bajar al infierno, levantaba los ojos al cielo, perdido para siempre: ¡Adiós, hermoso cielo! ¡adiós, mansión feliz que por tan poca cosa he perdido! ¡adiós, dichosa compañía de los ángeles! !adiós, mi buen ángel de la guarda, a quien Dios había destinado para ayudarme a mi salvación, y a pesar de vos me he perdido! ¡adiós, Virgen santa y Madre tierna, si hubiese querido implorar vuestro auxilio, Vos hubieseis obtenido mi perdón! ¡adiós, Jesucristo, Hijo de Dios, que tanto sufristéis por salvarme, y yo me he perdido; Vos que me hicisteis nacer en el seno de una religión tan consoladora, y fácil de seguir! ¡Adiós, pastor mío, a quien tantas penas he causado al despreciar a usted y todo cuanto su celo le inspiraba para hacerme ver que, viviendo como yo vivía, me era imposible salvarme, adiós para siempre!... ¡Ah! al menos los que están aún en la tierra pueden evitar semejante desdicha; mas, para mí, todo se acabó; ¡sin Dios, sin cielo, sin felicidad!..., ¡siempre llorar, siempre sufrir, sin esperanza de fin! ... ¡Oh, Dios mío! ¡cuán terrible es vuestra justicia! ¡Eternidad! cuántas lágrimas me haces derramar, cuántos clamores me haces exhalar..., ¡yo que viví constantemente en la esperanza de que un día había de salir del pecado y convertirme! ¡Ay! ¡La muerte me ha engañado, y no he tenido tiempo... !
¡ Ah ! hermano mío, nos dice San Jerónimo, ¿ quieres permanecer en pecado, y temes perecer en él? Nos refiere este gran Santo que un día fué llamado para visitar a un pobre moribundo y, al verle muy atemorizado, le preguntó qué era lo que tanto parecía asustarle,  «¡Ay! padre, ¡estoy condenado!» Y diciendo estas palabras, exhaló el postrer suspiro. ¡ Oh, infortunado destino el de un pecador que ha vivido en pecado! ¡Ay! ¡A cuántos ha arrastrado el demonio al infierno, con la esperanza de que se convertirán!. ¿Qué vais a pensar, vosotros que me escucháis, y no practicáis la oración, ni os confesáis, ni pensáis en convertiros? Dios mío, ¿podrá uno permanecer en una situación que en todo momento expone a caer en los abismos?. - Dios mío, dadnos la fe, que nos hará conocer la magnitud de nuestras desdichas si nos perdemos; y nos pondrá en la imposibilidad de permanecer en pecado!
JUEVES SANTO
Caro mea vere est cibus.
Mi carne es verdaderamente comida.
         (S. In., VI, 56.)

¿Podremos hallar en nuestra santa religión un momento más precioso, una circunstancia más feliz, que aquel instante en que Jesucristo instituyó el adorable Sacramento de los altares? -No, no, puesto que esta circunstancia nos recuerda y atestigua el inmenso amor de un Dios a las criaturas. Cierto que, en todo cuanto Dios ha hecho, manifiéstanse sus perfecciones infinitas. Al crear el mundo, hizo brillar la grandeza de su omnipotencia; gobernando el vasto universo, nos muestra una sabiduría incomprensible; y hasta podernos decir con el Salmo 103 (Quam magnificata sunt opera tua, Domine!.... Animalia pussilla cum magnis (Ps. 103, 23-25).): «Sí, Dios mío, sois infinitamente grande en las cosas más pequeñas, y en la creación del más vil insecto». Mas lo que nos manifiesta en la institución de este gran Sacramento de amor, no es solamente su poder y sabiduría, sino además el inmenso amor de su corazón. «Sabiendo muy bien que se acercaba el tiempo de volver al Padreo; no pudo resignarse a dejarnos solos en la tierra y en medio de tantos enemigos afanosos de nuestra pérdida. Sí, Jesucristo, antes de instituir este Sacramento de amor, sabía muy bien a cuántos desprecios y profanaciones se expondría; mas nada fué bastante para detenerlo, quiere que se nos quepa la dicha de hallarle cuantas veces andemos en su busca, y así por este gran Sacramento, se compromete a permanecer día y noche entre nosotros; y en Él hallaremos a un Dios Salvador, que cada día se inmolará por nosotros a la justicia del Padre. ¡Oh, pueblo dichoso! ¿quién ha comprendido jamás el tesoro que posees?
A fin de inspiraros un gran respeto y amor a Jesucristo en el adorable sacramento de la Eucaristía, os mostraré ahora lo mucho que Él nos ha amado al instituírla. ¡Oh, qué felicidad! ¡una criatura recibir a su Dios! ¡tomarlo como alimento!; hasta cebarse con Él! ¡ Oh, amor infinito, inmenso e incomprensible!... ¡Y un cristiano piensa y considera esto, sin morir de amor y de espanto a la vista de su indignidad!...

I.-No hay duda que, en todos los sacramentos que Jesucristo ha instituido, nos muestra una misericordia infinita. En el sacramento del Bautismo, nos arranca de las manos de Lucifer, y nos convierte en hijos de Dios Padre, nos abre el cielo, que para nosotros estaba cerrado; nos hace participantes de todos los tesoros de la Iglesia; y, si somos fieles a nuestras promesas, tenemos la seguridad de una bienaventuranza eterna. En el sacramento de la Penitencia, nos muestra su infinita misericordia, y nos hace participantes de ella; pues, por dicho sacramento, nos libra del infierno, al que nuestros pecados de malicia nos arrastraban, y nos aplica de nuevo los infinitos méritos de su pasión. En el sacramento de la Confirmación, a fin de que podamos conducirnos bien en el camino de la virtud, nos da un espíritu de luz que nos hace conocer el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar; además, nos comunica un espíritu de fortaleza que nos ayude a vencer todos los obstáculos que se presenten al llevar a cabo la obra de nuestra salvación. en el sacramento de la Extremaunción, con los ojos de la fe cómo Jesucristo nos cubre con los méritos de su pasión y muerte. En el Orden, da Jesucristo grande y singular potestad a los sacerdotes; ellos son quienes le hacen descender... En el sacramento del Matrimonio, vemos cómo Jesucristo santifica todas nuestras acciones, hasta aquellas que parecen obedecer únicamente a las corrompidas inclinaciones de la naturaleza.
Estas son, me diréis, manifestaciones de misericordia dignas de un Dios infinito en todo. Pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, aun llega más allá: todo esto no parece más que un ensayo de amor a los hombres; quiere Él, para el bien de las criaturas, que su cuerpo, su alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo, a fin de que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos, a fin de que en Él hallemos toda suerte de dicha y felicidad. Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad. Vosotros vais a pensar: bastantes son ya esas gracias. ¡Oh! no, aún no esta satisfecho su amor. Todavía tiene otros dones para otorgarnos, dones que su inmenso amor halló en su corazón abrasado por el mundo ingrato, el cual sólo parece aceptar tal cúmulo de bienes para ultrajar a su bienhechor. Mas no pensemos en eso; dejemos por un momento la ingratitud de los hombres, abramos las puertas de este sagrado y adorable Corazón; encerrémonos por un momento en medio del ardor de sus llamas y veremos entonces hasta dónde llega el poder de un Dios que nos ama. ¡Oh, Dios mío! ¿Quién será capaz de comprenderlo, y a la vez no morirá de amor y de dolor al ver, por una parte, tanta caridad, y por otra, tanto desprecio e ingratitud?
Leemos en el Evangelio que Jesucristo, sabiendo que era ya llegado el momento en que los judíos iban a darle muerte, dijo a sus apóstoles «que deseaba en gran manera celebrar con ellos la Pascua» (Luc., 22. 15.). Habiendo llegado aquella hora para nosotros tan feliz, sentóse a la mesa con ánimo de dejarnos una prenda de su amor. Después levantóse de la mesa, dejó sus vestidos, y se ciñó una toalla en la cintura; echó agua en un cubo, y púsose a lavar los pies de sus apóstoles, incluso judas, con todo y conocer que dentro de poco iba a perpetrar su traición. Con aquel preliminar, quiso mostrarnos la gran pureza y humildad con que debemos acercarnos a Él sentado de nuevo a la mesa, tomó un pedazo de pan en sus santas y venerables manos; después, elevando sus ojos al cielo para dar gracias a su Padre, y a fin de darnos a entender que aquel gran don venía del cielo, lo bendijo, y lo distribuyó entre sus apóstoles, diciéndoles: «Comed todos de él, esto es verdaderamente mi Cuerpo, el cual será entregado por vosotros». Tomando después el cáliz, en el que había vino mezclado con agua, lo bendijo también, y se lo ofreció, diciéndoles: «Bebed todos de este cáliz, esta es mi Sangre, la cual será derramada para remisión de los pecados, y cuantas veces pronunciéis estas palabras, obraréis el mismo milagro; es decir, transformaréis el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre.» ¡Cuánto amor con nosotros es el que muestra todo un Dios en la institución del adorable sacramento de la Eucaristía! Decidme, ¿de qué respetuoso sentimiento hubiéramos estado penetrados, si entonces nos hubiésemos hallado en este mundo y presenciado con nuestros propios ojos a Jesucristo instituyendo este santo Sacramento de amor? No obstante, este gran milagro se apera cada vez que el sacerdote celebra la santa Misa, en la que nuestro divino Salvador se digna bajar y nuestros altares. ¡Ahí! si tuviésemos viva esta creencia, ¿de qué respeto no deberíamos estar penetrados? ¡Con qué reverencia y temor compareceríamos, ante ese gran sacrificio, en el que Dios nos muestra la magnitud de su amor y de su poder! No dudo que vosotros lo creéis todo esto; pero obráis cual si no lo creyeseis.
Si necesitáis que os haga  comprender la grandeza de este misterio, escuchadme, y vais a ver cuán grande habría de ser la reverencia con que debiéramos mirarlo. Leemos en la historia que un sacerdote que celebraba la santa Misa en una iglesia de la ciudad de Bolsena, después de haber pronunciado las palabras de la consagración, dudó de la presencia real del Cuerpo de Jesucristo en la santa Hostia, es decir, dudó de si las palabras de la consagración habían verdaderamente transformado el pan en Cuerpo de Jesucristo y el vino en su Sangre, y al momento quedó la santa Hostia cubierta de sangre. Con ello Jesucristo pareció querer reprender la poca fe de su ministro, y al mismo tiempo llevarle a arrepentirse, volverle la fe que, con su duda, acababa de perder; y además quiso mostrarnos, mediante aquel gran milagro, cuán ciertos hemos de estar de su presencia en la sagrada Eucaristía, aquella Hostia santa derramó sangre con tanta abundancia, que quedaron teñidos con ella el corporal, los manteles y el mismo altar. El Papa, a quien se comunicó milagro tan extraordinario, ordenó que se trajese a su presencia aquel corporal ensangrentado; fué llevado a la ciudad de Orvieto, donde se le recibió con extraordinaria pompa, y fué depositado en el templo. Después se construyó una iglesia magnífica para guardar aquel precioso depósito; además, todos los años, en la fiesta del Corpus, es llevada en procesión tan preciosa reliquia (Vease Las Maravillas divinas en la Sagrada Eucaristia. Del P. Rossignili, S.J.; maravilla 113ª). Ved, pues, cómo aquellos que se dejan llevar de la duda, al oir esto habrán de confirmarse en la fe. Pero, Dios mío, ¿cómo podremos dudar, después de las palabras del mismo Jesucristo, que dijo a sus apóstoles, y en su persona a todos los sacerdotes: «Cuantas veces pronunciéis estas palabras, haréis el mismo milagro, es decir, haréis lo que yo he hecho, transformaréis el pan es mi Cuerpo y el vino es mi Sangre».
¡No hay mayor amor, no hay mayor caridad que la manifestada por Jesucristo, al escoger la víspera del día en que debía dársele muerte, para instituir un Sacramento por el cual iba a permanecer en medio de nosotros, para ser nuestro Padre, nuestro Consolador y toda nuestra felicidad! Más afortunados que aquellos que vivieron mientras estuvo en este mundo, cuando no habitaba más que un lugar, cuando debían andarse algunas horas para tener la dicha de verle; hoy le tenemos nosotros en todos los lugares de la tierra, y así ocurrirá, según nos está prometido, hasta el fin del mundo. ¡Oh, amor inmenso de un Dios a sus criaturas! No, cuando se trata de mostrarnos la grandeza de su amor, nada puede detenerle. En aquel momento tan venturoso para nosotros, toda Jerusalén está agitada, el populacho está furioso, todos conspiran para perderle; y es precisamente en aquel momento cuando todos están sedientos de su adorable sangre: les prepara, así a ellos como a nosotros, la prenda más inefable de su amor. Los hombres están tramando contra Él los complots más tenebrosos, al paso que Él se está ocupando en regalarles con lo que tiene de más precioso que es É1 mismo. No piensan más que en levantar una infame cruz para hacerle morir en ella, y É1 no piensa más que en levantar un altar donde se inmole É1 mismo, cada día, por nuestro amor. Se está preparando el derramamiento de su sangre, y Jesucristo quiere que aquella misma sangre sea para nosotros una bebida de inmortalidad, para consuelo y felicidad de nuestras almas. Sí, podemos afirmar que Jesucristo nos ama hasta agotar los tesoros de su amor, sacrificándose hasta donde han podido inspirarle su sabiduría y su poder. ¡Oh, amor tierno y generoso de un Dios para con tal viles criaturas cual nosotros, que tan indignos somos de su predilección! ¡cuánto respeto deberíamos tener a ese grande Sacramento, en el que un Dios hecho hombre se muestra presente cada día en nuestros altares! Aunque Jesucristo sea la misma bondad, no deja algunas veces de castigar rigurosamente, según vemos en distintos pasajes de la historia, los desprecios que se hacen a su santa presencia...

II.-Hemos dicho que Jesucristo, para obrar aquel milagro, escogió el pan, que es el alimento común a todos, pobres y ricos, fuertes y débiles, para significarnos que este celestial alimento esa destinado a todos los cristianos que quieran conservar la vida de la gracia y la fuerza para luchar con el demonio. Vemos que, al obrar Jesús el gran milagro, elevó sus ojos al cielo para dar gracias a su Padre celestial, con lo cual quiso mostrarnos cuánto deseaba la llegada de aquel momento tan dichoso paya nosotros, y nos dió con ello prueba de la grandeza de su amor. «Sí, hijos míos, les dijo el divino Salvador a los apóstoles, mi Sangre desea con impaciencia ser derramada por vosotros; mi Cuerpo arde en deseos de ser desgarrado para curar vuestras llagas; lejos de asustarme por las ideas amargas y tristes que de antemano me ha venido al pensar en mis sufrimientos y en mi muerte, siento, por el contrario, en mí el colmo del placer. La causa de ello es porque en mis sufrimientos y en mi muerte hallaréis un remedio seguro para todos vuestros males. ¡Oh! ¿qué amor iguala al de un Dios para con sus criaturas? Nos dice San Pablo que, en el misterio de la Encarnación, Dios escondió su divinidad; pero, en el de la Sagrada Eucaristía, llega hasta a esconder su humanidad (S. Tomas, imno Adorote devote). Solamente la fe puede obrar en tan incomprensible misterio. Si, cualquiera que sea el lugar donde nos encontremos, dirijamos con placer nuestros pensamientos, nuestros deseos, hacia donde está guardado este adorable Cuerpo, para unirnos a los ángeles que con tanto respeto lo adoran. Guardémonos de hacer como aquellos impíos que no muestran el menor respeto a los templos, tan santos, tan dignos de reverencia, tan sagrados por la presencia de Dios hecho hombre, que día y noche mora en nosotros...
Vemos con frecuencia que el Padre Eterno castiga con rigor a los que desprecian a su divino Hijo. Leemos en la historia que una vez un sastre acertó a encontrarse en una casa mientras que era llevado el Viático a un enfermo de la misma; los que estaban junto a dicho enfermo le rogaron que se arrodillase, mas él se negó; y soltó esta horrible blasfemia: «¿Yo arrodillarme?, dijo. Respeto mucho más una araña, que es el más vil insecto, que a vuestro Jesucristo, a quien queréis que adore». ¡De qué cosas es capaz aquel que ha perdido la fe! Mas Dios no dejó impune aquel pecado horrible: en el mismo instante, una grande araña negra descendió del techo y vino a posarse sobre la boca del blasfemo, y le picó en los labios, los cuales al momento se le hincharon, y murió al poco rato el infeliz. Ya veis, pues, cuán culpables somos al no guardar este gran respeto que se merece la presencia real de Jesucristo.
No nos cansemos de contemplar el gran misterio de amor en el que un Dios, igual al Padre, alimenta a sus hijos, no con un alimento ordinario, ni con aquel maná con que el pueblo judío se alimentaba en el desierto, sino con su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa. ¿Quién podría jamás imaginarlo, si no fuese Él mismo quien nos lo dice y lo ejecuta a un tiempo? ¡Cuán dignas son de nuestro amor y de nuestra admiración tales maravillas! ¡Un Dios, después de haber cargado con todas nuestras miserias, nos hace participantes de todas sus excelencias! ¡Oh, pueblo cristiano, cuán venturoso eres al tener un Dios tan bueno y tan rico!... Leemos que San Juan Evangelista vió un ángel a quien el Padre Eterno entregaba la copa de su furor para que la derramara sobre todas las naciones de la tierra(Apoc., 15.); mas aquí vemos todo lo contrario. El Padre Eterno pone en manos de su Hijo la copa de su misericordia para que sea derramada sobre todos los pueblos del mundo. AL hablarnos de su Sangre adorable, nos dice, como a sus apóstoles: «Bebed todos de ella, y hallaréis la remisión de vuestros pecados y la vida eterna»(Math., 16. 27,28.). ¡Oh, dicha inefable!... ¡oh, fuente abundante y excelsa, que darás testimonio, hasta el fin de los siglos, de la felicidad que, por esta creencia, debíamos alcanzar! Para inspirarnos una viva fe acerca de su presencia real, Jesucristo no ha cesada en todo tiempo de obrar milagros. Así leemos que hubo una mujer cristiana, pero muy pobre. Pidió, prestada a un judío, una cierta cantidad de dinero y le dio en prenda los mejores vestidos que tenía. Acercándose la fiesta de la Pascua, suplicó al judío que le devolviese, por un día, aquellos vestidos. El judío le dijo que no sólo estaba dispuesto a devolverle los vestidos, sino además a condonarle la deuda, con tal que le trajese una Sagrada Hostia, cuando la hubiese recibido de manos del sacerdote en la comunión. El afán de aquella miserable por recobrar sus vestidos y, al mismo tiempo, la esperanza de no verse obligada a devolver el dinero que había pedido prestado, la llevaron a ejecutar la más horrible acción. Al día siguiente se encaminó a la Iglesia parroquial. En cuanto hubo recibido en la lengua la Sagrada Hostia, la tomó con cuidado y la puso en un pañuelo. En seguida la llevó a aquel miserable judío, el cual, como es de suponer, la quería para descargar todo su furor contra Jesucristo. Aquel hombre abominable trató a Jesucristo con un furor espantoso; mas veamos cómo Jesucristo mismo le mostró cuánto sentía los ultrajes que se le inferían. Comenzó el judío colocando la Santa Hostia sobre una mesa, y le dió a su sabor golpes con un pequeño cuchillo; mas el desgraciado pudo ver cómo de la Santa Hostia sa­lía sangre en abundancia, cosa que atemo­rizó mucho a su hijo. Después, quitándola con desprecio de encima la mesa, la fijó con un clavo en la pared, y le dió hasta quedar saciado, golpes con un azote. La atravesó con una lanza, y salió sangre nuevamente. Después de tales crueldades, la echó en una caldera de agua hirviendo: al momento, el agua pareció transformarse en sangre. Entonces la Hostia tomó la figura de Jesucristo clavado en cruz: lo cual le asustó de tal modo que hubo de correr despavorido a es­conderse en un rincón de la casa. Mientras esto acontecía, los hijos del judío que veían a los fieles cristianos dirigirse al templo, les decían: «¿ Dónde vais? NO hallaréis en la iglesia a vuestro Dios, puesto que nuestro padre lo ha matado». Una mujer, que oyó lo que decían los hijos del judío, entró en la casa. Y vió en efecto, la Hostia aun bajo la figura de Jesús crucificado; mas al punto tomó su forma ordinaria. Tomó aquella mujer una copa, y la Hostia vino a ponerse en su interior. Muy dichosa y contenta aquella mujer, la llevó en seguida a la iglesia de San Juan (en Greve), donde fué colocada en un lugar apropiado para que los fieles la adorasen. Ofreciose el perdón a aquel desgraciado­ con tal de que se convirtiese     al cristianismo; mas estaba tan obstinado, que prefirió se le condenase a ser quemado vivo, antes que hacerse cristiano. No obstante, su mujer, sus hijos, y muchos judíos recibieron el bautismo. En vista de los milagros que Jesucristo acababa de obrar y para perpe­tuar su recuerdo, aquella casa fué convertida en templo; se estableció allí una comunidad religiosa, con el objeto de que hubiese cons­tantemente alguien ocupado en desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que del judío re­cibiera (Este célebre prodigio es conocido con el nom­bre de Milagro de los Billetes.). No podemos oir todo esto sin es­panto. Pues bien, ved a qué se expone, y a qué estará Jesucristo expuesto hasta el fin del mundo, por nuestro amor. ¡Qué amor, el que nos muestra Dios Nuestro Señor! ¡qué excesos le ha llevado el amor a sus cria­turas !
Debéis saber, además, que Jesucristo, to­mando el cáliz en sus santas manos, habló así a sus apóstoles: «Dentro de algunas ho­ras esta preciosa Sangre va a ser derramada de una manera visible y cruel; y para vos­otros será derramada; el ardiente deseo que tengo de derramarla en vuestros corazones me ha sugerido el empleo de este medio. Cierto que la envidia de mis enemigos es una de las causas de mi muerte; pero no es la principal; las acusaciones que han inventado contra mi persona para perderme, la perfidia del discípulo que me entregará, la debilidad del juez que va a condenarme, y la crueldad de los verdugos que van a matarme, son otros tantos instrumentos de que se sirve mi infinito amor para probaros cuánto os amo.» Sí, para la remisión de nuestros pecados fué derramada aquella sangre, y para el mismo objeto este sacrificio se reproducirá todos los días. Ya veis, cuánto nos ama Jesucristo, pues con tanto afán se sacrifica por nosotros a la justicia de su Padre; y aun más, quiere el que semejante sacrificio se renueve todos los días y en todos los lugares del mundo. ¡Qué suerte para nosotros saber que nuestros pecados, aun antes de ser cometidos, fueron ya expiados en el gran sacrificio de la cruz! Acudamos con frecuencia al pie del tabernáculo, para consolarnos en nuestras penas y para fortalecernos en nuestras debilidades. ¿Tenemos que lamentar, tal vez, la gran desgracia de haber pecado? La Sangre adorable de Jesucristo implorará gracia por nosotros.
¡Cuánto más viva que la nuestra era la fe de los primeros cristianos! En los primeros tiempos, un gran número de cristianos atravesaba los mares para ir a, visitar los santos lugares en donde se había realizado el misterio de la Redención. Cuando se les mostraba el Cenáculo en el que Jesucristo instituyó este divino Sacramento consagrado a alimentar nuestras almas, cuando se les hacía ver el sitio en que había rociado la tierra con sus lágrimas y su sangre durante la agonía que acompañó a su oración, no sabían dejar aquellos lugares memorables y venerados sin derramar lágrimas en abundancia. Mas esto llegaba al colmo al ser conducidos al Calvario, en donde el Salvador tantos sufrimientos experimentara por nosotros. Entonces les parecía no poder vivir ya más; al recordar lo que aquellos lugares evocaban, a saber, el tiempo, las acciones y los misterios que por nuestro bien allí se realizaron, estaban inconsolables; sentían avivar nuestra fe, su corazón se abrasaba bajo los ardores de una nueva hoguera. ¡Oh, felices lugares, exclamaban, donde tantos prodigios se realizaron por nuestra salvación!. Pero, sin ir tan lejos, sin tenernos que molestar en atravesar los mares y exponernos a tantos peligros, ¿no tenemos aquí, en medio de nosotros, a Jesucristo, no solamente como Dios, sino en cuerpo y alma? ¿No son tan dignas de respeto nuestras iglesias como los lugares santos que visitaban aquellos peregrinos? ¡Nuestra dicha es demasiado grande!, jamás comprenderemos su alcance ¡Pueblo feliz, el cristiano, al ver cómo cada día se renuevan todos los prodigios que la omnipotencia de Dios obró en otro tiempo en el Calvario para salvar a los hombres.
¿A qué obedece, pues, el que no experimentemos este mismo amor, no sintamos el mismo agradecimiento, no estemos poseídos del mismo respeto, con todo y obrarse cada día los mismos milagros ante nuestros ojos? ¡Ay!, hemos abusado tanto de las gracias recibidas, que merecimos de Dios el castigo de que no fuese arrebatada, en parte, nuestra fe; apenas nos queda indicio de ella parra hacernos cargo de, que estamos en la presencia de Dios. ¡Dios mío! ¡qué desgracia para un cristiano haber perdido la fe! Desde que la fe nos falta, no hacemos más que despreciar este augusto Sacramento; ¡y cuántos hay aún que llegan hasta a caer en la impiedad, haciendo mofa de los que tienen la dicha de venir a sacar de aquí las gracias y fuerzas necesarias para salvarse!. Temamos los castigos que Dios puede enviarnos por nuestra falta de respeto a su adorable presencia. Aquí tenéis un ejemplo de los más espantosos.
Refiere, en sus Anales, el Cardenal Baronio que en la villa de Lusignan, cerca de Poitiers, había un sujeto que manifestaba un gran desprecio por la persona de Jesucristo: escarnecía y menospreciaba a cuantos frecuentaban los Sacramentos; ridiculizaba su devoción. Sin embargo, Nuestro Señor, que siempre prefiere la conversión a la pérdida del pecador, le había enviado con alguna frecuencia remordimientos de conciencia, bien veía que obraba mal y que aquellos de que se burlaba le aventajaban en felicidad; mas, en cuanto se le ofrecía una nueva ocasión, volvía a las andadas y, de esta manera, poco a poco, acabó por ahogar enteramente los remordimientos que Dios le enviaba. Mas, para mejor disimularlo, procuró ganar la amistad de un santo religioso, el superior del monasterio de Bonneval, lugar muy cercano a su morada. Iba allí con frecuencia, y, aunque impío, hacía gala de aquélla amistad, y se creía hasta bueno cuando estaba con aquellos santos religiosos. El superior, que, andando el tiempo, se dio cuenta de lo que pasaba en el ánimo de aquel sujeto, le decía muchas veces: «Mi querido amigo mío, veo que no tenéis el respeto que debierais a la presencia de Jesucristo en el adorable Sacramento del altar; y creo que, si queréis convertiros, no habrá más remedio que dejar el mundo y retiraros en un monasterio para hacer allí penitencia. Mejor que nadie sabéis vos cuántas veces habéis profanado los Sacramentos, manchándoos el alma con abominables sacrilegios; si llegaseis a morir, seríais arrojado al infierno por toda la eternidad. Creedme, pensad en reparar las profanaciones cometidas; ¿cómo podéis vivir en tan miserable estado?» Aquel pobre hombre parecía escucharle y hasta aprovecharse de sus consejos, pues sentía, ciertamente, en su conciencia el peso de los sacrilegios; mas como le repugnaba aceptar algunos pequeños sacrificios, indispensables para su conversión, resultaba que, con todo y sus buenos pensamientos, continuaba siempre igual; y así sucedió que, cansándose Dios de su impiedad y de sus sacrilegios, le abandonó a sí mismo; y el pobre cayó enfermo. El abad, sabiendo el mal estado en que se hallaba su alma, se apresuró a visitarle. Al ver el infeliz que aquel buen religiosa, que era un santo, iba a verle, lloró de alegría, y, quizá concibiendo la esperanza de que rogaría por él y le ayudaría a sacar su alma del cenagal de sus sacrilegios, suplicó al abad que se quedase con él cuanto tiempo le fuese posible. Llegó la noche y retiráronse todos menos el abad, que permaneció junto al enfermo. Aquel pobre infeliz púsose a dar gritos horribles, diciendo: «¡Padre mío!, ¡socorredme! ¡venid en mi auxilio!» ¡Mas, ay! ¡no era ya tiempo oportuno! Dios le había abandonado en castigo de sus impiedades y sacrilegios. «¡Ah! ¡Padre mío, ved aquí dos espantosos leones que me están acechandó! ¡Ah! ¡Padre mío, socorredme! » El abad, lleno de espanto, se arrodilló para implorar misericordia, a favor del enfermo; mas era ya demasiado tarde, la justicia de Dios le había entregado al poder de los demonios. De repente, el enfermo cambió de voz hablando en tono más sosegado; púsose a conversar como una persona sana y en el pleno dominio de su espíritu: «Padre mío, le dijo, aquellos leones que ahora mismo estaban cerca de mí se han retirado». Pero mientras estaban hablando familiarmente, el enfermo perdió la voz y quedó como muerto. Por tal lo tuvo el religioso, mas quiso presenciar el fin de todo aquello; decidió, pues, pasar el resto de la noche junto al enfermo. Al cabo de un rato, aquel pobre infeliz volvió en sí, recobró la palabra, y dijo al superior: «Padre mío, acabo de ser citado al tribunal de Jesucristo, y, a causa de mis impiedades y sacrilegios, estoy condenado a arder en los infiernos». Asustado el religioso, púsose a orar, intentando probar si quedaba aún algún recurso para lograr la salvación de aquel desgraciado, mas, viéndole rezar el moribundo, le dijo: «Padre mío, dejad vuestras oraciones, Dios no os va a escuchar en nada de cuanto le digáis respecto a mí; los demonios me rodean, sólo están esperando el instante de mi muerte, que no tardará en llegar, para arrastrarme al infierno, en donde voy a arder por toda la eternidad». De repente, sobrecogido de espanto, exclamó: «¡Ah! Padre mío, el demonio se me lleva; adios Padre mío, desprecié vuestros consejos y estoy condenado». Y diciendo esto, vomitó su alma maldita a los abismos. Retiróse el superior llorando vivamente por la suerte de aquel desgraciado que desde su lecho acababa de caer en el infierno. ¡Ay!, ¡cuán grande es el número de esos profanadores, cuántos cristianos han perdido la fe o causa de sus sacrilegios! Al ver tantos Cristianos que no reciben los Sacramentos, o que los frecuentan muy de tarde en tarde, no busquemos otras causas que los sacrilegios por ellos cometidos. ¡Cuántos hay también a quienes los remordimientos desgarran la conciencia, se tienen por culpables de tremendos sacrilegios, y aguardan la muerte en un estado capaz de hacer temblar el cielo y la tierra. !No lleguéis más allá, ya que no habeis alcanzado aún el estado miserable de aqueldesgraciado réprobo de que os acabo de hablar; mas quién os asegura que, mientras no llegue la hora de la muerte, no seréis, como el abandonados de Dios y echados al fuego?  ¡Oh, Dos mío!; ¿cómo podré vivir en tan espantoso estado? Aun estamos a tiempo, volvamos sobre nuestros pasos, echémonos a los pies de Jesucristo, escondido en el adorable sacramento de la Eucaristía. Él ofrecerá de nuevo y por nosotros, al Padre celestial los méritos de su pasión y muerte, y con ello estamos seguros de alcanzar misericordia.
Tengamos la seguridad de que, si sentimos un gran respeto a la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el adorable Sacramento del altar, vamos a alcanzar cuanto deseemos. Ya que las procesiones eucarísticas son todas dedicadas a adorar a Jesús en el Santísimo Sacramento del altar, y a desagraviarle de los ultrajes que en dicho Sacramento recibe, formemos en dichas procesiones, vayamos en su seguimiento con aquel mismo respeto que le mostraban los primeros cristianos siguiéndole en sus predicaciones, durante las cuales no pasaba jamás por un lugar sin derramar allí toda suerte de bendiciones.
Con innumerables ejemplos nos muestra la historia cuán duramente castiga Dios a los profanadores de su adorable Cuerpo y de su preciosa Sangre. Una vez hubo un ladrón que entró en una iglesia durante la noche y se llevó todos los vasos sagrados donde se guardaban las sagradas partículas; y con aquella preciosa carga se encamino a un lugar llamado plaza de San Dionisio. Al llegar allí, miró de nuevo las vasos para ver si había dejado aún alguna partícula. Había una todavía, la cual, al ser abierto el copón, salió milagrosamente del vaso revoloteando alrededor del ladrón; aquel prodigio hizo que fuese descubierto por la gente y detenido el criminal. Dióse parte al cura de San Dionisio, y éste avisó al obispo de París. La Sagrada Hostia permaneció suspendida en el aire. Entonces, acudió el obispo con todos sus sacerdotes y gran número de fieles devotos que formaban también parte de la procesión, y la Hostia fué a posarse en el ciborio del sacerdote que la había consagrado. Fué llevada a un templo, y en el mismo se hizo la fundación de un oficio semanal en memoria de este gran milagro (Véase Mons de Segur, La Francia a los Pies del Santísimo Sacrannento, IX, «La Hostia milagrosa de San Gervasio, de París»).
Decidme, ¿qué más nos falta considerar para sentirnos movidos a reverencia ante la presencia de Jesús, así en los templos como en las procesiones? Acudamos, pues, a Él con gran confianza; es tan bueno, es tan misericordioso, nos ama tanto, que podemos estar seguros de alcanzar cuanto le pidamos; mas seamos siempre humildes, puros, saturados de amor de Dios y de menosprecio del mundo... Cuidemos de no dejarnos llevar de distracciones... Amemos de todo corazón al Señor, y con ello alcanzaremos, ya en este mundo, una vida semejante a la de la gloria.
VIERNES SANTO
EL PECADO RENUEVA LA PASIÓN DE JESUCRISTO

Prolapsi sunt: rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei.
Los que pecan, crucifican nuevamente a Jesucristo dentro de sí mismos.
        (S. Pablo a los Hebreos, IV, 6.)

¿Podemos concebir un crimen más horrible que el de los judíos al dar muerte al Hijo de Dios, a aquel que estaban esperando desde hacía cuatro mil años, al que había sido la admiración de los profetas, la esperanza de los patriarcas, el consuelo de los justos, la alegría del cielo, el tesoro de la tierra, la felicidad del universo? Pocos días antes le recibieron triunfalmente al entrar en ,Jerusalén, manifestando con ello claramente que le reconocían por el Salvador del mundo. Decidme, ¿es posible que, a pesar de todo esto, quieran darle muerte, después de haberle llenado de toda suerte de ultrajes? ¿Que daño les había causado, pues, este divino Salvador? O mejor, ¿qué bien dejaba de otorgarles, al bajar a librarlos de la tiranía del demonio, a reconciliarlos con su Padre celestial, ya abrirles las puertas del cielo que el pecado de Adán había cerrado? ¡Ay!, ¡de qué no es capaz el hombre cuando se deja cegar por sus pasiones!. Pilato dejó escoger a los judíos entre dar libertad a Jesús o a Barrabás, que era un criminal. Y ellos libertaron al malhechor cargado de crímenes y pidieron la muerte de Jesús, que era la misma inocencia, y más aún, su Redentor! ¡Oh, Dios mío!, ¡qué elección tan indigna! Os admira, y razón tenéis para ello; sin embargo, si me atreviese, os diría que nosotros, siempre que pecamos, hacemos parecida elección. Y para mejor hacéroslo sentir, voy ahora a mostraros cuán grande sea el ultraje que hacemos a Jesucristo al preferir el camino donde nos guían nuestras inclinaciones al camino que conduce a Dios.
Sí, la malicia humana nos ha dado medios para renovar los sufrimientos y la muerte de Jesucristo, no sólo de una manera tan cruel como los judíos, sino además de una manera sacrílega y horrible. Mientras vivió en este mundo, Jesucristo: no tuvo más que una vida por perder y sólo en un Calvario fué crucificado; pero, desde su muerte, el hombre, con sus pecados, le ha hecho hallar tantas cruces cuantos son los corazones que palpitan sobre la tierra. Para mejor convenceros de ello, mirémoslo más de cerca. ¿Qué observamos en la Pasión de Jesucristo? ¿No es, por ventura, un Dios traicionado, abandonado hasta por sus discípulos; un Dios puesto en parangón con un infame criminal: un Dios expuesto al furor de la soldadesca y tratado como un rey de burlas? No me negaréis que todo esto resultaba en gran manera humillante y cruel en la muerte del Salvador. Sin embargo, no vacilo en afirmaros que lo que sucede todos los días entre los cristianos, es aún más sensible a Jesucristo que cuanto pudieron hacerle sufrir los judíos.
1.° No ignoro que Jesucristo fué traicionado y abandonado por sus apóstoles; tal vez ésta fué la llaga que más sensiblemente hirió su corazón lleno de bondad. Mas os diré también que, por la malicia del hombre v del demonio, esta tan dolorosa llaga es renovada todos los días por un gran número de malos cristianos. Si Jesucristo nos ha dejado en la santa Misa el recuerdo y el mérito de su pasión, ha permitido también que hubiese hombres que, con todo y ser cristianos y por lo tanto discípulos suyas, no vacilasen en traicionarle en cuanto se les ofreciese ocasión. No tienen escrúpulo en renunciar al bautismo y en renegar de su fe; y ello solamente por el temor de ser objeto de burla y menosprecio por parte de algunos libertinos o ignorantes. A esta clase pertenecen las tres cuartas partes de la gente de nuestros días, en extremo temerosas de mostrar sus convicciones cristianas a la faz del mundo. Pues bien, es como si abandonásemos a nuestro Dios, cuantas veces omitimos las oraciones de la mañana o de la noche, siempre que faltamos a la santa Misa... Hemos abandonado también a Dios, desde el momento en que ya no frecuentamos los Sacramentos. ¡Ah! Señor, ¿dónde están los que os permanecen fieles y os siguen hasta el Calvario?... A la hora de su Pasión, preveía ya Jesucristo cuán pocos serían los cristianos que iban a seguirle a todas partes, cuán pocos estarían dispuestos a arrostrar toda suerte de tormentos y la misma muerte antes que mostrasen valor para acompañarle hasta el Calvario. Mientras Jesucristo colmaba de favores a sus discípulos, ellos estaban dispuestos a sufrir. Así obraron San Pedro y Santo Tomás;  mas, llegado el momento de la prueba, todos huyeron, todos le abandonaron. Retrato perfecto de muchísimos cristianos que no dejan de formular muy buenos propósitos; mas, a la menor dificultadtad, abandonan a Dios ; no reconocen su existencia ni su providencia; una pequena calumnies, la mess insignificance injusticia de que sewn victimas, una enfermedad demasiado larga, el temor de perder la amistad de cierta persona de la cual han recibio o esperan recibir algún favor, les hace olvidar la religion y sus preceptos; la dejan a un lado y llegan hasta enojarse contra los que la observan fielmente. Todo lo echan a la mala, maldicen a las personas que consideran como causantes del daño que experimentan. ¡Dios mio, cuantos desertores! ¡Cuan raros son los cristianos que, como la Santisima Virgen, esten dispuestos a seguiros hasta el Calvario! ...
Me preguntareis, empero: ¿Cómo llegaremos a conocer si seguimos verdaderamente a Jesucristo? Nada mas facil. Cuando observais fielmente los mandamientos. Se nos ordena que por la manana y por la noche nos encomendernos a Dios con gran respeto: pues bien, ¿lo haceis vosotros, poniendoos de rodillas, antes de comenzar el trabajo con el deseo de agradar a Dios y salvar vuestra alma ? O, por el contrario, lo practicais solo por costumbre, por rutina, sin pensar en Dios, sin atender a que estais en peligro de perderos, y por consiguiente, muy (falta una linea en el original) vuestra condenacion ? Los preceptos de la Ley de Dios os prohiben trabajar en dias festivo. Pues bien, mirad si to habeis observado fielmente, si habeis empleado santamente el dias del domingo, dedicandoos a la oracion, a confesar vuestros pecados, a fin de evitar que la muerte os sorprenda en un estado que os conduzca al infierno. Examinad la manera como asistis a la Santa Misa, y ved si habeis estado siempre bien penetrados de la grandeza de aquel acto, si habeis considerado que es el mismo Jesucristo, como hombre y como, Dios, quien esta realmente presente en el altar. ¿Estais alli con las mismas disposiciones que la Virgen Santisima estaba en el Calvario, tratandose de la presencia de un mismo Dios, y de la consumación de igual sacrificio? ¿Testimoniasteis a Dios el pesar que sentiais por haberle ofendido y le dijisteis que, con el auxilio de su gracia, en lo venidero prefeririais la muerte al pecado? ¿Hicisteis siempre cuanto estaba de vuestra parte para merecer los favores que Dios tuvo a bien concederos?  ¿Le habeis pedido la gracia de saberos aprovechar de los sermones que teneis la suerte de oir, y cuyo objeto no es otro que el de instruiros acerca de vuestros deberes para con Dios y para con el projimo? Los mandamientos Os prohiben jurar en vano: mirad que palabras salen de vuestra boca, consagrada a Dios por el bautismo; examinad si habéis jurado falsamente por el santo nombre de Dios, si habéis proferido malas palabras, etcétera. Nuestro Señor, en uno de sus preceptos, os ordena amar y reverenciar a los padres, etc., etc. Decís que sois hijos de la Iglesia: ved si cumplís lo que ella os ordena...
Si somos fieles a Dios cual la Santísima Virgen, no temeremos al mundo, ni al demonio ; estaremos prestos a sacrificarlo todo, incluso nuestra vida. Aquí vais a ver un ejemplo de ello. La historia nos cuenta que, después de la muerte de San Sixto, todos los bienes de la Iglesia fueron confiados a San Lorenzo. El emperador Valeriano llamó al Santo y le ordenó la entrega de todos aquellos tesoros. San Lorenzo, sin inmutarse, pidió al soberano un plazo de tres días. En aquel lapso, reclutó a cuantos ciegos, cojos y toda clase de pobres y enfermos le fué posible, seres todos llenos de miseria y cubiertos de llagas. Pasados los tres días, San Lorenzo los presentó al emperador diciéndole que allí estaba todo el tesoro de la Iglesia. Valeriano, sorprendido y espantado al hallarse en presencia de aquella turba que parecía reunir en sí todas las miserias de la tierra, se enfureció, y dirigiéndose a sus soldados, les ordenó prendiesen a Lorenzo y le cargasen de hierros y cadenas, reservándose el placer de hacerle morir con muerte lenta y cruel. En efecto, hízole azotar con varas; hízole desgarrar la piel y experimentar toda suerte de tormentos: el Santo se regocijaba con tales torturas; al verlo Valeriano, fuera de sí, hizo preparar una cama de hierro sobre la cual mandó fuese tendido Lorenzo; luego ordenó se encendiese debajo un fuego suave a fin de asarle despacio, para que su muerte fuese más lenta y cruel. Cuando el fuego hubo ya consumido una parte de su cuerpo, San Lorenzo, burlándose siempre de los suplicios, volvióse hacia el emperador, y, con semblante risueño y radiante, le dijo: «¿No ves que mi carne está ya bastante asada de un lado?. Vuélveme, pues, del otro, a fin de que sea igualmente gloriosa en el cielo.» Por orden del tirano, los verdugos volvieron entonces al mártir del otro lado. Pasado algún tiempo, San Lorenzo habló así al emperador: «Mi carne está suficientemente asada, puedes ya comer de ella.» ¿No reconocéis aquí a un cristiano que, imitando a la Virgen Santísima y a Santa Magdalena, sabe seguir a su Dios hasta el Calvario? ¡Ay !, ¿qué será de nosotros, cuando Nuestro Señor nos ponga en parangón con aquellos santos, que prefirieron sufrir toda suerte de tormentos antes que hacer traición a su religión y a su conciencia.
2.° Mas no nos contentamos con abandonar a Jesucristo, como los apóstoles, que, después de haber recibido innumerables favores y cuando el Maestro más necesitado estaba de consuelo, huyeron. ¡Ay!, ¡ cuántos son los que osan dar preferencia a Barrabás, es decir, les gusta más seguir al mundo y sus pasiones, que a Jesucristo con la cruz a cuestas! ¡Cuántas veces le hemos recibido en son de triunfo en la sagrada mesa, y poco tiempo después, seducidos por nuestras pasiones, hemos preferido a ese Rey, ora un placer momentáneo, ora un vil interés, tras el cual andamos, a pesar de nuestros remordimientos de conciencia! ¡Cuántas veces, hemos estado vacilando entre la conciencia y las pasiones, y en semejante lucha hemos ahogado la voz de Dios, para no oir más que la de nuestras malas inclinaciones! Si dudáis de ello, escuchadme un momento, y vais a comprenderlo con toda claridad. Cuando realizamos alguna acción contra la ley de Dios, nuestra conciencia, que es nuestro juez, nos dice interior
mente: «¿ Qué vas a hacer?... He aquí tu placer por un lado y a tu Dios por otra; es imposible agradar a ambos al, mismo tiempo: ¿ por cuál de los dos te vas a declarar?... Renuncia o a tu Dios o a tu placer». ¡Ay!, ¡Cuántas veces, en semejante ocasión, hacemos como los judíos : nos decidimos por Barrabás, esto es, por nuestras pasiones ! ¡ Cuántas veces hemos dicho: «¡Quiero mis placeres» ! Nuestra conciencia nos ha advertido: «Mas ¿qué será de tu Dios ?» - «No me importa lo que va a ser de mi Dios, responden las pasiones; lo que quiero es gozar.» - «No ignoras, nos dice la conciencia, mediante los remordimientos que nos sugiere, que, entregándote a esos placeres prohibidos, vas a dar nueva muerte a tu Dios.» - «¿Qué me importa, replican las pasiones, que sea crucificado mi Dios, con tal que satisfaga yo mis deseos? - Mas ¿qué mal te hizo Dios, y qué razones hallas para abandonarle? ¡Sabes muy bien que cuantas veces le despreciaste, te has arrepentido después, y no ignoras tampoco que, siguiendo tus malas inclinaciones, pierdes tu alma, pierdes el cielo y pierdes a tu Dios!» - Mas la pasión, que arde en deseos de verse satisfecha, dice: «¡Mi placer, he aquí mi razón: Dios es el enemigo de mi placer, sea, pues, crucificado!» - « ¿Preferirás a tu Dios el placer de un instante? » - « Sí, clama la pasión, venga lo que viniere a mi alma y a mi Dios, con tal que pueda yo gozar.»
Y aquí tenéis, lo que hacemos cuantas veces pecamos. Es cierto que no siempre nos damos cuenta con toda claridad de ello; mas sabemos muy bien que nos es imposible desear y cometer un pecado, sin que perdamos a nuestro Dios, el cielo y nuestra alma. ¿No es verdad, que, cuantas veces estamos a punto de caer en pecado, oímos una voz interior que nos invita a detenernos, diciéndonos que de lo contrario vamos a perdernos y a dar muerte a nuestro Dios? Podemos afirmar muy bien que la pasión que los judíos hicieron sufrir a Jesucristo era casi nada comparada con la que le hacen soportar los cristianos, con los ultrajes del pecado mortal. Los judíos antes que a Jesús prefirieron un criminal que había cometido muchos asesinatos; y ¿qué hace el cristiano pecador?... Ni tan sólo es un hombre el objeto que pone por encima de su Dios, sino, digámoslo con pena, un miserable pensamiento de orgullo, de odio, de venganza o de impureza; un acto de gula, un vaso de vino, una ganancia miserable que tal vez no llega a dos reales; una mirada deshonesta o alguna acción infame: ¡ved lo que antepone al Dios de toda santidad! Desgraciados, ¿qué hacemos? ¡Cuál va a ser nuestro horror cuando Jesucristo nos muestre las cosas por las cuales le hemos abandonado!.., ¡ Hasta tal punto osamos llevar nuestro furor contra un Dios que tanto nos amó !...
No nos admire que los Santos, que conocían la magnitud del pecado, prefirieran sufrir cuanto pudo inventar el furor de los tiranos, antes que caer en él. Vemos de ello un admirable ejemplo en Santa Margarita. Al ver su padre, sacerdote idólatra de gran reputación, que era cristiana y que no lograba hacerle renunciar a su religión, la maltrató de la manera más indigna y arrojóla después de su casa. No se desanimó por ello Margarita, sino que, a pesar de la nobleza de su origen, resignose a llevar una vida humilde y oscura al lado de su nodriza, la cual, ya desde su infancia, le había inspirado las virtudes cristianas. Cierto prefecto del pretorio llamado Olybrio, prendado de su belleza, mandó que fuese conducida a su presencia, a fin de inducirla a renegar de su fe, para casarse después con ella. A las primeras preguntas del prefecto, le respondió que era cristiana, y que permanecería constantemente esposa de Cristo, Irritado Olybrio por la respuesta de la Santa, mandó, a los verdugos la despojasen de sus vestiduras y la tendiesen sobre el potro de tormento. Puesta allí, la hizo azotar con varas, con tanta crueldad que la sangre manaba de todos sus miembros. Mientras se la atormentaba, la invitaban a sacrificar a los dioses del imperio, representándole cómo su tenacidad le haría peder su hermosura y su vida. Pero, en medio de los tormentos, ella exclamaba: «No, no, jamás por unos bienes perecederos y por unos placeres vergonzosos dejaré a mi Dios. Jesucristo, que es mi esposo, me tiene bajo su cuidado, y no me abandonará». Al ver el juez aquel valor, al que él llamaba terquedad, hízola golpear tan cruelmente que, a pesar de sus bárbaros sentimientos, veíase obligado a apartar la vista del espectáculo. Temiendo que ella no sucumbiese a tales tormentos, ordenó conducirla a la prisión. Allí aparecióse a la joven el demonio en forma de dragón que parecía quererla devorar. La Santa hizo la señal de la cruz, y el dragón reventó a sus pies. Después de aquella terrible lucha vió una cruz brillante como un foco de luz, encima de la cual volaba una paloma de admirable blancura. Con ello sintióse la Santa en gran manera fortalecida. Pasando algún tiempo, viendo aquel juez inicuo que, a pesar de las torturas, de las que los mismos verdugos estaban asustados, nada podía lograr de ella, mandóla degollar.
Pues bien, ¿imitamos a Santa Margarita, cuando anteponemos un vil interés a Jesucristo? ¿Cuándo optamos por quebrantar los preceptos de la ley de Dios o de la Santa Iglesia antes que desagradar al mundo? ¿Cuándo, para complacer a un amigo impío, comemos carne en los días prohibidos? ¿Cuando, para servir a un vecino, no tenemos escrúpulo en trabajar o en prestar nuestros animales de trabajo el santo día del domingo? ¿Cuándo, para no desagradar a algún amigo, empleamos buena parte del día festivo, tal vez las mismas horas de las funciones religiosas, en la taberna o en la casa de juego? ¡Ay!, los cristianos dispuestos a imitar a Santa Margarita, o sea a sacrificarlo todo, sus bienes y su vida, antes que desagradar a Jesucristo, son tan raros como los escogidos, es decir, como los que irán al cielo. ¡Cuánto ha cambiado el mundo, Dios mío!
3.° Os he dicho que Jesucristo fué abandonado a los insultos de la plebe, y tratado como un rey de burlas por una comparsería de falsos adoradores. Mirad a aquel Dios que no pueden contener el cielo v la tierra, y de quien, si fuese su voluntad, bastaría una mirada para aniquilar el mundo: le echan sobre las espaldas un manto de escarlata; ponen en sus manos un cetro de caña y ciñen su cabeza con una corona de espinas; y así es entregado a la cohorte insolente de la soldadesca. ¡Ay!, ¡en qué estado ha venido a parar Aquel a quien los ángeles adoran temblando! Doblan ante Él la rodilla en son de la más sangrienta burla; arrebátanle la caña que tiene en la mano, y golpéanle con ella la cabeza. ¡Oh!, ¡qué espectáculo! ¡Oh!, cuánta impiedad!... Mas es tan grande la caridad de Jesús, que a pesar de tantos ultrajes, sin dejar oir la menor queja, muere voluntariamente para salvarnos a todos. Y no obstante, este espectáculo, que no podemos contemplar sino temblando, se reproduce todos los días por obra de un gran número de malos cristianos.
Consideremos la manera cómo se portan esos infelices durante los divinos oficios; en la presencia de un Dios que se anonadó por nosotros, y que permanece en nuestros altares y tabernáculos para colmarnos de toda suerte de bienes, ¿qué homenaje de adoración le tributan? ¿No es por ventura peor tratado Jesucristo por los cristianos que par los judíos, quienes no tenían, como nosotros, la dicha de conocerle?. Ved aquellas personas comodonas: apenas si doblan una rodilla en el momento más culminante del misterio; mirad las sonrisas, las conversaciones, las miradas a todos los lados del templo, los signos y muecas de aquellos pobres impíos e ignorantes: y esto es sólo lo exterior; si pudiésemos penetrar hasta el fondo dé sus corazones, ¡ay!, ¡ cuántos pensamientos de odio, de venganza, de orgullo! ¿Me atreveré a decirlo, que los más abominables pensamientos impuros corrompen quizás todos aquellos corazones? Aquellos infelices cristianos no usan libros ni rosarios durante la santa Misa, y no saben cómo emplear el tiempo que dura su celebración; oidles cómo se quejan y murmuran por retenérseles demasiado tiempo en la santa presencia de Dios. ¡Oh, Señor!, ¡cuántos ultrajes y cuántos insultos se os infieren, en los momentos mismos en que Vos con tanta bondad y amor abría las entrañas de vuestra misericordia¡ ... No me admiro de que los judíos llenasen a Jesucristo de oprobios, después de haberle considerado como un criminal, y creyendo realizar una buena obra; pues «si le hubiesen conocido, nos dice San Pablo nunca habrían dado muerte al Rey de la gloria» (I Cor., II, 8.). Mas los cristianos, que con tanta certeza saben que es el mismo Jesucristo quien está sobre los altares, y conocen cuánto le ofende su falta de respeto y comprenden el desprecio que encierra su impiedad! ... ¡ Oh, Dios mío! y, si los cristianos no hubiesen perdido la fe, ¿podrían comparecer en vuestros templos sin temblar y sin llorar amargamente sus pecados? ¡Cuántos os escupen el rostro con el excesivo cuidado de adornar su cabeza; cuántos os coronan de espinas con su orgullo; cuántos os hacen sentir los rudos golpes de la flagelación, con las acciones impuras con que profanan su cuerpo y su alma! ¡Cuántos¡ ¡ay! os dan muerte con sus sacrilegios; cuántos os retienen clavado en la cruz, obstinándose en su pecado! ..: ¡Oh, Dios mío!, ¡cuántos judíos volvéis a encontrar entre los cristianos! ...
4.° No podemos considerar sin temblor lo que sucedió al pie de la cruz: aquel era el lugar donde el Padre Eterno esperaba a su Hijo adorable para descargar sobre Él todos los golpes de su justicia. Igualmente, podemos afirmar que es al pie de los altares donde Jesucristo recibe los más crueles ultrajes. ¡Ay!, ¡Cuántos desprecios de su santa presencia! ¡Cuántas confesiones mal hechas! ¡Cuántas misas mal oídas! ¿Cuántas comuniones sacrílegas? ¿No podré deciros yo como San Bernardo: ¿«que pensáis de vuestro Dios, cuál es la idea que de Él tenéis»? Desgraciados, si tuvieseis de Él el concepto que debéis, ¿osarías venir a sus pies para insultarle? Es insultar a Jesucristo acudir a nuestras templos, ante nuestros altares, con el espíritu distraído y ocupado en los negocios mundanos; es insultar a la majestad de Dios comparecer en su presencia con menos modestia que en las casas de los grandes de la tierra. Le ultrajan también aquellas señoras y jóvenes mundanas que parecen venir al pie de los altares sólo para ostentar su vanidad, atraer las miradas y arrebatar la gloria y la adoración que sólo a Dios son debidas. Dios lo aguanta con paciencia, mas no por eso dejará de llegar la hora terrible... Dejad que llegue la eternidad...
Si en la antigüedad Dios se quejaba de la infidelidad de su pueblo, porque profanaba su santo Nombre, ¡cuáles serán las quejas que tendrá ahora para echarnos en cara, cuando, no contentos con ultrajar su santo Nombre con blasfemias v juramentos que hacen temblar el infierno, profanamos el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de su Hijo!... Dios mío, ¿a qué os veis reducido?.. En otro tiempo no tuvisteis más que un calvario, pero ahora, ¡tenéis tantos cuantos son los malos cristianos!...
¿Qué sacaremos de todo esto, sino que somos realmente unos insensatos al causar tales sufrimientos a un Salvador que tanto nos amó? No volvamos a dar muerte a Jesucristo con nuestros pecados, dejemos que viva en nosotras, y vivamos también en su gracia. De esta manera nos cabrá la misma suerte que cupo a cuantos procuraron evitar el pecado y obrar el bien guiados solamente por el anhelo de agradarle.

SEGUNDO DOMINGO DESPUES DE PASCUA
SOBRE LA PERSEVERANCIA
Qui autem perseveraverit usque in finem,
 hic salvus erit.
Aquel que persevere hasta el fin, será salvo.
       (S. Mat., X, 22.)

Aquel, nos dice el Salvador del mundo, que luche y persevere hasta el fin de sus días, sin ser vencida, o que al caer haya sabido levantarse y perseverar, será coronado, es decir, salvado: palabras que deberían helar nuestra sangre y hacernos temblar de espanta, si considerásemos, por una parte, los peligros a que estamos expuestos, y por otra, nuestra debilidad y el número de enemigos que nos rodean. No nos admire que los más grandes santos hayan dejado a sus parientes y amigos, hayan abandonada sus bienes y placeres, para ir a sepultarse en vida en medio de la selva agreste, a llorar sus pecados entre los peñascos, a encerrarse entre cuatro paredes para llorar allí durante el resto de sus días, a fin de quedar libres y desembarazados de todo tráfago mundano, y no ocuparse en otra cosa que en combatir a los enemigos de su salvación, persuadidos de que el cielo sólo será concedido a su perseverancia. -Más, me dirá alguno, ¿qué es perseverar? -Helo aquí, amigo mío. Es estar pronto a sacrificarlo todo: los bienes, la voluntad, la libertad, la vida misma, antes que desagradar a Dios. -Pero, me dirás aún, ¿que viene a ser no perseverar? -Helo aquí. Es recaer en los pecados que habíamos ya confesado, es seguir las malas compañías que nos indujeron al pecado, el mayor de todos los males, ya que por él hemos perdido a Dios, hemos atraído sobre nosotros toda su cólera, hemos arrebatada al cielo nuestra alma y la arrastramos al infierno. ¡Quiera Dios que los cristianos que tienen la dicha de reconciliarse con Él mediante el sacramento de la Penitencia, comprendan esto bien! Para daros, pues, una idea de ello, voy ahora a mostraros los medios que debéis adoptar para perseverar en la gracia cine recibisteis en el santo tiempo pascual. Hallo que los principales son cinco, a saber: la fidelidad en seguir los movimientos de la gracia de Dios, huir de las malas compañías, la oración, la frecuencia de sacramentos y, por fin, la mortificación...
I.- Digo, pues, en primer lugar, que el primer medio para perseverar en el caminó que conduce al cielo, es ser fiel en seguir y aprovechar los movimientos de la gracia que Dios tiene a bien concedernos. Los santos no deben su felicidad más que a su fidelidad en seguir los movimientos que el Espíritu Santo les enviara, así como los condenados no pueden atribuir su desdicha a otra cosa que al desprecio que de tales movimientos hicieron. Esto solo debe bastar para haceros sentir la necesidad de ser fieles a la gracia. -Pero, me dirá alguno. ¿por qué medio vamos a conocer si correspondemos o resistimos a lo que la gracia quiere de nosotros?  -Si no lo sabes, amigo, escúchame un momento y conocerás lo más esencial. Digo, ante todo, que la gracia es un pensamiento que nos hace sentir la necesidad de evitar el mal y de hacer el bien. Entremos en algunos detalles familiares, a fin de que lo comprendas mejor, y así verás cuándo eres fiel a la gracia y cuándo resistes a ella. Por la mañana, al despertarte, Nuestro Señor te sugiere el pensamiento de consagrarle tu corazón, de ofrecerle los trabajos del día, y de rezar en de rodillas.. las de la mañana: si lo practicas, así, prontamente y de todo corazón, sigues el movimiento de la gracia, mas si no lo practicas; o lo haces mal, entonces dejas de seguir tal movimiento. En otra ocasión, sentirás de pronto el deseo de ir a confesarte, de corregir tus defectos, y dejar de ser lo que al presente; pensarás que, si llegases a morir, serías condenado. Si sigues esas buenas aspiraciones que Dios te envía, eres fiel a la gracia. Mas tú dejas pasar esto sin hacer nada. Te viene el pensamiento de dar alguna limosna, de practicar alguna penitencia, de asistir a Misa los días laborables, de hacer que asistan también tus criados; más no lo haces. Aquí tenéis lo que es seguir los movimientos de la gracia o resistir de ellos. Todo esto viene comprendido bajo el nombre de «gracias interiores». En cuanto a las llamadas «gracias exteriores», podemos citar como ejemplo una buena lectura, la conversación con una persona virtuosa, que os hará sentir la necesidad de cambiar de vida, de servir mejor al buen Dios, los remordimientos que vais a tener a la hora de la muerte ; o también el buen ejemplo de otras personas presentándose repetidamente ante vuestros ojos, como si os estimulase a convertiros; o también un sermón o instrucción religiosa que os enseñe los medios que se han de emplear para servir a Dios y cumplir vuestros deberes con Él, con vosotros mismos y con el prójimo. Tened presente que vuestra salvación o vuestra condenación, de esas gracias dependen. Los santos, si se santifican, es por el gran cuidado que ponen en seguir todas las buenas inspiraciones que Dios les envía, y los condenados han caído en el infierno porque las despreciaron. Vais a ver ahora una prueba de ello.
Vemos, efectivamente, en el Evangelio, que todas las conversiones obradas por Jesucristo durante su vida mortal, se apoyaron en la perseverancia. ¿ Cómo sabemos que San Pedro se convirtió ? Bien se dice que Jesús le miró, que San Pedro lloró su pecado (Luc., XXII, 61-62.); mas ¿qué es lo que nos asegura su conversión sino el haber perseverado en la gracia, no pecando jamás? ¿Cómo ocurrió la conversión de San Mateo? Sabemos muy bien que, habiéndole visto Jesucristo en la oficina, -le dijo que le siguiese, y en efecto le siguió (Luc., V, 27-28.) ; mas lo que nos certifica que su conversión fué verdadera, es el hecho de no haber vuelta a entrar en su despacho, ni haber cometido en adelante injusticia alguna; en cuanto comenzó a seguir a Jesucristo, ya no lo abandonó jamás. La perseverancia en la gracia, el renunciar al pecado para siempre, fueron las señales más ciertas de su conversión. Aunque vivieseis veinte o treinta años en la virtud y en la penitencia, si no perseveraseis, toda lo habríais perdido. Sí, dice un santo obispo a su pueblo, aunque hubieseis repartido todos vuestros bienes a los pobres, aunque hubieseis desgarrado y ensangrentado vuestro cuerpo; aunque hubieseis, vos solo, sufrido tanto como todos los mártires juntos, aunque hubieseis sido desollado como San Bartolomé, aserrado entre dos tablas como el profeta Isaías, asado a fuego lento como San Lorenzo; si, a pesar de todo esto, os faltase la perseverancia, esta es, recayeseis en alguno de los pecados ya confesados, y la muerte os sorprendiese en tal estado, todo estaría perdido para vos..¿Quién de nosotros será salvo? ¿Aquel que habrá luchado cuarenta o sesenta años? No. ¿Será, pues aquel que habrá encanecido en el servicio del Señor? No, si le falta perseverancia como faltó a Salomón, de quien dice el Espíritu Santo que era el más sabio de los reyes de la tierra ( III Reg. IV, 31.); el cual parece que debía tener bien asegurada su salvación y, sin embargo, nos deja sobre este punto en una gran incertidumbre. Saúl nos presenta aún una imagen más espantosa. Escogido por Dios para que reinase sobre su pueblo, colmado con toda suerte de favores, muere como un réprobo (I Reg., 6.). «¡Ah!, ¡desgraciado! nos dice San Juan Crisóstomo, anda con cuidado en no despreciar la gracia de tu Dios, una vez la hayas recibido. ¡Ah!, yo tiemblo al considerar cuán fácilmente el pecador recae en el pecado del cual se confesó; ¿cómo se atreverá a pedir de nuevo perdón?»
Para no recaer en el pecado, os bastaría, con el auxilio de la gracia, comparar la desgraciada situación a que el pecado os tenía reducidos, con aquel estado en que os coloca la gracia. El alma que recae en pecado, entrega su Dios al demonio, se convierte en su verdugo, y le crucifica en su corazón ; arrebata su alma de las manos de su Dios, la arrastra al infierno, la entrega al furor y rabia de los demonios, le cierra las puertas del cielo, y hace que sirvan para su condenación todos los sufrimientos de su Dios. Dios mío, ¿quién; al hacer estas reflexiones, podría volver a cometer un solo pecado? Escuchad estas terribles palabras del Salvador (Marc. XIII, 13.)«Aquel que habrá luchado hasta el fin, será salvado». Al considerar esto, temblemos los que caemos a cada instante. Nunca será para nosotros el cielo, si no tenemos mayor firmeza que la que hemos mostrado hasta el presente. Mas no está aún todo aquí. ¿Fueron bien hechas vuestras confesiones? ¿Habéis tomado siempre todas las precauciones debidas para hacer bien la confesión y la comunión? ¿Examinasteis bien vuestra conciencia antes de acercaros al tribunal de la Penitencia? ¿Declarasteis rectamente vuestros pecados tal como estaban en vuestra conciencia, sin decir, acaso, que tal cosa no era mala, que lo otro no es nada, o «lo diré otra vez»? ¿Tuvisteis verdadera contricción de los pecados; tan indispensable para que nos sean perdonados? ¿La pedisteis con fervor a Dios al salir del confesionario? ¿Habríais preferido la muerte antes que volver a cometer los pecados de que os acababais de confesar? ¿Tenéis la firme resolución de no volver a ver a aquellas personas con las cuales obrasteis el mal? ¿Dais testimonio al Señor de que, si debíais volver a ofenderle, preferiríais antes que os enviase la muerte? Y, sin embargo, aunque tengáis todas estas disposiciones, temblad siempre, vivid entre una especie de desesperación y de esperanza. Estáis hoy en amistad con Dios, mas temblad, ya que mañana tal vez mereceréis su odio y seréis reprobados. Escuchad a San Pablo, aquel vaso de elección, escogido por Dios para llevar su nombre delante de los príncipes y reyes de la tierra, que había conducido tantas almas a Dios, y cuyos ojos se anublaban a cada momento, a causa de la abundancia de lágrimas que derramaba; pues bien, repetidamente exclamaba: «No ceso de tratar duramente mi cuerpo, y reducirle a servidumbre, pues temo que, después de haber predicado a los demás y haberles mostrado los medios de ir al cielo, no sea yo desterrado de allí y caiga en reprobación» (Cor. IX, 27.) En otro pasaje parece tener mayor confianza, mas ¿sobre qué está fundada tal confianza? «Sí, Dios mío, exclama, soy como una víctima a punto de ser inmolada, pronta mi alma y mi cuerpo se separarán, conozco que no voy a vivir mucho tiempo; mas lo que me inspira confianza, es el haber seguida siempre los movimientos de la gracia que Dios me ha enviado. Desde el momento en que tuve la suerte de convertirme, he guiado hacia Dios tantas cuantas almas me ha sido posible, he luchado siempre, he hecho una guerra continuada a mi cuerpo» (II Cor., XII, 8.). ¡ Ah !, cuántas veces he pedido a Dios la gracia de librarme de este miserable cuerpo, siempre inclinado al mal! 2 ; por fin, gracias a mi Dios, voy a recibir la «recompensa del que ha luchado y perseverando hasta el fin» (II Tim., IV, 8.). ¡Oh, Dios mío ! ¡cuán pocos son las que perseveran, y por consiguiente, cuán pocos los que se salvan !
Leemos en la vida de San Gregorio que una dama romana le escribió para pedirle el auxilio de sus oraciones, a fin de que Dios la hiciese conocer si le habían sido perdonados sus pecados, y si, a su tiempo, recibiría ella el premio de sus buenas obras. «¡Ah !, decía, temo que Dios no me haya perdonado! » -«¡ Ay !, contestaba San Gregorio, cosa muy difícil es la que me pedís; sin embargo, os diré que podéis esperar el perdón de Dios y que iréis al cielo si perseveráis; mas, a pesar de todo cuanto habéis obrado, seréis condenada si no perseveráis». ¡Cuántas veces usamos nosotros el mismo lenguaje y nos inquietamos por saber si nos vamos a salvar o a condenar! ¡Pensamientos inútiles! Escuchemos a Moisés, cuando, a punto de morir, hizo congregar las doce tribus de Israel: «Ya sabéis, les dijo, que os he amado entrañablemente, que solo he procurado vuestro bien y vuestra salvación; ahora que voy a dar cuenta a Dios de todas mis acciones, es necesario que os avise, que os excite a no olvidar jamás esto: servid fielmente al Señor; acordaos siempre de las innumerables gracias de que os ha colmado; por más que os sea dificultoso, no os separéis jamás de El. No os faltarán enemigos que os persigan y hagan todo lo posible para hacéroslo abandonar; pero revestíos de valor, pues tenéis la seguridad de vencerlos, si sois fieles a Dios» (Deut., XXXI.).
¡ Ay!, las gracias que Dios nos concede son aún más abundantes, y los enemigos que nos rodean mucho más poderosos. Digo las gracias: porque ellos no habían recibido más que algunos bienes temporales y el maná; pero nosotros tenemos la dicha de recibir el perdón de nuestros pecados, de arrebatar nuestra alma del poder del infierno, y de ser alimentados, no con el maná, sino con el Cuerpo y la Sangre adorable de Jesucristo! ... ¡Oh, Dios mío!, ¡qué dicha la nuestra! ¿ A qué, pues, volver a trabajar continuamente para perder un tal tesoro? ¡Oh!, ¡cuántos son los que no perseveran, porque les da miedo el luchar!
Leemos en la historia que un santo sacerdote halló un día a un cristiano dominado por un temor incesante de sucumbir a la tentación. «¿Por qué teméis?», le dijo el sacerdote- « ¡Ay!, padre mío contestó, temo ser tentado y sucumbir y perecer. ¡Ah !, exclamaba llorando; ¿no tengo motivos para temblar cuando tantos millones de ángeles sucumbieron en el cielo, cuando Adán y Eva fueron vencidos en el paraíso terrenal, cuando Salomón, que es tenido por el más sabio de los reyes y que había llegado al más alto grado de perfección, manchó sus canas con los crímenes más deshonrosos y vergonzosos, cuando este hombre, después de haber sido la admiración del mundo, se convirtió en oprobio y desdoro de la humanidad; cuando considero a un judas sucumbiendo en compañía del mismo Jesucristo; cuando tan grandes lumbreras se apagaron, ¿qué debo pensar de mí mismo, que no soy más que pecado?, ¿quién podrá enumerar las almas que están en el infierno, y que, a no ser la tentación, estarían en la gloria? ¡Oh, Dios mío!, exclamaba, ¿quién no temblará?, ¿quién podrá tener esperanza de perseverar?» - «Mas, amigo mío, le dijo el santo sacerdote, ¿no sabéis lo que nos dice San Agustín, que el demonio es como un perro encadenado: acosa y mete mucho ruido pero sólo muerde a los que se ponen a su alcance? Tened confianza en Dios, huid de las ocasiones de pecar, así no sucumbiréis. Si Eva no hubiese escuchado al demonio, si hubiese huido en el mismo momento en que aquél le propuso la transgresión de los preceptos de Dios, no habría sucumbido. Al veros tentado, rechazad al momento la tentación, y, si tenéis oportunidad, haced devotamente la señal de la cruz, pensad en los tormentos que deben experimentar los réprobos por no haber sabido resistir la tentación; elevad al cielo vuestra mirada, y veréis allí cuál sea la recompensa del que lucha; llamad en vuestro socorro al ángel de la guarda; echaos prontamente en brazos de la Virgen Santísima, implorando su protección: con eso tenéis la seguridad de salir victorioso de vuestros enemigos, a los cuales veréis al punto llenos de confusión».
Si sucumbimos, es porque no queremos valernos de los medios que Dios nos envía para combatir. Es preciso; sobre todo, estar bien convencidos de que, por nuestra parte, no podemos hacer otra cosa que perdernos; mas, con una gran confianza en Dios, lo podemos todo. Mirad a San Felipe Neri; decía él a Dios con frecuencia: «¡ Ay! Señor, sostenedme, soy tan malo, que me parece que a cada instante voy a haceros traición; soy tan poca cosa, que hasta cuando salgo para hacer una buena obra, digo para mí: Sales cristiano, tal vez volverás a entrar como un pagano, después de haber renegado de tu Dios». Un día, creyéndose sólo en un lugar desierto, púsose a gritar: « ¡Ay!, ¡estoy perdido, estoy condenado!» Alguien que le oyó, se acercó a él y le dijo: «Amigo, ¿es que desesperáis de la misericordia de Dios?, ¿por ventura no es infinita?» - «¡Ay!, le dijo aquel gran Santo, no es que desespere, sino que espero mucho; digo que estoy perdido y condenado, si Dios me abandona a mí mismo. Cuando considero que tantas personas habían perseverado hasta el fin, y una sola tentación las perdió: esto es lo que me hace temblar noche y día, temiendo ser del número de aquellos desgraciados».
Si todos los santos temblaron durante su vida por temor de no perseverar, ¡qué será de nosotros que, sin virtudes, casi sin confianza en Dios, cargados de pecados, no ponemos diligencia alguna en librarnos de los lazos que el demonio nos tiende ; nosotros que andamos cual ciegos en medio de los mayores peligros, que dormimos tranquilamente en medio de una turba de enemigos, encarnizadamente interesados en nuestra perdición!. Pero, me dirá alguno, ¿qué deberemos hacer para no sucumbir? - Helo aquí, amigo mío: hay que huir las ocasiones que otras veces nos hicieron caer; recurrir constantemente a la oración, y por fin, recibir con frecuencia y dignamente los sacramentos; si lo practicas así, si sigues este camino, ten sede que vas a perseverar; pero, si no tomas estas precauciones, en vano tomarás otras medidas, forzosamente vendrás a caer y perderte...

II.-¿Dónde oísteis aquellas canciones malas, aquellos dichos infames, que son causa de una infinidad de pensamientos y deseos perversos?, ¿no fué precisamente al hallaros en compañía de aquellos libertinos? ¿Quién os hizo formular aquellos juicios temerarios?, ¿no fué al oír hablar del prójimo en compañía de aquel maldiciente? ¿Quién os indujo al hábito de dar miradas o tener tocamientos abominables con vosotros mismos o con los demás?, ¿no fué ello por haber frecuentado la compañía de aquel impúdico? ¿Cuál es la causa de que no recibáis ya los sacramentos?, ¿no ocurre ello desde que os tratáis con aquel impío, el cual ha procurado haceros perder la fe diciéndoos que todo cuanto prédica el sacerdote son tonterías, que la religión es sólo para dominar a la juventud; que es cosa de imbéciles ir a contar a un hombre lo que uno ha hecho; que toda la gente ilustrada se burla de todo esto? (entiéndase, hasta la hora de la muerte; entonces habrán todos de reconocer que se habían engañado). Pues bien, amigo mío, ¿sin aquella mal compañía, te habrían ocurrido tales dudas? Indudablemente que no. Dime, hermana mía, ¿desde cuando sientes tanto gusto por los placeres, las danzas  y bailes, las reuniones y los atavíos mundanos?, ¿ no es, por ventura, desde que frecuentas aquella mujer mundana, la cual no contenta aún con haber perdido su pobre alma, está ocasionando también la perdición de la tuya? Dime, amigo, ¿cuánto tiempo hace que frecuentas las tabernas y casas de juego?, ¿no es desde que conociste aquel desenfrenado? Dime, ¿desde cuándo se te oye vomitar toda suerte de juramentos y maldiciones?, ¿no es desde que estás al servicio de aquel dueño cuya boca y cuya garganta no son más que un canal de abominaciones?.
Sí, en el día del juicio, cada libertino verá a otro libertino pedirle su alma, su Dios y su gloria. ¡ Ah!, desgraciado, se dirán unos a otros, vuélveme el alma que me perdiste, y restitúyeme el cielo que me arrebataste. Desgraciado, ¿dónde está mi alma?, arráncala del infierno donde me has arrojado. A no ser por ti, no habría cometido aquel pecado que es causa de mi condenación. No, no, yo no tenía de ello conocimiento. No, jamás hubiera tenido tal pensamiento; ¡ah!, ¡hermoso cielo que tú me has hecho perder! ¡Adiós, cielo delicioso que tú me has arrebatado! ¡Sí, cada pecador se arrojará sobre el que le dio malos ejemplos y le indujo a cometer los primeros pecados. ¡Ah !, dirá, ¡ojalá no te hubiese nunca conocido! ¡Ah!, si a lo menos hubiese yo muerto antes de verte, ahora estaría en el cielo; mas no es ya para mí... Adiós, hermoso cielo, por muy poca cosa te perdí... No, nunca perseveraréis si no huís de las compañías mundanas; en vano querréis salvaras; no tendréis más remedio que condenaros. O el infierno o la huída, no hay término medio. Determinad cuál de los dos extremos proferís. Desde el momento en un joven o una joven siguen sus placeres, son joven y doncella condenados... En vano diréis que no obráis mal, que quizá sea yo algo escrupuloso. No puedo menos de repetiros que siempre vendremos a parar en lo mismo, a saber: que, si no cambiáis, un día estaréis en el infierno; y no solamente lo veréis esto, sino que, además, lo sentiréis. Echemos un velo sobre esta materia, y pasemos a otro asunto.

III.- He dicho, en tercer lugar, que la oración es absolutamente necesaria para acertar a perseverar en la gracia, después de haber recibido ésta en el sacramento de la Penitencia. Con la oración todo lo podéis, sois dueños, por decirlo así, del querer de Dios, mas, sin la oración, de nada sois capaces. Esto es suficiente para mostraros la gran necesidad de la oración. Todos los santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron; y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración. Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar...
Mas la oración de que os hablo, tan poderosa cerca de Dios, que nos atrae tantas gracias, que parece hasta sujetar la voluntad de Dios, que parece, por decirlo así, forzarle a concedernos lo que le pedimos, viene a ser una oración hecha al impulso de una especie de desesperación y de esperanza. Digo desesperación, considerando nuestra indignidad, y el desprecio que hicimos de Dios y de sus gracias, reconociéndonos indignos de comparecer ante su divina presencia v de atrevernos a pedir perdón después de haberlo recibido ya tantas veces y pagado siempre con ingratitud...
Con el corazón quebrantado de dolor por haber ofendido a un Dios tan bueno, dejamos correr nuestras lágrimas de contrición y de gratitud; nuestro corazón y nuestra mente hállanse abismadas en la profundidad de nuestra nada y en la grandeza de Aquel a quien hemos ultrajado, y el cual nos deja aún la esperanza del perdón. Lejos de mirar el tiempo de la oración como un momento perdido, lo tenemos por el más feliz y precioso de nuestra vida, puesto que un cristiana pecador no debe tener en este mundo otras ocupaciones que llorar sus pecados a los pies de su Dios; lejos de considerar como primeros los negocios temporales y preferirlos a los de su salvación, los mira el cristiano como cosas de nada, o mejor, como obstáculos para su salud espiritual; no le preocupan sino en cuanto Dios le ordena que cuide de ellos, plenamente convencido de que, si él no los gestiona, otros cuidarán de hacerlo; pero que si no tiene la dicha de alcanzar el perdón v tener a Dios propicio, todo está perdido, ya que nadie cuidará e ello. No deja la oración sino con gran pena, los momentos empleados en la presencia de Dios le parecen brevísimos, pasan como el fulgor de un rayo; si su cuerpo sale de la presencia de Dios, su corazón y su mente se quedan constantemente delante de la divinidad. Durante la oración, no hay que pensar en trabajo alguno, ni en arrellanarse en una poltrona, ni en tenderse en el lecho...
He dicho que el cristiano debe estar entre la desesperación y la esperanza. Digo la esperanza, considerando la grandeza de la misericordia del Señor, el deseo que El tiene de hacernos felices, lo que ha hecho para merecernos el cielo. Animados por un pensamiento tan consolador, nos dirigiremos a El con gran confianza, y, como San Bernardo, le diremos: « Dios mío, esto que os pido no lo he merecido, mas lo merecisteis Vos por mí. Si me lo concedéis, es solamente porque sois bueno y misericordioso». Animado por estos sentimientos, ¿qué hace un cristiano? Vedlo aquí. Penetrado del más vivo reconocimiento, toma la resolución firme de no ultrajar jamás a un Dios que acaba de otorgarle el perdón. Tal es la oración a que quiero referirme como cosa absolutamente necesaria para obtener el perdón y el don precioso de la perseverancia.

IV.- En cuarto lugar, hemos dicho que, para tener la dicha de conservar la gracia de Dios, debíamos frecuentar los sacramentos.
Un cristiano que use santamente de la oración y de los sacramentos, aparece formidable ante el demonio, cual un dragón (Soldado de caballería. (N. del T.)) montado sobre un corcel, los ojos centelleantes, armado con su coraza, su espada y sus pistolas, en presencia de un enemigo desarmado: su sola presencia le hace retroceder y emprender la fuga. Mas haced que descienda de su caballo y abandone sus armas: pronta su enemigo se le echa encima, le holla con sus pies,  y coge cautivo al que, provisto de armas, con su sola presencia parecía aniquilar al enemigo. Imagen sensible de un cristiano provisto de las armas de la oración y los sacramentos. Sí, un cristiano que ore y que frecuente los sacramentos con las disposiciones necesarias, es más formidable ante el demonio que ese dragón de que acabo de hablaros. ¿Qué es lo que hacía a San Antonio tan terrible ante las potencias del infierno, sino la oración? Oíd cómo le hablaba cierto día el demonio: decíale que era él su más cruel enemigo, pues le hacía sufrir tanto. «¡Ah!, cuán poca cosa eres, le dijo San Antonio; Ya que no soy más que un pobre solitario, que no puedo sostenerme sobre mis pies, con una simple señal de la cruz provoco tu huida.». Ved además lo que el demonio dijo a Santa Teresa, a saber, que por lo mucho que ella amaba a su Dios, por su frecuencia de sacramentos, en el lugar donde ella había pasado no podía él ni respirar. ¿Por qué? Porque los sacramentos nos dan tanta fuerza para, perseverar en la gracia de Dios, que jamás se ha visto a un santo apartarse de los sacramentos y perseverar en la amistad de Dios; y porque en los sacramentos hallaron cuantas fuerzas les eran necesarias para no dejarse vencer del demonio. Os indicaré aquí la razón de ello. Cuando oramos, Dios nos envía amigos, ora sea un santo, ora un ángel, para consolarnos; así sucedió a Agar, la esclava de Abraham (Gen., XXI, 17.), al casto José cuando estaba en prisión, y también a San Pedro...: nos hace sentir con mayor fuerza la eficacia de sus gracias a fin de fortalecernos y armarnos de valor. Mas, al recibir los sacramentos, no es un santo o un ángel, es Él mismo quien viene revestido de todo su poder para aniquilar a nuestro enemigo. El demonio, al verle dentro de nuestro corazón, se precipita a los abismos; aquí tenéis, pues, la razón o motivo por el cual el demonio pone tanto empeño en apartarnos de ellos, o en procurar que los profanemos. En cuanto una persona frecuenta los sacramentos, el demonio pierde todo su poder sobre ella. Añadamos, sin embargo, que es preciso distinguir: esto sucede en aquellos que los frecuentan con las disposiciones debidas, que sienten verdadero horror al pecado, que se aprovechan de todos los medios que Dios nos concede para no recaer y para sacar fruto de las gracias que nos otorga.
No quiero referirme a aquellos que hoy se confiesan y mañana caen en las mismas culpas. No quiero hablar de aquellos que se acusan de sus pecados con tanta falta de dolor y arrepentimiento cual si narrasen, por gusto, una historia, ni de los que comparecen sin ninguna o casi ninguna preparación, que acudirán a confesarse quizá sin haber examinado su conciencia, y dirán lo primera que les venga a la mente; que se acercarán a la Sagrada Mesa sin haber sondeado las repliegues de su corazón, sin haber pedido gracia para conocer sus pecados, ni implorar el dolor que de ellos deben concebir, sin haber formado propósito alguno de no volver a pecar. No, éstos sólo trabajan para su perdición. En vez de luchar contra el demonio, se ponen a su lado, y se labran ellos mismos un infierno. No, no es de éstos de quienes quiero hablar. Me refiero a los que salen del tribunal de la penitencia, o de la Sagrada Mesa, dispuestos a comparecer con gran confianza ante el tribunal de Dios, sin temor de verse, condenados por no haberse preparado debidamente en sus confesiones a comuniones. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuán raros son éstos, cuantos cristianos se perdieron por defectos tales de preparación!

V.-He dicho, en quinto lugar, que, para tener la suerte de conservar la gracia recibida en el sacramento de la Penitencia, hemos de practicar la mortificación: este es el camino que siguieron todos los santos. O castigáis vuestro cuerpo de pecado, o no permaneceréis mucho tiempo sin recaer. Ved al santo rey David : para pedir a Dios la gracia de perseverar, castigó su cuerpo durante toda su vida. Ved a San Pablo; quien nos dice que trataba a su cuerpo como a un caballo. Ante todo, no hemos de dejar pasar comida alguna sin abstenernos de algo, para que, al fin de la misma, podamos ofrecer a Dios alguna privación. Las horas de dormir, de cuando en cuando debemos cercenarlas un poco. Cuando sentimos la comezón de hablar y desearnos decir algo, privémonos de ello en obsequio a Nuestro Señor. Ahora bien, ¿quiénes hay que tomen todas estas precauciones cuya importancia. os acabo de anunciar? ¿Dónde están?  ¡Cuán raros son ellos!, ¡cuán reducido es su número! Mas también son raros los que, habiendo recibido el perdón de sus pecados, perseveran en el feliz estado en que el sacramento de la Penitencia los pusiera. ¡Ay! Dios mío, ¿dónde iremos a buscarlos? Entre los que me escuchan, ¿existen algunos de esos cristianos dichosos?
¿Qué debemos sacar de todo lo dicho? Vedlo aquí. Si recaemos, como antes, apenas se presenta la ocasión, es que no tomamos mejores resoluciones, que no aumentamos las penitencias, que no redoblamos nuestras oraciones ni nuestras mortificaciones. Temblemos acerca de nuestras confesiones, por temor de que a la hora de la muerte sólo hallemos sacrilegios y, por consiguiente, nuestra perdición eterna. Dichosos, mil veces dichosos, los que perseverarán hasta el fin, ya que tan sólo para ellos es el cielo!...

QUINTO DOMINGO DESPUES DE PASCUA
SOBRE LA ORACIÓN
 Amen, amen dico vobis: si quid petieritis
Patrem in nomine meo, dabit vobis.
En verdad os digo, todo cuanto pidiéreis
a mi Padre en mi nombre, os lo concederá:
      (S. In., XVI, 23.)


Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo. Así hablaba a sus Apóstoles (Joam., XVI, 24.): «He aquí que hace ya tres años estoy con vosotros y no me pedís nada. Pedidme, pues, a fin de que vuestra alegría sea llena y perfecta». Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra. Siendo esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni siquiera saben lo que sea orar, y otros sólo sienten repugnancia por un ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano. En cambio, vemos a algunos orar pero sin alcanzar nada, lo cual proviene de que oran mal; es decir, sin preparación y hasta sin saber lo que van a pedir a Dios. Mas, para mejor haceros sentir la magnitud de los bienes que la oración nos procura, os diré que todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal; y si queréis saber la razón de ello, aquí la tenéis: si acertásemos a orar ante Dios cual debe hacerse, nos sería imposible caer en pecado; y si nos hallásemos exentos de pecado, volveríamos a un estado, por decirlo así, semejante al de Adán antes de su caída. Voy a mostraros: 1.° Cómo sin la oración nos es imposible salvarnos; 2.° Cómo la oración lo puede todo delante de Dios; 3.° Qué cualidades ha de reunir la oración para ser agradable a Dios y meritoria para el que la hace.
I.- Para mostraros el poder de la oración y las gracias que del cielo nos alcanza, os diré que por la oración es como los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el cielo. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad. El cristiano confía solamente en Dios; nada espera de sí mismo. Sí, por la oración es como perseveraron los justos. Era la oración lo que inflamaba sus corazones con el pensamiento de la presencia de Dios, con el deseo de agradarle y de no servir más que a Él. Mirad a Magdalena; ¿en qué se ocupa después de su conversión? ¿No es por ventura en la oración? Mirad a San Pedro; mirad aún a San Luis, rey de Francia, quien, en sus viajes, en vez de pasar la noche durmiendo en su lecho, pasábala en una iglesia orando y pidiendo a Dios el don precioso de perseverar en su gracia. Mas, sin ir tan lejos, ¿no observamos nosotros mismos cómo, a medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas el cielo? No pensamos más que en la tierra: pero, si reanudamos nuestra oración, sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurriremos a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el camino del cielo.
En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa Mónica para alcanzar la conversión de su hijo: o bien la hallaréis al pie del crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones. Ved al mismo San Agustín cuando quiso de veras convertirse; miradle en el jardín, entregado a la oración y a las lágrimas a fin de mover el corazón de Dios y cambiar el suyo. Por más que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente, podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar. No nos extrañe, pues, que el demonio haga todos los posibles para movernos a dejar la oración o a practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno v cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración !
En tercer lugar; digo que todos los condenados se perdieron porque no oraron o porque oraran mal. De lo cual deduzco que, sin la oración, habremos de perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha, tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal, y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos...
En efecto, la oración bien hecha es aceite balsámico que se extiende por toda el alma y parece hacernos sentir ya la felicidad de que gozan los bienaventurados en el cielo. Es esto tan cierto, que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, estando en oración, caía muchas veces en éxtasis, hasta tal punto que no podía discernir si se hallaba en la tierra, o en el cielo entre los bienaventurados. Tan abrasado estaba por el fuego divino que la oración encendía en su corazón, que llegaba a comunicarle calor sensible. Un día, mientras se hallaba en la iglesia, sintió un acceso de amor tan violento, que hubo de exclamar en alta voz : «Dios mío, no puedo más».
-Pero, pensaréis para vosotros mismos, esto sucederá a los que saben orar bien y proferir hermosas palabras.-No es, a las largas y bellas oraciones a lo que Dios mira, sino a las que salen del fonda del corazón, con gran reverencia y vehemente deseo de agradarle. Ved de ello un hermoso ejemplo. Refiérese en la vida de San Buenaventura, gran doctor de la Iglesia, que un religioso muy sencillo le dijo: «Padre mío, ¿creéis que yo, con mi poca instrucción, podré orar y amar a Dios?» San Buenaventura le contestó: «¡Ay!, amigo mío, precisamente los simples y humildes son los que más agradan a Dios y aquellos a quienes El ama con mayor ternura». Admirado aquel religioso de lo que acababa de saber, se fue a la puerta del monasterio, y decía a cuantos pasaban por allí: «Venid, amigos míos, tengo que datos una buena noticia: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque ignorantes, podemos amar a Dios tanto coma los sabios. ¡Qué dicha para nosotros, poder amar y agradar a Dios, con todo y ser ignorantes!» Ya veis, pues, cómo es cosa fácil y consoladora orar delante del Señor.
Decimos que la oración es la elevación de nuestra corazón a Dios. Mejor dicho, es una dulce conversación de un hijo con su padre, de un súbdito con su rey, de un criado con su dueño, de un amigo con su amigo en el sena del cual deposita sus tristezas y sus penas. Para mejor haceros cargo de la excelsitud de la oración, considerad cómo es tina vil criatura la que Dios recibe en sus brazos para prodigarle toda suerte de bendiciones. ¿Queréis saber aún más? La oración es la unión de cuanto hay de más vil con lo más grande, más poderoso, más perfecto en todos los órdenes que imaginar podamos. Decidme, ¿necesitamos algo más para penetrarnos de la excelencia y necesidad de la oración?. Ya veis, pues, cuán necesaria sea ella para agradar a Dios y salvarnos.
Por otra parte, no podemos hallar la felicidad aquí en la tierra si no amamos a Dios; y solamente podemos amarle orando. Así vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a la oración, nos promete no denegarnos nada cuando oremos de la manera debida. Mas no hay necesidad de ir muy lejos para convenceros de que debemos orar con frecuencia; no tenéis más que abrir el catecismo, y allí veréis que el deber de todo buen cristiano es orar por la mañana, por la noche, y a menuda durante el día: o sea, hemos de orar siempre.
Un cristiano que desea salvar su alma, por la mañana, al despertarse, debe hacer la señal de la cruz, consagrar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus obras, y prepararse para la oración: No ha de empezar jamás el trabajo sino después de haber orado. No perdamos nunca de vista, que es la mañana el momento en que Dios nos tiene preparadas todas las gracias necesarias para pasar santamente el día; pues Él sabe y conoce todas las ocasiones que de pecar se nos presentarán, y todas las tentaciones a que el demonio nos someterá durante el día; y si oramos de rodillas y cual debemos, el Señor nos otorgará todas las gracias que necesitemos para no sucumbir. Por esto el demonio hace cuanto puede para que dejemos la oración o la hagamos mal, plenamente convencido, como lo confesó un día por boca de un poseso, de que, si puede obtener para sí el primer momento de la jornada, tiene ya la seguridad de obtener también lo restante. ¿Quién de nosotros podrá oír, sin llorar de compasión, a esos pobres cristianos que se atreven a deciros que no tienen tiempo para orar? ¡Pobres ciegos! ¿Qué obra es más preciosa, la de trabajar por agradar a Dios y salvar el alma, o la de dar de comer al ganado de las cuadras, o bien llamar a los hijos o sirvientes para enviarlos a remover la tierra o el estercolero? ¡Dios mío, cuán ciego es el hombre! ... ¡No tenéis tiempo!, más, decidme, ingratos, si Dios os hubiese enviado la muerte esta noche, ¿habríais trabajado? Si Dios os hubiese enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado?      Id, miserables, merecéis que el Señor os abandone en vuestra ceguera y en ella perezcáis. ¡Hallamos ser demasiada dedicarle algunos minutos para agradecer las gracias que en todo momento nos concede! -Quieres dedicarte a tu tarea, dices. Pero, amigo mío, te engañas miserablemente, ya que tu tarea no es otra que agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu tarea: si tú no la haces, otros la harán; mas si pierdes el alma, ¿quién la salvará? Vete, eres un insensato: cuando estés en el infierno, entonces conocerás lo que debías practicar y, desgraciadamente, no has practicado.
Pero, me diréis, ¿cuáles son las ventajas que con la oración obtenemos, para que hayamos de orar con tanta frecuencia? -Vedlas. La oración hace que hallemos menos pesada nuestra cruz, endulza nuestras penas y nos vuelve menos apegados a la vida, atrae sobre nosotros la mirada misericordiosa de Dios, fortalece nuestra alma contra el pecado, nos hace desear la penitencia y nos inclina a practicarla con gusto, nos hace comprender y sentir hasta qué punto el pecado ultraja a Dios Nuestro Señor. Mejor dicho, mediante la oración agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas v nos aseguramos la vida eterna. Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una continua oración mediante nuestra unión con Dios? ¿Cuando se ama a alguien, hay necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración. Sin embargo, debo advertiros que, para orar de manera que dicha práctica pueda lograrnos los favores que os acabo de enumerar, no basta dedicar a ella un breve instante, ni hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas, pidiéndole perdón de las mismas.
Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil: ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices. O también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo. Rezaremos algunas preces en honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa, ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María cuando dan las horas: todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban siempre los santos.

II.- El segundo motivo que debe inducirnos a recurrir a la oración, es que todo el provecho redunda en favor nuestro. El Señor conoce dónde está nuestra felicidad y sabe que solamente por la oración podemos procurárnosla. Por otra parte, ¡cuán grande honor para una vil criatura cual nosotros, el que todo un Dios quiera abajarse hasta ella y conversar con ella tan familiarmente coma un amigo que habla con otro amigo? Ved cuánta es su bondad al permitirnos que le comuniquemos nuestras penas y nuestras aflicciones. Y este buen Salvador pone toda su diligencia en consolarnos, en sostenernos en las pruebas, o por decirlo mejor, en sufrirlas por nosotros. Decidme, el dejar de orar ¿no, sería equivalente a renunciar a nuestra salvación y a nuestra felicidad aquí en la tierra, toda vez que sin la oración no podemos menos de ser desgraciados, mientras que mediante la oración estamos seguros de alcanzar cuanto nos sea necesario para el tiempo y para la eternidad, según ahora vamos a ver?
Primeramente digo que todo le está prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración bien hecha lo alcanzará todo: es ésta una verdad que Jesucristo nos repite casi en cada página de la Sagrada Escritura. La promesa de Jesucristo es formal: «Pedid, nos dice, y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, lo obtendréis, si lo pedís con fe». Mas no se contenta Jesucristo con decirnos que la oración bien hecha lo alcanza todo. Para mejor convencernos de ello, nos lo asegura con juramento (Juan XIV, 13.): «En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre, os lo concederé». Después de estas palabras del mismo Jesucristo, me parece que es va imposible dudar de la eficacia de la oración. Por otra parte, ¿de dónde podría venir nuestra desconfianza?, ¿sería de nuestra indignidad? Pero Dios sabe muy bien que como pecadores y culpables, que oramos en su nombre, y que, ante todo, contamos con su infinita bondad. Y nuestra indignidad ¿no está cubierta y como disimulada por, sus méritos? ¿Será, pues, por ser nuestros pecados demasiado horribles o demasiado numerosos? Mas ¿no le es a Dios igualmente fácil perdonarnos un pecado que mil? ¿No dió principalmente su vida por los pecadores?. Escuchad lo que nos dice el Rey Profeta: «¿Se ha visto jamás a alguien que haya orado al Señor y cuya oración haya sido desoída?» (Eccli., II, 12.) , «Sí, nos dice, cuantos invocan al Señor y recurren a É1, han experimentado los efectos de su misericordia.»
Para sentir esto mejor, veamos algunos ejemplos. Mirad a Adán pidiendo misericordia después de su pecado. No solamente el Señor le perdona a él, sino además a toda su descendencia; le promete su Hijo, que deberá encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved a los ninivitas, grandes pecadores, a quienes el Señor envió el profeta Jonás, para que les avisase que iba a castigarlos de la manera más espantosa: a saber, haciendo bajar fuego del cielo (Jon.; III; 4.). Se entregan todos a la oración, y el Señor los perdona.
Hasta en aquella ocasión en que el Señor se decidió a destruir el mundo por el diluvio universal, si aquellos pecadores hubiesen recurrido a la oración, con seguridad el Señor los hubiera perdonado. Y si proseguís leyendo las Escrituras, veréis a Moisés sobre la montaña, mientras Josué lucha con los enemigos del pueblo de Dios. Cuando Moisés ora, los israelitas vencen ; más, en cuanto cesa su oración, los israelitas son vencidos: Ved aún al mismo Moisés pidiendo al Señor que perdone a treinta mil culpables a los cuales había resuelto perder : con sus oraciones, forzó, por decirlo así al Señor a perdonarlos. «No, Moisés, le dijo el Señor, no intercedas por este pueblo, no quiero perdonarle.» Moisés continúa en su oración, v el Señor es vencido por las preces de su siervo, y perdona a su pueblo. ¿Qué hace Judit para librar a su patria de aquel su temible enemiga? Acude a la oración y, llena de confianza en el Señor ante quien se acaba de postrar, va a la morada de Holofernes, le corta la cabeza y salva a su patria. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió un profeta para advertirle que pusiese en orden sus negocios, pues iba a morir, Prosternóse delante del Señor, suplicándole que no le arrebatase aún de este mundo. Movido el Señor por sus oraciones, concedióle quince años más de vida. Si seguís adelante, veréis al publicano que, reconociéndose culpable, acude al templo para implorar de Dios el perdón. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados le fueron perdonados. Ved a la pecadora, prosternada a los pies de Jesús, orando con lágrimas en los ojos. Y ¿no le responde Jesucristo: «Te son perdonados tus pecados»?. El buen ladrón, aunque lleno de los más enormes crímenes hace oración desde la cruz, y no sólo Jesucristo le perdona, sino que le promete que en aquel mismo día estará en el cielo con Él. Si tuviésemos que citar a cuantos han alcanzado el perdón orando, tendríamos que enumerar a todos los santos que fueron pecadores; ya que por la oración tuvieron la dicha de reconciliarse con Dios, el cual dejóse conmover por sus súplicas.
III.- Mas pensaréis tal ver : ¿De dónde proviene que, a pesar de tantas oraciones, seamos siempre pecadores, sin mejorar en lo más mínimo?- Nuestra desgracia, amigo mío, proviene de que no oramos cual deberíamos, esto es, oramos sin preparación y sin deseo de convertirnos, y muchas veces sin saber lo que a Dios hemos de pedir. No dudéis de esto, pues cuantos pecadores pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que suplicaron a Dios la perseverancia, perseveraron. - Mas alguien me dirá: Se experimentan demasiadas tentaciones. - ¿Eres excesivamente tentado, amigo mío? Ora, y ten la seguridad de que la oración te dará fuerzas para resistir la tentación. ¿Tenéis necesidad de la gracia? Pues la oración te la obtendrá. Si dudas de ello, oye lo que nos dice Santiago, a saber: que mediante la oración dominamos al mundo, al demonio y a nuestras pasiones. Por muchas que sean las penas que experimentemos, si oramos, tendremos la dicha de soportarlas enteramente resignados a la voluntad de Dios; y por violentas que sean las tentaciones, si recurrimos a la oración, las dominaremos. Mas ¿qué hace el pecador? Vedlo aquí. Tiene la plena convicción de que la oración le es absolutamente necesaria para evitar el mal y para obrar el bien, así como para salir del pecado cuando ha caído en él; pero mirad su gran ceguera: o no hace oración, o la hace mal. ¿Que no es cierto esto? Ved la manera de orar que tiene un pecador, suponiendo que ore, pues la mayor parte de los pecadores no lo hacen; veréis que se levantan y se acuestan como bestias. Mas observemos a aquel pecador orando: vedle recostado en una poltrona, o echado sobre la cama rezando mientras se viste o se desnuda, o va andando o gritando; hasta tal vez jurando, a la zaga de sus criados o de sus hijos. ¿ Con qué preparación se pone a orar?. Con ninguna. Frecuentemente y en la mayoría de los casos, esta clase de gente acaba su pretendida oración, no solamente sin saber lo que ha dicho sino hasta sin pensar ante quien se hallaba, ni lo que iba a hacer o a pedir. Miradlos en la casa de Dios; ¿no os inspira compasión su actitud?. ¿Hácense cargo de que están en la santa presencia de Dios?. Indudablemente que no: miran a los que entran o salen, hablan con los de al lado, bostezan, duermen, se fastidian, y hasta tal vez se enojan porque las funciones, a su parecer, son demasiado largas. Toman el agua bendita con la misma devoción que sacan la de un cubo para beber. Con duros trabajos hincan las rodillas. pareciéndoles ya demasiado inclinar un poco la cabeza durante la Consagración o la Bendición. Los veréis paseando su mirada por el templo, fijándola tal vez en aquello que puede inducirlos al mal; aun no han entrado y va quisieran estar fuera. Al salir, los oiréis exclamar cual si fuesen personas sacadas de una cárcel y puestas en libertad. Pues bien, tal es la miseria del pecador, y por cierto que es muy grande. Y al considerar esto, ¿deberá admirarnos que los pecadores continúen en sus pecarlos y perseveren en tan miserable estado?
Hemos dicho, en tercer lugar, que los provechos de la oración van anejos a la manera como cumplamos tal deber, según ahora vamos a considerar. 1.° Para que la oración sea agradable a Dios y provechosa al que la hace, es necesario hallarse en estado de gracia o lo menos tener una firme resolución de salir cuanto antes del pecado, puesto que la oración de un pecador que no quiere salir del pecado, es un insulto que se hace a Dios. 2.° Para que nuestra oración esté bien hecha, es necesario habernos preparado antes. Toda oración hecha sin prepararse, es una oración defectuosa, y esta preparación consiste en pensar un rato en Dios antes de arrodillarnos en su presencia, considerando a quién vamos a hablar y lo que le hemos de pedir. ¡Cuán escasos son los que se preparan, y por lo mismo, cuán pocos oran de una manera debida, es decir, en forma adecuada para ser escuchados favorablemente!. Por otra parte, ¡qué os ha de conceder el Señor si no le pedís nada, ni deseáis nada! - Más claro: sois como un pobre hombre que no quiere limosna, como un enfermo que no quiere sanar, como un ciego que quiere permanecer en su ceguera; en fin, como un condenado que no quiere ir al cielo, sino que consiente en bajar al infierno.
En segundo lugar, hemos dicho que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, una dulce conversación entre la criatura y su Criador. No será pues orar debidamente el pensar en cosas ajenas, mientras estamos en oración. Apenas nos demos cuenta de que nuestro espíritu se distrae, es necesario ponerse de nuevo ante la presencia de Dios, humillarnos ante la divina Majestad, y no dejar nunca la oración porque no experimentemos gusto al orar. Por el contrario, hemos de pensar que, cuanto más pesadez sintamos, más meritoria será vuestra oración a los ojos de Dios, si perseveramos en ella siempre con la intención de agradarle. Refiérese en la historia que, en cierta ocasión, un santo decía a otro santo: «¿A qué será debido que, mientras oramos, nuestro espíritu se llena de mil pensamientos ajenos, los cuales quizá no nos acudirían, si no estuviésemos ocupados en la oración?» El otro le contestó: «Ello no es extraño, amigo mío : ante todo, el demonio prevé las abundantes gracias que por la oración podemos alcanzar y, por consiguiente, desespera de ganar a una persona que ore debidamente; además, cuanto mayor es el fervor con que oramos, más excitamos su furor». Otro santo, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué se ocupaba continuamente en tentar a los cristianos. Y el demonio le respondió que se le hacía insoportable que un cristiano, que tantas veces ha pecado, pudiese obtener aún el perdón, y que en tanto hubiese un cristiano en la tierra, él lo tentaría. Después le preguntó de qué manera los tentaba. Contestóle el demonio: «A unos les meto el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros hago que duerman; a otros hago vagar su pensamiento de un lugar a otro». ¡Ay!, demasiado verdad es esto; podemos experimentarlo cuantas veces nos ponemos en la presencia de Dios para orar.
Refiérese que, habiendo observado el superior de un monasterio que uno de sus religiosos, antes de comenzar sus oraciones, se movía en ademán de hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba en aquellos momentos. «Padre mío, le dijo, es que antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a mis pensamientos y deseos diciéndoles: Venid todos y adoremos a Jesucristo nuestro Dios». ¡Cuán agradable era contemplar la oración de los primeros cristianos!, nos dice Casiano. Era tan grande el respeto que tenían a la presencia de Dios; era tanto su silencio y recogimiento, que parecían muertos: veíaselos en la iglesia temblorosos; no había allí ni sillas ni bancos; permanecían todos prosternados cual criminales que esperasen la sentencia. Pero también, ¡cuán rápidamente se poblaba el cielo, y cuán delicioso era vivir en la tierra! ¡Felices los que vivieron en aquellos tiempos dichosos!
3.° Hemos dicho que nuestras oraciones han de ser hechas con confianza, y con una esperanza firme de que Dios puede y quiere concedernos lo que le pedimos, mientras se lo supliquemos debidamente. Todas las veces que Jesucristo nos promete no negar nada a la plegaria, añade esta condición: «Si lo pedís con fe». Cuando alguien le imploraba su curación u otra cosa, nunca se olvidaba de decirle: «Hágase según tu fe». Por otra parte, ¿qué nos podrá hacer dudar, cuando nuestra confianza está apoyada en la omnipotencia de Dios que es infinita, en su misericordia sin límites, v en los méritos infinitos de Jesucristo, en nombre del cual oramos? Al orar en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, es el mismo Jesucristo quien ora por nosotros a su Padre. El Evangelio nos ofrece un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría flujo de sangre. Decíase ella a sí misma: «Si puedo llegar a tocar aunque sea sólo el borde de su manto, tengo la seguridad de que sanaré». Ya veis cómo ella creía firmemente que Jesucristo podía curarla y con qué confianza esperaba una curación que deseaba ardientemente. En efecto, al pasar el Salvador junto a ella, arrojóse a sus pies, tocó su manto, y al momento quedó sana. Viendo Jesucristo su fe, la miró bondadosamente, y le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Sí, a esta fe, a esta confianza está todo prometido.
4.- Decimos que, al orar, es preciso tener una intención pura tocante a lo que pedimos, y solamente implorar lo que mire a la gloria de Dios y a nuestra salvación. Podéis pedir cosas temporales, nos dice San Agustín ; mas siempre con la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos lo que le pedís, es porque no quiere perderos. Mas ¿qué acontece en nuestras oraciones?, nos dice además San Agustín: pedimos una cosa y deseamos otra. Al rezar el Padre nuestro, decimos: «Padre nuestro que estás en los cielos; es decir: Dios mío, desligadnos de este mundo; concedednos la gracia de saber despreciar todas aquellas cosas que sólo sirven para la vida presente; hacednos la gracia de que todos nuestros pensamientos y deseos sean sólo para el cielo! » ¡Ay!, si Dios nos concediera esta gracia, muchos de nosotros íbamos a quedar disgustados.
Hemos de orar con frecuencia, pero debemos redoblar nuestras oraciones en las horas de prueba, en los momentos en que sentimos el ataque de la tentación. Ved un ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempo del emperador Licimo, dióse una orden, según la cual todos los soldados debían ofrecer sacrificios al demonio. Entre ellos hubo cuarenta que se negaron a cumplirla, diciendo que los sacrificios sólo a Dios eran debidos y de ninguna manera al demonio. Se les hizo toda clase de promesas. Al ver que nada era capaz de rendirlos, después de someterlos a una serie de tormentos, fueron condenados a ser arrojados desnudos en un lago de agua helada, durante la noche, en los rigores del invierno, para que muriesen de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, díjéronse unos a otros: «Amigos, ¿que nos queda al presente sino ponernos en las manos de Dios omnipotente, el único de quien podemos obtener la fortaleza y la victoria?. Recurramos a la oración y oremos continuamente para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que nos conceda a los cuarenta la dicha de perseverar». Mas, para tentarlos, colocóse muy cercano a aquel sitio un baño caliente. Por desgracia, uno entre ellos desfalleció, abandonó el combate, y fué a meterse en el baño caliente; pero al entrar en él perdió la vida. El que los custodiaba, viendo bajar del cielo treinta y nueve coronas y otra que quedaba suspendida en las alturas, «¡Ah !, exclamó, ¡es la de aquel infeliz que ha abandonado a sus compañeros!...», y arrojóse al estanque helado, para ocupar el lugar del que aquél había desertado, y así recibió el bautismo de sangre. Como al día siguiente estuviesen aún con vida, ordenó el gobernador que fuesen echados al fuego. Habiendo sido puestos en un carro todos, excepto el más joven a quien confiaba conquistar aún, su madre, que era testigo de la escena, exclamó: ¡ hijo mío, ten valor !, un momento de sufrir te valdrá toda una eternidad de dicha. Y cogiendo ella misma a su hijo, lo llevó al carro con los demás, y llena de alegría, le condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. Tan persuadidos estaban de que la oración es el medio más poderoso para atraer sobre nosotros los auxilios del cielo, que durante todo su martirio no cesaron de orar.
Vernos que San Agustín, después de su conversión, se retiró durante largo tiempo a un pequeño desierto, para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Y siendo obispo, pasaba buena parte de sus noches en oración. San Vicente Ferrer, que tantas almas llevó al buen camino, decía que nada es tan poderoso como la oración para convertir a los pecadores, y que la oración es semejante a un dardo que atraviesa el corazón del pecador.
Bien podemos decir que la oración lo hace todo: ella es la que nos da a conocer nuestros deberes, ella la que nos pone de manifiesto el estado miserable de nuestra alma después del pecado, ella la que nos procura las disposiciones necesarias para recibir los sacramentos; ella la que nos hace comprender cuán poca cosa sean la vida y los bienes de este mundo, lo cual nos lleva a no aficionarnos demasiado a lo terreno; ella, por fin, es la que imprime vivamente en el espíritu el saludable temor de la muerte, del juicio del infierno y de la pérdida del cielo. Si tuviésemos el acierto de orar siempre bien, pronto seríamos unos santos penitentes. Vemos que San Hugo obispo de Grenoble, nunca se cansaba de rezar el Padre nuestro. Se le dijo que aquello podía contribuir a aumentar su dolencia; respondió: «Al contrario, esto causa alivio».
Hemos dicho que la tercera condición que debe reunir la oración para ser agradable a Dios, es la perseverancia. Vemos muchas veces que el Señor no nos concede en seguida lo que Pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa, sino una prueba que nos dispone a recibir más abundante lo que pedimos. Ved a San Agustín implorando por espacio de cinco años la gracia de su conversión. Ved a Santa María Egipcíaca ocupándose durante diecinueve años en pedir a Dios que la librase de recaer en las torpezas pasadas. ¿Qué hicieron, pues, los santos? Perseveraron constantemente en sus peticiones y, por su constancia, obtuviere siempre lo que pedían a Dios. Y nosotros, aunque llenos de pecados, si Dios no nos otorga al momento lo que le pedimos, pensamos que no quiere concedérnoslo, y dejamos en seguida la oración. No es ésta la conducta que observaron los santos respecto al particular: ellos se consideraron siempre indignos de ser escuchados favorablemente por Dios, creyendo que, si Él accedía a sus ruegos, era a impulsos de su misericordia, mas no en vista de sus méritos. Digo, pues, que al orar aunque Dios parezca no escuchar nuestras oraciones, nunca hemos de abandonarlas, sino continuar con gran constancia. Si Dios no nos concede lo que pedimos. Un ejemplo de la manera como debemos insistir en nuestras oraciones, nos lo ofrece aquella mujer cananea que se acercó a Jesucristo para implorar la curación de su hija. Ved su humildad, su perseverancia, etc... Citaré también otro ejemplo admirable de lo que puede la oración. Leemos en la historia de los Padres del desierto que, habiendo los católicos de una ciudad vecina ido a encontrar a un santo cuya fama estaba muy extendida por aquellos países, a fin de pedirle que los acompañase para ver de confundir a cierto hereje cuyos discursos seducían a mucha gente, aquel santo se puso a discutir con el desgraciado, sin poderle convencer de que no llevaba razón y de que era un desgraciado que parecía sólo haber nacido para perder las almas; viendo que, con sus, sofismas y rodeos, continuaba en la pretensión de hacer creer a los demás que la razón estaba de su parte, el santo le dijo: «Desgraciado, el reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vamos los dos al cementerio, junto con toda esta gente, que servirán de testigos; invocaremos ambos a Dios ante el primer muerto que hallemos, y nuestras obras darán razón de nuestra fe». El hereje quedó corrido ante aquella proposición, sin atreverse verse a acudir al reto; mas propuso al santo aguardar al día siguiente, a lo cual éste accedió. El día señalado, el pueblo, afanoso de ver en qué pararía aquello, se dirigió en masa al cementerio, Esperaron todos allí hasta las tres de la tarde; mas en aquella hora el santo tuvo noticia de que su adversario había huído por la noche y tomado el camino de Egipto. Entonces San Macario, que así se llamaba el santo, llevóse al cementerio a todo aquel gentío que estaba esperando el resultado de la controversia, procurando sobre todo que estuviesen presentes aquellos a quienes el desgraciado hereje había seducido. Paróse ante una tumba, y en presencia de todos los que le rodeaban, se arrodilló, oro unos momentos y, dirigiéndose al cadáver que de años estaba enterrado en aquel lugar, habló así: «¡Oh hombre!, escúchame: si aquel hereje hubiese venido aquí conmigo, y delante de él hubiese yo invocado en nombre de Jesucristo mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe? A estas palabras, el muerta se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo hubiera hecho al momento tal como lo hacía entonces. San Macario le dijo: «¿Quién eres?, ¿en qué edad del mundo viviste?, ¿tuviste conocimiento de Jesucristo?» El muerto resucitado respondió que había vivido en tiempo de los mas antiguos reyes; pero que nunca había oído pronunciar el nombre de Jesucristo. Entonces, viendo San Macario que todo el mundo estaba ya plenamente convencido de que aquel desgraciado hereje era un falsario, dijo al muerto: «Duerme en paz hasta la resurrección general». Y todo el mundo se retiró alabando a Dios, que de una manera tan elocuente había hecho conocer la verdad de nuestra santa religión. San Macario retornó a su desierto para
continuar las penitencias a que se entregaba (Vida de los Padres del desierto, t. II, San Macario de Egipto.).
¿Veis la eficacia de la oración cuando ella se hace con las debidas condiciones? ¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración cual debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, perseverar en la gracia, ver el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que hace a nuestras necesidades temporales.
De aquí concluyo que, si continuamos en pecado, si no nos convertirnos, si nos inquietamos tanto por las penas que Dios nos envía, es porque no oramos u oramos defectuosamente. Sin la oración no podemos frecuentar dignamente los sacramentos, sin la oración no conoceremos nunca el estado a que Dios nos llama; sin la oración no podremos librarnos del infierno, sin la oración jamás participaremos de las delicias que podemos disfrutar amando a Dios; sin la oración todas las cruces que nos sobrevengan quedan sin mérito. ¡De qué goces disfrutaríamos si supiésemos orar debidamente! No oremos, pues, nunca, sin considerar primero atentamente a quién hablamos y lo qué queremos pedir a Dios. Oremos sobre todo, con humildad y confianza, y con ello obtendremos la dicha de alcanzar cuanto deseemos, siempre que nuestras peticiones se conformen con el espíritu de Dios.
CORPUS CHRISTI
 Incola ego sum in terra.
Soy como extranjero en mi tierra,
   (Ps. CXVIII, 19.)

Estas palabras nos recuerdan todas las miserias de la vida, el menosprecio con que hemos de mirar las cosas creadas y perecederas, el deseo con que debemos esperar la salida de este mundo para encaminarnos a nuestra verdadera patria, ya que esta tierra no lo es.
Consolémonos, sin embargo, del destierro a que estamos sujetos; en él tenemos un Dios, un amigo, un consolador y un Redentor, que puede endulzar nuestras penas, haciéndanos vislumbrar grandes bienes, desde este valle de miserias; lo cual debe llevarnos a exclamar, como la Esposa de los Cantares: «¿Habéis visto a mi amado? Y si lo habéis visto, decidle que no hago más que penar» (Cant., V, 8.) ¿Hasta cuándo, Señor, exclama el santo Rey Profeta en sus transportes de amor y arrobamiento, hasta cuándo prolongaréis mi destierro lejos de Vos? (Ps. CXIX, 5.). Mas dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes; sino que le tenemos con nosotros tal cual estuvo durante nueve meses en el sello de María, tal cual estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para tener la dicha de verle, nosotros le poseemos en cada parroquia, cada parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!.
¿Cuál es mi propósito?. Vedlo aquí. Quiero mostraros la bondad de Dios en la institución del adorable sacramento de la Eucaristía y los grandes provechos que de este sacramento podemos sacar.
I.- Digo yo que lo que hace la felicidad de un buen cristiano, hace la desgracia de un pecador. ¿Queréis de ello una prueba? Vedla aquí. Para el pecador que no quiere salir del
pecado, la presencia de Dios se convierte en un suplicio: quisiera él borrar el pensamiento de que Dios le está mirando y le juzgará, se oculta, huye de la luz del sol, se hunde en las tinieblas, siente indecible horror por todo lo que puede evocarle aquel pensamiento; un ministro de Dios le estorba, le causa odio, huye de Él, cuando piensa que tiene un alma inmortal, que hay un Dios que le recompensará o castigará durante toda la eternidad; conforme a sus obras; le parece que tales pensamientos son otros tantos verdugos que le atormentan sin cesar. ¡Ah!, ¡triste existencia la de un pecador que vive en pecado! ¡Es en vano que te ocultes de la presencia de Dios, nunca podrás conseguirlo! «¿Adán, Adan, donde estás?» «Señor, exclama, he pecado y temo vuestra presencia» (Gen., III, 9-10). Adán, temblando, corre a ocultarse, y es precisamente en el momento en que creía no ser visto de Dios cuando se hizo oír su voz : «Adán en todas partes me hallarás; has pecado, y Yo he sido testigo de tu crimen; mis ojos estaban fijos en ti». «Caín, Caín, ¿dónde está tu hermano?». Al oír la Voz del Señor, Caín quedó estupefacto. Pero Dios le persiguió con la espada en el cinto: «Caín, la sangre de tu hermano clama venganza» (Gen., IV, 9-10). Cuan cierto es que el pecador se halla en un continuado espanto y desesperación. ¿Qué hiciste, pecador? Dios te castigará. No, no, exclama, Dios no me ha visto, «no hay Dios». ¡Ah!, desgraciado, Dios te ve y te castigará. De lo cual concluyo que en vano el pecador querrá tranquilizarse, olvidar sus pecados, huir de la presencia de Dios y procurarse todo cuanto su corazón pueda desear; a pesar de todo esto, no dejará de ser un desdichado; en todas partes arrastrará sus cadenas y su infierno. ¡ Ah !, ¡ triste existencia 1 No vayamos más lejos; estos pensamientos son demasiados desesperanzadores; de ningún modo nos conviene hoy_ este lenguaje; dejemos a esos pobres desgraciados en las tinieblas, ya que en ellas quieren vivir; dejemos que se condenen, ya que no quieren salvarse.
«Venid, hijos míos, decía el santo Rey David, venid, pues tenga grandes cosas que anunciaros ; venid, y os diré cuán bueno es el Señor para los que le aman. Tiene preparado para sus hijos un alimento celestial que da frutos de vida. En todas partes hallaremos a nuestro Dios; si vamos al cielo, allí estará; si pasamos el mar, le veremos a nuestro lado. Si nos sumergimos en la profundidad caótica de las aguas, hasta allí nos acompañará» (Ps. XXXIII; CXXXVIII. XXII.). Nuestro Dios no nos pierde de vista, cual una madre que está vigilando al hijito que da los primeros pasos. «Abraham, dice el Señor, anda en mi presencia y la hallarás en todas partes.» «¡ Dios mío !, exclama Moisés, servíos mostrarme vuestra faz: con ella tendré cuanto puedo desear» (Exod, XXIII, 13.). Cuán consolado queda un cristiano, al pensar que Dios le ve, que es testigo de sus penalidades y de sus combates, que tiene a Dios de su parte. Digámoslo mejor, ¡todo un Dios le estrecha dulcemente contra su seno! ¡Pueblo cristiano! ¡Cuán dichoso eres al gozar de tantos favores que no se conceden a los demás pueblos! Razón tenía al decirnos, que si la presencia de Dios es una tiranía para el pecador, es en cambio una delicia infinita; un cielo anticipado para el buen cristiano.
Hermoso y consolador es lo que os acabo de decir, más aún no es todo, es poca cosa todavía, me atrevo a decir, en comparación del amor que Jesucristo nos manifiesta en el adorable sacramento de la Eucaristía. Si me dirigiese a gente incrédula o impía, que se atreve a dudar de la presencia de Jesucristo en este adorable sacramento, comenzaría por aportar pruebas tan claras y convincentes, que morirían de pena por haber dudado un misterio apoyado en argumentos tan fuertes v persuasivos. Les diría yo: si es verdad la existencia de Jesucristo, también es verdad este misterio, ya que Aquél, después de haber tomado un fragmento de pan en presencia de sus apóstoles, les dijo: «Ved aquí pan; pues bien, voy a transformarlo en mi Cuerpo; ved aquí vino, el cual voy a transformar en mi sangre; este cuerpo es verdaderamente el mismo que será crucificado, y esta sangre es la misma que será derramada en remisión de los pecados ; y cuantas veces pronunciéis estas palabras, dijo además a sus apóstoles, obraréis el mismo milagro; esta potestad la comunicaréis unos a otros hasta el fin de los siglos»(Matth., XXVI ; Luc., XXII.). Mas ahora dejemos a un lado estas pruebas; tales razonamientos son inútiles para unos cristianos que tantas veces han gustado las dulzuras que Dios les comunica en el sacramento del amor.
Dice San Bernardo que hay tres misterios en los cuales no puede pensar sin que su corazón desfallezca de amor y de dolor, El primero es el de la Encarnación, el segundo es el de la muerte y pasión de Jesús, y el tercero es el del adorable sacramento de la Eucaristía. Al hablarnos el Espíritu Santo del misterio de la encarnación, se expresa en términos que nos muestra la imposibilidad de comprender hasta dónde llega el amor de Dios a los hombres, pues dice: «Así amó Dios al mundo», como si nos dijese: dejo a vuestra mente, deja a vuestra imaginación la libertad de formar sobre ello las ideas que os plazca; aunque tuvieseis toda la ciencia dé las profetas, todas las luces de los doctores y todos los conocimientos de los ángeles, os sería imposible comprender el amor que Jesucristo ha sentido por vosotros en estos misterios. Cuando nos habla San Pablo de los misterios de la Pasión de Jesucristo, ved cómo se expresa : «Con todo y ser Dios infinito en misericordia y en gracia, parece haberse agotado por amor nuestro. Estábamos muertos y nos dió la vida. Estábamos destinados a ser infelices por toda una eternidad, y con su bondad y misericordia ha cambiado nuestra suerte» (Eph., II, 4-6.). Finalmente, al hablarnos, San Juan, de la caridad que Jesucristo mostró con nosotros al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, nos dice «que nos amó hasta el fin» (Joan., XIII, 1.) es decir, que amó al hombre, durante toda su vida, con un amor sin igual. Mejor dicho, nos amó cuanto pudo. ¡Oh, amor, cuan grande y cuán poco conocido eres!
Y pues, amiga mío, ¿no amaremos a un Dios que durante toda la eternidad ha suspirado por nuestro bien? ¡Un Dios que tanto lloró nuestros pecados, y que murió para borrarlos! Un Dios que quiso dejar a los ángeles del cielo, donde es amado con amor tan perfecto y puro, para bajar a este mundo, sabiendo muy bien que aquí sería despreciado. De antemano sabía las profanaciones que iba a sufrir en este sacramento de amor. No se le ocultaba que unos le recibirían sin contrición; otros sin deseo de corregirse; ¡ay!, otros tal vez, con el crimen en su corazón, dándole con ello nueva muerte. Pero nada de esto pudo detener su amor. ¡Dichoso pueblo cristiano! ... «Ciudad de Sión, regocíjate, prorrumpe en la más franca alegría, exclama el Señor por la boca de Isaías, ya que tu Dios mora en tu recinto» (Is.,XII,6.). Lo que el profeta Isaías decía a su pueblo, puedo yo decíroslo con más exactitud. ¡Cristianos, regocijaos!, vuestro Dios va a comparecer entre vosotros. Este dulce Salvador va a visitar vuestras plazas, vuestras calles, vuestras moradas; en todas partes derramará las más abundantes bendiciones. ¡Moradas felices aquellas delante de las cuales va a pasar! ¡Oh, felices caminas los que vais a estremeceros bajo tan santos y sagrados pasos! ¿Quién nos impedirá decir, al volver a discurrir por la misma vía : Por aquí ha pasado mi Dios, por esta senda ha seguido cuando derramaba sus saludables bendiciones en esta parroquia?
¡Qué día tan consolador para nosotros!. Si nos es dado gozar de algún consuela en este mundo, ¿ no será, por ventura, en este momento feliz? Olvidemos, a ser posible, todas nuestras miserias. Esta tierra extranjera va a convertirse en la imagen de la celestial Jerusalén; las alegrías y fiestas del cielo, van a bajar a la tierra. «Péguese la lengua a mi paladar, si es capaz de olvidar estos grandes beneficios» (Ps. CYXXVI, 6.). ¿Que el cielo prive a mis ojos de la luz, si ellos han de fijar sus miradas en las cosas terrenas?
Si consideramos las obras de Dios: el cielo v la tierra, el orden admirable que reina en el vasto universo, ellas nos anuncian un poder infinito que lo ha creado todo, una sabiduría infinita que todo lo gobierna, tina bondad suprema y providente que cuida de todo con la misma facilidad que si estuviese ocupada en un solo ser: tantos prodigios han de llenarnos forzosamente de sorpresa, espanto y admiración. Mas; fijándonos en el
adorable sacramento de la Eucaristía, podemos decir que en él está el gran prodigio del amor de Dios con nosotros; en él es donde su omnipotencia, su gracia y su bondad brillan de la manera más extraordinaria. Con toda verdad podemos decir que éste es el pan bajado del cielo, el pan de los ángeles, que recibimos coma alimento de nuestras almas. Es el pan de los fuertes que nos consuela y suaviza nuestras penas. Es éste realmente «el pan de los caminantes»; mejor dicho, es la llave qué nos franquea las puertas del cielo. «Quien me reciba, dice el Salvador, alcanzará la vida eterna: el que me coma no morirá. Aquel, dice el Salvador, que acuda a este sagrado banquete, hará nacer en él una fuente que manará hasta la vida eterna» (Ioan., VI, 54.55; IV, 14.).
Mas, para conocer mejor las excelencias de este don, debemos examinar hasta qué punto Jesucristo ha llevado su amor a nosotros en este sacramento. No era bastante que el Hijo de Dios se hiciese hombre por nosotros; para dejar satisfecho su amor, era preciso ofrecerse a cada uno en particular. Ved cuánto nos ama. En la misma hora en que sus indignos hijos activaban los preparativos para darle muerte, su amor le llevaba a obrar un milagro cuyo objeto es permanecer entre ellos. ¿Se ha visto, podrá verse amor más generoso ni mas liberal que el que nos manifiesta en el Sacramento de su amor? ¿No habremos de afirmar, con el Concilio de Trento, que en dicho Sacramento es donde la liberalidad v generosidad divinas han agotado todas sus riquezas? (Ses., XIII, cap. II.). ¿Nos será dado hallar sobre la tierra, y hasta en el cielo, algo que con este misterio pueda ser comparado? ¿Se ha visto jamás que la ternura de un padre, la liberalidad de un rey para sus súbditos, llegase hasta donde ha llegado la que muestra Jesucristo en el Sacramento de nuestros altares? Vemos que los padres, en su testamento, dejan las riquezas a sus hijos; mas en el testamento del Divino Redentor, no son bienes temporales, puesto que ya los tenemos..., sino su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa lo que nos da. ¡Oh, dicha del cristiano, cuán poco apreciada eres¡.  No, Jesús no podía llevar su amor más allá que dándose a Sí mismo; ya que, al recibirlo, le recibimos con todas sus riquezas. ¿No es esto una verdadera prodigalidad de un Dios para con sus criaturas?. Si Dios nos hubiese dejado en libertad de pedirle cuanto quisiéramos, ¿nos habríamos atrevido a llevar hasta tal punto nuestras esperanzas? Por otra parte, el mismo Dios, con ser Dios, ¿podía hallar alga más precioso para darnos?, nos dice San Agustín. Pera, ¿sabéis aún cuál fué el motivo que movió a Jesucristo a permanecer día y noche en nuestras templos? Pues fué para que, cuantas veces quisiéramos verle, nos fuese dado hallarle. ¡Cuán grande eres, ternura de un padre!. ¡Qué cosa puede haber más consoladora para, un cristiano, que sentir que adora a un Dios presente en cuerpo y alma! «Señor, exclama el Profeta Rey, ¡un día pasado junta a Vos es preferible a mil empleados en las reuniones del mundo»! (Pes., LXXXIII, 11.). ¿Qué es, en efecto, lo que hace tan santas y respetables nuestras iglesias?, ¿no es, por ventura, la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo? ¡Ah!, ¡pueblo feliz, el cristiano!

II.- Pero, me preguntaréis, ¿qué deberemos hacer para testimoniar a Jesucristo nuestro respeto y nuestra gratitud? Vedlo aquí :
1.° Deberemos comparecer siempre ante su presencia con el mayor respeto, y seguirle con alegría verdaderamente celestial, representándonos interiormente aquella gran procesión que tendrá lugar después del juicio final. Para quedar penetrados del más profundo respecto, bastará recordar nuestra condición de pecadores, considerando cuán indignos somos de seguir a un Dios tan santo y tan puro, Padre bondadoso al que tantas veces hemos despreciado y ultrajado, y que con todo nos ama aún y se complace en darnos a entender que está dispuesto a perdonarnos nuevamente. ¿Qué es lo que hace Jesucristo cuando le llevamos en procesión? Vedlo aquí. Viene a ser como un buen rey en medio de sus súbditos, como un padre bondadoso rodeado de sus hijos, como un buen pastor visitando sus rebaños. ¿En qué debemos pensar cuando marchamos en pos de nuestro Dios? Mirad. Hemos de seguirle con la misma devoción y adhesión que los primeros fieles cuando moraba aquí en la tierra prodigando el bien a todo el mundo. Sí, si acertamos a acompañarle con viva fe, tendremos la seguridad de alcanzar cuanto le pidamos.
Leemos en el Evangelio que un día, en el camino por donde pasaba el Señor, había dos ciegos, los cuales se pusieron a dar voces diciendo: «¡Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros!» Al verlos el Divino Maestro, movióse a compasión, y les preguntó qué querían. «Señor, le respondieron, haced que veamos.» «Pues ved», les dijo el Salvador (Matth., XX, 30-34.). Un gran pecador llamado Zaqueo, deseando verle pasar, se encaramó a un árbol; pero Jesucristo, que había venido para salvar a los pecadores, le dijo: «Zaqueo, baja del árbol pues quiero alojarme en tu casa», ¡En tu casa!, lo cual es como si le dijese: Zaqueo, desde hace mucho tiempo, la puerta de tu corazón está cerrada por el orgullo y las injusticias; ábreme hoy, pues vengo para otorgarte el perdón. Al momento, bajó Zaqueo, humillóse profundamente ante su, Dios, reparó todas sus injusticia no deseando ya por herencia otra cosa que la pobreza y el sufrimiento (Luc., XIX, 1-10.). ¡Oh, instante feliz, el cual le valió una eternidad de dicha! Otro día pasando el Salvador por otra calle, seguíale una pobre mujer, afligida por espacio de. doce años a causa de un flujo de sangre: Se decía ella : «Si tuviese la dicha de tocar aunque sólo fuese el borde de sus vestiduras, estoy cierta que curaría » (Matth., IX, 20-22.). Y corrió, llena de confianza, a arrojarse a los pies del Salvador, y al momento quedó libre de su enfermedad. Si tuviésemos la misma fe y la misma confianza, obtendríamos también las mismas gracias; puesto que es el mismo Dios, el mismo Salvador y el mismo Padre, animado de la misma caridad. «Venid. decía el Profeta, venid, salid de vuestros tabernáculos, mostraos a vuestro pueblo que os desea y os ama.» ¡Ay!, ¡cuántos enfermos esperan la curación! ¡Cuántos ciegos a quienes habría que devolver la vista! ¡Cuantos cristianos, de los que van a seguir a Jesucristo, tienen sus almas cubiertas de llagas! ¡Cuántos cristianos están en las tinieblas y no ven que corren inminente peligro de precipitarse en el infierno! ¡Dios mío!, ¡curad a unos e iluminad a otros! ¡Pobres almas, cuán desdichadas sois!
Nos refiere San Pablo que, hallándose en Atenas, vió escrito en un altar: «Aquí reside el Dios desconocido» (Ignoto Deo (Act. XVII, 23).). Pero, ¡ay!, podría deciros yo lo contrario: vengo a anunciaros un Dios que vosotros conocéis como tal, y no obstante no le adoráis, antes bien le despreciáis. Cuántos cristianos, en el santo día del domingo, no saben cómo emplear el tiempo, y, con todo, no se dignan dedicar ni tan sólo unos momentos a visitar a su Salvador que arde en deseos de verlos juntos a sí, para decirles que los ama y que quiere colmarles de favores. ¡Qué vergüenza para nosotros!... ¿Ocurre algún acontecimiento extraordinario?, lo abandonáis todo y corréis a presenciarlo. Mas a Dios no hacemos otra cosa que despreciarle, huyendo de su presencia; el tiempo empleado en honrarle siempre nos parece largo, toda práctica religiosa nos parece durar demasiado. ¡Cuán distintos eran los primeros cristianos!. Consideraban como las más felices de su vida los días y noches empleados en las iglesias cantando las alabanzas del Señor o llorando sus pecados; mas hoy, por desgracia; no ocurre lo mismo. Los cristianos de hoy, huyen de Él y le abandonan, y hasta algunos le desprecian; la mayor parte nos presentamos en las iglesias, lugar tan sagrado, sin reverencia sin amor de Dios, hasta sin saber para qué vamos allí. Unos tienen ocupado su corazón y su mente en mil cosas terrenas o tal vez criminales; otros están allí can disgusta y fastidio; otros hay que apenas si doblan la rodilla en las momentos en que un Dios derrama su sangre preciosa para perdonar sus pecados; finalmente, otros, aun no se ha retirado el sacerdote del altar, ya están fuera del templo. Dios mío, cuán poco os aman vuestras hijos, mejor dicho, cuanto os desprecian. En efecto, ¿cuál es el espíritu de ligereza y disipación que dejéis de. mostrar en la iglesia? Unos duermen, otros hablan, y casi ninguno hay que se ocupe en lo que allí debería ocuparse.
2.° Digo que habiendo sido los hombres criados por Dios y enriquecidos sin cesar por su mano con los más abundantes favores, debemos todos testificarle nuestra agradecimiento, y a la vez afligirnos por haberle ultrajado. Nuestra conducta debe ser la de un amigo que se entristece por las desgracias que a su amigo sobrevienen: a esto se llama mostrar una amistad sincera. Sin embargo, por favores que haya podido prestar un amigo, nunca hará lo que Dios ha hecho por nosotros. - Pero, me diréis, ¿quiénes deben, al parecer de usted, sentir un amor más intenso y más ardiente a la vista de los ultrajes que Jesucristo recibe de los malos cristianos? - Es indudable que todos han de afligirse por los desprecios de que es objeto, todos han de procurar desagraviarle; mas entre los cristianos hay algunos que están obligados a ello de un modo especial, y san los que tienen la dicha de pertenecer a la cofradía del Santísimo Sacramento. He dicho: «Que tienen la dicha». ¿Habrá otra mayor que la de ser escogidas para desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que recibe en el Sacramento de su amor? No os quepa duda; vosotros, como cofrades, estáis obligados a llevar una vida mucho más perfecta que el común de los cristianos. Vuestros pecados son mucho más sensibles a Dios Nuestro Señor. No es bastante can llevar un cirio en la mano, para dar a entender que somos cantados entre los escogidos de Dios; es preciso que nuestro comportamiento nos singularice, como el cirio nos distingue de los que no lo llevan. ¿Por qué llevamos esos cirios que brillan, si no es para indican que nuestra vida debe ser un modelo de virtud, para mostrar que consideramos como una gloria el ser hijos de Dios y que estamos prestos a dar la vida por defender los intereses de Aquel a quien nos hemos consagrado perpetuamente? Sí, esforzarse en adornar las iglesias y los altares es dar, ciertamente, señales exteriores muy buenas y laudables; pero no hay, bastante. Los bethsamitas, cuando el arca del Señor pasó por su tierra, dieron muestras del mayor celo y diligencia; en cuanto la divisaron, salió el pueblo en masa para precederla; todos se ocuparon diligentemente en preparar la leña para ofrecer los sacrificios. Sin embargo, cincuenta mil hubieron de morir, por no haber guardado bastante respeto (1 Reg., VI.). ¡Cuánto ha de hacernos temblar este ejemplo! ¿Que objetos guardaba aquella arca?. Un poco de maná, las tablas de la Ley; y porque los que a ella se acercan no están bien penetrados de su presencia, el Señor los hiere de muerte. Pero, decidme, ¿quiénes de los que reflexionen tan sólo por un momento sobre la presencia de Jesucristo, no quedarán sobrecogidos de temor? ¡Cuántos desgraciados forman parte del cortejo del Salvador, con un corazón lleno de culpas! ¡Ah, infeliz!, en vano doblarás la rodilla, mientras un Dios se yergue para bendecir a su pueblo; sus penetrantes miradas no dejarán por eso de ver los horrores que cobija tu corazón. Mas, si nuestra alma está pura, entonces podremos figurarnos que vamos en pos de Jesucristo como en pos de un gran rey, que sale de la capital de su reino para recibir los homenajes de sus súbditos y colmarlos de favores.
Leemos en el Evangelio que aquellos dos discípulos que iban a Emmaús andaban en compañía del Salvador sin conocerle; y cuando le hubieron reconocido, desapareció. Enajenados por su dicha, decíanse el uno al otro: «Cómo se explica que no le hayamos reconocido, ¿Acaso nuestros corazones no se sentían inflamados de amor cuando nos hablaba explicándonos las Escrituras?» (Luc., XXIV, 13-32.) . Mil veces más dichosos que aquellas discípulos somos nosotros, va que ellos iban en compañía de Jesucristo sin conocerle, mas nosotros sabemos que quien marcha en nuestra compañía presidiéndonos, es nuestro Dios y Salvador, el cual va a hablar al fondo de nuestro corazón, en donde infundirá una infinidad de buenos pensamientos y santas inspiraciones. «Hijo mío, te dirá, ¿por qué no quieres amarme? ¿Por qué no dejas ese maldito pecado que levanta una muralla de separación entre ambos? ¡Ah!, hijo mío, aquí tienes el perdón, ¿quieres arrepentirte?» Pero ¿qué le responde el pecador? «No, no, Señor, prefiero vivir bajo la tiranía del demonio y ser reprobado, a imploraros perdón.»
Mas, me dirá alguno, nosotros no decimos esto al Señor. - Pero ya replica que se lo, decís repetidamente, o sea, cada vez que Dios os inspira el pensamiento de convertiros. ¡Ah, desgraciado! día vendrá en que pedirás lo que hoy rehúsas, y entonces tal vez no te será concedido. Es muy cierto, que si tuviésemos la dicha de que Dios se nos hiciese visible, como ha acontecido a muchos santos, ya en la figura de un niño en el pesebre, ya traspasado por los clavos en la cruz, sentiríamos hacia Él mayor respeta y amor; pera esto no lo merecemos, y si nos aconteciese un caso semejante nos creeríamos ya santos, lo cual sería un motivo de orgullo. Mas, aunque Dios no nos otorgue esta gracia, no deja por ello de estar presente, y presto a concedernos cuanto le pidamos.
Refiérese en la historia que, dudando un sacerdote de esta verdad, después de haber pronunciado las palabras de la consagración: «¿Cómo es posible, decía entre sí, que las palabras de un hombre abren tan gran milagro?» Mas Jesucristo, para echarle en cara su poca fe, hizo que la santa Hostia sudase sangre en abundancia, hasta el punto que fué preciso recoger ésta con una cuchara (Las maravillas divinas en la Santa Eucaristía, por el P. Rossignoli, S. J., CXIII. maravilla.). Y el mismo autor nos refiere también que un día se pegó fuego a una capilla, y ardió toda la construcción hasta quedar destruída; mas la santa Hostia quedó suspendida en el aire sin apoyarse en ninguna parte. Habiendo acudido un sacerdote para recibirla en un vaso, vino en seguida ella misma a posarse allí...( Es el milagro de las sagradas Hostias de Faverney; en la diócesis de Besançon, ocurrido el día 26 de mayo de 1608. Cfr. Monseñor de Segur, en La Francia al Pie del Santísimo Sacramento, XV.).
Si amásemos a Dios, sería para nosotros una gran alegría, una gran dicha el venir todas los domingos al templo a emplear algunos momentos en adorarle y pedirle perdón de los pecados; miraríamos aquellos instantes como los más deliciosos de nuestra vida. ¡Cuán consoladores y suaves son los momentos pasados con este Dios de bondad! ¿Estás dominado por la tristeza?, ven un momento a echarte a sus plantas, y quedarás consolado. ¿Eres despreciado del mundo?, ven aquí,  y hallarás un amigo que jamás quebrantará la fidelidad. ¿Te sientes tentado?, aquí es donde vas a hallar las armas más seguras y terribles para vencer a tu enemigo. ¿Temes el juicio formidable que a tantos santos ha hecho temblar?, aprovéchate del tiempo en que tu Dios es Dios de misericordia y en que tan fácil es conseguir el perdón. ¿Estás oprimido por la pobreza?, ven aquí, donde hallarás a un Dios inmensamente rico, que te dirá que todos sus bienes son tuyos, no en este inundo sino en el otro: Allí es donde te preparo riquezas infinitas; anda, desprecia esos bienes perecederos y en cambio obtendrás otros que nunca te habrán de faltar. ¿Queremos comenzar a gozar de la felicidad de los santos ?, acudamos aquí y saborearemos tan venturosas primicias.
¡Cuán dulce es gozar de los castos abrazos del Salvador! ¿No habéis experimentado jamás una tal delicia? Si hubieseis disfrutado de semejante placer, no sabríais aveniros a veros privados de él. No nos admire, pues, que tantas almas santas hayan pasado toda su vida, día y noche, en la casa de Dios, no sabiendo apartarse de su presencia.
Leemos en la historia que un santo sacerdote hallaba tal delicia y consuelo en el recinto de los templos, que hasta se acostaba sobre las gradas del altar, para que, al despertarse, le cupiese la dicha de hallarse junto a su Dios; y Dios, para recompensarle, permitió que ni muriese al pie del altar. Mirad a San Luis: durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba al pie de los altares, junto a la dulce presencia del Salvador. ¿Por qué, pues, sentimos nosotros tanta indiferencia y fastidio al venir aquí? Es que nunca hemos disfrutado de tan deliciosos momentos?
¿Qué debemos sacar de todo esto?, vedlo aquí. Hemos de tener como uno de los instantes más felices de nuestra vida aquel en que nos es dado estar en compañía de tan buen amigo. Formemos en su cortejo con santo temor; como pecadores, pidámosle, con dolor y lágrimas en las ojos, perdón de nuestros pecados, y podemos estar ciertos de que lo alcanzaremos... Si nos hemos reconciliado, imploremos el don precioso de la perseverancia. Digámosle formalmente que preferimos mil veces morir antes que volver a ofenderle. Mientras no améis a vuestro Dios, jamás vais a quedar satisfechos: todo os agobiará, todo os fastidiará; mas, en cuanto le améis, comenzaréis una vida dichosa; y en ella podréis esperar tranquilamente la muerte! ... ¡Aquella muerte feliz, que nos juntará a nuestro Dios!... ¡Ah, dulce felicidad!, ¿cuándo llegarás?... ¡Cuán largo es el tiempo de espera!, ¡ven!, ¡tú nos procurarás el mayor de todos los bienes, o sea la posesión del mismo Dios!....

SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE LA SANTA MISA
 In omni loco sacrificatur el offertur nomini
 meo oblatio munda.
En todas partes es sacrificada y ofrecida en mi nombre
una oblación pura.
  (Malaquías, I, II.)

Es innegable que el hombre, como criatura, debe a Dios el homenaje de todo su ser, y, como pecador, le debe una víctima de expiación; por esto en la antigua ley todos los días, en el templo, era ofrecida a Dios tanta multitud de víctimas. Alas aquellas víctimas no podían satisfacer enteramente por nuestras deudas delante de Dios; era necesaria otra víctima más santa y más pura, la cual había de continuar sacrificándose hasta el fin del mundo, víctima que había de ser capaz de pagar lo que nosotros debemos a Dios: Esta santa víctima es el mismo Jesucristo, Dios como su Padre y hombre como nosotros. Todos los días se ofrece en nuestros altares, como se ofreció en el Calvario y, por esta oblación pura y sin mancha, rinde a Dios los honores que le son debidos, y satisface, por el hombre, todo lo que éste debe a su Criador; se inmola cada día, a fin de reconocer el soberano dominio que Dios tiene sobre sus criaturas, quedando así plenamente reparado el ultraje que el pecado infiere a Dios Nuestro Señor. Ejerciendo Jesucristo de mediador entre Dios y los hombres, nos alcanza, por este sacrificio, cuantas gracias nos son necesarias; y habiéndose hecho al mismo tiempo víctima de acción de gracias, tributa Dios por los hombres todo el reconocimiento que ellos le deben. Mas, para hacernos participantes de todas estas ventajas, es preciso que pongamos algo de nuestra parte. Con el fin de haceros sentir mejor todo este, intentaré ahora exponeros lo más claramente posible: 1.º La gran dicha de que somos participantes al asistir a la santa Misa; 2.° Las disposiciones con que a la misma hemos de asistir; 3.° Como asisten a ella la mayor parte de los cristianos.
No quiero detenerme en la explicación de lo que significan los ornamentos con que el sacerdote se reviste; creo que todos, o la mayor parte de vosotros, lo sabéis. Cuando el sacerdote se dirige a la sacristía para revestirse, representa a Jesucristo bajando del cielo para encarnarse en el seno de la Santísima Virgen, tomando un cuerpo como el nuestro, para sacrificarlo a su Padre por nuestros pecados. Al tomar el amito, que es aquella tela blanca que se pone sobre sus hombros, se nos representa el momento en que los Judíos vendaron a Jesús los ojos, dándole golpes y diciéndole: «Adivina quién te ha pegado». El alba recuerda la vestidura blanca que por burla le mandó poner Herodes al devolverlo a Pilatos. El cíngulo representa las, cuerdas con que le ataron en el huerto de los Olivos y los azotes con que desgarraron sus carnes. El manípulo, que lleva el sacerdote en el brazo izquierdo, nos representa las cuerdas con que fue atado Jesús en la columna al ser azotado; se pone el manípulo en el brazo izquierdo por ser el más cercano al corazón, lo cual nos muestra el exceso del amor de Jesús, a impulsos del cual sufrió, por nuestros pecados, aquella cruel flagelación. La estola nos recuerda la soga que le echaron al cuello al cargarle la cruz a cuestas. La casulla representa el vestido de púrpura, y la túnica inconsútil sobre la cual echaron suertes.
El Introito representa el ardiente deseo que los patriarcas tenían de la venida del Mesías, y por esto se repite dos veces. Guando el sacerdote reza el Confiteor, se nos representa a Jesucristo cargando con nuestros pecados a fin de satisfacer a la justicia de Dios Padre (El santo autor ha sacado la mayor parte del sermón de Rodríguez, Tratado VI., cap. XV.). El Kyrie eleison que quiere decir: «Señor, tened piedad de nosotros», representa el miserable estado en que nos hallábamos antes de la venida de Jesucristo. No detallemos más. La Epístola significa la doctrina del Antiguo Testamento; el Gradual significa la penitencia que hicieron los judíos después de la predicación del Bautista; el Aleluya nos representa la alegría de un alma que ha alcanzado la gracia; el Evangelio nos recuerda la doctrina de Jesucristo. Los diferentes signos de la cruz que se hacen sobre el cáliz y sobre la hostia, nos recuerdan todos los sufrimientos que Jesucristo hubo de experimentar durante el curso de su Pasión. Quizá otra vez insistiré sobre este punto.
I. Antes de mostraros la manera cómo debéis oír la santa Misa, he de deciros dos palabras sobre lo que se entiende por santo sacrificio de la Misa. Sabéis ya que el santo sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la cruz que fué ofrecido allá en el Calvario el Viernes Santo. Toda la diferencia está en que, cuando Jesucristo se inmoló sobre el Calvario, aquel sacrificio era visible, es decir, se presenciaba con los ojos del cuerpo; Jesucristo fué inmolado a suPadre, por manos de sus verdugos, y derramó su sangre; por esto se le llama sacrificio Cruento: lo cual quiere decir que la sangre manaba de sus venas y se la veía correr hasta el suelo. Mas, en la santa Misa, Jesucristo se ofrece a su Padre de una manera invisible; es decir, tal inmolación la vemos con los ojos del alma pero no con los del cuerpo. Ved, en resumen, lo que es el santo sacrificio de la Misa. Mas, para daros una idea de la grandeza y excelsitud del mérito de la santa Misa, me bastará deciros, con San Juan Crisóstomo, que la santa Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellas derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos. Si me pedís la razón de esto, ella no puede ser más clara: todos estos actos son realizados por pecadores más o menos culpables; mientras que en el santo sacrificio de la Misa es el Hombre - Dios, igual al Padre, quien le ofrece los méritos de su pasión y muerte. Ya veis, pues, según esto, que la santa Misa es de un valor infinito. Por eso hallamos en el Evangelio que, en el momento de la muerte del Salvador, se obraron muchas conversiones: el buen ladrón recibió allí la seguridad de entrar en el paraíso, muchos judíos se convirtieron y los gentiles golpeábanse el pecho reconociéndolo por verdadero Hijo de Dios. Resucitaron los muertos, se abrieran las peñas y la tierra tembló.
Si acertásemos a asistir a la santa Misa con toda suerte de buenas disposiciones, aunque tuviésemes la desgracia de ser tan obstinados como los judíos, más ciegos que los gentiles, más duros que las rocas que se abrieron, es certísimo que alcanzaríamos nuestra conversión. En efecto, nos dice San Juan Crisóstomo que no hay momentos tan preciosos para tratar con Dios de la salvación de nuestra alma, como aquellos instantes en que se celebra la santa Misa, en la que el mismo Jesucristo se ofrece en sacrificio a Dios Padre, para obtenernos toda suerte de gracias y bendiciones. «¿Estamos afligidos, dice aquel gran Santo, pues hallaremos en la Misa toda suerte de consuelos. ¿Nos agobian las tentaciones? vayamos a oír la santa Misa, y allí hallaremos la manera de vencer al demonio.» Y, de paso, voy a citaros un ejemplo. Refiere el Papa Pío II que un caballero de la provincia de Ostia estaba continuamente atormentado por una tentación de desesperación que le inducía a ahorcarse, lo cual había intentado Ya varias veces. Habiendo ido a entrevistarse con un santo religioso para exponerle el estado de su alma y pedirle consejo, el siervo de Dios, después de haberle consolado y fortalecido lo mejor que pudo, aconsejóle, que tuviese en su casa un sacerdote que celebrase allí todos los días la santa Misa. Díjole el caballero que lo haría gustosamente. Al mismo tiempo fué a recluirse en un castillo de su propiedad; allí un sacerdote celebraba lodos los días la santa Misa, que el caballero oía con la mayor devoción. Después de haber permanecido allí por algún tiempo con gran tranquilidad de espíritu un día el sacerdote le pidió permiso para ir a decir la Misa en una iglesia vecina en la que se celebraba una festividad extraordinaria; el caballero no tuvo en ello inconveniente, pues se proponía ir también allí a oír la santa Misa. Mas una ocupaciónimprevista le retuvo, sin que de ello se diese cuenta, hasta el mediodía. Entonces, lleno de espanto por haber perdido la santa Misa, cosa que no le acontecía nunca, y sintiéndose otra vez atormentado por su antigua tentación, salió de su casa, y encontrose con un lugareño que le preguntó donde iba. «Voy, dijo el caballero, a oír la santa Misa.» «Es ya demasiado tarde, respondió aquel hombre, pues están todas celebradas.» Fueaquélla una noticia muy cruel para el caballero, quien se puso a dar voces, diciendo: «¡Ay!, estoy perdido, pues se me escapó la santa Misa». Él lugareño, que era amigo del dinero, al verle en aquel estado, le dijo: «Si queréis, os venderé la Misa que he oído y todo el fruto que de ella he sacado». El otro, sin reflexionar siquiera, lleno de pesar como estaba por haber faltado a la santa Misa contesto: «Pues sí, aquí tenéis mi capa». Aquel hombre no podía venderle la santa Misa sin cometer un grave pecado. Al separarse, el caballero no dejó, sin embargo, de proseguir su camino hacia la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al volverse a su casa, después de sus prácticas piadosas, halló a aquel pobre paisano colgado de un árbol en el mismo lugar donde le había aceptado su capa. Nuestra Señor, en castigo de su avaricia, permitió que la tentación del caballero pasase al avaro. Movido por un tal espectáculo, aquel caballero dió gracias a Dios durante toda su vida, por haberle librado de un tan grande castigo, y no dejó nunca de asistir a la santa Misa a fin de agradecer a Dios tantas bondades. A la hora de la muerte confesó que desde que asistía diariamente a la santa Misa el demonio había dejado de inducirle a la desesperación (Cfr. P.Rossignoli, Maravillas divinas en la Sagrada Eucaristía, maravilla LXIII.ª).
Pues bien, ¿tiene razón San Juan Crisóstomo al decirnos que, si somos tentados, procuremos oír devotamente la santa Misa, con la cual alcanzaremos la seguridad de que Dios nos librará de la tentación? Si tuviésemos la debida fe, la santa Misa sería para nosotros un remedio para cuantos males nos pudiesen agobiar durante nuestra vida. ¿No es, en efecto, Jesucristo, nuestro médico de cuerpo y alma ?...
II.- Hemos dicho que la santa Misa es el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, el cual no se ofrece a los ángeles ni a los santos, sino solamente a Dios. Sabéis ya que el santa sacrificio de la Misa fué instituido el jueves Santo, al tomar Jesús el pan y transformarlo en su Cuerpo y al tornar el vino y convertirlo en su Sangre. Fué entonces cuando dió a los apóstoles y a todos sus sucesores el poder de hacer lo mismo; a lo cual llamamos nosotros sacramento del Orden. La santa Misa se compendia en las palabras de la Consagración; y sabéis ya que los ministros de la misma son los sacerdotes y el pueblo
(En el santo sacrificio de la Misa, Jesucristo es el Sumo sacerdote y el ministro principal.
El celebrante es verdaderamente sacerdote y ministro del sacrificio. A este fin fué llamado y ordenado; de Jesucristo ha recibido la potestad. Es el ministro de Jesucristo y ocupa el lugar del Salvador. Ofrece, pues, el sacrificio por la acción y el ministerio ajenos a su persona. Lo ofrece sin que tenga verdadera necesidad de los asistentes.
Los fieles no son estrictamenente los ministros del sacrificio. Si alguna vez se los llama ministros oferentes del sacrificio, es hablando en sentido lato, ya que no lo ofrecen por sí mismos, sino por el ministerio del sacerdote.) que tiene la dicha de asistir a ella, si une su intención con la del celebrante; de lo cual concluyo, que la mejor manera de oír la santa Misa es unirse al sacerdote en todo lo que él reza, y seguirle, en cuanto sea posible, en todas sus acciones, y procurar encenderse en los más vivos sentimientos de amor y agradecimiento: éste es el método más recomendable.
En el santo sacrificio de la Misa podemos distinguir tres partes: la primera comprende desde el principio hasta el Ofertorio; la segunda, desde el Ofertorio hasta la Consagración; la tercera, desde la Consagración hasta el fin. Debo advertiros que, si nos distrajésemos voluntariamente durante una de estas tres partes, pecaríamos mortalmente (Esta aserción del santo cura de Ars es muy severa. Los fieles no han de ser tratados mas rigurosamente que los sacerdotes. Y los sacerdotes son acusados de pecado mortal si se hacen culpables de una distracción voluntaria durante la Consagración.); lo cual debe inducirnos a tomar la precaución de evitar que nuestro espíritu divague fijándose en cosas ajenas al santo sacrificio de la Misa. Digo que, desde el comienzo hasta el Ofertorio, hemos de portarnos como penitentes penetrados del más vivo dolor de los Pecados. Desde el Ofertorio hasta la Consagración debemos de portarnos como ministros que van a ofrecer Jesucristo a Dios Padre, y sacrificarle todo cuanto somos: esto es, ofrecerle nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestros bienes, nuestra vida y hasta nuestra eternidad. Desde la Consagración, hemos de considerarnos como personas que han de participar del Cuerpo adorable y de la Sangre preciosa de Jesucristo y: por consiguiente, hemos de poner todo nuestro esfuerzo en hacernos dignos de tanta dicha.
Para que lo comprendáis mejor, voy a proponeros tres ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, los cuales os mostrarán la manera cómo habéis de oir la santa Misa: es decir, en qué cosas debéis ocuparos en aquellos momentos tan preciosos para quien acierta a comprender todo su valor. El primero es el del Publicarlo, y en el cual aprenderéis lo que debéis hacer al principio de la santa Misa. El segundo es el del buen ladrón, que os enseñará cómo debéis portaros durante la Consagración. El tercero es el del centurión, que os dará la norma para el tiempo de la Comunión.
Hemos dicho, primeramente, que el publicano nos enseña el comportamiento que hemos de observar al comienzo de la santa Misa, acto tan agradable a Dios y tan poderoso para conseguir toda suerte de gracias. No hemos de esperar, pues, para prepararnos, haber entrada ya en la iglesia. Un buen cristiano comienza ya a prepararse al abandonar el lecho, haciendo que su espíritu no se ocupe en otra cosa que en lo que se relaciona can tan alta ceremonia. Hemos de representarnos a Jesucristo en el huerto de los Olivos, prosternado, con la faz en tierra, preparándose al sangriento sacrificio, del cual va a ser víctima en el Calvario; así como hemos de tener también presente la grandeza de su caridad, que llegó hasta a decidirle a aceptar para sí el castigo que debíamos nosotros sufrir por toda una eternidad. En los primeros tiempos de la Iglesia, todos los cristianos iban a Misa en ayunas (Porque acostumbraban a comulgar en la Misa.). Conviene que, durante la madrugada, impidáis que vuestro espíritu se ocupe en negocios temporales, teniendo presente que, después de haber trabajado toda la semana para vuestro cuerpo, es muy justo que concedáis este día a los negocios del alma y a pedir a Dios la remisión de vuestros pecados. Al ir a la iglesia, procurad no conversar con nadie; pensad que seguís a Jesucristo llevando la cruz hacia el Calvario, donde va a morir para salvarnos. Antes de la santa Misa, debemos destinar unos instantes al recogimiento, a llorar nuestros pecados y a pedir a Dios perdón de ellos, a examinar las gracias de que estamos más necesitados, a fin de pedírselas durante la Misa...
Al entrar en el templo, penetraos de la gran dicha que os cabe, mediante un acto de la más viva fe, y par un acto de contrición y arrepentimiento de vuestros pecados, los cuales os hacen indignos de acercaros a un Dios tan santo y excelso. En aquel momento, pensad en las disposiciones del publicano cuando entró en el templo para ofrecer a Dios el sacrificio de su oración. Escuchad lo que nos dice San Lucas: «El publicano, se mantenía a la entrada del templo; con la mirada fija en el suelo, sin atreverse a dirigirla al altar, golpeándose el pecha y diciendo a Dios: Señor, tened piedad de mí, que soy un gran pecador» (Luc., XVIII, 13. ). Ya veis, pues, que no entró con un aire arrogante y altanero, como lo hacen muchos cristianos; «los cuales parece, según dice el profeta Isaías, que quieren acercarse a Dios cual si fuesen personas que nada tienen en su conciencia que pueda humillarlos delante de su Criador» (Isaías, LVIII, 2.). En efecto, fijaos en la manera de entrar de esos cristianos, los
cuales tienen quizá más pecados en la conciencia que cabellos en la cabeza; los veréis entrar con un aire altanero, o mejor, con una actitud que casi es de desprecio para la presencia de Dios. Toman el agua bendita de la misma manera que tomarían agua para lavarse al volver del trabajo; lo hacen sin devoción y, la mayor parte, sin pensar que el agua bendita, tomada con reverencia, nos borra los pecados veniales y nos dispone a oir bien la santa Misa. Mirad ahora al publicano: teniéndose por indigno de entrar en el templo, va a colocarse en el rincón más obscuro de su recinto; tan confuso se halla bajo el peso de sus pecados, que ni tan sólo se atreve a levantar al cielo sus ojos. Cuán diferente, pues, de aquellos cristianos de nombre, que nunca se hallan bastante cómodos, que únicamente sobre el asiento se arrodillan, que apenas inclinan la cabeza a la Elevación, que se sientan sin muestra alguna de corrección, y frecuentemente con las piernas cruzadas. Y nada digo de aquellas personas que deberían venir a la iglesia, para llorar sus pecados, y se presentan aquí sólo para insultar con sus ostentaciones vanidosas a un Dios humillado y despreciado, sin pensar más que en atraer las miradas de la gente, obien para avivar el fuego de sus criminales pasiones. ¡Oh, Dios mío!, ¿quién se atreverá a asistir a la Misa con semejantes disposiciones? Mas nuestro publicano, nos dice San Agustín, golpea su pecho, para manifestar a Dios el pesar que experimenta de haberle ofendido» (Homilía sobre el evangelio de la dominica X. después de Pentecostés.). ¡Cuántas gracias, cuántos bienes alcanzaríamos los cristianos, si procurásemos asistir a la Misa con las disposiciones del publicano! ¡Regresaríamos tan cargados de riquezas celestes, como las abejas van cargadas de néctar al volver de un florido vergel! Si el Señor nos hiciese la gracia de que al comenzar la Misa estuviésemos bien penetrados de la grandeza de Jesucristo ante quien estamos, y del peso de nuestros pecados, ¡cuán pronto alcanzaríamos el perdón y la gracia de perseverar!
Sobre todo, debemos excitar en nosotros durante la Santa Misa grandes sentimientos de humildad, esto es lo que debe sugerirnos el ver al sacerdote bajando del altar para rezar el Confiteor, profundamente inclinado, él, que ocupando el lugar de Jesucristo, parece recibir sobre sus hombros todos los pecados de sus feligreses. ¡Ay!, si el Señor nos hiciese comprender de una vez lo que es la santa Misa, ¡cuántas gracias poseeríamos, de que ahora carecemos! ¡De cuántos peligros quedaríamos exentos si tuviésemos gran devoción al oir la Santa Misa! Y para convenceros de ella voy a citaros un ejemplo, en el cual veréis cómo Dios protege de una manera visible a los que tienen la dicha de asistir a la Misa con devoción.
Leemos en la historia que Santa Isabel, reina de Portugal, sobrina de Santa Isabel, reina de Hungría, era tan caritativa con los pobres que, con todo y tener mandado a su limosnero que no denegase nada, les hacía ella, de su propia mano o valiéndose de sus servidores, continuas, limosnas. Solía, servirse, ordinariamente, de un paje en el que había notado una gran piedad; mas habiendo otro paje observado aquella preferencia, tuvo celos de su compañero llovido de aquella pasión, fuése a hablar al rey, diciéndole que cierto paje sostenía relaciones ilícitas con la reina. El rey, sin ulteriores indagaciones, resolvió al momento deshacerse de aquel paje lo más secretamente posible. Sucedió que el rey acertó a pasar delante de un horno de cal, encendido, y llamando a los trabajadores encargados de vigilar el horno, les dijo que, al día siguiente por la mañana, les enviaría un paje que había incurrido en su desagrado, el cual les preguntaría si habían ejecutado las órdenes del rey; al tal, debían prenderle y arrojarle en seguida al horno. Dicho esto, regresó a su palacio, y al momento encargó al paje de la reina que, al día siguiente a primera hora, cumpliese la comisión que ya sabemos. Mas ahora veréis cómo Dios jamás abandona a los que le aman. Quiso Dios que, en el camino que seguía para ir al horno, se hallase una iglesia, y que al tiempo de pasar oyese el paje la campana que señalaba la hora de la Elevación. Entró allí para adorar a Jesucristo y oír lo restante de la Misa que se celebraba. Comenzó otra Misa, y se quedó a oirla también. Mas el rey, que estaba impaciente por saber si se habían ejecutado sus órdenes, envió a su paje para preguntar a aquella gente si habían cumplido lo que les encargara. Como aquél fué el primero en llegar, le cogieron y le echaron al fuego. El otro, terminadas sus devociones, fuése a cumplir la comisión, y preguntó a aquellos trabajadores si habían hecho lo que les ordenó el rey. Le contestaron afirmativamente. Volvióse a dar la respuesta al rey el cual quedó altamente sorprendido al verle llegar. Lleno de furor, por haber salido la combinación al revés de lo que deseaba, preguntó al paje dónde se había detenido tanto tiempo... El paje le respondió que, acertando a pasar delante de una iglesia, mientras se dirigía al lugar a donde le había mandado, oyó la campanilla que señalaba la Elevación, lo cual le indujo a entrar y quedarse hasta el fin de la Misa; después de aquélla salió otra y después una tercera, que él se detuvo también a oir; con lo cual seguía un consejo que le dió su padre antes de morir, después de haberle dado su bendición, recomendándole que nunca dejase una Misa comenzada sin esperar a que ella hubiese terminado, ya que tal práctica nos atraía muchas gracias y nos libraba de muchas desgracias. Entonces el rey, reflexionando, comprendió muy bien que aquello había ocurrido por justo juicio de Dios; que la reina era inocente y el paje un santo; y que el otro, al acusar, había obrado por envidia. Ya veis, pues, cómo, a no ser por su devoción, aquel hombre habría muerto quemado, y cómo el Señor, al inspirarle que se detuviera en el templo, le había librado de la muerte; mientras que el otro, falto de devoción a la Sagrada Eucaristía, fué arrojado al fuego.
Nos dice Santo Tomás que un día, durante la santa Misa, vió a Jesucristo con las manos llenas de tesoros, buscando a quién repartirlos, y que, si acertásemos a asistir con frecuencia y devoción a la santa Misa, alcanzaríamos muchas y mayores gracias que las que poseemos, ya en el orden espiritual ya en el temporal.
2.ºEn segundo lugar, os he dicho que el buen ladrón nos instruiría acerca de la manera como hemos de portarnos durante los momentos de la Consagración y Elevación de la Sagrada Hostia, momentos en los cuales hemos de ofrecernos a Dios junto con Jesucristo, teniéndonos por participantes de aquel augusto misterio. Mirad cómo se porta aquel feliz penitente en la hora misma de su ejecución; ¿no veis cómo abre los ojos del alma para reconocer a su libertador?. Pero ved también los progresos que hace durante las tres horas que pasa en compañía del Salvador agonizante. Está amarrado a la cruz, sólo le quedan libres el corazón y la lengua, y ved con qué diligencia ofrece uno y otro a Jesucristo: le hace entrega de todo lo que tiene, le consagra su corazón por la fe y la esperanza, le pide humildemente un lugar en el paraíso, es decir, en su reino eterno. Le consagra su lengua, publicando su inocencia y santidad. A su compañero de suplicio le habla de esta manera: «Es justo que a nosotros se nos castigue: pera Él es inocente» (Luc.. XXIII, 41.). En la hora en que los demás se entretienen ultrajando a Jesucristo con las más horribles blasfemias, él se convierte en su panegirista; mientras sus discípulos le abandonan, él abraza su partido; y su caridad es tan grande, que no omite esfuerzo alguno por convertir a su compañero. No nos admire el ver tanta virtud en este buen ladrón, puesto que nada hay tan a propósito para mover nuestro corazón como la vista de Jesucristo agonizante; no hay momento en que se nos conceda la gracia con tanta abundancia, y, sin embargo, somos testigos de tal acontecimiento todos los días. ¡Ay!, si en el feliz momento de la Consagración tuviésemos la dicha de estar animados de una viva fe, una sola Misa bastaría para librarnos de los vicios en que estamos enredados y convertirnos en verdaderos penitentes, es decir, en perfectos cristianos.
¿De dónde viene, pues, me diréis, que, asistiendo a tantas Misas, continuemos siendo siempre los mismos? Ello proviene de que sólo estamos presentes corporalmente, mas nuestro espíritu está en otra parte, con lo cual no hacemos otra cosa que completar nuestra reprobación a causa de las malas disposiciones con que asistimos á tan santa ceremonia. ¡Ay!, ¡cuántas Misas mal oídas, que, en vez de asegurarnos nuestra salvación, nos endurecen más y más! Hiabiéndose aparecido Jesucristo a Santa Matilde, le dijo: «Has de saber, hija mía, que los santos asistirán a la muerte de todos aquellos que habrán oído con devoción la santa Misa para ayudarlos a morir bien, para defenderlos de las tentaciones del demonio y para presentar sus almas a mi Padre». ¡Qué dicha la nuestra, la de ser asistidos, en aquellos temibles instantes, por tantos santos cuantas sean las Misas que habremos oído bien!...
No temamos jamás que la santa Misa nos cause perjuicio en nuestros negocios temporales; antes al contrario, hemos de estar seguros de que todo andará mejor y de que nuestros negocios alcanzarán mejor éxito. Y aquí veréis un admirable ejemplo. Cuéntase de dos artesanos de un mismo oficio y que vivían en un mismo barrio, que uno de ellos, estando cargado de hijos, no dejaba nunca de oír la santa Misa y vivía muy hólgadamente en su oficio; el otro, en cambio, que no tenía hijos..., trabajaba todo el día, parte de la noche y frecuentemente hasta el santo día del domingo, y apenas podía vivir. Al ver que los negocios de su compañero salían siempre coronados por el éxito, preguntóle un día cómo se las componía para sacar lo necesario con que mantener a una familia tan numerosa, cuando él, que no tenía más que a su mujer y no cesaba en su trabajo, se hallaba a veces en la más completa indigencia. El otro le contestó que, si así lo deseaba, al día siguiente le mostraría dónde se hallaba la fuente de sus ganancias. El desgraciado artesano quedó tan contento con aquella proposición, que esperaba con impaciencia la llegada del día siguiente, día en que iba a aprender la manera de lograr fortuna. En efecto, el compañero no faltó a buscarle. Vedle saliendo de su casa contento y siguiendo confiadamente al compañero. Este le condujo a la iglesia, en donde oyeron la santa Misa. Al regresar del templo, «Amigo mío, le dijo el que vivía holgadamente, vuelve a tu trabajo». Al día siguiente hicieron lo mismo, mas, al ir a buscarle por tercera vez para el mismo objeto, «¡hombre!, dijo el otro, si quiero ir a Misa, sé muy bien el camino sin que tengáis que molestaros en acompañarme; no es esto lo que quería saber, sino el lugar donde hallabais lo que os ayuda a vivir tan regaladamente, para ver si, haciendo lo que vos hacéis, sacaba también yo mi provecho. - :Amigo, le contestó el otro, no conozco otro lugar que la iglesia, ni otra manera de prosperar que oyendo todos los días la santa Misa; y, por lo que a mí toca, os aseguro no haber empleado otros medios para alcanzar el bienestar que tanto os admira. ¿No recordáis, en efecto, lo que nos aconseja Jesucristo en el Evangelio, que busquemos primero el reino de los cielos, y lo demás se nos dará por añadidura ?» Estas palabras hicieron comprender a aquel hombre el propósito de su compañero al acompañarle a la santa Misa. «Pues bien, tenéis razón, dijo: el que cuenta solamente con su trabajo, es un ciego, y veo muy bien que nunca la santa Misa arruinará a nadie. La prueba me la proporcionáis vos. En adelante, quiero imitaros, y confío en que Dios me concederá su bendición.» En efecto, al día siguiente comenzó la nueva regla de vida, y continuó así el resto de sus días; y sus negocios prosperaron en poco tiempo-. Cuando le preguntaban por qué no trabajaba los domingos, ni durante la noche, como en otro tiempo; de dónde venía que asistiese todos los días a la santa Misa y que se enriqueciese cada vez más; contestaba de esta manera: «He seguido el consejo de mi vecino; id a preguntárselo, y él os enseñará la manera de vivir prósperamente sin trabajar más de lo ordinario, con sólo oir la santa Misa todos los días».
Tal vez esto os extrañe, mas a mí no. Esto es lo que vemos todos los días en los hogares donde hay verdadera piedad y devoción: los negocios de los que asisten con frecuencia a la santa Misa prosperan mucho más que los de quienes dejan de asistir por falta de fe o por pensar que no van a tener tiempo. ¡Ay! ¡Cuánto más felices seríamos, si depositáramos en Dios toda nuestra confianza y tuviésemos en nada nuestro trabajo!- Pero, me diréis tal- vez, si no tenemos nada, nadie nos da aquello de que carecemos. - Y ¿qué queréis que os dé Dios, si no contáis con Él por nada, confiando solamente en vuestro esfuerzo? Ni tan, sólo procuráis que os quede tiempo para vuestras oraciones de la mañana y de la noche, y os contentáis con asistir a la santa Misa una vez por semana. ¡Ay!, no conocéis los recursos con que la providencia de Dios puede favorecer a los que a ella se entregan. ¿queréis de ello una prueba palpable? Aquí la tenéis delante de vuestros ojos; mirad al que os habla, fijaos en vuestro pastor, y examinad la cosa delante de Dios - ¡Oh!, me diréis, esto es porque hay quien os da. - Mas ¿quién me da, sino la providencia de Dios? En ella y en ninguna otra parte están mis tesoros. ¡Ay!, ¡cuán ciego es el hombre al inquietarse tanto, para no ser otra cosa que un desgraciado en esta vida y condenarse después! Si acertaseis a pensar con seriedad en vuestra salvación y procuraseis asistir siempre que posible os fuese a la santa Misa, muy pronto veríais confirmado lo que os digo.
No hay momento tan precioso para pedir a Dios nuestra conversión como el de la santa Misa; ahora vais a verlo. Un santa ermitaño llamado Pablo vió a un joven muy bien vestido, entrar en una iglesia acompañado de gran número de demonios; pero, terminada la santa Misa, lo vió salir acompañado de una multitud de ángeles que marchaban a sulado. ¡Oh, Dios mío!, exclamó el Santo, cuán agradable os debe ser la santa Misa!» Nos dice el Santo Concilio de Trento que la Misa aplaca la cólera de Dios, convierte al pecador, alegra al cielo, alivia las almas del purgatorio, da gloria a bendiciones (Ses. XXIII y XXII.). ¡Oh!, si llegásemos a comprender la que es el santo sacrificio de la Misa, ¿con qué respeto no asistiríamos a ella ?...
El santo abad Nilo nos refiere que su maestro San Juan Crisóstomo le dijo un día confidencialmente que, durante la santa Misa, veía a una multitud de ángeles bajando del cielo para adorar a Jesús sobre el altar, mientras muchos de ellos recorrían la iglesia para inspirar a los fieles el respeto y amor que debemos sentir a Jesucristo presente sobre el altar. ¡Momento precioso, momento feliz para nosotras, aquel en que Jesús está presente sobre nuestros altares! ¡Ay!, si los padres v las madres comprendiesen bien esto y supiesen aprovechar de esta doctrina, sus hijos no serían tan miserables, ni se alejarían tanto de los caminos que al cielo conducen. ¡Dios mío, cuántos pobres junto a un tan gran tesoro!
3.° Os he dicho que el centurión nos serviría de ejemplo, en las momentos en que tenemos la dicha de comulgar, ya espiritual, va corporalmente. Por comunión espiritual entendemos un gran deseo de unirnos a Jesucristo. El ejemplo de aquel centurión es tan admirable, que basta la Iglesia se complace en ponernos todas los días su conducta ante nuestros ojos, durante la santa Misa. «Señor, le dice aquel humilde servidor, yo no soy digno de que entréis en mi morada, mas decid solamente una palabra, y quedará curado mi servidor»( Matth., VIII,8.) . ¡Ah!, si el Señor viese en nosotros esa misma humildad, ése mismo cenocimiento de nuestra pequeñez, ¿con qué placer y con qué abundancia de gracias no entraría en nuestro corazón? ¡Cuántas fuerzas y cuánto valor íbamos a alcanzar para vencer al enemigo de nuestra salvación!. ¿Queremos obtener un cambio de vida, es decir, dejar el pecado y volver a Dios Nuestro Señor? Oigamos algunas Misas a esta intención, y si lo hacemos devotamente, nos cabrá la plena seguridad de que Dios nos ayudará a salir del pecado. Ved un ejemplo de ello. Refiérese que había una joven la cual durante muchos años mantuvo relaciones pecaminosas con cierto mancebo. De súbito, al considerar el castigo que esperaba a su pobre alma llevando una vida como la que llevaba, sintióse llena de espanto. Después de haber oído Misa, fuése al encuentro de un sacerdote para rogarle que la ayudase a salir del pecado. El sacerdote, que ignoraba el comportamiento de aquella joven, le preguntó qué era lo que la llevaba a cambiar de vida. «Padre mío, dijo ella, durante la santa Misa que mi madre, antes de morir, me hizo prometer que oiría todos los sábados, he concebido un tan grande horror de mi comportamiento que me es ya imposible aguantar más. «¡Oh, Dios mío!, exclamó el santo sacerdote, ¡he aquí un alma salvada por los méritos de la santa Misa »
¡Cuántas almas saldrían del pecado, si tuviesen la suerte de, oir la santa Misa en buenas disposiciones!. No nos extrañe, pues, qué el demonio procure, en aquel tiempo, sugerirnos tantos pensamientos ajenos a la devoción. Bien prevé, mejor que vosotros, lo que perdéis asistiendo a dicho acto con tan poco respeto y devoción. ¡De cuántos accidentes y muertes repentinas nos preserva la santa Misa! ¡Cuántas personas, por una sola Misa bien oída, habrán obtenido de Dios el verse libres de una desgracia! San Antonino nos refiere a este respecto un hermoso ejemplo. Nos dice que dos jóvenes organizaron, en día de fiesta, una partida de caza: uno de ellos oyó Misa, mas el otro no. Estando ya en camino, el tiempo se puso amenazador; retumbaba el truena formidable, veíase brillar incesantemente el relámpago, hasta el punto de que el cielo parecía incendiarse. Mas lo que los llenaba de pavor, era que, en medio de los fulgurantes rayos, oían una voz, como salida del aire, que gritaba: «¡Herid a esos desgraciados, heridlos!» Calmóse un poco la tempestad y comenzaron a tranquilizarse. Pero, al cabo de un rato, mientras proseguían su camino, un rayo redujo a cenizas al que había dejado de oir la santa Misa. El otro quedó sobrecogido de un temor tal, que no sabía si pasar adelante o dejarse caer. En estas angustias, oía aún la voz que gritaba: «¡Herid, herid al desgraciado!» Lo cual contribuía a redoblar el espanto que le causaba el ver a su compañero muerto a sus pies. «¡Herid, herid al que queda!» Cuando se creía ya perdido, oyó otra voz que decía: «No, no le toquéis; esta mañana ha oído la santa Misa». De manera que la Misa que había oído antes de partir le preservó de una muerte tan espantosa. ¿Veis cómo se digna Dios concedernos singulares gracias y preservarnos de graves accidentes cuando acertamos a oir debidamente la santa Misa?
¡Qué castigos deberán esperar aquellos que no tienen escrúpulos de faltar a ella los domingos! De momento, lo que se ve claramente es que casi todos tienen una muerte desdichada; sus bienes van en decadencia, la fe abandona su corazón, y con ello vienen a ser doblemente desgraciados. ¡Dios mío!, ¡cuán ciego es el hambre, tanto en lo que se refiere al alma, como en lo que atiende al cuerpo!.

III.- La mayor parte de los mundanos oyen la Misa imitando al fariseo, al mal ladrón o a judas. Hemos dicho que la santa Misa es el recuerdo de la muerte de Jesús en la montaña del Calvario; y por esto quiere Jesucristo que, cuantas veces celebramos la santa Misa, lo hagamos en su memoria. Pero, por desgracia, podemos decir que, mientras nosotros renovamos el recuerdo de los padecimientos de Jesucristo, muchos de los asistentes reproducen el crimen de los judíos y de los verdugos que le clavaron en cruz. Y para que podáis discernir mejor si pertenecéis vosotros al número de aquellos desgraciados que deshonran de tal manera nuestros santos misterios, voy a haceros observar, cómo, en los que fueron testigos de la muerte de Jesús en el Calvario, había tres linajes de personas: unos, más insensibles que las criaturas inanimadas, sólo desfilaban delante de la cruz, sin detenerse ni dar lugar a sentimientos de verdadero dolor. Otros se acercaban al lugar del suplicio y consideraban todas las circunstancias de la Pasión del Salvador; mas esto era solamente para mofarse, haciendo de ella asunto de broma y ultrajándole con las más horribles blasfemias. Finalmente, unos pocos derramaban lágrimas amargas, al ver las crueldades que se cometían en el cuerpo de su Dios y Señor. Mirad ahora a cuál de los tres grupos pertenecéis. Y no os hablaré de aquellos que van a oír precipitadamente una Misa en alguna parroquia ajena donde tienen otros negocios, ni de los que asisten sólo la mitad del tiempo, gastando la otra parte en beber con un amigo en la taberna; dejémoslo de lado, ya que son gente que vive cual si no tuviese alma que salvar; han perdido ya su fe, y, de consiguiente, todo está perdido. Hablemos solamente de los que vienen ordinariamente.
Y de ellos digo, primero, que muchos solamente vienen para ser vistos, con un espíritu enteramente disipado, de la misma manera que irían a un mercado, a una feria, y me atreveré a decir, a un baile. Están aquí sin modestia: apenas doblan ambas rodillas durante la Elevación o la Comunión. Y los que así os portáis, ¿oráis durante la Misa?... ¡Ay!, no; es que la fe os falta. Decidme: cuando os dirigís al encuentro de ciertas personas de calidad para pedirles algún favor, ocupan ellas vuestro pensamiento mientras os encamináis hacia su casa; entráis en ella con modestia, les hacéis un profundo saludo, permanecéis descubiertos y ni tan sólo pensáis en sentaros; tenéis los ojos bajos, y no os ocupa la atención otra cosa que la manera de expresaros bien y en términos elevados. Si éstos os faltan, os excusáis en seguida alegando vuestra escasa educación... Si tales personas os reciben amablemente, la alegría inunda vuestro corazón. Pues bien, decidme, ¿no debe esto confundiros al ver que tomáis tantos miramientos por cualquier cosa temporal, mientras acudís a la iglesia con aire displicente, con gesto de menosprecio, y así os presentáis delante de un Dios que murió por salvaros y cada día derrama su sangre para alcanzaros el perdón del Padre celestial?. ¿Qué afrenta no será para Jesús, el verse insultado por tan viles criaturas? ¡Ay! cuántos durante la Misa comenten más pecados que durante el resto de la semana. Unos no piensan en Dios para nada, otros oran con la boca, mientras su corazón y su mente se sumergen en el orgullo, ora en el deseo de agradar ora en la impureza. ¡ ¡Oh!, ¡gran Dios y se atreven a nombrar a Jesucristo que ante ellos se presenta tan santo y tan puro!... Otros dan en su mente libre entrada y salida a todos los pensamientos que el demonio quiere sugerirles. ¡Cuántos no tienen escrúpulo alguno en volver la cabeza, en reir, en conversar, en mirar de una parte a otra, en dormir como en su cama, o tal vez mejor!¡Ay!, ¡cuántos cristianos salen de la iglesia con treinta o tal vez cincuenta pecados mortales de más de los que tenían al entrar!
Así, me diréis vosotros, será mejor no ir a Misa. ¿Sabéis lo que hay que hacer?... Asistir a la santa Misa v estar en ella con devoción, ofreciendo a Dios tres sacrificios, a saber: el de vuestro cuerpo, el de vuestra mente y el de vuestro corazón. Nuestro cuerpo debe adorar a Jesucristo con una religiosa modestia; nuestra mente, al oír la santa Misa, debe penetrarse de nuestra pequeñez y de nuestra indignidad, evitando toda disipación, apartando lejos de sí las distracciones. Debemos también consagrarle nuestro corazón, que es la ofrenda para Él más agradable, ya que es precisamente nuestro corazón lo que, con tanta insistencia nos pide: «Hijo mío, nos dice, dame tu corazón»( Prov., XXIII, 26.).
Y acabemos, reconociendo lo desgraciados que somos al oír mal la Misa, ya que con ello hallamos nuestra reprobación allí donde los demás encuentran su salvación. Haga el cielo que asistamos a la santa Misa cuantas veces nos sea posible, puesto que mediante ella recibimos gracias en abundancia; mas quiera Dios también que llevemos a tan santa ceremonia las mejores disposiciones posibles.
Con ello se derramará sobre nuestras cabezas toda suerte de bendiciones en este mundo y en otro...

CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE LA ESPERANZA
Diliges Dominum Deum tuum.
Amarás al Señor tu Dios.
   (S. Mat., XXI, 37.)
  
San Agustín nos dice que, aunque no hubiese cielo que esperar ni infierno que temer, no por eso dejaría de amar a Dios, por ser Él infinitamente amable; sin embargo, Dios, para que nos animemos a seguirle y a amarle sobre todas las cosas, nos promete una recompensa eterna. Cumpliendo dignamente tan bella misión, la cual constituye la mayor dicha que en este mundo podemos esperar, nos preparamos una eterna felicidad en el cielo. Si la fe nos enseña que Dios todo lo ve, que es testigo de cuanto hacemos y sufrimos, la virtud de la esperanza nos impulsa a soportar las penalidades con una entera sumisión a la voluntad divina, en la confianza de que, por ello, seremos recompensados eternamente. Sabemos también que esta hermosa virtud fue la que sostuvo a los mártires en sus atroces tormentos, a los solitarios en los rigores de sus penitencias, y a los santos enfermos en sus dolencias. Si la fe nos muestra a Dios presente en todas partes, la esperanza nos impulsa a realizar todo lo que consideramos agradable a Dios, con la mira de una eterna recompensa, ya que esta virtud contribuye tanto a dulcificar nuestros males, veamos, pues, en que consiste la bella y preciosa esperanza.
Si nos es dado conocer por la fe que hay en Dios, que es nuestro Creador, nuestro Salvador y nuestro sumo Bien, que nos dio el ser para que le conozcamos, le amemos, le sirvamos y lleguemos a poseerle; la esperanza nos enseña que, aunque indignos de tanta felicidad, podemos esperarla por los méritos de Jesucristo. Para lograr que nuestros actos sean dignos de recompensa, se necesitan tres cosas, a saber, la fe, que nos hace ver a Dios cómo presente; la esperanza, que nos hace obrar con la sola intención de agradarle, y el amor, que nos une a Él cómo a nuestro sumo Bien. Jamás llegaremos a comprender el grado de gloria que nos proporcionara en el cielo cada acción buena, si la realizamos puramente por Dios ni aún los santos que están en el cielo llegan a comprenderlo. De lo cual vais a ver un ejemplo admirable. Leemos en la vida de San Agustín que, mientras este Santo se disponía a escribir a San Jerónimo, para preguntarle que expresiones podrían mejor servirle para hacer sentir intensamente toda la extensión y grandeza de la felicidad que los santos disfrutan en el cielo; mientras, siguiendo su costumbre, ponía en la carta la salutación: «Salud en Jesucristo Nuestro Señor», quedó inundada su habitación por una luz refulgente, can extraordinaria, que superaba en hermosura e intensidad a la del sol en su cenit; la cual luz despedía además el más delicioso de los perfumes. Quedó tan enajenado el Santo, que estuvo a punto de morir de gozo. Al mismo tiempo oyó que de aquellos fulgores salía una voz que le dijo: «Mi amado Agustín, me crees aún en la tierra; gracias a Dios, estoy ya en el cielo. Quieres preguntarme de que términos hay que valerse para hacer sentir del mejor modo posible la felicidad de que gozan los santos; has de saber, querido amigo, que es tan grande esta felicidad, supera tanto a lo que una criatura puede imaginar, que resultaría más fácil contar las estrellas del firmamento, recoger todas las aguas del mar en una redoma, sostener toda la tierra en tus manos, que no llegar a comprender la felicidad del menor de los bienaventurados del cielo. Me ha sucedido lo que a la reina de Saba; juzgando ella por las voces de la fama, había formado un gran concepto del rey Salomón; pero, después de haber visto con sus propios ojos el orden admirable que reinaba en su palacio, la magnificencia sin igual, la ciencia y los extensos conocimientos de aquel rey, quedó tan admirada y sobrecogida, que regresó a su tierra diciendo que; cuanto se le había dicho, era nada en comparación de lo que sus ojos habían visto. Lo mismo me ha sucedido respecto a la hermosura del cielo y a la felicidad de que gozan los santos; creía haber penetrado algo de las bellezas que el cielo contiene y de la felicidad de que gozan los santos; pues bien, has de saber que los más sublimes pensamientos que había podido concebir, nada son comparados con la felicidad que constituye la herencia de los bienaventurados».
Leemos en la vida de Santa Catalina de Sena, que esta Santa mereció de Dios la gracia de ver en alguna manera la belleza del cielo y la felicidad de que allí se disfruta. Quedó tan sobrecogida, que vino a caer en éxtasis. Al volver en si, preguntóle el confesor que era lo que Dios le había mostrado. Dijo la Santa que el Señor le había hecho ver algo de la hermosura del cielo y de la dicha de que gozan los bienaventurados; pero excedía tanto, todo ello, a lo que podemos nosotros imaginar, que resultaba imposible dar la menor idea. Ya veis, pues, adonde nos llevan nuestras buenas obras, si las hacemos con la mira de agradar a Dios; ya veis cuántos son los bienes que la virtud de la esperanza nos hace desear y aguardar.
2.° Hemos dicho que la virtud de la esperanza nos consuela y sostiene en las pruebas que Dios nos envía. Tenemos de ello un gran ejemplo en la persona del Santo Job, sentado en el estercolero, cubierto de llagas de pies a cabeza. Había perdido a sus hijos, aplastados al derrumbarse su casa. El mismo, desde su cama, hubo de refugiarse en el estercolero más miserable y hediondo, abandonado de todos; su pobre cuerpo estaba lleno de podre; su carne viva era ya pasto de los gusanos, a los cuales tenía que apartar con un tiesto; se vio insultado por su misma esposa, que, en vez de consolarle, se complacía en llenarle de injurias diciéndole: «¿Ves, el Dios a Quién sirves con tanta fidelidad?. ¿Ves de que manera te recompensa? Pídele que te quite la vida; a lo menos con ello te verás libre de tantos males». Sus mejores amigos le visitaban sólo para acrecentar sus dolores. Más, a pesar del estado miserable a que estaba reducido, no dejo nunca de esperar en Dios. «No, Dios mío, jamás dejaré de esperar en Vos; aunque me quitases la vida: no dejaría de esperar en Vos y de confiar en vuestra caridad. Por que he de desanimarme, Dios mío, y abandonarme a la desesperación?. Confesare en vuestra presencia mis pecados, que son la causa de los Males que padezco; y espero que seréis Vos mi Salvador. Tengo la esperanza de que un día me recompensareis por los males que ahora experimento por vuestro amor». Aquí tenéis lo que podemos llamar una verdadera esperanza: por ella, a pesar de que el santo varón veía descargar sobre sí toda la cólera divina; no dejaba, con todo, de esperar en Dios. Sin examinar el motivo por que sufría aquellos males sin cuento, contentábase solamente con decir que sus pecados eran la causa de todo.
¿Veis los grandes bienes que la esperanza nos procura? Todos le tienen por desgraciado; sólo él, tendido en su estercolero, abandonado de los suyos y despreciado de los demás, se siente feliz, puesto que pone en Dios toda su confianza. ¡Ah!, si en nuestras penas, en nuestras tristezas y en nuestras enfermedades, mantuviésemos siempre una tan grande confianza en Dios, ¡cuántos bienes atesoraríamos para el cielo!
¡Ay!, ¡cuan ciegos somos!. Si, en lugar de desesperarnos en nuestras penalidades, conservásemos aquella firme esperanza que junto con otros medios para merecer el cielo, nos envía Dios, ¡con cuánta alegría sufriríamos!.
Pero, me diréis, ¿ que significa esta palabra: esperar?. Vedlo Aquí. Es suspirar por algo que ha de hacernos dichosos en la otra vida; es el deseo de vernos libres de todos los males de este mundo; el deseo de poseer toda suerte de bienes capaces de satisfacernos plenamente. Después que Adán hubo pecado, y se vio lleno de tantas miserias, su gran consuelo era el pensar que no sólo sus sufrimientos le merecerían el perdón de los pecados, sino, además, le proporcionarían los bienes del cielo. ¡Cuánta bondad la de un Dios, al recompensar por toda una eternidad la más insignificante de nuestras obras!. Más para que merezcamos tanta dicha, quiere el Señor que depositemos en Él una gran confianza, cual la que tienen los hijos con sus padres. Por esto vemos que en muchos pasajes de la Escritura toma el nombre de Padre, a fin de inspirarnos una gran confianza. En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, quiere que recurramos a Él. Promete socorrernos siempre que a Él acudamos. Si toma el nombre de Padre, es para inspirarnos mayor confianza. Mirad de qué manera nos ama: por su profeta Isaias nos dice que nos lleva a todos en su seno. «Es imposible que una madre olvide al hijo que lleva en sus entrañas; y aunque cometiese tal barbaridad, os digo que yo no olvidare al que pone en mí su confianza» ( Is., XLIX,15). Quejase de que no confiemos en El cual debiéramos; y nos advierte que «no depositemos nuestra confianza en los reyes y príncipes, ya que saldrían fallidas nuestras esperanzas» (Ps., CXLV,2). Y aún va más allá, pues nos amenaza con su maldición, si dejamos de confiar en Él; así nos habla por su profeta Jeremías: «¡Maldito sea el que no pone en Dios su confianza!», y en otra parte nos dice: «¡Bendito sea el que confía en el Señor!» (Ier., XVII, 5,7).Recordad la parábola del hijo pródigo y que Jesús nos propone con tanto amor a fin de inspirarnos una gran confianza en su bondad...¿Que es lo que hace aquel buen padre?, nos dice Jesucristo, que es precisamente el padre tierno a Quién se refiere la parábola: En vez de aguardar a que el hijo vaya a arrojarse a sus plantas, en cuanto le divisa no le deja hablar. «No, hijo mío, no me hables de pecados, no pensemos en otra cosa que alegrarnos». Y aquel padre bondadoso invita a toda la corte celestial a dar gracias a Dios por haber visto resucitado al hijo que creía muerto, por haber recobrado al hijo que tenía por perdido. Para darle a entender cuanto le ama, le ofrece de nuevo su amistad y todos los bienes (Luc., XV).
Pues bien, esta es la manera cómo recibe Jesús al pecador cuántas veces retorna a su seno: le perdona y le restituye cuántos bienes el pecado le arrebatara. Al considerar esto, ¿quién de nosotros no abrigara la mayor confianza en la caridad de Dios? Y aún va más allá, ya que nos dice que, cuando tenemos la dicha de dejar el pecado para amarle a Él, todo el cielo se regocija. Si leéis en otra página del Evangelio, veréis con que diligencia corre en busca de la oveja perdida. Al hallarla, queda tan satisfecho que, para evitarle el cansancio del camino, se la cargo sobre sus hombros (Luc., XV). Mirad con cuánta indulgencia y bondad recibe a Magdalena (Luc., VII)., ved con que ternura la consuela. Y no solamente la consuela, sino que la defiende contra los insultos de los fariseos. Mirad con cuánta caridad y con cuando placer perdona a la mujer adúltera; ella le ofende, y Él mismo se constituye en su protector y Salvador (Joan., VIII). Mirad su diligencia en salir al encuentro de la Samaritana; para salvar su alma, va a esperarla junto, al pozo de Jacob; se digna dirigirle Él primero la palabra, para mostrarle toda su bondad; y a pretexto de pedirle agua, le da la gracia del cielo (Joan., IV).
Decidme, ¡que razones podremos aducir para excusarnos, cuando nos haga presente la bondad con que nos trató, cuando nos convenza de lo bien que habríamos sido recibidos si nos hubiésemos determinado a volver a Él, cuando nos manifieste el gozo con que nos habría perdonado y restituido su gracia.
Muy exactamente pode decirnos: Desgraciado, ¡si has vivido y muerto en el pecado, ha sido porque no quisiste salir de el: mi afán de perdonarte era grande!. Ved, cómo Dios quiere que acudamos a Él con gran confianza en nuestras dolencias espirituales. Por su profeta Miqueas, nos dice que, aunque nuestros pecados sean más numerosos que las estrellas del firmamento, que las gotas de agua del mar, que las hojas de los bosques, o que los granos de arena que circundan el Océano, todo lo olvidara, si nos convertimos sinceramente; y nos dice también, que aunque el pecado haya hecho a nuestra alma más negra que el carbón, «o más roja que la púrpura, nos la volverá más blanca que la nieve» (Isaias, 1, 18.). Nos dice que arroja nuestros pecados en las profundidades del mar, a fin de que no reaparezcan jamás. ¡Cuánta caridad nos manifiesta Dios!, ¡con cuánta confianza deberemos dirigirnos a Él!. Más ¡que desesperación la de un cristiano condenado cuando se de cuánta de la facilidad con que Dios le habría perdonado, si hubiese acertado a pedirle perdón!. Decidme ahora si, al condenarnos, no será por haberlo nosotros querido. ¡Ay!, ¡cuántos remordimientos de conciencia, cuántos pensamientos saludables, cuántos buenos deseos no habrá suscitado en nosotros la voz de Dios!. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan infeliz es el hombre al precipitarse en la condenación, cuando tan fácilmente podría salvarse! Para convencernos de lo que acabo de decir, no hay más que considerar lo que por nosotros hizo Jesús durante los treinta y tres años que moró acá en la tierra.
Os he dicho, en segundo lugar, que hasta con respecto a nuestras necesidades temporales hemos de tener gran confianza en Dios. A fin de movernos a recurrir a Él confiadamente en lo que se refiere a las necesidades del cuerpo, nos asegura que velara por nosotros y así vemos que ha obrado grandes milagros para hacer que no nos falte lo necesario para vivir. Leemos en la Sagrada Escritura que alimentó a su pueblo, por espacio de cuarenta años en el desierto, con el mana que caía todos los días antes de salir el sol.
Durante aquellos mismos cuarenta años, los vestidos de los israelitas no se estropearon en lo más mínimo. Nos dice en el Evangelio que no nos preocupemos por lo que se refiere a nuestro vestido o a nuestra alimentación: «Contemplad, dice, las aves del cielo; ni siembran, ni cosechan, ni almacenan nada en sus graneros; mirad con que solicitud las alimenta vuestro Padre; ¿y no sois vosotros, por ventura, de mejor condición, siendo cómo sois hijos de Dios?. Gente de poca fe, no os acongojéis, pues, por el cuidado de hallar lo que habréis de comer, o con que vestir vuestro cuerpo. Contemplad los lirios del campo, ved cómo crecen, y, sin embargo, ni trabajan, ni tejen; mirad, no obstante, el vestido con que se adornan; os aseguro que Salomón, en todo el esplendor de su gloria, llamas ostentó vestido semejante. Si, pues, concluye el divino Salvador, el Señor es tan solicito en vestir una hierba que hoy existe y mañana es arrojada mañana fuego, ¿con cuánta mayor razón cuidara de vosotros que sois sus hijos?. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura» (Math., VI). Mirad aún hasta dónde quiere hacer llegar nuestra confianza: « Cuando oréis, nos dice, no digáis «Dios mío», sino «Padre nuestro»; pues sabemos que el hijo tiene una confianza ilimitada en su padre». Después de haber resucitado, aparecióse a Santa Magdalena y le dijo: «Anda, ve a mis hermanos, y diles de mi parte: Subo a mi Padre, que es también el vuestro» (Ioan., XX,17). Decidme, ¿no habéis de convenir conmigo en que, si somos tan desgraciados en este mundo, proviene ante todo de que no tenemos en Dios la suficiente confianza?.
Hemos dicho, en tercer lugar que hemos de concebir una gran confianza en Dios, al experimentar cualquier tristeza, pena o enfermedad. Es preciso que esta gran confianza en el cielo nos sostenga y nos consuele en aquellas horas amargas; esto hicieron los santos. Leemos en la vida de San Sinforiano que, al ser conducido al martirio, su madre, que le amaba verdaderamente en Dios, subióse a una pared para verle pasar, Y, con toda la fuerza de sus pulmones, clamó: «¡Hijo mío, hijo mío, levanta tus ojos al cielo; valor, hijo mío que la esperanza en el cielo te sostenga!, ¡valor hijo mío! Si el camino del cielo es difícil, en cambio es muy corto». Animado aquel hijo por las palabras de su madre, arrostro con gran intrepidez los tormentos y la muerte. San Francisco de Sales tenía en Dios tanta confianza, que parecía insensible a las persecuciones de que era objeto; decíase a si mismo: «Toda vez que nada sucede sin permisión divina, las persecuciones no son más que para nuestro bien». Leemos en su vida que en cierta ocasión fue vilmente calumniado; a pesar de esto, ni un momento perdió su ordinaria tranquilidad. Escribió a uno de sus amigos que una persona le acababa de avisar que se murmuraba de él en gran manera; más esperaba que el Señor arreglaría todo aquello a gloria suya y para salvación de su alma. Se limitó a orar por los que le calumniaban. Tal es la confianza que debemos nosotros tener en Dios. Al hallarnos perseguidos y despreciados, poseemos la prueba más inequívoca de que somos verdaderamente cristianos, esto es, hijos de un Dios despreciado y perseguido.
Os decía en cuarto lugar, que, si hemos de concebir una ciega confianza en Jesucristo, Quién jamás dejara de acudir en nuestro socorro al vernos atribulados, si acudimos a Él cómo un hijo acude a su padre; debemos tener también una gran confianza en su Santísima Madre, tan buena y tan solícita para socorremos en nuestras necesidades temporales y espirituales, y sobre todo en el primer momento de nuestra conversión a Dios. Si nos remuerde algún pecado cuya confesión nos cause vergüenza, arrojémonos a sus plantas, y tendremos la seguridad de que nos alcanzará la gracia de confesarnos bien, y al mismo tiempo no cesara de implorar nuestro perdón. Para demostrároslo, Aquí tenéis un admirable ejemplo. Refiérese que cierto hombre durante mucho tiempo llevó una vida bastante cristiana para hacerle concebir grandes esperanzas de alcanzar el cielo. Pero el demonio, que no piensa más que en nuestra perdición, le tentó con tanta insistencia y tan a menudo, que llego a ocasionarle una grave caída. Habiendo al instante entrado en reflexión, comprendió la enormidad de su pecado, y propuso en seguida recurrir al laudable remedio de la penitencia. Más concibió de su pecado una vergüenza tal, que jamás pudo determinarse a confesarlo. Atormentado por los remordimientos de su conciencia, que no le dejaban descansar, tomo la resolución de arrojarse al agua para dar fin a sus días, esperando con ello dar término a sus penas. Más, al llegar al borde de la orilla, se llenó de temor considerando la desdicha eterna en que se iba a precipitar, y volvió atrás llorando a lágrima viva, rogando al Señor se dignase perdonarle sin que se viese obligado a confesarse. Creyó poder recobrar la paz del espíritu, visitando muchas iglesias, orando y ejecutando duras penitencias pero, a pesar de todas sus oraciones y penitencias, los remordimientos le perseguían a todas horas. Nuestro Señor quiso que alcanzase el perdón gracias a la protección de su Santísima Madre. Una noche, mientras estaba poseído de la mayor tristeza, se sintió decididamente impulsado a confesarse, y, siguiendo aquel impulso, se levanto muy temprano y se encaminó a la iglesia; más cuando estaba a punto de confesarse, sintióse más que nunca acometido de la vergüenza, que le causaba su pecado, y no tuvo valor para realizar lo que la gracia de Dios le inspirara. Pasado algún tiempo tuvo otra inspiración semejante a la primera; encaminóse de nuevo a la iglesia, más allí su buena acción quedo otra vez frustrada por la vergüenza, y, en un momento de desesperación, hizo el propósito de abandonarse a la muerte antes que declarar su pecado a un confesor. Sin embargo, le vino el pensamiento de encomendarse a la Santísima Virgen. Antes de regresar a su casa, fue a postrarse ante el altar de la Madre de Dios; allí hizo presente a la Santísima Virgen la gran necesidad que de su auxilio tenía, y con lágrimas en los ojos la conjuró a que no le abandonase. ¡Cuánta bondad la de la Madre de Dios, cuánta diligencia en socorrer a aquel desgraciado!. Aún no se había arrodillado, cuando desaparecieron todas sus angustias, su corazón quedó enteramente transformado, levantóse lleno de valor, fuese al encuentro de un sacerdote, al que, en medio de un río de lágrimas, confesó todos sus pecados. A medida que iba declarando sus faltas, parecíale quitarse tan gran peso de su conciencia; y después declaró que, al recibir la absolución, experimentó mayor contento que si le hubiesen regalado todo el oro del mundo. ¡Ay!, ¡cual habría sido la desgracia de aquel pobre, si no hubiese recurrido a la Santísima Virgen. !Indudablemente ahora se abrasaría en el infierno!.
En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, después de Dios, hemos de concebir una gran confianza en la Virgen María. Ved aquí otro ejemplo, el cual hará mover en vosotros una tierna confianza en la Santísima Virgen, sobre todo cuando queráis concebir grande horror al pecado. El bienaventurado San Ligorio refiere que una gran pecadora llamada Elena acertó un día a entrar en un templo, y la casualidad, o mejor la Providencia, todo lo dispone en bien de sus escogidos, quiso que oyese un sermón, que se estaba predicando, sobre la devoción del Santo Rosario. Quedó tan bien impresionada con lo que el predicador decía acerca de las excelencias y saludables frutos de aquella santa devoción, que sintió deseos de poseer un rosario. Terminado el sermón, fue a comprar uno; pero durante macho tiempo tuvo mucho cuidado en ocultarlo para que no se burlasen de ella. Comenzó a rezar cada día el Rosario, más sin gusto y con poca devoción. Pasado algún tiempo, la Virgen hizo que experimentase tanta devoción y placer en aquella práctica, que no se cansaba de ella; aquella devoción, tan agradable a la Santísima Virgen, le mereció una mirada compasiva, la cual le hizo concebir un tan grande aborrecimiento y horror de su vida pasada, que su conciencia se transformó en un infierno, y la inquietaba sin descanso noche y día. Desgarrada continuamente por sus punzantes remordimientos, no podía ya resistir a la voz interior que le presentaba el sacramento de la Penitencia cómo el único remedio para conseguir la paz por ella tan deseada, la paz quo había buscado inútilmente en todas partes; aquella voz le decía que el sacramento de la Penitencia era el único remedio a los males de su alma. Invitada por aquella inspiración, empujada y guiada por la gracia, fue a echarse a los pies del ministro del Señor, al que descubrió todas las miserias de su alma, es decir, todos sus pecados; confesóse con tanta contrición y con tanta abundancia de lágrimas, que el sacerdote quedó admirado en gran manera, no sabiendo a que atribuir aquel milagro de la gracia. Acabada la confesión, Elena fue a postrarse ante el altar de la Santísima Virgen, y allí, penetrada de los más vivos sentimientos de gratitud, exclamó: «Virgen Santísima, es verdad que hasta el presente he sido un monstruo; más Vos, con el gran poder que tenéis delante de Dios, ayudadme a corregirme; desde ahora propongo emplear el resto de mis días en hacer penitencia». Desde aquel momento, y de regreso ya a su casa, rompió para siempre los lazos de las malas compañías que pasta entonces la habían retenido en los más abominables desórdenes; repartió todos sus bienes a los pobres, y se entregó a todos los rigores y mortificaciones que inspirarle pudieron el amor a Dios y el remordimiento de sus pecados. Para que quedase premiada la gran confianza que aquella mujer había depositado en la Virgen María, en su última hora se le aparecieron Jesús y la Santísima Virgen, y en sus manos entregó su alma hermosa, purificada por la penitencia y las lágrimas; de manera que, después de Dios, fue a la Santísima Virgen a Quién debió aquella gran penitente su salvación.
Ved ahora otro ejemplo, no menos admirable, de confianza en la Virgen María, y que manifiesta cuan presta esta la Santísima Virgen para ayudarnos a salir del pecado. Refiérese que hubo un joven, a Quién sus padres educaron muy bien, más tuvo la desgracia de contraer un mal habito, el cual fue para el una fuente inagotable de pecados. Conservando aun el santo temor de Dios y deseando renunciar a sus desórdenes, hacía a veces algún esfuerzo por salir de su triste estado; más el peso de sus vicios le arrastraba de nuevo. Detestaba su pecado, y a pesar de ello, caía a cada momento. Viendo que de ninguna manera podía corregirse, se desanimó y determinó no confesarse más. Al ver su confesor que no se presentaba en el tiempo acostumbrado, intentó un nuevo esfuerzo por devolver a Dios aquella pobre alma. Fue a entrevistarse con él, en un momento en que estaba trabajando sólo. Aquel desgraciado joven, al ver llegar al sacerdote, prorrumpió en gritos y lamentaciones. «¿Qué te pasa, amigo?, le preguntó el sacerdote- ¡Oh, padre!, estoy condenado; veo muy claro que nunca podré corregirme, y he resuelto abandonarlo todo.-¿Que es lo que dices, amigo mío?, al contrario, me consta que, si quieres hacer lo que ahora voy a indicarte, te enmendaras y alcanzaras el perdón. Ve al instante a arrojarte a los pies de la Santísima Virgen para implorarle tu conversión, y después ven a verme». El joven se fue al momento a postrarse a las plantas de la Virgen María, y, regando el suelo con sus lágrimas, le suplicó que tuviese piedad de un alma que tanta sangre costara a Jesucristo, su divino Hijo, y que el demonio, iba a arrastrar al infierno. Al momento sintió nacer en su pecho una confianza tal, que a su impulso se levantó y fue a confesarse. Convirtióse sinceramente; sus malos hábitos fueron destruidos radicalmente, y sirvió a Dios durante el resto de su vida. Hemos de convenir, pues, en que, si permanecemos en pecado, es porque no queremos valernos de los medios que la religión nos ofrece, ni recurrir con confianza a nuestra bondadosa Madre, que se apiadaría de nosotros, cómo se ha apiadado de todos los que acudieron a Ella.
Os he dicho, en quinto lugar, que la virtud de la esperanza nos induce a ejecutar nuestras acciones con la única mira de agradar a Dios, y no al mundo. Hemos de comenzar a practicar tan hermosa virtud al despertarnos, ofreciendo con amor y fervor nuestro corazón a Dios, pensando en la magnitud de la recompensa que mereceremos durante el día, si todo lo que en él obramos lo hacemos solamente para agradar a Dios. Decidme: sí, en todos nuestras obras, acertásemos a pensar siempre en la magnitud de la recompensa que Dios nos tiene reservada por la menor de nuestras acciones, ¡cuales no serian nuestros sentimientos de respeto y veneración a Dios Nuestro Señor!. ¡Con qué pura intención daríamos nuestras limosnas!-Pero, me diréis, al dar una limosna, siempre lo hacemos por Dios y no por el mundo.-Sin embargo, estamos muy satisfechos de que nos vean los demás, de que nos alaben, y hasta nos complacemos en referir nuestros actos de generosidad. En lo íntimo de nuestros corazones, nos sentimos halagados pensando en nuestras liberalidades, y nos aplaudimos a nosotros mismos; en cambio, si aquella hermosa virtud adornase nuestra alma, sólo buscaríamos a Dios; ni el mundo, ni nosotros mismos entrarían para nada. Y no es extraño que realicemos con tanta imperfección nuestras buenas obras. Es que no pensamos en la recompensa que Dios nos tiene reservada si las practicamos sólo por agradarle. Al dispensar un favor a alguien que, en vez de ser agradecido, nos paga con ingratitud, si tuviésemos la hermosa virtud de la esperanza, quedaríamos satisfechos pensando que el premio que Dios nos dará será mucho mayor. Nos dice San Francisco de Sales que, si se le presentasen dos personas a pedir un favor y el solamente pudiese favorecer a una, escogería la que a su juicio hubiese de ser menos agradecida, ya que así su mérito ante Dios sería mayor. El santo rey David decía que todo lo hacía en la Santa presencia de Dios, cómo si al momento hubiese de ver juzgada su obra y recibir la recompensa; por lo cual hacía siempre bien lo que realizaba sólo por agradar a Dios. En efecto, los que están faltos de la virtud de la esperanza, todo lo hacen por el mundo, para hacerse amar o apreciar, y con ello pierden toda recompensa. Decimos que, en nuestras penas y enfermedades, hemos de concebir una gran confianza en Dios Nuestro Señor: aquí es precisamente donde Dios se complace en poner a prueba nuestra confianza. Leemos en la vida de San Elzeardo que los mundanos se burlaban públicamente de su devoción, y los libertinos la tomaban cómo cosa de broma. Santa Delfina le dijo un día que el desprecio que hacían de su persona, recaía también sobre su virtud. ¡Ay!, le respondió llorando el Santo, cuando pienso en lo que Jesucristo padeció por mi, me siento tan impresionado que, aunque me quitaran los ojos, no hallaría palabras para quejarme, fijo mi pensamiento en la grande recompensa que está preparada a los que padecen por amor de Dios: Aquí esta toda mi esperanza, y lo que me sostiene en mis penas. Y ello es muy fácil de comprender. ¿Qué es, en efecto, lo que podrá consolar a una persona enferma, sino la magnitud de la recompensa que Dios le tiene preparada en la otra vida?.
Leemos en la historia que un predicador, debiendo predicar en un hospital, escogió por asunto los sufrimientos. Expuso cómo los sufrimientos sirven para atesorar grandes méritos para el cielo, e hizo resaltar lo agradable que es a Dios una persona que sabe sufrir con paciencia. En dicho hospital había un pobre enfermo que, desde hacia muchos años estaba padeciendo mucho, pero, por desgracia, quejándose continuamente; por lo oído en aquel sermón, comprendió el gran tesoro de bienes celestiales que había perdido y, terminado el sermón, se puso a llorar y a dar extraordinarios gemidos. Lo vio un sacerdote, y le preguntó por que mostraba tanta tristeza, advirtiéndole que, si era porque alguien le había causado aquella pena, el era el administrador y podía hacerle justicia. Aquel infeliz contestó: «¡Oh!, no Señor, nadie me ha hecho mal alguno, yo mismo soy Quién me he dañado.-¿Cómo?, le preguntó el sacerdote.- Señor, después de sufrir tantos años, ¡cuántos bienes he perdido, con los cuales hubiera merecido el cielo si hubiese sabido llevar la enfermedad con paciencia!.
¡Ay!, ¡cuan desgraciado soy!, yo me consideraba tan digno de lástima; si hubiese comprendido la realidad de mi estado, sería la persona más feliz del mundo». Cuántas personas hablarán de la misma manera a la hora de la muerte, siendo así que sus penas, sufridas con ánimo de agradar a Dios, les hubieran ganado -el cielo; ahora, en cambio, usando mal de ellas, sólo sirven para su perdición. A una mujer que desde mucho tiempo se hallaba sepultada en una cama sufriendo horribles dolores, y a pesar de ello parecía estar enteramente satisfecha, habiéndosele preguntado que era lo que la animaba a mantenerse tranquila en un estado tan digno de compasion, contesto: «Al pensar que Dios es testigo de mis sufrimientos y que por ellos me premiara por una eternidad, experimento una alegría tal, sufro con tanto placer, que no cambiaría mi situación por todos los imperios del mundo». Ya veis, pues, cómo los que tienen la dicha de adornar su corazón con esta hermosa virtud, logran pronto cambiar sus dolores en delicias.
Al ver en el mundo a tantas personas desgraciadas, maldiciendo su existencia y pasando su vida en una especie de infierno, perseguidas siempre por la tristeza o la desesperación; ¡ay!, pensemos que tales desgracias provienen de no poner en Dios su confianza y de no considerar la gran recompensa que en el cielo las espera. Leemos que Santa Felicitas, temiendo que el menor de sus hijos no tuviese ánimo para arrostrar el martirio, le dijo a grandes voces: «Hijo mío, levanta tus ojos al cielo, que será tu recompensa; un sólo momento, y habrán terminado tus sufrimientos». Tales palabras, salidas de la boca de una madre, fortalecieron de tal manera a aquel pobre hijo, que, con indecible alegría, entregó su pequeño cuerpo a los tormentos que los crueles verdugos quisieron hacerle padecer. Nos dice San Francisco Javier que, estando en país salvaje, hubo de soportar todos los padecimientos que aquellos idólatras se les ocurrió infligirle, sin recibir consuelo alguno; pero tenía puesta de tal manera su confianza en Dios, que mereció el auxilio divino de una manera visible.
Jesucristo, para darnos a entender cuanto debemos confiar en Él y cómo hemos de pedirle siempre, sin terror alguno, todo lo que necesitemos así para el alma cómo para el cuerpo, nos dice en su Evangelio que un hombre fue durante la noche a pedir tres panes a un amigo suyo, para dar de comer a un huésped recién llegado; el otro le contestó que estaban acostados él y sus hijos, y que no los incomodase. Pero el primero insistió en su petición, diciendo que carecía de pan para ofrecer a su visitante. Al fin, el otro accedió a darle lo que le queda, no porque fuese su amigo, sino para librarse de hombre tan inoportuno. De lo cual concluye Jesucristo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis: llamad y se os abrirá; y tened la seguridad de que todo cuanto pidiéreis al Padre en mi nombre, os será concedido».
En sexto lugar, he de deciros que nuestra esperanza ha de ser universal, es decir, hemos de acudir a Dios en todo cuanto pueda acontecernos. Si estamos enfermos, pongamos en Él toda nuestra confianza, pues tantas dolencias curó mientras estuvo en este mundo, y, si nuestra salud ha de ser para su gloria o para la salvación de nuestra alma, podemos estar seguros de obtenerla; y si, por el contrario, la enfermedad nos ha de ser más ventajosa, nos concederá las fuerzas necesarias para sufrirla con paciencia a fin de recompensarnos en la eternidad. Si nos hallamos en algún peligro, imitémos a los tres niños que aquel rey hizo arrojar en el horno de Babilonia; pusieron de tal manera su confianza en Dios que el fuego no hizo más que quemar la cuerda que los sujetaba, de modo que se paseaban en medio de la hoguera, cómo en un jardín de delicias. ¿Nos sentimos tentados? Confiemos en Jesucristo y no sucumbiremos. Este tierno Salvador nos mereció la victoria en nuestras tentaciones, permitiendo que el demonio le tentase a Él. ¿Nos domina algún mal hábito, y tememos no poder salir de él?; confiemos únicamente en Dios, ya que él nos ha merecido toda clase de gracias para vencer al demonio. Así lograremos hallar consuelo en las miserias que son inseparables de nuestra vida. Más atended a lo que nos dice San Juan Crisóstomo: «Para merecer tales consuelos, no hemos de dejarnos llevar de la presunción, poniéndonos voluntariamente en peligro de pecar. Nuestro Señor no nos ha prometido su gracia sino a condición de que, por nuestra parte, hagamos todo lo posible para evitar el peligro de caer. Además, hemos de procurar no abusar de la paciencia divina permaneciendo en el pecado bajo el pretexto de que Dios no dejará de perdonarnos aunque dilatemos nuestra confesión. Mucho cuidado, ya que, mientras estamos en pecado, corremos el más serio peligro de precipitarnos en el infierno; aparte de que, cuando hemos permanecido voluntariamente en el pecado, es muy dudoso que nuestro arrepentimiento, a la hora de la muerte, haya de obtenernos la salvación ; ya que, a la hora en que espontáneamente pudimos salir del pecado permanecimos en él. Desgraciados de nosotros; ¿ cómo nos atreveremos a permanecer en pecado, cuando ni por un minuto tenemos nuestra vida asegurada?. Nos dice el Señor que vendrá cuando menos lo sospechemos.
Digo, pues, que si bien no hemos de abusar de la esperanza, tampoco debemos desesperar de la misericordia divina, pues es infinita. Es la desesperación un pecado mayor que todos cuántos podemos haber cometido, pues por la fe sabemos que Dios no nos ha de negar el perdón, si acudimos a Él con sinceridad. La magnitud de nuestros pecados no debe engendrar en nosotros el temor de que se nos niegue el perdón, pues todos ellos, comparados con la misericordia de Dios, son menos que un grano de arena al lado de una montaña. Si Caín, después de haber muerto a su hermano, hubiese pedido perdón a Dios, podía estar seguro de alcanzarlo. Si Judas se hubiese arrojado a los pies de Cristo, para suplicarle el perdón, Jesucristo le habría perdonado su culpa cómo a San Pedro.
Más, para terminar, ¿queréis saber por qué permanecemos tanto tiempo en pecado, y nos inquieta tanto el momento en que habremos de acusarnos de él?. Ello es a causa de nuestro orgullo. Si poseyésemos una verdadera humildad, no permaneceríamos en pecado, ni veríamos con temor la hora de acusarnos. Pidamos a Dios el menosprecio de nosotros mismos, y temeremos el pecado, y lo confesaremos tan pronto lo hayamos cometido. Y concluyo diciendo que hemos de pedir a Dios con frecuencia esta hermosa virtud de la esperanza, la cual nos impulsara siempre a ejecutar nuestras acciones sólo con el ánimo de agradar a Dios. Procuremos no desesperar nunca, ni en las enfermedades ni en cualquier otra tribulación. Pensemos que todo ello son bienes que Dios nos envía para merecernos una eterna recompensa.

SEXTO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES
Sobre la comunión
Panis quem ego dabo, caro mea est pro mundi vita.
El pan que os voy a dar, es mi propia carne para la vida del mundo.
            (S. In., VI, 52.)

Si no nos lo dijese el mismo Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha manifestado a les criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para servir de alimento a les almas?. ¡Caso admirable! Un alma tomar cómo alimento a su Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de amor y de bondad de Dios con sus criaturas!... Nos dice San Pablo que el Salvador, al revestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su humillación hasta a anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada Eucaristía. Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos de Dios Y, de consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno reino; en la Penitencia, se nos curan las llagas del alma y volvemos a la amistad de Dios; pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, no solamente recibimos la aplicación de su Sangre preciosa, sino además al mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan que Jesucristo «habiendo amado a los hombres hasta el fin»( Ioan., XIII, 1),  halló el medio de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas y venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino y lo transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus apóstoles, transmitió a todos los sacerdotes la facultad de obrar el mismo milagro cuántas veces pronunciasen las mismas palabras, a fin de que, por este prodigio de amor, pudiese permanecer entre nosotros, servirnos de alimento, acompañarnos y consolarnos. «Aquel, nos dice, que come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente; pero aquel que no coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la vida eterna» (Ioan., VI, 54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar a un tan grande honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero ¡ay!, ¡cuan pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos continuamente en merecerla?. Para daros una idea de la grandeza de aquella dicha, voy a exponeros: 1.° Cuán grande sea la felicidad del que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión, y 2.° Los frutos que de la misma hemos de sacar.

I.-Todos sabéis que la primera disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del Espíritu Santo; y confesar después los pecados, con todas las circunstancias que puedan agravarlos o cambiar de especie, declarándolos tal cómo Dios los dará a conocer el día en que nos juzgue. Hemos de concebir, además, un gran dolor de haberlos cometido, y hemos de estar dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos a cometer. Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo. Ved la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a la Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al Salvador resucitado.
No quiero tomar sobre mi la empresa de mostraros toda la grandeza de este sacramento, ya que tal coca no es dada a un hombre; tan sólo el mismo Dios puede contaros la excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara mayor admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para daros una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser los dones de que participan los que tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión; lo cual es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada Comunión aprovecha no solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a nuestro cuerpo, según ahora vamos a ver.
Leemos en el Evangelio que, por el mero hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la Virgen, en la casa de Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo; San Juan quedo hasta purificado del pecado original, y la madre exclamó: «¿De dónde me viene una tal dicha cual es la que se digne visitarme la madre de mi Dios?» (Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha de aquel que recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel, sino en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón, que durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha de recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría, que, fuera de si, prorrumpió en transportes de amor. «¡Señor! exclamo, ¿qué puedo ahora desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al Salvador del mundo?.... Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.) . Pero considerad aún la diferencia entre recibirlo en brazos y contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del corazón...; ¡Dios mío!, ¡cuan poco conocemos la felicidad de que somos poseedores! ... Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo en deseos de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes acudía, se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX, 5.). Diose prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos preparativos le sugirió su hospitalidad para recibir dignamente al Salvador. Este, al entrar en su casa le dijo: «Hoy ha recibido esta casa la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de Jesús al alojarse en su casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes a los pobres, y, a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc., XIX,8). De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte. Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en casa de San Pedro, este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba poseída de una ardiente fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al momento quedó curada aquella mujer, hasta el punto que les sirvió ya la comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad también a aquella mujer que padecía flujo de sangre; ella se decía: «Si me fuese posible, si tuviese solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos de Jesús, quedaría curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus pies y sanó al instante (Math., IX, 20.). ¿Cual fue la causa porque el Salvador fue a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?...
Pues fue porque había sido recibido muchas veces en casa de aquel joven, con el cual le ligaba una amistad tan estrecha, que Jesús derramó lágrimas ante su sepulcro (Ioan., XI.). Unos le pedían la vida, otros la curación de su cuerpo enfermo, y nadie se marchaba sin ver conseguidos sus deseos. Ya podéis considerar cuan grande es su deseo de conceder lo que se le pide. ¿Que abundancia de gracias nos concedes, cuando Él en persona viene a nuestro corazón, para morar en el durante el resto de nuestra vida?. !Cuánta felicidad la del que recibe la Sagrada Eucaristía con buenas disposiciones!... Quién podrá jamás comprender la dicha del cristiano que recibe a Jesús en su pecho, el cual desde entonces viene a convertirse en un pequeño cielo; él sólo es tan rico cómo toda la corte celestial.
Pero, me diréis, ¿por qué, pues, la mayor parte de los cristianos son tan insensibles e indiferentes a esa dicha hasta el punto de que la desprecian, y llegan a burlarse de los que ponen su felicidad en hacerse de ella participantes? -¡Ay!, Dios mío, ¿qué desgracia es comparable a la suya? Es que aquellos infelices jamás gustaron una gota de esa felicidad tan inefable. En efecto, ¡un hombre mortal, una criatura, alimentarse, saciarse de su Dios, convertirlo en su pan cotidiano!.
¡Oh milagro de los milagros!. ¡Amor de los amores! ...  ¡Dicha de las dichas, ni aún conocida de los Ángeles!... ¡Dios mío!. ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya fe le dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo dentro de su corazón! ...  ¡Dichosa morada la de tales cristianos!..., ¡Qué respeto deberán inspirarnos durante todo aquel día! ¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual habita el mismo Dios en cuerpo y alma! ...
Pero, me dirá tal vez alguno, si es una dicha tan grande el comulgar, ¿por que la Iglesia nos manda comulgar solamente una vez al año?--Este precepto no se ha establecido para los buenos cristianos, sino para los tibios o indiferentes, a fin de atender a la salvación de su pobre alma. En los comienzos de la Iglesia, el mayor castigo que podía imponerse a los fieles era el privarlos de la dicha de comulgar; siempre que asistían a la Santa Misa, recibían también la Sagrada Comunión. ¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar a su pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición! ... ¡Dios mío cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a mano tantos remedios para curarla, y disponiendo de un alimento tan a propósito para conservarle la salud!... Reconozcamos lo con pena, de nada se le priva a un cuerpo que, tarde o temprano, ha de morir y ser pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y tratamos con la mayor crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios... Previendo la Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los llevaría hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en que el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en virtud del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por Pascua y por Pentecostés. Pero, viendo más tarde que los fieles se volvían cada día más indiferentes, acabó por obligarlos a cercarse a su Dios sólo una vez al año. ¡Oh, Dios mío!, ¡que ceguera, que desdicha la de un cristiano que ha de ser compelido por la ley a buscar su felicidad! Así es que, aunque no tengáis en vuestra conciencia otro pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os habréis de condenar. Pero decirme, ¿que provecho vais a sacar dejando que vuestra alma permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito a vuestras palabras, estáis tranquilos y satisfechos ; pero, decidme, ¿donde podéis hallarla esa tranquilidad y satisfacción?. ¿Será porque vuestra alma espera sólo el momento en que la muerte va a herirla para ser después arrastrada al infierno?. ¿Será porque el demonio es vuestro dueño y Señor?. ¡Dios mío!, ¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de aquellos que han perdido la fe!.
Además, ¿por que ha establecido la Iglesia el uso del pan bendito, el cual se distribuye durante la Santa Misa, después de dignificado por la bendición?. Si no lo sabéis, ahora os lo diré. Es para consuelo de los pecadores, y al mismo tiempo para llenarlos de confusión. Digo que es para consuelo de los pecadores, porque recibiendo aquel pan, que está bendecido, se hacen en alguna manera participantes de la dicha que cabe a los que reciben a Jesucristo, uniéndose a ellos por una fe vivísima y un ardiente deseo de recibir a Jesús. Pero es también para llenarlos de confusión: en efecto, si no está extinguida su fe, ¿que confusión mayor que la de ver a un padre o a una madre, a un hermano o a una hermana, a un vecino o a una vecina, acercarse a la Sagrada Mesa, alimentarse con el Cuerpo adorable de Jesús, mientras ellos se privan a si mismos de aquella dicha?. ¡Dios mío y es tanto más triste, cuanto el pecador no penetra el alcance de dicha privación! ..: Todos los Santos Padres están contestes en reconocer que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión, recibimos todo genero de bendiciones para el tiempo y para la eternidad; en efecto, si pregunto a un niño: «¿Debemos tener ardientes deseos de comulgar?-Sí, Padre, me responderá. -Y ¿por qué?-Por los excelentes efectos que la comunión causa en nosotros. -Mas, ¿cuales son estos efectos?-Y el me dirá: la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús, debilita nuestra inclinación al mal, aumenta en nosotros la vida de la gracia, y es para los que la reciben un comienzo y una prenda de vida eterna.»
l.° Digo, en primer lugar, que la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús; unión tan estrecha es esta, que el mismo Jesucristo nos dice: «Quién come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en el; mi Carne es un verdadero alimento, y mi Sangre es verdaderamente una bebida» (Ioan., VI, 58-57) ; de manera que por la Sagrada Comunión la Sangre adorable de Jesús corre verdaderamente por nuestras venas, y su Carne se mezcla con nuestra carne; lo cual hace exclamar a San Pablo: «No soy yo quién obra y quién piensa; es Jesucristo que obra y piensa en mi. No soy yo Quién vive; es Jesucristo Quién vive en mí» (Gal., 11, 20.). Dice San León que, al tener la dicha de comulgar, encerramos verdaderamente dentro de nosotros mismos el Cuerpo adorable, la Sangre preciosa y la divinidad de Jesucristo. Y, decirme, ¿comprendéis toda la magnitud de una dicha tal?. No, solo en el cielo nos será dado comprenderla. ¡Dios mío!, ¡una criatura enriquecida con tan precioso don!...

2.- Digo que, al recibir a Jesús en la Sagrada Comunión se nos aumenta la gracia. Ello es de fácil comprensión, ya que, al recibir a Jesús, recibimos la fuente de todas !as bendiciones espirituales que en nuestra alma se derraman. En efecto, el que recibe a Jesús, siente reanimar su fe; quedamos más y más penetrados de las verdades de nuestra santa religión; sentimos en toda su grandeza la malicia del pecado y sus peligros el pensamiento del juicio final nos llena de mayor espanto, y la pérdida de Dios se nos hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu se fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están inspirados por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más y más. Al pensar que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón experimentamos inmenso placer, y esto nos ata, nos une tan estrechamente con la Divinidad, que nuestro corazón no puede pensar ni desear más que a Dios. La idea de la posesión perfecta de Dios llena de tal manera nuestra mente, que nuestra vida nos parece larga; envidiamos la suerte, no de aquellos que viven largo tiempo, sino de los que salen presto de este mundo para ir a reunirse con Dios para siempre. Todo cuanto es indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos regocija. Tal es el primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión, cuando tenemos nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.

3.º Decimos también que la Sagrada Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se comprende fácilmente. La Sangre preciosa de Jesucristo corre por nuestras venas, y su Cuerpo adorable que se mezcla al nuestro, no pueden menos que destruir, o a lo menos debilitar en alto grado, la inclinación al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan cierto que, después de recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito por las cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra. Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente alguna cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le parezcan suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan puro, a un Dios que es la misma santidad,  ¿no concebirá el horror y la execración más firmes de todo pecado de impureza?. ¿No estará dispuesto a ser despedazado antes que consentir, no ya la menor acción, sino tan sólo el menor pensamiento inmundo?. Un corazón que en la Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo lo criado y que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que murió desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las cosas del mundo, al ver cómo vivió Jesucristo?. Una lengua que hace poco ha sostenido a su Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en palabras inmundas y besos impuros?. No, indudablemente, jamás se atreverá a ello. Unos ojos que hace poco deseaban contemplar a su Criador, mas radiante que el mismo sol, ¿podrían, después de lograr aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros?. Ello no parece posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio mismo?. Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su Salvador, solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba de recibir a Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la venganza contra aquellos que le causaron algún daño?. Indudablemente que no; antes se complacerá en procurarles el mayor bien posible. Por esto decía San Bernardo a sus religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos inclinados al mal, y más al bien, dad por ello gracias a Jesucristo, Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»

4.º Hemos dicho que la Sagrada Comunión es para nosotros aprenda de vida eterna, de manera que ello nos asegura el cielo; estas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión. ¡Si pudiésemos comprender cuanto le place a Jesús venir a nuestro corazón!... ¡Y una vez allí; nunca quisiera salir, no sabe separarse de nosotros, ni durante nuestra vida, ni después de nuestra muerte!-... Leemos en la vida de Santa Teresa que, después de muerta, se apareció a una religiosa acompañada de Jesucristo; admirada aquella religiosa viendo al Señor aparecérsele junto con la Santa, preguntó a Jesucristo por que se aparecía así. Y el Salvador contesto que Teresa había estado en vida tan unida a Él por la Sagrada Comunión, que ahora no sabía separarse de ella. Ningún acto enriquece tanto a nuestro cuerpo en orden al cielo, como la Sagrada Comunión.
¡Cuánta será la gloria de los que habrán comulgado dignamente y con frecuencia!... El Cuerpo adorable de Jesús y su Sangre preciosa, diseminados en todo nuestro cuerpo, se parecerán a un hermoso diamante envuelto en una fina gasa, el cual, aunque oculto, resalta más y más. Si dudáis de ello, escuchad a San Cirilo de Alejandría, Quién nos dice que aquel que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión esta tan unido a Él, que ambos se asemejan a dos fragmentos de cera que se hacen fundir juntos hasta el punto de constituir uno sólo, quedando de tal manera mezclados y confundidos que ya no es posible separarlos ni distinguirlos. ¡Que felicidad la de un cristiano que alcance a comprender todo esto!... Santa Catalina de Sena, en sus transportes de amor exclamaba: «¡Dios mío! ¡Salvador mío! ¡que exceso de bondad con las criaturas al entregaros a ellas con tanto afán! ¡Y al entregaros, les dais también cuanto tenéis y cuanto sois! Dulce Salvador mío, decía ella, os conjuro a que rociéis mi alma con vuestra Sangre adorable y alimentéis mi pobre cuerpo con el vuestro tan precioso, a fin de que mi alma y mi cuerpo no sean más que para Vos, y no aspiren a otra cosa que agradaros y a poseeros». Dice Santa Magdalena de Pazzi que bastaría una sola Comunión, hecha con un corazón puro y un amor tierno, para elevarnos al más alto grado de perfección. La beata Victoria, a los que veía desfallecer en el camino del cielo, les decía : «Hijos míos, ¿por que os arrastráis así en las vías de salvación?. ¿Por que estáis tan faltos de valor para trabajar, para merecer la gran dicha de poderos sentar a la Sagrada Mesa y comer allí el Pan de los Ángeles que tanto fortalece a los débiles?. ¡Si supieseis cuanto endulza este pan las miserias de la vida!, ¡si tan sólo una vez hubieseis experimentado lo bueno y generoso que es Jesús para el que lo recibe en la Sagrada Comunión¡... Adelante, hijos míos, id a comer ese Pan de los fuertes, y volveréis llenos de alegría y de valor; entonces sólo desearéis los sufrimientos, los tormentos y la lucha para agradar a Jesucristo». Santa Catalina de Génova estaba tan hambrienta de este Pan celestial, que no podía verlo en las manos del sacerdote sin sentirse morir de amor: tan grande era su anhelo de poseerlo; y prorrumpía en estas exclamaciones: «Señor, ¡venid a mí! ¡Dios mío, venid a mi, que no puedo más!. ¡Dios mío, dignaos venir dentro de mi corazón, pues no puedo vivir si Vos!. ¡Vos sois toda mi alegría, toda mi felicidad, todo el aliento de mi alma!».
Si pudiésemos formarnos aunque fuese tan sólo una pequeña idea de la magnitud de una dicha tal, ya no desearíamos la vida más que para que nos fuese dado hacer de Jesucristo el pan nuestro de cada día. Nada serian para nosotros todas las cosas creadas, las despreciaríamos para unirnos sólo con Dios, y todos nuestros pasos, todos nuestros actos sólo se dirigirían a hacernos más dignos de recibirle.

II.-Sin embargo, si por la Sagrada Comunión tenemos la dicha de recibir todos esos dones, debemos poner de nuestra parte todo lo posible para hacernos dignos de ellos; lo cual vamos a ver ahora de una manera muy clara. Si pregunto a un niño cuales son las disposiciones necesarias para comulgar bien, esto es, para recibir dignamente el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo, a fin de que con el sacramento recibamos también las gracias que se conceden a los que se hallan en buenas disposiciones, me contestará: «Hay dos clases de disposiciones, unas que se refieren al alma y otras que se refieren al Cuerpo». Cómo Jesús viene al mismo tiempo a nuestro Cuerpo y a nuestra alma, hemos de procurar que uno y otra aparezcan dignos de un tal favor.
1.° Digo que la primera disposición es la que se refiere al cuerpo, o sea, estar en ayunas, no haber comido ni bebido nada, a partir de la medianoche. Si estáis en duda de si era o no medianoche cuando comisteis, tendréis que aplazar la Comunión para otro día (La opinión corriente entre los autores es, que únicamente la infracción cierta del ayuno natural obliga bajo pecado a abstenerse de la Sagrada Comunión (Nota del Trad.). A partir de la nueva discipline, el agua natural no rompe el ayuno eucarístico.). Algunos se acercan a comulgar con esta duda; una tal conducta os expone a cometer un gran pecado, o a lo menos, a no sacar fruto alguno de vuestra Comunión, lo cual es siempre lamentable, sobre todo si fuese el ultimo día del tiempo pascual, de un jubileo o de una gran festividad; así pues debéis absteneros de ello, cualquiera que sea el pretexto. Hay mujeres que, antes de comulgar, no tienen reparo en probar la comida que han de dar a sus pequeñuelos, tomándola en la boca y soltándola en seguida, creyendo que así no quebrantan el ayuno. Desconfiad de este proceder, ya que es muy difícil practicar esto sin que deje de descender algo cuello abajo.

2.°  Digo también que debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean trajes ni adornos ricos, más tampoco deben ser descuidados y estropeados: a menos que no tengáis otro vestido, habéis de presentaros limpios y aseados. Algunos no tienen con que cambiarse; otros no se cambian por negligencia. Los primeros en nada faltan, ya que no es suya la culpa, pero los otros obran mal, ya que ello es una falta de respeto a Jesús, que con tanto placer entra en su corazón. Habéis de venir bien peinados; con el rostro y las manos limpias; nunca debéis comparecer a la Sagrada Mesa sin calzar buenas o malas medias. Mas esto no quiere decir que apruebe la conducta de esas jóvenes que no hacen diferencia entre acudir a la Sagrada Mesa o, concurrir a un baile; no se cómo se atreven a presentarse con tan vanos y frívolos atavíos ante un Dios humillado y despreciado. ¡Dios mío, Dios mío, que contraste!...
La tercera disposición es la pureza del cuerpo. Llámase a este sacramento «Pan de los Ángeles», lo cual nos indica que, para recibirlo dignamente, hemos de acercarnos todo lo posible a la pureza de los Ángeles. San Juan Crisóstomo nos dice que aquellos que tienen la desgracia de dejar que su corazón sea presa de la impureza, deben abstenerse de comer el Pan de los Ángeles pues, de lo contrario, Dios los castigaría. En los primeros tiempos de la Iglesia, al que pecaba contra la santa virtud de la pureza se le condenaba a permanecer tres años sin comulgar; y si recaía, se le privaba de la Eucaristía durante siete años. Ello se comprende fácilmente, ya que este pecado mancha el alma y el cuerpo. El mismo San Juan Crisóstomo nos dice que la boca que recibe a Jesucristo y el cuerpo que lo guarda dentro de sí, deben ser más puros que los rayos del sol. Es necesario que todo nuestro porte exterior de, a los que nos ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande.
Habréis de convenir conmigo en que, si para comulgar son tan necesarias las disposiciones del cuerpo, mucho más lo habrán de ser las del alma, a fin de hacernos merecedores de las gracias de Jesucristo nos trae al venir a nosotros en la Sagrada Comunión. Si en la Sagrada Mesa queremos recibir a Jesús en buenas disposiciones, es preciso que nuestra conciencia no nos remuerda en lo más mínimo, en lo que a pecados graves se refiere; hemos de estar seguros de que empleamos en examinar nuestros pecados el tiempo necesario para poderlos declarar con precisión; tampoco debe remordernos la conciencia respecto a la acusación que de aquellos hemos hecho en el tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo hemos de mantener un firme propósito de poner, con la gracia de Dios, todos los medios para no recaer; es preciso estar dispuesto a cumplir, en cuanto nos sea posible hacerlo, la penitencia que nos ha sido impuesta. Para penetrarnos mejor de la grandeza de la acción que vamos a realizar, hemos de mirar la Sagrada Mesa cómo el tribunal de Jesucristo, ante el cual vamos a ser juzgados.
Leemos en el Evangelio que, cuando Jesucristo instituyo el adorable sacramento de la Eucaristía, escogió para ello un recinto decente y suntuoso (Luc., XXII, 12.), para darnos a entender la diligencia con que debemos adornar nuestra alma con toda clase de virtudes, a fin de recibir dignamente a Jesucristo en la Sagrada Comunión. Y, aún más, antes de darles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, levantóse Jesús de la mesa y lavó los pies a sus apóstoles (Ioan., XIII, 4), para indicarnos hasta qué punto debemos estar exentos de pecado, aún de la más leve culpa, sin afección ni tan sólo al pecado venial. Debemos renunciar plenamente a nosotros mismos, en todo lo que no sea contrario a nuestra conciencia; no resistirnos a hablar, ni a ver, ni a amar en lo íntimo de nuestro corazón a los que en algo hayan podido ofendernos... Mejor dicho, cuando vamos a recibir el Cuerpo de Jesucristo en la Sagrada Comunión es preciso que nos hallemos en disposición de morir y comparecer confiadamente ante el tribunal de Jesús. Nos dice San Agustín: «Si queréis comulgar de manera que vuestro acto sea agradable a Jesús, es necesario que os halléis desligados de cuando le pueda disgustar en lo más mínimo»,... San Pablo nos encomienda a todos que purifiquemos más y más nuestras almas antes de recibir el Pan de los Ángeles, que es el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo» (Cor., XI. 28.); ya que, si nuestra alma no estar del todo pura, nos atraeremos toda suerte de desgracias en este mundo y en el otro. Dice San Bernardo: «Para comulgar dignamente, hemos de hacer cómo la serpiente cuando quiere beber. Para que el agua le aproveche, arroja primero su veneno. Nosotros hemos de hacer lo mismo cuando queramos recibir a Jesucristo, arrojemos nuestra ponzoña en el pecado, el cual envenena nuestra alma y a Jesucristo; pero, nos dice aquel gran Santo, es preciso que lo arrojemos de veras. Hijos míos, exclama, no emponzoñeis a Jesucristo en vuestro corazón».
Si, los que se acercan a la Sagrada Mesa sin haber purificado del todo su corazón, se exponen a recibir el castigo de aquel servidor que se atrevió a sentarse a la mesa sin llevar el vestido de bodas. El dueño ordenó a sus criados que le prendiesen, le atasen de pies y manos y le arrojasen a las tinieblas exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de la muerte dirá Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón sin haberse convertido: «¿Por que osasteis recibirme en vuestro corazón, teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de perseverar. Ya hemos visto que Jesucristo, cuando quiso dar a los apóstoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para indicarles la pureza con que debían recibirle, llegó hasta lavarles los pies. Con lo cual quiere mostrarnos que jamás estaremos bastante purificados de pecados veniales. Cierto que el pecado venial no es causa de que comulguemos indignamente; pero si lo es de que saquemos poco fruto de la Sagrada Comunión. La prueba de ello es evidente: mirad cuántas comuniones hemos hecho en nuestra vida; pues bien, ¿hemos mejorado en algo?. -La verdadera causa está en que casi siempre conservarnos nuestras malas inclinaciones, de las cuales rara vez nos enmendamos. Sentimos horror a esos grandes pecados que causan la muerte del alma; pero damos poca importancia a esas leves impaciencias, a esas quejas que exhalamos cuando nos sobreviene alguna pena, a esas mentirillas de que salpicamos nuestra conversación: todo esto lo cometemos sin gran escrúpulo. Habréis de convenir conmigo en que, a pesar de tantas confesiones y comuniones, continuáis siendo los mismos y que vuestras confesiones, desde hace muchos años, no son más que una repetición de los mismos pecados, los cuales, aunque veniales, no dejan por esto de haceros perder una gran parte del mérito de la Comunión. Se os oye decir, y con razón, que no sois mejores ahora de lo que erais antes; más, ¿Quién os estorba la enmienda?... Si sois siempre los mismos, es ciertamente porque no queréis intentar ni un pequeño esfuerzo en corregiros; no queréis aceptar sufrimiento alguno, ni veis con gusto que nadie os contradiga; quisierais que todo el mundo os amase y tuviese en buena opinión, sin reparar que esto es muy difícil. Procuremos trabajar, para destruir todo cuanto pueda desagradar a Dios en lo más mínimo, y veremos cuan velozmente nuestras comuniones nos harán marchar por el camino del cielo; y cuanto más frecuentes y numerosas sean, más desligados nos veremos del pecado y más cercanos a nuestro Dios.
Dice Santo Tomas que la pureza de Jesucristo es tan grande, que el menor pecado venial le impide unirse a nosotros con la intimidad que Él desearía. Para recibir plenamente a Jesús, es, pues, preciso poner en la mente y en el corazón una gran pureza de intención. Algunos, al comulgar, tienen los ojos fijos en el mundo, y piensan o bien que se los apreciara, o bien que se los despreciara: actos realizados de esta suerte poca cosa valen. Otros comulgan por costumbre o rutina en determinados dial o festividades.
 Estas son unas comuniones muy pobres, puesto que les falta pureza de intención. Los motivos que han de llevarnos a la Sagrada Mesa, son: 1.° Porque Jesucristo nos lo ordena, bajo pena de no alcanzar la vida eterna ; 2.° La gran necesidad que de la Comunión tenemos para fortalecernos contra el demonio; 3°. Para desligarnos de esta vida y unirnos más y más a Dios. Decimos que para tener la gran dicha de recibir a Jesucristo, dicha tan grande que con ella llegamos a causar envidia a los Ángeles... (ellos pueden mirarle, adorable cómo nosotros, pero no pueden recibirle cual le recibimos nosotros, privilegio que en alguna manera nos coloca en un nivel superior a los Ángeles)... Considerando esto, huelga ponderar la pureza y el amor con que debemos presentarnos a recibir a Jesús. Hemos de comulgar con la intención de recibir las gracias de que estamos necesitados. Si nos falta la paciencia, la humildad, la pureza, en la Sagrada Comunión hallaremos todas estas virtudes y las demás que a un cristiano le son necesarias. 4.- Hemos de acercarnos a la Sagrada Mesa para unirnos a Jesús, a fin de transíormarnos en Él, lo cual acontece a todos los que le reciben santamente. Si comulgamos frecuente y dignamente, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros pasos y nuestras acciones, se encaminan al mismo objeto que los de Jesucristo cuando moraba aquí en la tierra. Amamos a Dios, nos conmovemos ante las miserias espirituales y hasta temporales del prójimo, evitamos el poner afición a las cosas de la tierra; nuestro corazón y nuestra mente no piensan ni suspiran más que por el cielo.
Para hacer una buena Comunión, es preciso tener una viva fe en lo que concierne a este gran misterio; siendo este Sacramento un «misterio de fe», hemos de creer con firmeza que Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía, y que está allí vivo y glorioso cómo en el cielo. Antiguamente, el Sacerdote, antes de dar la Sagrada Comunión, sosteniendo en sus dodos la Santa Hostia, decía en alta voz: « ¿Creeis que el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo están verdaderamente en este Sacramento? ». Y entonces respondian a coro los fieles: «Si, lo creemos» (S. Ambrosio, De Sacramentts, lib. IV, cap. 5.). ¡Qué dicha la de un cristiano, sentarse a la mesa de las virgenes y comer el Pan de los fuertes!...Nada hay que nos haga tan temibles al demonio cómo la Sagrada Comunión, y aún más, ella nos conserva no sólo la pureza del alma sino también la del cuerpo. Ved lo que acontecio a Santa. Teresa: se había hecho tan agradable a Dios recibiendo tan digna y frecuentemente a Jesús en la Comunión, que un día se le aparecio Jesucristo, y le dijo que le complacía tanto su conducta que, si no existiese el cielo, crearía uno exclusivamente para ella. Vemos en su vida que un día, fiesta de Pascua, después de la Sagrada Comunión, quedó tan enajenada en sus arrobamientos de amor a Dios que, al volver en si, encontrose la boca llena de sangre de Jesús, que parecía salir de sus venas; lo cual le comunicó tanta dulzura y delicia que creyó morir de amor. «Vi, dice ella, a mi Salvador, y me dijo: Hija mia, quiero que esta Sangre adorable que te causa un amor tan ardiente, se emplee en tu salvación; no temas que jamás haya de faltarte mi misericordia. Cuando derramé mi sangre preciosa, sólo experimenté dolores y amarguras; más tú, al recibirla, experimentarás tan sólo dulzura y amor ». En muchas ocasiones, cuando la Santa comulgaba bajaba del cielo una multitud de Ángeles, que hallaba sus delicias en unirse a ella para alabar al Salvador que Teresa guardaba encerrado en su corazón. Muchas veces viose a la Santa sostenida por los Ángeles, en una alta tribuna, junto a la Sagrada Mesa.
¡Oh !, si una sola vez hubiésemos experimentado la grandeza de esta felicidad, no tendriamos que vernos tan instados para venir a hacernos participes de la misma.
Santa Gertrudis pregunto un día a Jesús que era preciso hacer para recibirle de la manera más digna posible. Jesucristo le contestó que era necesario un amor igual al de todos los santos juntos, y que el sólo deseo de tenerlo sería ya recompensado. ¿Queréis saber cómo debéis portaros cuando vais a recibir al Señor: Durante el tiempo de preparación, conversad con Jesús, el cual reina ya en vuestro corazón; pensad que va a bajar sobre el altar, y que de allí vendrá a vuestro corazón para visitar a vuestra alma y enriquecerla con toda clase de dones y prosperidades. Debéis acudir a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, a fin de que todos rueguen a Dios, y os alcancen la gracia de recibirle lo más dignamente posible. Aquel día habéis de acudir con gran puntualidad a la Santa Misa y oírla con más devoción que nunca. Nuestra mente y nuestro corazón debieran mantenerse siempre al pie del tabernáculo, anhelar constantemente la llegada de tan feliz momento, y no ocupar los pensamientos en nada terreno, sino solamente en los del cielo, quedando tan abismados en la contemplación de Dios que parezcan muertos para el mundo. No habéis de dejar de poseer vuestro devocionario o vuestro rosario, y rezar con el mayor fervor posible las oraciones adecuadas, a fin de reanimar en vuestro corazón la fe, la esperanza y un vivo amor-a Jesús, Quién dentro de breves momentos va a convertir vuestro corazón en su tabernáculo o, si queréis, en un pequeño cielo. ¡Cuánta felicidad, cuanto honor, Dios mío, para unos miserables cual nosotros. También hemos de testimoniarle un gran respeto. ¡Un ser tan indigno y pequeño!... Pero al mismo tiempo abrigamos la confianza de que se apiadará, a pesar de todo, de nosotros. -Después de haber rezado las oraciones indicadas, ofreced la Comunión por vosotros y por los demás, según vuestras particulares intenciones; para acercaros a la Sagrada Mesa, os levantareis con gran modestia, indicando así que vais a hacer algo grande; os arrodillaréis y, en presencia de Jesús Sacramentado, pondréis todo vuestro esfuerzo en avivar la fe, a fin de que por ella sintáis la grandeza y excelsitud de vuestra dicha. Vuestra mente y vuestro corazón deben estar sumidos en el Señor. Cuidad de no volver la cabeza a uno y otro lado, y,  con los ojos medio cerrados y las menos juntas, rezaréis el «Yo pecador». Si aún debieseis aguardaros algunos instantes; excitad en vuestro corazón un ferviente amor a Jesucristo, suplicándole con humildad que se digne venir a vuestro corazón miserable.
Después que hayáis tenido la inmensa dicha de comulgar, os levantaréis con modestia, volveréis a vuestro sitio, y os pondréis de rodillas, cuidando de no tomar en seguida el libro o rosario; ante todo, deberéis conversar unos momentos con Jesucristo, al fin tenéis la dicha de albergar en vuestro corazón, donde, durante un cuarto de hora, está en cuerpo y alma cómo en su vida mortal. ¡Oh, felicidad infinita !Quién podrá jamás comprenderla! ... ¡Ay!, ¡cuán pocos penetran su alcance!... Después de haber pedido a Dios todas las gracias que para vosotros y para los demás deseéis, podéis tomar vuestro devocionario. Habiendo ya rezado las oraciones para después de la Comunión, llamaréis en vuestra ayuda a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, para dar juntos gracias a Dios por la favor que acaba de dispensaros. Habéis de andar con mucho cuidado en no escupir, a lo menos hasta después de haber transcurrido cosa de media hora desde la Comunión. No saldréis de la iglesia al momento de terminar la santa Misa, sino que os aguardareis algunos instantes para pedir al Señor fortaleza en cumplir vuestros propósitos... Si os queda durante el día algún rato libre, lo emplearéis en la lectura de algún libro devoto, o bien practicando la visita al Santísimo Sacramento, para agradecerle la gracia que os ha dispensado por la mañana. Debéis, finalmente, ejercer gran vigilancia sobre vuestros pensamientos, palabras y acciones, a fin de conservar la gracia de Dios todos los días de vuestra vida.
¿Que deberemos sacar de Aquí?... No otra cosa sino una firme convicción de que toda nuestra dicha consiste en llevar una vida digna de recibir con frecuencia a Jesús en nuestro pecho, ya que así podemos confiadamente esperar el cielo, que a todos deseo...

SEPTIMO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES
SOBRE LA VIRTUD VERDADERA Y FALSA
 A fructibus eorum coguoscetis eos.
Por sus frutos los conoceréis.
         (S. Mal., VII, 16.)

Jesucristo no podía darnos señales más claras y seguras para conocer a los buenos cristianos y distinguirlos de los malos, que indicándonos la manera de conocerlos, a saber, juzgarlos por sus obras, y no por sus palabras. «El árbol bueno, nos dice, no puede llevar frutos malos, así cómo un árbol malo no los puede llevar buenos» (Matth., VII, 18.). Un cristiano que sólo tenga una falsa devoción, una virtud afectada y meramente exterior, a pesar de todas sus precauciones para disfrazarse, no habrá de tardar en dar a conocer los desórdenes de su corazón, ya por las palabras, ya por las obras. Nada más común, que esa virtud aparente, que conocemos con el nombre de hipocresía. Pero no más deplorable es que casi nadie quiere reconocerla. ¿Tendremos que dejar a esos infelices en un estado tan deplorable que los precipite irremisiblemente al infierno?. No, intentemos a lo menos hacer que se den cuenta, en alguna manera, de su situación. Pero, ¡Dios mío! ¿Quién querrá reconocerse culpable?. ¡Ay!, ¡casi nadie!, servirá, pues, este sermón para confirmarlos más y más en su ceguera?. A pesar de todo, quiero hablaros cual si mis palabras os hubiesen de aprovechar.
Para daros a conocer el infeliz estado de esos pobres cristianos, que tal vez se condenan haciendo el bien, por no acertar en la manera de hacerlo, voy a mostraros: 1.° Cuales son las condiciones de !a verdadera virtud ; 2.° Cuales son los defectos de la virtud aparente. Escuchad con atención esta plática, ya que ella puede serviros mucho en todo lo que hagáis para servir a Dios.
Si me preguntáis por que hay tan pocos cristianos que obren con la intención exclusiva de agradar a Dios, ved la razón de ello. Es porque la mayor parte de los cristianos se hallan sumidos en la más espantosa ignorancia, lo cual hace que todo su obrar sea meramente humano. De manera que, si comparaseis sus intenciones con las de los paganos, ninguna diferencia encontraríais. ¡Dios mío!, ¡cuántas buenas obras se pierden para el cielo!. Otros, que ya cuentan con mayores luces, no buscan más que la estima de los hombres, procurando disfrazar todo lo posible su estado espiritual: su exterior parece excelente, al paso que «su interior esta lleno de inmundicia y de doblez» (Matth., XXIII,27-28.). En el día del juicio veremos cómo la religión de la mayor parte de los cristianos no fue más que una religión de capricho o de rutina, es decir, dominada por la humana inclinación, y que fueron muy pocos los que en sus actos buscaron únicamente a Dios.
Ante todo, hemos de advertir que un cristiano que quiera trabajar con sinceridad para su salvación, no debe contentarse con practicar buenas obras; debe saber además por que las hace, y la manera de practicarlas.
En segundo lugar, hay que tener presente que no basta parecer virtuoso a los ojos del mundo, sino que debemos tener la virtud en el corazón. Si me preguntáis ahora, cómo podremos conocer la verdadera virtud, cómo estaremos ciertos de que ella nos habrá de llevar al cielo, Aquí vais a verlo: atended bien, grabad en vuestro corazón estas enseñanzas, para que así podáis conocer el mérito y la bondad de cada una de vuestras acciones.
Para que una obra sea agradable a Dios, debe reunir tres condiciones: primera, que sea interior y perfecta; segunda, debe ser humilde y sin atender a la propia estimación; tercera, debe ser constante y perseverante. Si en todos vuestros actos halláis estas tres condiciones, tened la seguridad de que trabajáis para el cielo.
I.-Hemos dicho que debe ser interior no basta con que aparezca al exterior. Es preciso que radique en el corazón, y que únicamente la caridad sea su principio y su alma, pues nos dice San Gregorio que todo cuanto pide Dios de nosotros ha de tener por fundamento el amor que le debemos. Nuestro exterior, pues, no debe ser más que un instrumento para manifestar lo que pasa en nuestro interior. Así, pues, siempre que nuestros actos no reconocen por origen un movimiento del corazón, obramos hipócritamente a los ojos de Dios.
Al mismo tiempo decimos que la virtud ha de ser perfecta: o sea, que no hay bastante con aficionarnos a la práctica de algunas virtudes porque se avienen con nuestras inclinaciones; debemos practicarlas todas, es decir, todas las compatibles con nuestro estado. Nos dice San Pablo que, para nuestra santificación, debemos hacer abundante provisión de toda clase de buenas obras. Según esto, veremos que hay muchas personas que se engañan en la práctica del bien, y van derechos al infierno. Son muchos los que ponen toda su confianza en alguna virtud, la cual practican porque su inclinación los lleva a ello; por ejemplo : una madre vivirá muy confiada porque reparte algunas limosnas, practica con asiduidad sus oraciones, frecuenta los sacramentos, y hasta lee libros piadosos; pero ella misma ve sin inquietarse cómo sus hijos van dejando las practicas de piedad y se apartan de los sacramentos. Sus hijos no cumplen con la Pascua; más su madre les permite concurrir a veces a lugares de placer, a bailes, a bodas, a reuniones mundanas; le gusta que sus hijas figuren en sociedad, pues cree que, si no frecuentan esos sitios mundanos, pasaran inadvertidas y no tendrán ocasión de colocarse ventajosamente. No hay duda que así pasarían más inadvertidas, pero para los libertinos; no tendrían ocasión de establecerse con aquellos que después las van a maltratar cual viles esclavas. Mas lo que preocupa a esa madre es verlas bien acomodadas, verlas en compañía de jóvenes de posición. Y con esto y algunas oraciones y buenas obras que práctica, la infeliz se figura andar por el camino del cielo. Pobre madre, sois una ciega, una hipócrita; no poseéis más que una apariencia de virtud. Andáis confiada porque practicáis la visita al Santísimo Sacramento: no hay duda que es ello una obra buena; pero vuestra hija está en el baile, vuestra hija se deja ver en el café en compañía de gente libertina, de cuyas bocas salen con frecuencia las más inmundas torpezas; vuestra hija, por la noche, está donde no debiera estar. Vamos, madre ciega y reprobada, salir de aquí, dejad vuestras oraciones; ¿ no veis que vuestra conducta se asemeja a la de los judíos, quienes doblaban la rodilla ante Jesús, sólo para simular que le adoraban?. ¡Venís a adorar al buen Dios, mientras vuestros hijos están a punto de crucificarle!. ¡Pobre ciega!, no sabéis ni lo que decís, ni lo que hacéis; vuestra oración no es más que una injuria inferida a Dios Nuestro Señor. Comenzad saliendo en busca de vuestra hija que está perdiendo su alma; después podréis venir aquí para implorar de Dios vuestra conversión.
Un padre cree hacer bastante manteniendo el orden dentro de su casa, no quiere oír juramentos ni palabras torpes: esto está muy bien; pero no tiene escrúpulo en dejar que sus hijos frecuenten las casas de juego, las ferias, fiestas y lugares de placer. Este mismo padre permite que sus obreros trabajen en domingo, bajo cualquier pretexto, tal vez solamente para no contrariar a sus colonos o jornaleros. Sin embargo, le veréis en el templo, adorando al Señor con gran devoción, sin distraerse, tal vez postrado humildemente ante la divina presencia. Dime, amigo, ¿con qué ojos piensas mirará Dios a tales personas?. Vamos, hijo mío, estás ciego; vete a instruirte acerca de tus deberes, y después podrás venir a ofrecer a Dios tus oraciones. ¿No ves cómo tu papel es semejante al de Pilatos, que reconocía a Jesús y, con todo, le condenó?. Veréis a esotro muy caritativo, repartiendo muchas limosnas, conmovido por las miserias del prójimo: muy buenas obras son esas; pero deja que sus hijos crezcan en la mayor ignorancia, tal vez sin saber lo más esencial para salvarse. Vamos, amigo mío, sois un ciego; vuestras limosnas y vuestra conmiseración os llevan, a grandes pasos, al infierno. El de más allá posee las mejores cualidades, está dispuesto a servir a todo el mundo; pero no puede sufrir ni a su mujer, ni a sus hijos, a quienes llena de injurias y tal vez de malos tratos. Vamos, amigo, nada vale vuestra religión. Otro se creerá muy bueno, porque no blasfema, ni roba, ni se deja dominar por la impureza; pero no se inquieta ni hace el más mínimo esfuerzo por corregir aquellos pensamientos de odio, de venganza, de envidia, de celos, que le asaltan todos los días. Vuestra religión, amigo mío, no puede dejar de perderos. Veremos a otros, aficionados a toda suerte de prácticas de piedad, los cuales se hacen grande escrúpulo de omitir ciertas oraciones que acostumbran rezar; se creerán perdidos si no pueden comulgar en determinados días en que tienen costumbre de hacerlo; pero los tales se impacientaran, murmuraran a la menor contrariedad; una palabra que no habrá sido de su gusto les hará sentir aversión por el que la pronunció; miran a su prójimo con malos ojos, no le guardan las consideraciones debidas, siempre se creen injustamente tratados por sus vecinos. Vamos, pobres hipócritas, id a convertiros; después podréis recurrir a los sacramentos, ya que en vuestro estado, sin daros cuenta, no hacéis más que profanarlos con vuestra mal entendida devoción.
Muy laudable es que un padre reprenda a sus hijos cuando ofenden a Dios; pero ¿será digno de alabanza el que no enmiende en sí mismo los defectos de que reprende a sus hijos? No, indudablemente: ¡ese padre tiene una religión falsa, la cual le mantiene en la más miserable ceguera!. Digno de alabanza es el dueño que reprende los vicios de sus criados; pero ¿podremos alabarle cuando le oímos a el mismo jurar y blasfemar porque las cosas no le salen cómo quisiera? No, este es un hombre que nunca ha conocido la religión ni los deberes que ella impone. Veremos a otro, con gesto de varón prudente e instruido, reprender los defectos que nota en su vecino; pero, ¿qué vamos a pensar de él al verle cargado de otros tantos o muchos más?. «¿Cómo se explica tal comportamiento, nos dice San Agustín, si no es por ser él un hipócrita, que no conoce la religión?». Vamos, amigo; eres un fariseo, tus virtudes son falsas virtudes; todo cuando haces, y que a ti te parece bueno, no sirve más que para engañarte. A ese joven, le veremos asistir asiduamente a los oficios y hasta frecuentar los sacramentos; pero ¿no le vemos también concurriendo a las tabernas y casas de juego?. Aquella joven no faltará de cuando en cuando a la Sagrada Mesa; pero tampoco faltara en los salones de baile, y en las reuniones donde jamás debería entrar un cristiano. Anda, pobre hipócrita, anda, fantasma de cristiano, día vendrá en que veras que sólo has trabajado para tu perdición. El cristiano que desea de veras salvarse, no se contenta con guardar un sólo mandamiento o con cumplir un determinado número de obligaciones, sino que observa fielmente todos los mandamientos de la ley de Dios, y cumple además con todas las obligaciones de su estado.
II.-Hemos dicho, en segundo lugar, que nuestra virtud debe ser humilde, sin mirar a la propia estimación. Nos recomienda Jesucristo «que nuestras obras nunca sean hechas con intención de buscar la alabanza de los hombres», (Matth., VI, 1.); si queremos que se nos recompense por ellas, hemos de ocultar en todo lo posible el bien que Dios ha puesto en nosotros. para evitar que el demonio del orgullo nos arrebate todo el mérito de nuestras buenas obras. -Más, pensaréis tal vez vosotros, cuando obramos bien, lo hacemos por Dios y no por el mundo. -No sé, amigo mío; muchos se engañan en este punto; creo que no habría de ser difícil mostraros cómo vuestra religión esta más en lo exterior que en lo íntimo de vuestra alma. O si no, decidme, ¿no es cierto que apenaría menos el que se hiciese público que ayunáis en los días señalados, que no si se divulgase que dejáis de observarlos?. ?No es cierto que os disgustaría menos que os viesen repartir limosnas, que no si os hallasen sustrayendo algo a vuestro vecino?. Prescindamos en este caso del escándalo. Suponiendo que a veces oráis y a veces juráis, no es verdad que más os gustará ser visto haciendo lo primero que lo segundo?. ¿No es verdad que preferís que os vean ocupado en vuestras oraciones, o dando buenos consejos a vuestros hijos, a que os oigan cuando los incitáis a vengarse de sus enemigos? - Sí, no hay duda, diréis vos, todo esto no me apenaría tanto. - ¿Y por qué esto, sino porque practicamos falsamente la religión y somos unos hipócritas?. Y no obstante, vemos que los santos hacían todo lo contrario; ¿por qué esto, sino porque conocían ellos su religión y no buscaban sino humillarse, a fin de tener propicia la misericordia del Señor?. ¡Cuántos cristianos sólo son religiosos por inclinación, por capricho, por rutina y nada más! - Esto es muy fuerte, me diréis. - Sí, no hay duda, es esto bastante fuerte; pero es la pura verdad. Para haceros concebir el más grande horror de ese maldito pecado de la hipocresía, voy a mostraros a donde conduce dicho crimen, por un ejemplo muy digno de ser grabado en vuestro corazón.
Leemos en la historia que San Palemón y San Pacomio llevaban una vida muy santa. Una noche mientras estaban en vela y tenían encendido fuego, les sorprendió un solitario que quiso pasar con ellos la noche. Le recibieron con deferencia, y cuando comenzaban a orar juntos ante el buen Dios; dijo aquel a sus compañeros: «Si tenéis fe, atreveros a permanecer de pie sobre estos carbones encendidos, rezando lentamente la oración dominical». Aquellos santos varones, al oír la proposición de aquel solitario, pensando que sólo un orgulloso o un hipócrita podía hablar así: «Hermano mío, le dijo San Palemon, rogad a Dios; sois víctima de una tentación; guardaos mucho de cometer una tal locura, ni de proponernos jamás semejante cosa. ¡Vuestro Salvador nos ha dicho que no hemos de tentar a Dios, y es precisamente tentarle el pedir un milagro de esta suerte». El infeliz hipócrita, en vez de aprovecharse de aquel buen consejo, se ensoberbeció aún más por la vanidad de sus pretendidas buenas obras; avanzó osadamente, y permaneció de pie sobre el fuego sin que nadie se lo mandase, sólo por instigación del demonio, enemigo de los hombres..: Dios, a Quién el orgullo había expulsado de aquel corazón, por un secreto y espantoso juicio, permitió al demonio que librase a su víctima de los efectos del fuego, lo cual acabó de exaltar su ceguera, creyéndose ya perfecto y un gran santo. Al día siguiente por la mañana, se despidió de los dos anacoretas, reprendiéndoles su falta de fe: «Ya habéis visto de lo que es capaz aquel que tiene fe.» Pero, ¡ay !, pasado algún tiempo, viendo el demonio que aquel infeliz era ya suyo, y temiendo perderle, quiso asegurarse de su víctima, y poner el sello a su reprobación. Tomó la figura de una mujer realmente vestida, llamó a la puerta de la celda de aquel solitario, diciéndole que se hallaba perseguida por sus acreedores, que temía un atropello por no tener con que pagar, así es que, conociendo el carácter caritativo del solitario, a él recurría. «Os suplico, dijo ella, que me admitáis en vuestra celda, para librarme así del peligro.» Aquel infeliz, después de haber abandonado a Dios y de haberse dejado arrancar por el demonio los ojos del alma, no acertó a ver el peligro que corría; así pues, la admitió en su celda. Poco después se sintió fuertemente tentado contra la santa virtud de la pureza, y admitió los pensamientos que el demonio le sugería. Se fue acercando a aquella pretendida mujer, que era el demonio, y llegó hasta a tocarla. Entonces el demonio se arrojo sobre el solitario, cogióle, y le arrastró un buen trecho por el camino, golpeándole y maltratándole en tal forma, que su cuerpo quedo enteramente molido. Dejóle el demonio tendido en tierra, donde quedo sin sentido por mucho tiempo. Pasados algunos días, algo repuesto ya del percance, arrepentido de la culpa, fue otra vez a visitar a aquellos dos solitarios, para comunicarles lo que le había acontecido. Después de haberles narrado en caso, con lágrimas en los ojos, les dijo: Padres míos, debo confesar que todo ello me aconteció solamente por mi culpa; yo sólo fui la causa de mi perdición, pues no era más que un orgulloso, un hipócrita, que pretendía pasar por más bueno que lo que realmente era. Os ruego encarecidamente me socorráis con el auxilio de vuestras oraciones, pues temo que, si el demonio vuelve a cogerme, me hace trizas» (Vida de los Padres del desierto, t. I, pág. 256).
Cuántas personas; a pesar de practicar muchas obras buenas, se pierden por no conocer cómo debieran su religión. Algunos se entregarán a la oración, y pasta frecuentarán los sacramentos; pero al mismo tiempo conservarán siempre los mismos vicios, y acabarán por familiarizarse con Dios y con el pecado. ¡Ay!, ¡cuán grande es el número de esos infelices!. Mirad a aquel que parece ser un buen cristiano, hacedle observar que con su proceder esta perjudicando a alguien, hacedle notar sus defectos, convencedle de alguna injusticia consentida quizás en lo íntimo de su corazón; pronto le veréis montar en cólera y aborreceros. El odio y el enojo se apoderarán del él... Mirad a otro : porque no le juzgáis digno de acercarse a la Sagrada Mesa, os contestará enojado, y concentrará contra vos su odio, cual si hubieseis sido causa de que le sobreviniera algún mal. Otros, en cuanto les acaece alguna pena o contrariedad, en seguida abandonan los sacramentos y las funciones piadosas. Cuando un feligrés tiene alguna cuestión con su párroco, en seguida germina el odio en su corazón, sin considerar que lo que le habrá advertido su pastor iba encaminado al bien de su alma. Desde aquel momento sólo hablará mal del párroco, se complacerá oyendo murmurar de él, y echará a mala parte todo cuanto del sacerdote se diga. ¿De donde proviene esto?. Es porque aquella persona posee sólo una falsa devoción, y nada más. En otra ocasión, será uno a Quién habréis negado la absolución o la Sagrada Comunión; miradle cómo se revuelve contra su confesor, a Quién tratará peor que a un demonio. Y no obstante, de ordinario le veréis servir a Dios con fervor y os hablará de las cosas santas cual un ángel en cuerpo humano. ¿Por qué tanta inconstancia?. Porque es un hipócrita que no se conoce ni se conocerá tal vez nunca, y, con todo, no quiere ser tenido por tal.
A otros veréis que, bajo el pretexto de que tienen alguna apariencia de virtud, si uno se encomienda en sus oraciones para obtener alguna gracia, en cuanto habrán hecho algunas oraciones, en seguida os preguntaran si se ha conseguido lo que pidieron. Si sus oraciones no fueron oídas, las redoblan con más ahínco: llegan a creerse capaces de obrar milagros. Pero si no se alcanzó lo que pedían, los veréis desanimados, llegando a perder toda afición a orar. Anda, ciego infeliz, jamás te conociste, no eres más que un hipócrita. A otro oiréis hablar de Dios con gran ardor; si aplaudís su celo, llegará a derramar lágrimas, pero si le decís algo que no sea de su gusto, en seguida levantará la cabeza; más, no atreviéndose a mostrarse tal cual es, os guardará un odio perdurable en su corazón.¿Por que esto, sino porque su religión es sólo de capricho y esta supeditada a sus inclinaciones?. Engañáis al mundo y os engañáis a vosotros mismos; pero a Dios no le engañáis; y Él os hará ver un día cómo sólo fuisteis un hipócrita.¿ Queréis saber lo que es la falsa virtud?. Aquí tenéis un ejemplo. Leemos en la historia que un solitario se fue a encontrar a San Serapio para encomendarse en sus oraciones; San Serapio le dijo que rogase por él, pero el otro le respondió, con palabras que revelaban la mayor humildad, que no merecía tanta dicha, pues era un gran pecador. El Santo le dijo entonces que se sentase a su lado, más el contestó que era indigno de ello. Al llegar a este punto, el Santo, para conocer si aquel solitario era tal cómo quería aparentar, le dijo: «Creo, amigo mío, que harías mejor permaneciendo en vuestra soledad, que no vagando por el desierto cual hacéis». Esta palabras le encolerizaron en gran manera. «Amigo mío, repuso el Santo, acabáis de decirme que sois un gran pecador, hasta el punto que os considerabais indigno de sentaros a mi lado, y ahora, porque os dirijo unas palabras llenas de caridad, dais ya rienda suelta a vuestra cólera. Vamos, amigo mío, no poseéis mas que una falsa virtud, o mejor, no poseéis ninguna».(Vida de los Padres del desierto, t. 11, pág. 417.). ¡Cuántos cristianos hay semejantes a este infeliz!, por sus palabras parecen santos, pero, a la menor expresión que no sea de su gusto, los vemos ya fuera de sí, poniendo al descubierto la miseria de su alma.
Si, por una parte, vemos cuan grande sea este pecado, por otra vemos también cómo Dios lo castiga con mucho rigor, según voy a mostraros ahora con un ejemplo. Leemos en la Sagrada Escritura (II Reg., XIV.), que el rey Jeroboam envió a su mujer al encuentro del profeta Abias, a fin de consultarle acerca de la enfermedad de su hijo. Para ello hizo que su mujer se disfrazase y presentase toda la apariencia de una persona de gran piedad. Usó de este artificio, por temor de que el pueblo no se diese cuenta de que consultaba al profeta del verdadero Dios y le echase en cara la falta de confianza en sus ídolos. Mas, si podemos engañar a los hombres, no podemos engañar a Dios. Cuando aquella mujer entró en la morada del profeta, sin que el la viese, le dijo en alta voz: «Mujer de Jeroboam, ¿por qué finges ser otra de la que eres?. Ven, hipócrita, voy a anunciarte una mala noticia de parte del Señor. Sí, una mala noticia, escúchala: el Señor me ha ordenado decirte que va a precipitar sobre la casa de Jeroboam toda suerte de males; hará que perezcan hasta los animales; los de la casa que mueran en el campo, serán comidos de los pájaros, y los que mueran en la ciudad serán comidos de los perros. Anda, mujer de Jeroboam, anda a anunciar esto a tu marido. Y en el mismo momento en que pondrás los pies en la ciudad, tu hijo morirá». Todo aconteció tal como había predicho el profeta del Señor; ni uno sólo escapo a la venganza divina.
Ya veis la manera cómo el Señor castiga el pecado de hipocresía. Cuántas personas, engañadas por el demonio sobre este punto, no solamente pierden todo el mérito de sus buenas obras, sino que ellas vienen a convertirse en motivo de condenación. Sin embargo, debo advertiros que no es la magnitud de las acciones lo que les da magnitud de mérito, sino la pureza de intención con que las practicamos. El Evangelio nos presenta un claro ejemplo a este respecto. Refiere San Marcos (Marc., XII, 41-44.) que, habiendo entrado Jesús en el templo, se colocó frente al cepillo donde se echaban las limosnas. Observo allí la manera cómo el pueblo echaba el dinero; vio a muchos ricos que ofrecían grandes cantidades; pero vio también a una pobre viuda que se acerco humildemente al lugar aquel y metió solamente dos piezas de moneda pequeña. Entonces Jesucristo llamó a sus apóstoles, y les dijo: «Aquí veis mucha gente que ha puesto considerables limosnas en el cepillo, más fijaos también en esa pobre viuda que no ha echado más que dos óbolos; ¿que pensáis de tal diferencia?. Juzgando según las apariencias, creeréis tal vez que los ricos tienen más mérito, pero yo os digo que esa viuda ha dado más que nadie, ya que los ricos dieron de lo que les sobra, pero esa pobre mujer ha dado de lo que le es necesario; la mayor parte de los ricos en sus dádivas buscaron la estimación de los hombres para que se los considere mejores de lo que son, al paso que esa viuda ha dado solamente con la intención de agradar a Dios». Ejemplo admirable que nos enseña con que pureza de intención y con qué humildad hemos de realizar nuestras obras, si queremos que sean merecedoras de recompensa. Cierto que Dios no nos prohíbe ejecutar nuestros actos delante de los hombres; pero quiere también que, en los motivos de nuestras acciones, para nada entre el mundo y que sólo a Él sean consagradas.
Por otra parte, ¿por qué quisiéramos parecer mejor de lo que somos, sacando al exterior una bondad que no poseemos realmente?. Porque nos gusta ver alabado lo que hacemos; estamos celosos de esta forma del orgullo y nos sacrificamos para procurárnosla; es decir, sacrificamos nuestro Dios, nuestra alma y nuestra eterna felicidad. ¡Dios mío, cuánta ceguera!, ¡maldito pecado de hipocresía, cuántas almas arrastras al infierno, con actos que, ejecutados rectamente, las llevarían seguramente al cielo!. ¡Ay!, son muchos los cristianos que no se conocen ni desean conocerse; siguen su rutina, sus costumbres, más no quieren oír la voz de la razón; son ciegos y caminan ciegamente. Si un sacerdote intenta hacerles conocer su estado, no lo escuchan, o bien, si aparentan fijar su atención en lo que les dice, después no se preocupan en lo más mínimo de ponerlo en práctica. Este es el más desgraciado y tal vez el más peligroso estado que imaginarse pueda.

III.-Hemos dicho que la tercera condición necesaria a la virtud, era la perseverancia en el bien. No hemos de contentarnos con obrar el bien durante un tiempo determinado: es decir, orar, mortificarnos, renunciar a la voluntad propia, sufrir los defectos de los que nos rodean, combatir las tentaciones del demonio, sostener los desprecios y calumnias, vigilar todos los movimientos de nuestro corazón; debemos continuar todo esto hasta la muerte, si queremos ser salvos. Dice San Pablo que hemos de ser firmes e inquebrantables en el servicio de Dios, trabajando todos los días de nuestra vida en la santificación de nuestra alma, con la convicción de que nuestro trabajo será tan sólo premiado si perseveramos hasta el fin. «Es preciso, nos dice, que ni las riquezas, ni la pobreza, ni la salud, ni la enfermedad, sean capaces de hacernos abandonar la salvación del alma, separándonos de Dios; pues hemos de tener por cierto que Dios sólo coronará las virtudes que habrán perseverado hasta la muerte»(Rom., VIII, 38.).
Esto es lo que vemos de una manera admirable en el Apocalipsis, en la persona de un obispo tan santo en apariencia que hasta Dios hace el elogio de sus actos. «Conozco, le dice, todas las buenas obras que has practicado, todas las penas que has experimentado, la paciencia que has tenido, no ignoro que no puedes sufrir la maldad y que has soportado todos tus trabajos por la gloria de mi nombre; sin embargo, debo reprenderte en una cosa: y es que has abandonado tu primer fervor, no eres lo que habías sido en otro tiempo. Acuérdate hasta que punto has venido a menos, y vuelve a tu primer fervor mediante una pronta penitencia; de lo contrario lo rechazare y serás castigado» (Apoc., 11, 1-5.). Decidme, ¿cuál deberá ser nuestro temor, viendo las amenazas que el mismo Dios dirige a aquel obispo por haberse relajado un poco?. ¡Ay!, ¿qué es de nosotros aún después de nuestra conversión?. En vez de progresar cada vez más, ¡que flojedad, que indiferencia!. No, Dios no puede sufrir esa perpetua inconstancia, en la que pasamos sucesivamente de la virtud al vicio y del vicio a la virtud. Decidme, ¿no es ésta vuestra conducta, no es ésta vuestra manera de vivir?. ¿Que es vuestra vida miserable sino una serie continuada de pecados y virtudes?. ¿Acaso no os confesáis hoy de los pecados, pare recaer en ellos mañana y quizá el mismo día?. ¿No es cierto que, después de haber prometido formalmente dejar a las personas que os indujeron al mal, volvisteis a su compañía en cuanto tuvisteis ocasión?. ¿No es cierto que, después de haberos acusado de trabajar en domingo, volvéis a las andadas cómo si tal cosa?. ¿No es verdad que prometisteis a Dios no volver al baile, a la taberna, al juego, y habéis recaído en todas esas culpas?. ¿Por qué esto, sino porque practicáis una religión falsificada, una religión de rutina, una religión regulada por vuestras inclinaciones, más no arraigada en el fondo de vuestro corazón?. Anda, amigo mío, eres un inconstante. Anda, hermano mío, toda lo devoción está falsificada; en todo cuanto practicas, eres un hipócrita y nada más: el primer lugar de tu corazón no lo ocupa Dios, sino el mundo y el demonio. ¡Ay! ¡cuántas personas parecen durante algún tiempo amar de veras a Dios, más en seguida le abandonan! ¿Que cosa halláis dura y penosa en el servicio de Dios, que os haya podido decidir a dejarlo para seguir el mundo? Si Dios os hace la merced de dejaros conocer vuestro estado, no podréis menos que llorar vuestro extravío, reconociendo el engaño de que fuisteis víctimas. La causa de no haber perseverado, fue porque el demonio sentía mucho haberos perdido; puso en juego toda su astucia, y os ha reconquistado, con la esperanza de guardaros para siempre. ¡Cuántos apostatas que renunciaron a su religión!. ¡Cristianos sólo de nombre!. Pero, me diréis, ¿cómo vamos a conocer que nuestra religión está en el corazón, es decir, que tenemos una religión que no se ve jamás desmentida?. Ahora lo veréis, atended bien y vais a conocer si la vuestra ha sido tal cómo Dios la quiere para que os conduzca al cielo. El que tiene una virtud verdadera, no cambia ni se conmueve por nada, cual un peñasco en medio del mar azotado por las olas embravecidas. Que se os desprecie, que se os calumnie, que se burlen de vosotros, que os traten de hipócritas, de falsos devotos: nada de esto os quita la paz del alma; tanto amáis a los que os insultan cómo a los que os alaban; no dejéis por esto de hacerles bien y de protegerlos, aunque hablen mal de vosotros; continuáis en vuestras oraciones, en vuestras confesiones, en vuestras comuniones, continuáis asistiendo a la santa Misa cómo si nada ocurriese. Y para que comprendáis mejor esto, escuchad un ejemplo. Se refiere que en una parroquia había un joven que era un modelo de virtud. Asistía casi todos los días a la santa Misa y comulgaba con frecuencia. Otro joven, envidioso de la estimación en que era tenido aquel compañero suyo, aprovechando la ocasión en que ambos se hallaban en compañía de un vecino que tenía una tabaquera de oro, el envidioso la sustrajo del bolsillo del vecino y la deposito, disimuladamente, en el del joven bueno. Hecho esto, con gran naturalidad pidió a aquel que le dejase ver su hermosa tabaquera. Buscóla el en sus bolsillos, pero inútilmente. Entonces prohibióse salir a nadie del recinto aquel, sin ser previamente registrado. La tabaquera fue encontrada en el bolsillo de aquel joven que era un modelo de virtud. Al ver esto la gente, comenzó a tratarle de ladrón, haciendo hincapié en su religión y llamándole hipócrita y falso devoto. El joven, viendo que el cuerpo del delito había sido hallado en su bolsillo, comprendió que no tenía defensa, y sufrió todo aquello como venido de la mano de Dios. Al pasar por las calles, al salir de la iglesia donde iba a oír Misa o a comulgar, todos cuántos le veían le insultaban llamándole hipócrita, falso devoto y ladrón. Esto duró mucho tiempo. A pesar de ello, continuó siempre sus ejercicios de devoción, sus confesiones, sus comuniones y todas sus prácticas, cual si la gente le mirara con el mayor respeto. Pasados algunos años, el infeliz que había sido causa de aquello, cayó enfermo, y entonces confesó, delante de cuántos se hallaban presentes, haber sido él la causa de todo el mal que del joven se había hablado, ya que aquél era un santo, más el por envidia, a fin de lograr su descrédito, le había metido aquella tabaquera en el bolsillo.
Pues bien, a esto se llama una religión verdadera, esta es una religión que ha echado raíces en el alma. Decidme, ¿cuántos cristianos, de los que pasan por devotos, imitarían a aquel joven si se les sujetase a tales pruebas?. ¡Ay!, ¡cuántas quejas, cuántos resentimientos, cuántos pensamientos de venganza!, no se detendrían ante la maledicencia ni la calumnia, y aún tal vez algunos acudirían a los tribunales de justicia... En casos tales, el ofendido o víctima se desata contra la religión, la desprecia, habla mal de ella; ya no quiere orar, ni oír la Santa Misa, no sabe lo que se hace, procura hacer girar la conversación sobre su caso y alegar todo cuanto pueda justificarle, y al mismo tiempo acumula en su memoria todo el mal que el ofensor ha obrado en su vida, para contarlo a los demos. ¿Por que todo esto, sino porque tenemos una religión de capricho y de rutina, o por mejor decir, porque no somos sino unos hipócritas, dispuestos a servir a Dios solamente cuando todo marcha a nuestro gusto?.¡Ay!, todas esas virtudes que vemos brillar en muchos cristianos, se asemejan a una flor de primavera: sécanse al primer soplo de viento cálido.
Hemos dicho, además, que vuestra virtud para ser verdadera, ha de ser constante: es decir, que debemos permanecer fervorosos y unidos a Dios, lo mismo en la hora del desprecio y del sufrimiento, que en la del bienestar y prosperidad. Esto es lo que hicieron todos los santos; mirad esa multitud de mártires arrostrando todo cuanto la rabia de los tiranos pudo inventar, y no obstante, lejos de relajarse, se unían más y más a Dios. Ni los tormentos, ni los desprecios con que se los insultaba lograban hacerles mudar de vivir.
Mas tengo para mi que el mejor modelo que a este respecto puedo presentaros es el santo varón Job, agobiado por las duras pruebas que Dios le enviara. El Señor dijo un día a Satan: «¿ De dónde vienes?» -«Vengo, contestó, de dar la vuelta por el mundo.»- «¿Has visto al buen varón Job, hombre sin igual en la tierra, por su sencillez y rectitud de corazón?». El demonio le contestó: «No es difícil que os ame y os sirva fielmente, pues le colmáis con toda suerte de bendiciones; ponedlo a prueba, y veremos si se mantiene fiel». El Señor contestó: «Te concedo sobre él todo poder, menos el de quitarle la vida». El demonio, lleno de alegría, con la esperanza de inducir a job a quejarse de su Dios, comenzó destruyéndole todas sus riquezas que eran inmensas. Ahora veréis lo que hizo el demonio para probarlo. Esperando arrancarle alguna blasfemia o a lo menos alguna queja, le causó, uno después de otro, toda suerte de contratiempos, de percances y de desgracias, a fin de no darle ocasión ni de respirar. Un día, mientras se hallaba tranquilo en su casa, llego uno de sus criados lleno de espanto. «Señor, le dijo, vengo para anunciaros una gran catástrofe todo vuestro ganado de carga y trabajo acaba de caer en manos de unos bandidos, los cuales, además, han asesinado a todos vuestros servidores; solamente yo he podido escapar para venir a daros cuenta del percance.» Aún no había terminado, cuando llego otro mensajero, más espantado que el primero y dijo: «¡Ay !, Señor, una tempestad horrorosa se ha desencadenado sobre nosotros, el fuego del cielo ha devorado vuestros rebaños y ha abrasado a vuestros pastores; sólo yo he conservado la vida para venir a comunicaros la desgracia». Aún estaba este hablando, cuando llego un tercer mensajero, pues el demonio no quería dejarle tiempo para respirar ni volver sobre si. Con gran sentimiento dijo: «Hemos sido atacados por unos ladrones, que se llevaron vuestros camellos y a los siervos que los conducían; sólo yo, huyendo, he podido librarme del ataque, para venir a daros cuenta del mismo». A estas palabras llego un cuarto emisario, el cual, con lágrimas en los ojos, dijo: «Señor, ¡ya no tenéis hijos!... mientras estaban comiendo juntos, un tremendo huracán ha derrumbado la casa, y los ha aplastado a todos entre los escombros, así como a los criados; sólo yo me he salvado por milagro». Cuando le estaban narrando tal cúmulo de males según el mundo, no hay duda que Job hubo de sentirse movido a compasión por la muerte de sus hijos. Al instante quedo abandonado de todos: cada cual huyo por su lado, y quedó el sólo con el demonio, Quién abrigaba aún la esperanza de que tantos males le llevarían a la desesperación, o a lo menos a quejarse con alguna impaciencia; pues, por sólida que sea la virtud, no nos hace insensibles a los males que experimentamos; los santos no tienen, ciertamente, un corazón de mármol. Aquel santo varón recibe en un momento los golpes más sensibles para un poderoso del mundo, para un rico y para un padre de familia. En un sólo día, de príncipe y, por consiguiente, del más feliz de los hombres, quedó convertido en un miserable, lleno de toda clase de infortunios, privado de lo que más amaba en esta vida. Prorrumpiendo en llanto, se postra, la faz en tierra ; pero ¿que hace?, ¿se queja?, ¿murmura?. No. La Sagrada Escritura nos dice que adora y respeta la mano que le golpea; ofrece a Señor el sacrificio de su familia y de sus riquezas; y lo ofrece con la más generosa, perfecta y entera resignación, diciendo: «El Señor, autor de todos mis bienes, es también su dueño; todo ha acontecido porque ésta era su santa voluntad; sea bendito su santo nombre en todo memento» (Job., I.).
¿Que opináis de este ejemplo?, ¿es ésta una virtud sólida, constante y perseverante?. ¿Podremos creernos virtuosos, cuando, a la primera prueba que el Señor nos envía, nos quejamos, y con frecuencia llegamos a abandonar su santo servicio?. Pero aún no habían terminado las penas del santo varón; viendo el demonio que nada había logrado, atacó a su misma persona; su cuerpo quedo cubierto de llagas, su carne se deshacía en jirones. Mirad también a San Eustaquio, cuánta constancia en soportar los sufrimientos que Dios le enviara para ponerlo a prueba!.
¡Ay!, ¡cuán escasos son los cristianos que en tales trances no cayesen en la tristeza, en la murmuración y aún quizás en la desesperación!, que no maldijeran su suerte, o hasta tal vez llegaran a manifestar su odio a Dios, diciendo: «¡Que es lo que hicimos para que se nos trate de esta manera!». ¡Ay!, ¡cuánta virtud fingida, puramente exterior, y desmentida a la menor prueba!.
De aquí hemos de concluir que nuestra virtud, para que sea sólida y agradable a Dios, ha de radicar en el corazón, ha de buscar sólo a Dios, y ocultar cuanto sea posible, sus actos al mundo. Hemos de andar con cuidado en no desfallecer en el servicio de Dios; antes al contrario, debemos marchar siempre adelante, ya que por este medio los Santos aseguraron su eterna bienaventuranza.

DOMINGO NOVENO DESPUES DE PENTECOSTES
SOBRE LAS LÁGRIMAS DE JESUCRISTO
Videns Iesus civitatem, flevit super illam.
   Jesús, al ver la ciudad, lloró sobre ella.
           (S. Lucas, XIX, 41.)

Alentrar Jesucristo en la ciudad de Jerusalen, lloró sobre ella, diciendo: «Si conocieses, al menos, las gracias que vengo a ofrecerte y quisieses aprovecharte de ellas, podrías recibir aún el perdón; más la ceguera ha llegado a un tal exceso, que todas éstas gracias sólo van a servirte para endurecerte y precipitar tu desgracia; has asesinado a los profetas y dado muerte a los hijos de Dios; ahora vas a poner el colmo en aquellas crímenes dando muerte al mismo Hijo de Dios». Ved lo que hacia derramar tan abundantes lágrimas a Jesucristo al acercarse a la ciudad. En media de aquellas abominaciones, presentía la perdida de muchas almas incomparablemente más culpables que los judíos, ya que iban a ser machos más favorecidos que ellos lo fueron en cuanto a gracias espirituales. Lo que más vivamente le conmovió fue que, a pesar de los méritos de su pasión y muerte, con los cuales se podrían rescatar mil mundos mucho mayores que el que habitamos, la mayor parte de los hombres iban a perderse. Jesús veía ya de antemano a todos los que en los siglos venideros despreciarían sus gracias, o sólo se servirían de ellas para su desdicha. ¿Quién, de los que aspiran a conservar su alma digna del cielo, no temblara al considerar esto?. ¿Seremos por ventura del número de aquellos infelices?. ¿Se refería a nosotros Jesucristo, cuando dijo llorando: si mi muerte y mi sangre no sirven para vuestra salvación, a lo menos ellas encenderán la ira de mi Padre, que caerá sobre vosotros por toda una eternidad?. ¡Un Dios vendido!... ¡Un alma reprobada!... ¡Un cielo rechazado!...
¿Será posible que nos mostremos insensibles a tanta desdicha ?... ¿Será posible que, a pesar de cuanto ha hecho Jesucristo para salvar nuestras almas, nos mostremos nosotros tan indiferentes ante el peligro de perderlas?... Para sacaros de una tal insensibilidad, voy a mostraros: 1.° Lo que sea un alma; 2.° Lo que ella cuesta a Jesucristo; y 3:° Lo que hace el demonio para perderla.
1.-Si acertáramos a conocer el valor de nuestra alma, ¿con qué cuidado la conservaríamos?. ¡Jamás lo comprenderemos bastante!. Querer mostraros el gran valor de un alma, es imposible a un mortal; sólo Dios conoce todas las bellezas y perfecciones con que ha adornado a un alma. Únicamente os diré que todo cuanto ha creado Dios: el cielo, la tierra y todo lo que contienen, todas esas maravillas han sido creadas para el alma. El catecismo nos da la mejor prueba posible de la grandeza de nuestra alma.
Cuando preguntamos a un niño: ¿que quiere decir que el alma humana ha sido creada a imagen de Dios?. Esto significa, responde el niño, que el alma, cómo Dios, tiene la facultad de conocer, amar, y determinarse libremente en todas sus acciones. Ved aquí el mayor elogio de las cualidades con que Dios ha hermoseado nuestra alma, creada por las tres Personas de la. Santísima Trinidad, a su imagen y semejanza. Un espíritu, como Dios, eterno en lo futuro, capaz, en cuanto es posible a una criatura, de conocer todas las bellezas y perfecciones de Dios; un alma que es objeto de las complacencias de las tres divinas Personas; un alma que puede sacrificar a Dios en todas sus acciones; un alma, cuya ocupación toda será cantar las alabanzas de Dios durante la eternidad; un alma que aparecerá radiante con la felicidad; que del mismo Dios procede; un alma cuyas acciones son tan libres que puede dar su amistad o su amor a quién le plazca; puede amar a Dios o dejar de amarle; más, si tiene la dicha de dirigir su amor hacia Dios, ya no es ella quién obedece a Dios, sino el mismo Dios quién parece complacerse en hacer la voluntad de aquella alma (Ps. CXLIV, 19.). Y hasta podríamos afirmar que, desde el principio del mundo, no hallaremos una sola alma que, habiéndose entregado a Dios sin reserva, Dios le haya denegado nada de lo que ella deseaba. Vemos que Dios nos ha creado infundiéndonos unos deseos tales, que, de lo terreno, nada hay capaz de satisfacerlos. Ofreced a un alma todas las riquezas y todos los tesoros del. mundo; y aún no quedará contenta; habiéndola creado Dios para sí, sólo Él es capaz de llenar sus insaciables deseos. Sí, nuestra alma puede amar a Dios, y ello constituye la mayor de todas las dichas. Amándole, tenemos todos los bienes y placeres que podamos desear en la tierra y en el cielo (Ps. LXXII, 25.). Además, podemos servirle, es decir, glorificarle en cada uno de los actos de nuestra vida. No hay nada, por insignificante que sea, en que no quede Dios glorificado, si lo hacemos con objeto de agradarle. Nuestra ocupación, mientras estamos en la tierra, en nada difiere de la de los Ángeles que están en el cielo: la sola diferencia esta en que nosotros vemos todos los bienes divinales solamente con los ojos de la fe.
Es tan noble nuestra alma, desde su nacimiento esta dotada de tan bellas cualidades, que Dios no la ha querido confiar más que a un príncipe de la corte celestial. Nuestra alma es tan preciosa a los ojos del mismo Dios, que, a pesar de toda su sabiduría, no halló el Señor otro alimento digno de ella que su adorable Cuerpo, del cual quiere hacer su pan cotidiano; ni otra bebida digna de ella que la Sangre preciosa de Jesús. Tenemos un alma a la cual Dios ama tanto, nos dice San Ambrosio, que, aunque fuese sola en el mundo, Dios no habría creído hacer demasiado muriendo por ella; y aún cuando Dios, al crearla, no hubiese hecho también el cielo, habría creado un cielo para ella sola, cómo manifestó un día a Santa Teresa. «Me eres tan agradable, le dijo Jesucristo, que, aunque no existiese el cielo, crearía uno para ti sola». «¡Oh, Cuerpo mío, exclama San Bernardo, cuan dichoso eres al albergar un alma adornada con tan bellas cualidades!. ¡Todo un Dios, con ser infinito, hace de ella el objeto de todas sus complacencias!» Si, nuestra alma esta destinada a pasar su eternidad en el mismo seno de Dios. Digámoslo de una vez: nuestra alma es algo tan grande, que sólo Dios la excede. Un día Dios permitió a Santa Catalina ver un alma. La Santa hallola tan hermosa que prorrumpió en estas exclamaciones: «Dios mío, si la fe no me enseñase que existe un sólo Dios, pensaría que es una divinidad, ya no me extraña, Dios mío, ya no me admira que hayáis muerto por un alma tan bella!».
Si, nuestra alma en el porvenir será eterna como el mismo Dios. No vayamos más lejos, uno se pierde en este abismo de grandeza. Atendiendo únicamente a esto, os invito a pensar si deberemos admirarnos de que Dios, perfecto conocedor de su muerte, llorase tan amargamente la perdida de un alma. Y podéis considerar también cual habrá de ser nuestra diligencia por conservar todas sus bellezas. Es tan sensible Dios a la pérdida de un alma, que la lloro antes que tuviese ojos para derramar lágrimas; valiose de los ojos de sus profetas para llorar la perdida de nuestras almas. Bien manifiesto lo hallamos en el profeta Amos. «Habiéndome retirado a la obscuridad, nos dice, considerando la espantosa multitud de crímenes que el pueblo de Dios cometía cada día, viendo que la cólera de Dios estaba a punto de caer sobre él y que el infierno abría sus fauces para tragárselo, los congregue a todos, y temblando de pavor, les dije, en medio de amargas lágrimas: ¡Hijos míos!, ¿sabéis en que me ocupo noche y día?. ¡Ay!, me estoy representando vivamente vuestros pecados, en medio de la mayor amargura de mi corazón. Si por fuerza..., rendido por la fatiga, llego a adormecerme, al punto vuelvo a despertar sobresaltado, exclamando, con los ojos bañados en lágrimas y el corazón partido de dolor: Dios mío, Dios mío, ¿habrá en Israel algunas almas que no os ofendan. Cuando esta triste y deplorable idea llena mi imaginación, expreso al Señor mis sentimientos, y gimiendo amargamente en su Santa presencia, le digo: ¡Dios mío!, que medio hallare para obtener el perdón de ese pueblo infeliz?. Oíd lo que me ha contestado el Señor: Profeta, si quieres alcanzar el perdón de ese pueblo ingrato, ve, corre por las calles y las plazas; haz resonar en ellas los más amargos llantos y gemidos; entra en las tiendas de los comerciantes y artesanos; llégate hasta los lugares donde se administra justicia; sube a la cámara de los grandes y entra en el gabinete de los jueces; di a todos cuántos hallares dentro y fuera de la ciudad: «¡Infelices de vosotros !, ¡infelices de vosotros, que pecasteis contra el Señor!».Aún no hay bastante con esto; buscaras el auxilio de cuántos sean capaces de llorar, para que unan sus lágrimas a las tuyas, sean vuestros gritos y gemidos tan espantosos que llenen de consternación los corazones de los que os oigan, para que así abandonen el pecado y lo lloren hasta la sepultura, y con esto comprendan cuanto me duele la perdida de sus almas».
El profeta Jeremías, va aún más lejos. Para mostrarnos cuan sensible sea a Dios la perdida de un alma, ved lo que nos habla en un momento en que se halla arrebatado por el espíritu del Señor: «¡Dios mío !; Dios mío!, ¿que va a ser de mi?, me habéis encargado la vigilancia de un pueblo rebelde, de una nación ingrata, que no quiere escucharos, ni someterse a vuestros preceptos; ¡ay!, ¿que haré?, ¿que partido tomaré?. Ved lo que me ha contestado el Señor: «Para manifestarles cuan sensiblemente conmovido me hallo por la perdida de sus almas, toma tus cabellos, arráncalos de la cabeza, arrójalos lejos de ti, por haberme, el pecado de ese pueblo forzado a abandonarle, por haber entrado ya mi furor en el interior de sus almas». Cuando la cólera del Señor esta inflamada por el pecado que anida en nuestro corazón, sobreviene entonces la peor y más terrible enfermedad. «Pero, Señor, le dijo el Profeta, ¿que podré hacer para desviar de vuestro pueblo las miradas de vuestra ira?. -Toma un saco por vestido, dijo el Señor, cubre de ceniza tu cabeza, y llora sin cesar y tan copiosamente, que tu rostro quede bañado en lágrimas; llora amargamente, hasta que los pecados queden anegados en llanto» (Ier., VII, 29.) . ¿Veis cuan sensible sea a Dios la perdida de nuestras almas?. Por lo dicho os podéis hacer cargo de la desventura que representa perder un alma a quién Dios ama tanto, cuando, no teniendo aún los ojos corpóreos para llorar su desgracia, pide prestados los de sus profetas. Nos dice el Señor por su profeta Joel.: «¡Llorad la pérdida de las almas, cómo un joven esposo llora la de su esposa, en quién veía cifrada toda su dicha y todo su consuelo!» (Joel, 1, 8.).
Nos dice San Bernardo que hay tres cosas capaces de hacernos llorar; más sólo una es capaz de hacer meritorias nuestras lágrimas, a saber, llorar nuestros pecados o los de nuestros hermanos; todo lo demás son lágrimas profanas, criminales, o a lo menos, infructuosas. Llorar la pérdida de un pleito injusto, o la muerte de un hijo: lágrimas inútiles. Llorar por vernos privados de un placer carnal: lágrimas criminales. Llorar por causa de una larga enfermedad: lágrimas infructuosas e inútiles. Pero llorar la muerte espiritual del alma, el alejamiento de Dios, la perdida del cielo: «¡Oh, lágrimas preciosas, nos dice aquel gran Santo, mas cuán raras sois!, ¿Por qué esto, sino porque no sentís la magnitud de vuestra desgracia, para el tiempo y para la eternidad?. ¡Ay! es el temor de aquella pérdida lo que ha despoblado el mundo para llenar los desiertos v los monasterios de tantos cristia­nos penitentes; los tales comprendieron mucho mejor que nosotros que, al perder el alma, todo está perdido, y que ella debía de ser muy preciosa cuando el mismo Dios hacía de la misma tanta estima. Sí, los santos aceptaron tantos sufrimientos, a fin de conservar su alma digna del cielo.

II.--Hemos dicho, en segundo lugar, que, para conocer el precio de nuestra alma, no tenemos más que considerar lo que Jesucris­to hizo por ella. ¿Quién de nosotros podrá jamás comprender cuánto ama Dios a nues­tra alma, pues ha hecho por ella todo cuanto es posible a un Dios para procurar la fe­licidad de una criatura?: Para sentirse más obligado a amarla, la quiso crear a su ima­gen y semejanza; a fin de que, contemplán­dola, se contemplase a si mismo. Por eso vemos que da a nuestra alma los nombres más tiernos y más capaces de mostrar el amor hasta el exceso. La llama su hija, su hermana, su amada, su esposa, su única, su paloma (Cant., II, 10; IV, 9; V, 2, etc,). Más no está aun todo aquí: el amor se manifiesta mejor con actos que con palabras. Mirad su diligencia en bajar del cielo para tomar un cuerpo semejante al nuestro; desposándose con nuestra natura­leza, se ha desposado con todas nuestras miserias, excepto el pecado; o mejor, ha que­rido cargar sobre sí toda la justicia que su Padre pedía de nosotros. Mirad su anona­damiento en el misterio de la Encarnación; mirad su pobreza: por nosotros nace en un establo; contemplad las lágrimas que sobre aquellas pajas derrama, llorando de antemano nuestros pecados; mirad la sangre que sale de sus venas bajo el cuchillo de la cir­cuncisión; vedle huyendo a Egipto como un criminal; mirad su humildad, y su sumi­sión a sus padres; miradle en el jardín de los Olivos, gimiendo, orando y derramando lágrimas de sangre; miradle preso, atado y agarrotado, arrojado en tierra, maltratado con los pies y a palos por sus propios hijos; contempladle atado a la columna, cubierto de sangre; su pobre cuerpo ha recibido tantos golpes, la sangre corre con tanta abundan­cia, que sus verdugos quedan cubiertos de ella; mirad la corona de espinas que atra­viesa su santa y sagrada cabeza; miradle con la cruz a cuestas caminando hacia la montaña del Calvario: cada paso, una caída; miradle clavado en la cruz, sobre la cual se ha tendido É1 mismo, sin que de su boca salga la menor palabra de queja. ¡Mirad las lágrimas de amor, que derrama en su agonía, mezclándose con su sangre adorable!. ¡Es verdaderamente un amor digno de un Dios todo amor!. ¡Con ello nos muestra toda la estima en que tiene a nuestra alma!. ¿Bastará todo esto para que comprendamos lo que ella vale, y los cuidados que por ella hemos de tener?.
Si una vez en la vida tuviésemos la suerte de penetrarnos bien de la belleza y del valor de nuestra alma, ¿no estaríamos dispuestos, cómo Jesús a sufrir todos los sacrificios por conservarla?. ¡Cuan hermosa, cuan preciosa es un alma a los ojos del mismo Dios!. ¿Cómo es posible que la tengamos en tan poca estima y la tratemos más duramente que al más vil de los animales?. ¿Que ha de pensar el alma conocedora de su belleza y de sus altas cualidades, al verse arrastrada a las torpezas del pecado?. ¡Cuando la arrastramos por el fango de los más sucios deleites, sintamos el horror que de sí misma debe concebir un alma que no ve sobre ella otro ser que al mismo Dios! ... Dios mío, ¿es posible que hagamos tan poco caso de una tal belleza?.
Mirad en qué viene a convertirse un alma que tiene la desgracia de caer en pecado. Cuando esta en gracia de Dios la tomábamos por una divinidad; más ¡cuando esta en pecado!... El Señor permitió un día a un profeta ver un alma en estado de pecado, y nos dice que parecía el cadáver corrompido de una bestia, después de haber sido arrastrado ocho días por las calles y expuesto a los rigores del sol. Ahora sí que podemos decir con el profeta Jeremías: «Ha caído la gran Babilonia, y se ha convertido en guarida de demonios» (Apoc., XVIII, 2; Ier., 11, 8.). Cuan bella es un alma cuando tiene la dicha de estar en gracia de Dios!. Si, ¡solamente Dios puede conocer todo su precio y todo su valor!.
Ved también cómo Dios ha instituido una religión para hacerla feliz en este mundo, mientras llega la hora de darle mayor felicidad en la otra vida. ¿ Por que ha instituido los sacramentos?. ¿No es, por ventura, para curarla cuando tiene la desgracia de contagiarse con las miasmas del pecado, o bien para fortalecerla en las luchas que debe sostener?. ¡Mirad a cuántos ultrajes se ha expuesto Jesús por ella!. ¡Cuan a menudo son violados sus preceptor!. ¡Cuántas veces son profanados sus sacramentos, cuántos sacrilegios se cometen al recibirlos!. Pero no importa; aún conociendo Jesús todos los insultos que debía recibir, por el amor de las almas no pudo contenerse... mejor dicho, Jesucristo amó y ama tanto a nuestra alma, que, si preciso fuera morir segunda vez, gustosa lo haría. Ved cuan diligente se muestra en acudir en nuestro auxilio cuando estamos agobiados por la pena o por la tristeza; mirad los cuidados que se toma en favor de los que le aman; mirad la multitud de santos a quienes Él alimentó milagrosamente. ¡Ah!, si llegásemos a comprender lo que es un alma, lo mucho que Dios la ama, y cuan abundantemente la recompensara durante toda la eternidad, nos portaríamos cómo se portaron los santos: ni las riquezas, ni los placeres, ni la muerte misma serian capaces de hacérnosla vender al demonio. Mirad toda la multitud de mártires, cuántos tormentos arrostraron para no perderla; vedlos subir a los cadalsos y entregarse en manos de los verdugos con una alegría increíble.
Tenemos de ello un admirable ejemplo en la persona de Santa Cristina, virgen y mártir. Esta Santa ilustre era natural de la Toscana. Su padre, que era gobernador, fue su propio verdugo. El motivo de su enojo fue el haber su hija hecho desaparecer todos los ídolos que él adoraba en su propia casa; la joven los hizo añicos para vender el metal y, de su producto, repartir limosnas a los pobres cristianos. Este acto enfureció de tal manera a su padre, que al momento la entrego en manos de los verdugos, los cuales, obedeciendo las ordenes que les dio, la azotaron barbadamente y la atormentaron con crueldad nunca vista. Su pobre cuerpo estaba cubierto de sangre. El padre ordenó que con unos garfios de hierro le desgarrasen sus carnes. Los verdugos llegaron a tanto que dejaron al descubierto muchos huesos de su cuerpo; más el vivo dolor que experimento, lejos de abatir su valor y turbar la paz de su alma, le dio fuerzas para arrancar, sin vacilar, su propia carne y ofrecerla a su padre por si quería comerla. Un gesto tan sorprenderte, en vez de conmover el corazón de aquel padre tan bárbaro, sólo sirvió para encolerizarle más: entonces la hizo encerrar en una cárcel horrorosa, cargada de hierros y cadenas; la lleno de dicterios y maldiciones, y anunciole que se le preparaban nuevos tormentos; más aquella joven santa, que no contaba más de diez años, no se conturbó. Algunos días después, el padre la hizo salir de la prisión y mando atarla a una rueda algo elevada sobre el suelo, la cual fue rociada de aceite por todos sus lados; y debajo de la misma mando el tirano encender una gran hoguera, a fin de que, al dar vueltas la rueda, el cuerpo de aquella inocente criatura sufriese a la vez doble suplicio. Pero un gran milagro impidió que se lograse el efecto: el fuego respetó la pureza de la virgen, no causando ningún daño al cuerpo; antes al contrario, el fuego se revolvía contra los idólatras, y abraso en sus llamas a un considerable número de ellos. Al ver el padre aquellos prodigios, faltóle poco para morir de despecho. No pudiendo aguantar aquella afrenta, y viéndose impotente para llevar a cabo la venganza que intentaba, condujo nuevamente a su hija a la cárcel; mas tampoco allí le faltó auxilio: un ángel bajó al calabozo para consolarla y curar todas sus llagas. El enviado de Dios le comunicó nuevas fuerzas. Habiendo llegado a conocimiento de aquel padre desnaturalizado este nuevo milagro, resolvió ordenar una última tentativa. Mandó al verdugo que atase una piedra al cuello de su hija, y la arrojase al lago. Más Dios, que supo preservarla de las llamas, la libró también de las aguas: el mismo Ángel que la había asistido en la prisión la acompaño sobre el agua y la condujo tranquilamente hasta la orilla, donde la encontraron tan sana como antes de arrojarla al lago. Viendo el padre que todo cuanto ordenaba para hacerla sufrir de nada le servía, murió de rábia. Dión, que fue su sucesor en el gobierno de la ciudad, le sucedió también en fiereza. Creyó deber suyo vengar la muerte de su antecesor, de la cual tenía a la hija por única causante. Inventó mil suertes de tormentos contra aquella virgen inocente; pero el más cruel fue obligarla a acostarse en una especie de cuna llena de aceite hirviendo mezclado con pez. Más la santa joven, a quién Dios se complacía en proteger para confusión de los tiranos, hizo que, con sólo la señal de la cruz, aquella materia perdiese su fuerza. Burlándose la niña, en cierta manera, del fracaso de sus verdugos, les dijo que la habían colocado en aquella cuna cual un niño acabado de bautizar. Aquellos aborrecibles ministros de Satan estaban llenos de indignación al ver que una niña de diez años triunfaba de todos sus esfuerzos; en su furor, aquellos bárbaros infames, olvidando el respeto que debían al pudor y a la modestia de aquella virgen, le cortaron los cabellos; la desnudaron, y, en aquel deplorable estado, la arrastraron a un templo pagano para forzarla a ofrecer incienso al demonio mas, al entrar en el templo, el ídolo cayó hecho añicos, y el tirano quedó muerto de repente. La multitud de idólatras que presenció tan extraordinario hecho se convirtió casi en masa, llegando hasta tres mil los que abrazaron la fe cristiana. Entonces aquella santa niña pasó a manos de un tercer verdugo llamado Justino. Aquel tirano tomó también a pechos el vengar la muerte y el deshonor de su antecesor, agotando todo lo que su rabia pudo inspirarle para atormentar a la niña. Comenzó por mandar que fuese arrojada a un horno ardiendo, a fin de hacerla perecer abrasada; más Nuestro Señor, obrando un nuevo milagro, permitió que las llamas no la dañasen, y la virgen permaneció allí cinco días sin padecer en lo más mínimo. Entonces, viendo los hombres que su malicia resultaba impotente; recurrieron al demonio, valiéndose para ello de un mago que echó en la carcel de la niña gran número de horribles serpientes, pensando que no escaparía a la fuerza del veneno de aquellas bestias; pero aquel diabólico manelo, sólo sirvió para poner de relieve la gloria de la virgen, que triunfó de los animales, como antes triunfara de la rábia de los hombres. Le fue cortada la lengua, mas aun así se expresaba mejor, y cantaba con mayores fuerzas las alabanzas al Dios que adoraba. Finalmente, no sabiendo a que tormento recurrir, mandó al verdugo atarla a un poste en donde su cuerpo fue agujereado a flechazos, hasta que su alma salió del cuerpo para ir a gozar de la presencia de Dios, recompensa que tan bien había sabido merecer. Decidme, ¿comprendía aquella niña la excelencia y valor de su alma?. ¿Estaba penetrada de lo que debía hacer por conservarla, a costa de sus bienes, de sus gustos y de su misma vida?. ¡Ah!, una vez comprendido lo que vale nuestra alma, la estimación en que Dios la tiene, ¿podremos dejarla perecer cual hacemos ahora?. No, no debe ya admirarnos que Jesucristo haya derramado tantas lágrimas por la pérdida de nuestra alma.
Pero, pensareis vosotros, ¿sobre que cosas lloró, pues, Jesucristo?. Lloró sobre nuestro orgullo, al ver que sólo nos preocupamos de los honores y de la estimación del mundo, en vez de anonadarnos considerando las grandes humillaciones a que Dios se sometió para nuestro encumbramiento: lloró sobre nuestros odios y venganzas, que contrastan con la manera cómo hobró, al morir por sus enemigos; lloró sobre nuestro infame vicio de la impureza, al ver la deshonra que produce este pecado en el alma, sumiéndola en el más inmundo e infecto lodazal. Jesús lloró sobre todos nuestros pecados, Él quería salvarnos y hacernos felices a todos, Él no quería que almas tan hermosas, criaturas suyas, se perdiesen ni quedasen sumidas en la deshonra y reducidas a la esclavitud del demonio, estando dotadas de tan bellas cualidades, y destinadas a tan excelsa felicidad.

 III. Nos dice San Agustín (Serm. CCX, in Quadrag. VI, cap. IV.): «¿Queréis saber lo que vale vuestra alma?. Id, preguntádselo al demonio, el os lo dirá. El demonio tiene en tanto a nuestra alma, que, aunque viviésemos cuatro mil años, si después de esos cuatro mil años de tentaciones nos ganase, tendría por muy bien empleado su trabajo». Aquel santo varón que de una manera tan particular había sufrido las tentaciones del demonio, nos dice que nuestra vida es una tentación continuada. El mismo demonio, dijo un día por boca de un poseso que, en tanto hubiese un sólo hombre sobre la tierra, él estaría allí para tentarle. Puesto que, decía, no puedo soportar que los cristianos, después de tantos pecados, puedan aun esperar el cielo que yo perdí de una sola vez, sin poder reconquistarlo jamás.
Pero ¡ay!, sí, lo podemos experimentar en nosotros mismos el hecho de que en casi todos nuestros actos nos hallamos tentados, ya de orgullo, ya de vanidad, ya pensando en la opinión que los demás formarán de nosotros, ya concibiendo celos, odios, deseo de venganza... otras veces el demonio se nos acerca para presentarnos las imágenes más inmundas e impuras. Mirad cómo al orar, agita nuestro espíritu llevándolo de una parte a otra... Y aún más, desde Adán hasta nosotros, no hallareis santo alguno que de una u otra manera no haya sido tentado; y los más grandes santos fueron precisamente los que experimentaron mayores tentaciones. El mismo Jesucristo quiso ser tentado, para darnos a entender que también nosotros lo seríamos: es necesario, pues, atenernos a ello. Si me preguntáis cual es la causa de nuestras tentaciones, os responderé que es la hermosura y el valor de nuestra alma, a la cual el demonio aprecia y apetece tanto, que se conformaría con sufrir dos infiernos, si fuese preciso, con tal de poderla arrastrar a compartir sus penas.
Jamás, pues, dejemos de permanecer en guardia, por terror de que, en el momento menos pensado, el demonio nos engañe. Cuéntanos San Francisco que un día el Señor le hizo ver la manera cómo el demonio tentaba a sus religiosos, sobre todo contra la virtud de la pureza. Vio una multitud de demonios que se entretenían arrojando flechas contra aquellos religiosos; unas retornaban violentamente contra los mismos demonios que las arrojaran: entonces estos huían dando tremendos alaridos; otras, al dar contra aquellos a quienes iban dirigidas, caían a sus pies sin causarles daño alguno; otras penetraban enteras y los atravesaban de parte a parte. Para rechazar las tentaciones; nos dice San Antonio, hemos de servirnos de las mismas armas: así, cuando nos tienta con el orgullo, debemos al momento humillarnos y rebajarnos ante Dios; si quiere tentarnos contra la santa virtud de la pureza, debemos esforzarnos en mortificar el cuerpo y los sentidos, vigilándonos con más diligencia que nunca. Si quiere tentarnos por medio del fastidio en la hora de la oración, deberemos redoblar esta y poner atención más diligente; y cuanto más el demonio nos induzca a dejar las oraciones de costumbre, mayor número de ellas habremos de rezar.
Las tentaciones más temibles son aquellas de las cuales no nos damos cuenta. Refiere San Gregorio que había un religioso que durante algún tiempo fue muy bueno; un día concibió el deseo de salir del monasterio y volver al mundo, diciendo que el Señor le quería fuera de aquel monasterio. El superior le dijo: «Amigo mío, esto es el demonio que se enoja de que logréis salvar el alma; combatid contra él». No dándose el otro por convencido, el superior le dio permiso para marcharse; pero, al salir del monasterio, el santo se puso de rodillas para pedir a Dios que hiciese conocer al pobre religioso que todo aquello no eran sino asechanzas del demonio empeñado en perderle. Apenas puso el pie en el umbral de la puerta para salir, un espantoso dragón se le echo encima.
«¡Socorro, hermanos míos, exclamo, que viene un gran dragón a devorarme!». Los religiosos, al oír aquel ruido, acudieron a ver que sucedía, y hallaron al religioso tendido en tierra casi muerto; le condujeron al monasterio, y entonces el infeliz reconoció verdaderamente que todo aquello eran sólo tentaciones del demonio que moría de rabia al ver que su superior había rogado por él y le impedía ganar aquella alma. ¡Ay!, ¡cuanto hemos de temer que no lleguemos a conocer nuestras tentaciones!. Y si no se lo pedimos a Dios, nunca las conoceremos.
¿Que hemos de sacar de todo esto, si no es que nuestra alma es algo muy grande a los ojos del demonio, toda vez que esta tan atento a no dejar perder ocasión de tentarnos, a fin de perdernos y arrastrarnos a compartir su desgracia?. Mas si, por una parte, hemos visto como nuestra alma es algo grande, cuanto la ama Dios, cuanto padeció para salvarla, los bienes que le prepara en la otra vida ; y por otra parte, hemos visto todas las astucias y lazos que el demonio nos tiende para perderla, ¿que habremos de pensar de todo esto?. ¿Que estima haremos de nuestra alma?. ¿Que precauciones tomaremos por ella?. ¿Hemos pensado siquiera una vez en su excelencia y en los cuidados que respecto a ella debemos tener?.
¿Que hacemos de esa alma que tanto ha costado a Jesucristo?. ¡Que es cómo si la tuviésemos únicamente para hacerla desgraciada y causarle sufrimientos!... La consideramos menos estimable que los más viles animales; a las bestias que tenemos en la cuadra, les damos de comer; cuidamos muy bien de cerrar las puertas a fin de que los ladrones no nos las roben; cuando están enfermas, acudimos pronto en busca del veterinario para que las cure; a veces hasta nos sentimos conmovidos viéndolas sufrir. Y esto ¿lo hacemos por nuestra alma?. ¿Nos preocupamos de alimentarla con la gracia, o mediante la frecuencia de sacramentos?. ¿Cuidamos de cerrar las puertas para que los ladrones no nos la roben?. ¡Ay!, confesémoslo para nuestra vergüenza, la dejamos perecer de miseria; dejamos que nuestros enemigos, que son las pasiones, la desgarren; dejamos abiertas todas las puertas; llega el demonio del orgullo, y le permitimos entrar para asesinar y devorar a la pobre alma; llega el de la impureza, y también entra, para ensuciarla y corromperla. «Pobre alma, nos dice San Agustín, en muy poca estima eres tenida. El orgulloso lo vende por un pensamiento de soberbia, el avaro por un pedazo de tierra, el beodo por un vaso de vino, el vengativo por un pensamiento de venganza!».
Realmente, ¿donde están nuestras oraciones hechas, nuestras comuniones devotas, nuestras misas santamente oídas, nuestra resignación y conformidad con la voluntad de Dios en las penas, nuestra caridad con los enemigos?. ¿Será posible que hagamos tan poco caso de un alma tan bella, a la cual Dios amó más que a si mismo, pues murió por salvarla?. ¡Ay!, amamos al mundo y sus placeres; en cambio, todo cuando se refiere a la gloria de Dios o a la salvación del alma, nos enoja y nos fastidia y llegamos hasta a quejarnos cuando nos vemos forzados a ejecutarlo. ¡Cual será nuestro remordimiento otro día! ... En apariencia, parece que el mundo nos proporciona algún placer, pero nos equivocamos. Escuchad lo que nos dice San Juan Crisóstomo, y veréis cómo es más feliz el que se preocupa de salvarse, que el que sólo corre en busca de !os placeres y deja abandonada su pobre alma. «Mientras dormía, nos dice este gran Santo, tuve un sueño muy singular, el cual, al despertarme, me ofreció muchos motivos de reflexión y meditación delante de Dios. En aquel sueño, vi un paraje delicioso, un valle agradable, en el cual la naturaleza había reunido todas las bellezas, todas las riquezas y todos los placeres capaces de complacer a un mortal. Lo que más me admiró, fue ver en medio de aquel valle de delicias a un hombre con el semblante triste, el rostro alterado y el espíritu preocupado; por su talante se adivinaba la turbación y la emoción de su alma: unas veces permanecía inmóvil; mirando fijamente al suelo, otras andaba a grandes pasos , con aire extraviado; otras se paraba repentinamente, exhalando profundos suspiros; sumiéndose en honda melancolía, rayana en la desesperación. Contemplando todo aquello atentamente, vi que aquel valle de delicias terminaba en un espantoso precipicio, en una sima inmensa hacia donde parecía verse aquel hombre arrastrado por una fuerza extraña. A pesar de tantas delicias, aquel hombre se mostraba agitado, pues, a la vista de aquellos abismos, le era imposible disfrutar un sólo momento de paz y de alegría. Mas, dirigiendo mi vista hacia lo lejos, vi otro lugar de aspecto totalmente distinto del valle que os he descrito: era un valle sombrío y oscuro, formado por abruptas montañas y estériles desiertos; la sequedad mas desoladora dominaba enteramente en aquellos parajes; nada de vegetación ni de frondosidad, sólo zarzas y espinas; todo inspiraba tristeza, desolación, horror. Pero fue grande mi sorpresa cuando divisé en aquel valle a un hombre pálido, enjuto, extenuado, y sin embargo, con el rostro sereno, el aspecto tranquilo y el aire satisfecho; a pesar de la apariencia exterior no muy gallarda, todo hacía adivinar que se trataba de un hombre que disfrutaba de la paz del alma; pero, mirando aún más a lo lejos, vi, al extremo de aquel valle de miserias y de aquel horroroso desierto, un sitio delicioso, un agradable rincón donde se descubría toda suerte de bellezas. El hombre contemplaba sin cesar aquel extremo sin perderlo jamás de vista, andaba con decisión, sin detenerse ante los estorbos de las zarzas y espinas que a veces llegaban a herir sus carnes; las llagas parecían avivar sus fuerzas. Admirado al ver todo aquello, pregunté por qué causa el uno estaba tan triste en un lugar de placeres y el otro tan tranquilo en una mansión de miserias. Entonces oí una voz que dijo: «Estos dos hombres son, respectivamente, la imagen de aquellos que están enteramente entregados al mundo, y de los que se consagran sinceramente al servicio de Dios. El mundo, me dijo aquella voz, ofrece desde el primer momento a sus seguidores la riqueza y el placer, a lo menos en apariencia: los incautos se entregan a ellos inconsiderablemente; pero pronto han de reconocer que no hallaron lo que pensaban. Lo más triste y desalentador es que al final se encuentran indefectiblemente con un abismo donde van a precipitarse cuántos andan por aquella senda en apariencia tan agradable. El otro, continuó la voz, experimenta en si mismo todo lo contrario: y es que, en el servicio de Dios, háyanse ante todo pruebas y penalidades, debe habitarse en un valle de lágrimas; hay que mortificarse, hacerse violencia, privarse de las dulzuras de la vida, pasar los días en grande apretura. Pero el espíritu se anima ante la vista y la esperanza de un porvenir enteramente feliz; dura es la vida del hombre que mora en aquel valle triste, más el pensamiento de la felicidad que le aguarda le consuela y le sostiene en todas sus luchas. Todo es consolador para el, y su alma comienza ya a gustar de los bienes prometidos que le esperan y de los cuales pronto gozará eternamente».
   ¿Podemos hallar una comparación más exacta y natural para comprender la diferencia entre los que durante su vida sólo procuran servir a Dios y salvar su alma y los que dejan de lado a su Dios y a su alma, para correr tras los placeres, que conducen, sin dejarnos gozar de nada consolador y perfecto, a un precipicio que no es otro que el abismo infernal? (Prov., XIV, 12, 13.). ¡Dichoso el que seguirá aquel camino donde hay algunas penas, de poca duración, pero que al fin nos conduce a un lugar tan dichoso cual es aquel donde se goza de la posesión de Dios!.

DECIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE EL ORGULLO
 Non sum sicut caeteri hominum.
    Yo no soy cómo los demás.
        (S. Lucas, XVIII, 11.)

Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de si mismos, estén en todo momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres cómo si fuesen de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo. Son contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos mejores que muchos otros. De todo lo cual deduzco yo que el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos pasta tal punto nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería llenarnos de confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho talento; otros, porque poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más todos éstos lo que debieran hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor: «Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut oderin me). Voy, pues, ahora a mostraros:
1.° Hasta que punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios y de los hombres; 2.° De cuántas maneras lo cometemos; y 3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.

I.-Para daros una idea de la gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese ir a arrancar a Lucifer del fondo de los abismos, y arrastrarle Aquí hasta este lugar que ocupo, para que el mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha causado, que no son otros que las penas del infierno.
¡Ay! ¡por un pecado que tal vez durara un solo momento, un castigo que durara toda una eternidad!. Y lo más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al hombre, menos culpable se cree éste del mismo. El efecto, jamás el orgulloso querrá convencerse de que lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto decía, esta bien hecho y bien dicho. ¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado?. Mirad lo que ha hecho Dios para expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría?. Pues porque veía que ese pecado había de tal manera ultrajado a su Padre, que solamente Él podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para ser despreciado de unos y rechazados de otros.
Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado ocasionó. Sin el no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos a aquel juicio que hace temblar a los santos; Ningún temor deberíamos tener de una eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Que digo?, ¡sin ese maldito pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a nuestro divino Salvador! ...
Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado peores daños que nosotros?. ¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás Ángeles malos no hubiesen caído en el pecado de orgullo, no existirían demonios, y, por consiguiente, nadie habría tentado a nuestros primeros padres, y así ellos hubieran tenido la suerte de perseverar. No ignoro que todos los pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo; el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene prometido que, si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte a su Dios; convierte el templo del Espíritu Santo en templo de demonios, hace de los miembros de Cristo, miembros de una infame prostitución; de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crimenes respecto a los cuales fallan palabras que expresen los horrores y la magnitud de los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un subdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede concebirse mayor atrocidad?. Pues bien, esto es lo que hace la persona que halla motivo de vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, cuan grande es el número de esos infelices!.
Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos a los orgullosos»(Matth., XI, 25.). En efecto, si recorremos la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece agotar su furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.
Hallamos un caso ejemplar en la persona de Nabucodonosor el Grande. Era aquel príncipe tan orgulloso, tenía tan elevada opinión de si mismo, que pretendía ser considerado cómo Dios (Iudit, III, 13.) . Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a conocer que hay un Dios, Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres, para ir a habitar junto a las bestial feroces, donde comería hierbas y raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyo a la selva y allí llego a conocer su pequeñez (Dan., IV, 27-34.). Ved los castigos que Dios envió a Core, Dathán, Abirón y a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón: «¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen de ellos y de sus casas, pues quería castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies y se hundieron vivos en el infierno ( Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago y encarceló a San Pablo. Era tan orgulloso, que un día, vestido con su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue comido por los viles insectos (Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de é1. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)...
En todos partes y en todos tiempos hallamos ejemplos de cómo Dios se complace en confundir a los soberbios. Y no solamente el orgulloso es aborrecible a los ojos de Dios, sino que también resulta insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me preguntaréis. - Pues porque no puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales, otras quiere igualarse con los que están sobre é1, de manera que nunca puede estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia. No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el orgullo; por é1, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en esclavo de Santán.
II.-Muy horrible es ese pecado, me diréis ; preciso es que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae sobre si, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Más ¿de que modo podremos saber que hemos caído en él? -  ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí. Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser cómo una especie de condimento que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y diciendo en alta voz: «Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí tenéis el verdadero carácter del orgulloso: en vez de dar gracias a Dios por haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los viejos como los jóvenes, así los pobres cómo los ricos, todos se alaban y glorían de lo que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente. La puerta por la, cual el orgullo entra más copiosamente son las riquezas. En cuanto una persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen maestros, de que todo el mundo las salude; siempre aspiran a los primeros puestos; se presentan ricamente vestida» (Matth., XXIII.); abandonan ya su primitivo aire de sencillez; si los saludáis, ni se dignaran quitarse el sombrero, apenas si inclinarán un poco la cabeza; andan con la cabeza erguida, ponen especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación muchas veces ignoran, pero se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su preocupación esta en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha visto coronada por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a conocer, a fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no cesa ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por Ventura, algún viaje? preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas, hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a inspirar lástima a los que le escuchan. Los pobres orgullosos piensan que de esta manera lograran ser tenidos por personas de talento, más lo que ocurre es que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo cuanto afirma!...
Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella mil defectos y dirá: ¿que le vamos a hacer?. ¡Su capacidad no da más de sí!.  Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo, entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada, diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho de ella... El orgulloso, al toparse con varias personas reunidas, generalmente cree que hablan de él ya en bien ya en mal.
¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser?. La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa. ¿Está bien provista de vestidos y adornos?. Pues con el mayor disimulo dejará muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan su casa.
Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias; Quién de saber confesarse, de saber orar bien, de presentarse con mayor modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación una gran cadena en el chaleco; pero, si se le pregunta que hora es, no puede decirlo porque no tiene reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le importa perder unas pesetas. ¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!.
¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen de ella un elevado concepto. Nada más ridículo, nada más tonto que estar siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a un padre de familia, cuando sus hijos se hallan en estado de poder contraer matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesetas, mis tierras rinden tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden : «¡Mirad bien, es obra mía!». ¿ Por qué hablan?. Pues para dar a conocer su habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se guardarían muy bien de abrir la boca por temor a la humillación. Y no hablemos de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar... Más he de advertiros que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes... Pastor apostólico, tomo 1, p. 261. (Nota del Santo).).
Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no se mi obligación». Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los que se glorían de haber hecho el mal!. Escuchad la conversación de algunos bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en el mundo.
Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A la primera palabra les veréis erguirse, y plantaros cara, y hasta llegaran al extremo de desacreditaros y volver contra vuestra reputación, por el pretendido agravio que le habéis inferido. Mientras se los alabe y lisonjee, serán ellos muy humildes. Otras veces sucede que, cuando delante de nosotros se habla con encomio de otra persona, nos sentimos molestados, cual si aquello nos humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le atribuís, se ve que no la conocéis».
He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras buenas obras. Son muchos los que no darían limosna ni favorecerían al prójimo si no fuese porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer publico el bien que han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzaran hablando de esta manera: «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».
El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice esta bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis constantemente preocuparse de la conducta de los demás todo lo encuentra defectuoso : nada esta bien hecho ni bien dicho.. Una acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en coca mala.
¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre narrar sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad. En cambio, otros mienten por temor de la humillación. En otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece Cómo si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábanse de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de boy; explorad vuestra conciencia, poned la mano sobre el corazón, y, forzosamente tendréis que reconocer la verdad de lo que os digo.
Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas de los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; más nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. --¿Por que, me diréis?--- He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo yo que es un ciego. Para merecer la estimación de Dios y de los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres; ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia!. Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente se hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.
Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez, de su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús nos lo presenta cómo un modelo cumplido, al cual podemos tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante su vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera cómo si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama: «¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador! » (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de becado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en que consiste el orgullo, cuan horrible sea este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.- «Si el orgullo es la fuente de toda clase de vicios» (Eccli, X, 15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.) ; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga ; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios ; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en que consiste esa humildad, que tantas gracias nos merece?-Helo Aquí, amigo mío. Escúchame: has podido conocer ya si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de poseer esta tan rara cómo hermosa virtud; si la posees en toda su integridad, tienes segura la gloria del cielo. La humildad, nos dice San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto procede de nuestra persona. La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo en el Evangelio: «Si no os volvéis cómo niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Si, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los pecados?. Presentaos ante vuestro Dios en la persona de sus ministros, y allí, llenos de confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener la seguridad de alcanzar misericordia. ¿Sois tentados? Corred a humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios las almas que lo poseen!. El mismo Jesucristo no pudo darnos más hermosa idea de sus méritos que manifestándonos que había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Que es lo que tan agradable hizo a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si misma?.
Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red? » «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le pregunto cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. Contestole el Santo: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a Dios, nunca he sabido hallar otro». Escuchad lo que nos cuenta la historia(Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que regresaba a su morada con un haz de leña, hallo al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tu: si tu ayunas, yo no como nunca; si tu pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no?. ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!
En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase esta, nada tendríais. Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida, someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios de favores, más profundamente se humillaban. Mirad a San Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim., 1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual. Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus camas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras, más profundamente debemos humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.
Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde? -Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente humilde nunca habla de si propia, ni en bien ni en mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay alguien a quién sepa despreciar?. A nadie más que a si propia. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus hermanos, pues esta muy persuadida de que solo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio final va a causar una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre cómo objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio. Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad...
Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la salvación. Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.
Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda suerte de impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejo buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey para darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargare sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas: 1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel? 2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo? 3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa?. «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. » 4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros?. ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?.
En cuanto el profeta terminó su mensaje, Acab comenzó a rasgar sus vestiduras. Escuchad lo que le dijo el Señor: «Vamos, ya no es tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo el Señor, que esto me inspirara piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra?. Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejare de castigarle; ya no descargare sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que su humildad me ha conmovido, ha hecho revocar mis órdenes y ha desarmado mi cólera»(III Reg., XXI.).
Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?.
Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si así nos portamos, tengamos por seguro que nuestro corazón gozara de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo...

DOMINGO UNDECIMO DESPUES DE PENTECOSTES
SOBRE EL JUICIO TEMERARIO
Deus, gratias ago tibi, quia non sum sicut caeteri hominum:
raptores, iniusti, adulteri, velut hic publicanus.
Os doy gracias, Dios mío, porque no soy cómo los demás hombres,
ladrones, injustos, adúlteros, ni cómo este publicano que esta aquí
 en vuestra presencia.
   (S. LUCAS, XVIII, II.)

Tal es el lenguaje del orgulloso, el cual, hinchado con la buena opinión que de si mismo tiene, desprecia con el pensamiento al prójimo, critica su conducta y condena los actos realizados con la más pura e inocente intención. Sólo encuentra bien hecho o bien dicho lo que el hace o lo que el dice; le veréis siempre atento a las palabras y acciones del vecino, y, a la menor apariencia de mal, sin examinar motivo alguno, las reprende, las juzga y las condena. ¡Ah!, maldito pecado, de cuántas disensiones, odios y disputas eres causa, o menor dicho, cuántas almas arrastras al infierno!. Si, vemos que los que están dominados por este pecado se escandalizan y se extrañan de cualquier cosa. Preciso era que Jesús lo juzgase muy pernicioso, preciso es que los estragos que causa en el mundo sean horribles, cuando, para hacernos concebir grande horror al mismo, nos lo pinta tan a lo vivo en la persona de aquel fariseo. ¡Cuan grandes, cuan horribles son los males que ese maldito pecado encierra!. ¡Cuan costoso le es corregirse al que esta dominado por él!.. Para animaros a sacudir en todo momento el yugo de semejante defecto, voy, 1.° a dároslo a conocer en cuanto me sea posible; 2.° Veremos los medios que hay que emplear para corregirnos.
I.-Ante todo, habéis de saber que el Juicio temerario es un pensamiento o una palabra desfavorables para el prójimo, fundados en leves apariencias. Solamente puede proceder de un corazón malvado, lleno de orgullo o de envidia; puesto que un buen cristiano, penetrado cómo esta de su miseria, no piensa ni juzga mal de nadie; jamás aventura su juicio sin un conocimiento cierto, y eso todavía cuando los deberes de su cargo le obligan a velar sabré las personas cuyos actos juzga. Hemos dicho que los juicios temerarios nacen de un corazón orgulloso o envidioso, lo cual es fácil de comprender. El orgulloso o el envidioso sólo tiene buena opinión de si mismo, y echa a mala parte cuanto hace el prójimo; lo bueno que en el prójimo observa, le aflige y le corroe el alma, La Sagrada Escritura por presenta un caso típico en la persona de Caín, Quién tomaba a mal cuanto hacia su hermano (Gen., IV, 5.). Viendo que las obras de este eran agradables a Dios, concibió el negro propósito de matarle. Este mismo pecado fue el que llevo a Esaú a intentar el asesinato de su hermano Jacob (Id., XXVII, 41.). Empleaba todo el tiempo en indagar lo que Jacob hacia, pensaba siempre mal en su corazón, sin que hallase nunca acción buena en las obras por aquel ejecutadas. Más Jacob, de corazón bondadoso y espíritu humilde, nunca juzgo mal de su hermano; le amaba entrañablemente, tenía de el muy buena opinión, hasta el punto de excusa de todos sus actor, aunque muy malvados, pues no tenía otro pensamiento que el de quitarle la vida. Jacob hacia todo lo posible para cambiar las disposiciones del corazón de su hermano. Rogaba a Dios por el, obsequiabale con regalos y presentes para manifestarle su amor y darle a entender que no abrigaba los pensamientos que Esaú creía. i Ay!, i cuan detestable es en un cristiano el pecado que nos induce a no poder sufrir el bien de los demás y a echar siempre a mala parte cuanto ellos hacen. !Este pecado es un gusano roedor que esta devorando noche y día a esos pobres infelices: los hallareis siempre tristes, cariacontecidos, sin querer declarar jamás lo que los molesta, pues en ello verían también lastimado su orgullo; el tal pecado los hace morir a fuego lento. ¡Dios mío!, ¡cuan triste es su vida!. Por el contrario, cuan dichosa es la existencia de aquellos que jamás se inclinan a pensar mal y echan siempre a buena parte las acciones del prójimo! Su alma permanece en paz, sólo piensan mal de sí propios, lo cual les inclina a humillarse delante de Dios y a esperar en su misericordia. Ved Aquí un ejemplo.
Leemos en la historia de los Padres del desierto que un religioso que había llevado una vida lo mas pura y casta posible, contrajo una enfermedad que le llevo a la sepultura. Al hallarse cercano a la muerte, mientras todos los religiosos del monasterio le rodeaban, el superior le suplico declarase en que cosa creía haber sido más agradable a Dios. «Padre mío, respondió el moribundo, muy penoso me será declararlo, más por obediencia lo diré. Desde mi infancia comencé a combatir las mar rudas tentaciones del demonio; pero cuanto mas él me atormentaba, tanto mayores eran los consuelos que yo recibía de Dios y de la Santísima Virgen, la cual un día, en que era yo muy atormentado del maligno espíritu, se me apareció llena de gloria, echo al demonio y animóme al mismo tiempo a la perseverancia en la virtud. «Para que conozcas los medios más eficaces para ello, me dijo la Virgen, voy a descubrirte alguna parte de los inmensos tesoros de mi divino Hijo; quiero ensañarte tres cosas, las cuales, si las practicas rectamente, te harán muy agradable a los ojos de Dios, y te proporcionaran siempre fácil victoria sobre el demonio, tu enemigo, quién solo desea tu eterna condenación. Se siempre humilde; en la comida, no busques nunca lo que más te guste; en el vestido, vístete siempre con sencillez; en tus funciones, no pongas jamás apego a las que puedan ensalzarte a los ojos del mundo, sino a las que son a propósito para rebajarte; en cuanto a lo prójimo, no juzgues nunca mas acerca de sus obras o palabras, ya que muy frecuentemente los pensamientos del corazón no se conforman con el acto exterior juzga y piensa bien de todo el mundo; es ésta una acción muy agradable a mi Hijo». Dicho esto, desapareció la Santísima Virgen, y desde entonces me he consagrado a poner en práctica sus saludables consejos; lo cual creo que había contribuido grandemente a ganar méritos para el cielo».
Según esto, veis muy bien que sólo un corazón malvado puede juzgar mal del prójimo. Por otra parte, al juzgar al prójimo, debemos tener siempre en cuenta su flaqueza y su capacidad de arrepentirse. Ordinariamente, casi siempre, debemos después rectificar nuestros juicios acerca del prójimo, ya que, una vez examinados bien los hechos, nos vemos forzados a reconocer que aquello que se dijo era falso. Nos suele acontecer lo que sucedió a los que juzgaron a la casta Susana fundándose en la delación de dos falsos testigos y sin darle tiempo de justificarse (Dan., XIII, 41.); otros imitan la presunción y malicia de los judíos, que declararon a Jesús blasfemo (Matth., IX, 3.) y endemoniado (Ioan., VII, 20, etc.); otros, por fin, se portan cómo aquel fariseo, que, sin preocuparse de indagar si Magdalena había o no renunciado a sus desordenes, y por más que la vio en estado de gran aflicción acusando sus pecados y llorándolos a los pies de Jesucristo su Salvador y Redentor, no dejo de considerarla cómo una infame pecadora (Luc., VII, 39,).
El fariseo que Jesús nos presenta cómo modelo infame de los que piensan y juzgan mal de los demás, cayo, al parecer, en tres pecados. Al condenar a aquel pobre publicano, piensa mal de él, le juzga y le condena, sin conocer las disposiciones de su corazón. Aventura sus juicios solamente por conjeturas: primer efecto del juicio temerario. Le desprecia en si mismo sólo por efecto de su orgullo y malicia: segundo carácter de ese maldito pecado. Finalmente, sin saber si es verdadero o falso lo que le imputa, le juzga y le condena; y entre tanto aquel penitente, retirado en un rincón del templo, golpea su pecho y riega el suelo con sus lágrimas pidiendo a Dios misericordia.
Os digo, en primer lugar, que la causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos cómo cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, muchas veces podemos cometer pecado mortal. -Pero, me diréis, esto no sale al exterior del corazón-. Aquí esta precisamente lo peor de este pecado, ya que nuestro corazón ha sido creado sólo para amar a Dios y al prójimo; y cometer tal pecado es ser un traidor... En efecto, muchas veces, por nuestras palabras, damos a entender (a los demás) que los amamos, que tenemos de ellos buena opinión; cuando, en realidad, en nuestro interior los odiamos. Y algunos creen que, mientras no exterioricen lo que piensan, ya no obran mal. Cierto que el pecado es menor que cuando se manifiesta al exterior, ya que en este caso es un veneno que intentamos inyectar en el corazón del vecino a costa del prójimo.
Si grande es este pecado cuando lo cometemos solamente de corazón, calculad lo que será a los ojos de Dios cuando tenemos la desgracia de manifestar nuestros juicios por palabra. Por esto hemos de examinar muy detenidamente los hechos, antes de emitir nuestros juicios sobre el prójimo, por temor de no engañarnos, lo cual acontece con suma frecuencia. Ved lo que hace un juez cuando ha de condenar a muerte a un acusado llama primero separadamente a los testigos; les pregunta, y esta extremadamente atento a observar si se contradicen; los amenaza, los mira con aire severo: lo cual infunde terror y espanto en el corazón; pone además todos sus esfuerzos en arrancar la verdad de la boca del culpable. Veréis que a la menor duda suspende el juicio; y cuando se ve obligado a pronunciar sentencia de muerte, lo hace temblando, por temor de condenar a un inocente. ¡Cuántos juicios temerarios evitaríamos si acertásemos a tomar todas estas precauciones cuando tratamos de juzgar la conducta y las acciones del prójimo!. ¡Cuanto menor número de almas poblaría el infierno!.
En la persona de nuestro padre Adán, nos ofrece Dios un admirable ejemplo acerca de la manera cómo debemos juzgar a nuestro prójimo. El Señor había visto y oído todo cuando Adán hiciera; no hay duda que podía condenar a nuestros primeros padres sin ulterior examen; pero no, para enseñarnos a no precipitarnos nunca en nuestros juicios sobre las acciones del prójimo, les preguntó a uno y otro, a fin de que confiesen el mal que cometieron (Gen., III.). ¿De dónde viene, pues, esa multitud de juicios temerarios y precipitados acerca de nuestros hermanos?. Del gran orgullo que nos ciega ocultándonos nuestros propios defectos, que son innumerables, y muchas veces más horribles que los de las personas de quienes pensamos o hablamos mal; y de aquí viene que casi siempre nos equivocamos juzgando mal las acciones del vecino. Algunos he conocido que hacían, indudablemente, falsos juicios; y por mas que se les advirtiese de su error, ni por esas querían retroceder en sus apreciaciones. Andad, andad, pobres orgullosos, el Señor os espera, y ante Él tendréis forzosamente que reconocer que sólo era el orgullo lo que os llevaba a pensar mal del prójimo. Por otra parte, para juzgar sobre lo que hace o dice una persona, sin engañarnos, sería necesario conocer las disposiciones de su corazón y la intención con que dijo o hizo tal o cual cosa. ¡Ay!, nosotros no tomamos todas estas precauciones, y por eso obramos mal al examinar la conducta del vecino. Es cómo si condenásemos a muerte a una persona fundándonos únicamente en las declaraciones de algunos atolondrados, y sin darle lugar a justificarse.
Pero, me diréis tal vez, nosotros juzgamos solamente acerca de lo que hemos visto, según lo que hemos visto, y aquello que hemos presenciado. «He visto hacer tal acción, pues la afirmo; con mis oídos he escuchado lo que ha dicho; después de esto no puedo ya engañarme ». Pues yo os invito a que entréis dentro de vosotros mismos y consideréis vuestro corazón, el cual no es sino un depósito repleto de orgullo; y habréis de reconoceros infinitamente más culpables que aquel a Quién juzgasteis temerariamente, y con mucha razón podéis temer que un día le veréis entrar en el cielo, mientras vosotros seréis arrastrados por los demonios al infierno. ¡Ah!, miserable orgulloso, nos dice San Agustín, y, te atreves a juzgar a tu hermano ante la menor apariencia de mal, y no sabes si esta ya arrepentido de su culpa, y se cuenta en el número de los amigos de Dios?. Anda con cuidado que no lo arrebate el lugar que lo orgullo lo pone en gran peligro de perder». Esas interpretaciones, esos juicios temerarios salen siempre de quién cobija un gran orgullo secreto, que no se conoce a si mismo y se atreve a querer conocer el interior del prójimo: cosa solamente conocida de Dios. ¡Ay!, si pudiésemos arrancar este pecado capital de nuestro corazón, nunca el prójimo obraría mal a nuestro entender; nunca nos divertiríamos examinando su comportamiento; nos contentaríamos con llorar nuestros pecados, y hacer todos los posibles para corregirnos, y nada más. Creo que no hay pecado más terrible ni más difícil de enmendar, pasta tratándose de personas que parecen cumplir rectamente sus deberes religiosos. La persona que no esta dominada por ese maldito pecado, puede ser salvada sin someterse a grandes penitencias. Voy a referiros un ejemplo admirable.
En la historia de los Padres del desierto se refiere que cierto religioso había llevado una vida vulgar sin manifestaciones extraordinarias de virtud, pasta el punto que los demás compañeros le tenían por muy imperfecto. Cuando estuvo en trance de muerte, el superior observo que se hallaba tranquilo y contento cual si tuviese va el cielo asegurado. Extrañado al ver tanta paz en aquella hora, y temiendo no fuese eso un estado de ceguera suscitado por el demonio que de esta manera a tantos ha engañado, le dijo: «Hermano mío, paréceme veros muy tranquilo, cual si nada tuvieseis que temer; sin embargo, no recuerdo, en vuestra vida, nada que os pueda inspirar tanta confianza; antes al contrario, el escaso bien que habéis hecho debería llenaros de espanto en esta hora en que los más grandes santos temblaron.» - «Es muy cierto, padre mío, que el bien que he podido ejecutar es poca cosa, casi nada; pero lo que me llena de consuelo en este momento, es que durante toda mi vida me he ocupado en cumplir el gran precepto del Señor, dado a todo el mundo, de no pensar, hablar, ni juzgar oral de nadie: siempre he pensado que mis hermanos obraban mejor que yo, y que yo era el más criminal del mundo; he ocultado y excusado siempre sus defectos, por cuanto esta era la voluntad de Dios; y, puesto que Jesucristo ha dicho: «No juzgues y no serás juzgado», confió ahora ser juzgado favorablemente. Tal es, padre mío, el fundamento de mi esperanza». Admirado el superior, exclamó: «¡Hermosa virtud, cuan preciosa eres a los ojos de Dios!. Vete en paz, hermano mío, grandes cosas has hecho, tienes el cielo asegurado!». ¡Hermosa virtud, cuan rara eres!. ¡Tan rara cómo lo son los que merecen el cielo!.
En efecto, ¿que viene a ser un cristiano que posea las demás virtudes y se halle falto de esta?. No es más que un hipócrita, un falsario, un malvado, a quién el aparecer virtuoso exteriormente, sírvele tan sólo para aumentar su iniquidad. ¿Queréis conocer si sois de Dios?. Mirad de que manera os portáis con el prójimo, mirad cómo examináis sus actos. Lejos de aquí, pobres orgullosos, miserables envidiosos y celosos, el infierno y sólo el infierno es vuestro destino. Más veamos esto más detalladamente.
Se habla bien de una joven refiriéndose sus buenas cualidades?. ¡Ah !, replicas alguno, si es verdad que tiene buenas cualidades, tampoco le faltan otras malas; ella frecuenta la compañía de fulano, quién no tiene por cierto muy buena fama; seguro estoy de que no se encuentra para hacer nada bueno. Aquí veis venir una muy bien compuesta y que lleva muy bien compuestos a sus hijos; pero haría mejor pagándome lo que me debe. Esotra parece buena y afable para todo el mundo, más, si la conocieseis cual yo la conozco, la juzgaríais de muy distinta manera; todos sus cumplidos los hace para mejor ocultar sus desórdenes; fulano se propone pedirla en matrimonio, más, si me pidiese consejo, le diría lo que el no sabe; en una palabra, es una mala persona. ¿Quien es este que ahora pasa?. ¡Ay, amigo!, poca cosa perderás no conociéndole. Sólo lo diré una cosa huye de su compañía, es un escandaloso; todos le tienen por tal. Lo mismo que esta mujer que finge discreción y piedad, siendo así que es la más aborrecible persona que la tierra haya sostenido; por otra parte, ya es cosa corriente que esas personas que quieren pasar por virtuosas y prudentes, sean las más rencorosas y malvadas,-¿Tal vez os habrá ofendido en algo?- ¡Oh!, no; pero bien sabéis que todas son lo mismo. Acabo de hablar con un antiguo conocido; es ciertamente un gran borracho, un famoso insolente - ¿Seguramente, dirá el interlocutor, os habrá dicho algo molesto?- ¡Ah!, no; jamás me ha dicho nada que no estuviese en razón, pero todo el mundo le tiene por lo que he dicho. -Si no oyese de tus labios, no quisiera creerlo. -Cuando se halla entre gente que no le conoce, el hipócrita sabe muy bien disimular; todo el mundo le tendría por buena persona. El otro día me encontré con fulano, a quién ya conocéis, y seguramente tenéis por virtuoso; yo os aseguro que, si no daña a nadie, es porque le falta ocasión; no quisiera hallarme sólo con el. -¿Seguramente, dirá el otro, os habrá perjudicado alguna vez en algo? -No, jamás he tenido tratos con el. –¿Cómo, pues, sabéis su mal comportamiento? – ¡Oh !, no es cosa difícil, todos lo dicen. Cómo aquel que el otro día estaba con nosotros: al oírle, diríais que es el hombre más caritativo de este mundo, que no sabe negar nada a quién le pide algún favor; más en realidad es un avaro empedernido que andaría diez leguas para ganar dos cuartos; os aseguro que el mundo esta desconocido; de nadie podemos fiarnos. Ved también al que, hace poco, hablaba con vos: sus negocios andan bien, todos los de su casa se dan una vida excelente. Poco les cuesta, pues no duerme Codas las horas de la noche. -¿Quizás le habréis visto robar a alguien?. ¡Oh!, no; jamás le vi tomar cosa ajena; pero se dice que una noche le vieron entrar en su casa muy cargado; desde entonces no goza de muy buena reputación. Y termina su revista de esta manera: No os negare que deje de tener yo mis defectos, pero sentiría mucho valer lo poco que valen esos sujetos de que hemos hablado. ¡Aquí tenéis al fariseo que ayuna dos veces por semana, paga los diezmos do cuanto posee, y da gracias a Dios porque no es cómo el resto de los hombres: injustos, ladrones, adúlteros!. ¡Ya veis cuanto orgullo, cuanto odio, cuántos celos!
Pero decidme, ¿cual es el fundamento de todos esos juicios y sentencias?. Por lo general, todo se funda en débiles apariencias, y casi siempre en el se dice. Pero tal vez me diréis que vosotros mismos lo habláis visto y oído. ¡Ay!, aún así podéis muy fácilmente engañarnos, según ahora vais a ver. Para no engañarse, es preciso conocer las disposiciones del corazón y la intención del sujeto al realizar un acto determinado. Escuchad un ejemplo que os mostrara hasta que punto podemos engañarnos y nos engañamos las más de las veces. Decidme, ¿qué habríais dicho si hubieseis vivido en tiempo de San Nicolás, y le hubieseis visto en plena noche, rondando la casa de tres jóvenes doncellas, examinando el lugar detenidamente y cuidando de no ser visto de nadie?. He Aquí un obispo, habríais pensado al momento, que esta deshonrando su carácter; ¡valiente hipócrita!, en el templo parece un santo, y aquí le tenéis, en plena noche, cabe la puerta de tres doncellas de no muy buena fama. Sin embargo, aquel obispo a quién indudablemente condenaríais, era un santo muy amado de Dios; y lo que allí hacia era la mejor obra del mundo. A fin de evitar a aquellas doncellas la vergüenza de mendigar, y pensando que la indigencia las haría abandonarse al pecado, iba por la noche y les echaba dinero por la ventana. Si hubieseis visto a la hermosa Judit dejar su vestido de luto para adornarse con cuanto la naturaleza y el arte podían proporcionarle para hacer resaltar su extraordinaria belleza; al verla entrar en la tienda del general del ejercito, que era un viejo impúdico; al verla poner a contribución todos los medios para hacérsele agradable, seguramente habríais dicho: «He Aquí una mujer de mala vida» (Judit, X, ,17. ). Sin embargo, era una piadosa viuda, muy casta, muy agradable a Dios, que exponía su vida para salvar la de su pueblo. Decidme, con vuestra precipitación en juzgar mal del prójimo, ¿que habríais pensado al ver al casto José saliendo de la habitación de la mujer de Putifar, y al oír clamar a aquella pérfida, ostentando en sus manos un jirón del manto de José, persiguiéndole cómo a un infame que quería robarle la honra? (Gen., XXXIX, 16.). Al momento, sin examinar la cosa, habríais ciertamente pensado y dicho que aquel joven era un perverso libertino que intentaba seducir a la mujer de su amo, de quién tantos favores había recibido. Y, en efecto, Putifar, su amo, le condenó, y todo el mundo le creyó culpable, le vituperó y despreció; más Dios, que penetra los corazones y conocía la inocencia de José, le da el parabién por la victoria alcanzada, al preferir perder su reputación antes que perder su inocencia y caer en el menor pecado.
Habéis, pues, de convenir conmigo, en que, a pesar de todos los datos y de las señales al parecer más inequívocas, estamos siempre en gran peligro de juzgar mal las acciones de nuestro prójimo. Lo cual debe inducirnos a no juzgar jamás los actos del vecino sin madura reflexión y aún solamente cuando tenemos por misión la vigilancia de la conducta de aquellas personas, en cuyo caso se encuentran los padres y los amos respecto a sus hijos o a sus criados: en todo otro caso, casi siempre obramos mal. Sí, he visto a muchas personas juzgar mal de los actos de otras de quienes a mi me constaba la buena intención. En vano quise persuadirles de ello; no fue posible; ¡Ah, maldito orgullo!. Muy grande es el oral que causas y muchas las almas que arrastras al infierno! Decidme, ¿poseemos mejores indicios acerca de las acciones del prójimo a quién juzgamos, que los que podían ver a San Nicolás rondando aquella casa, y buscando la puerta de la morada de aquellas doncellas?. ¿Tenemos mejores señales que los que pudieron ver a la hermosa Judit adornándose con esmero y presentándose con aire seductor ante Holofernes? No, en nuestros juicios sobre el prójimo casi nunca poseemos indicios tan verosímiles cómo los que poseían los que vieron a la mujer de Putifar con un jirón del manto de José en sus manos anunciando a gritos, a cuántos querrían escucharla, que el había querido robarle la honra. Aquí veis, tres ejemplos que el Espíritu Santo nos ofrece, para enseñarnos cuan engañosas sean las apariencias, y cuan expuestos estamos a pecan cuando intentamos juzgar las acciones del prójimo; sobre todo si no hemos de responder de su conducta ante el tribunal de Dios.
Vemos que aquel fariseo juzgaba muy temerariamente al publicano, cuando le acusaba de ladrón, por el sólo hecho de cobras los impuestos, afirmando que exigía más de lo debido y que se valía de su autoridad para cometer injusticias. Y con todo, aquel pretendido ladrón se retira justificado de la presencia de Dios, mientras aquel fariseo, que se creía perfecto, regresa a su cases mas culpable que antes, lo cual nos muestra que muchas veces el que juzga es más culpable que el juzgado. Mas esos orgullosos, esos corazones llenos de envidia y celos, ya que esos tres vicios son los que engendran tantos juicios temerarios sobre la conducta de los demás... ¿Ha sido alguien robado?. ¿Se ha perdido algo?. En seguida pensamos que tal vez fulano sea el autor de la sustracción, sin tener de ello el menor conocimiento. ¡Ah!, si conocieseis bien este pecado, veríais cómo es uno de los mas temibles, por lo mismo que es poco conocido y difícil de corregir. Escuchad esos corazones dominados por tan abominable vicio. Si alguien ejerce un empleo de aquellos que se prestan a cometer alguna injusticia, en seguida sacan por conclusión que todos cuántos ocupan aquel cargo obran de la misma manera, que todos son iguales, es decir, unos aprovechados, unos ladrones. Si en una familia hay un hijo que sigue por mal camino, todos los demás son cosa parecida. Si en una parroquia algún feligrés ha cometido algunas villanías toda la parroquia esta compuesta de malos feligreses. Si, entre los sacerdotes, hay tal vez alguno menos santo de lo que debiera, todos los demás sacerdotes son lo mismo, nada valen; lo cual muchas veces no pasa de ser un pretexto pares excusar la indiferencia propia acerca de la salvación. Puesto que Judas fue malvado, ¿queréis hacernos creer que los demás apóstoles también lo fueron? De que Caín fue un criminal, ¿queréis deducir que Abel se le asemejaba en esto? indudablemente que no. Puesto que los hermanos de José fueron unos miserables y malvados, creeréis que también lo fue José?. No, ciertamente, antes fue un Santo. Porque vemos que una persona se niega a dar una determinada limosna, en seguida decimos que es un avariento, que tiene el corazón mas duro que una peña, que en lo demás tampoco vale gran cosa; siendo así que, en secreto, habrá realizado grandes actos de caridad, de los cuales sólo tendremos noticia el día del juicio.
Digamos que cada cual «habla de la abundancia de su corazón», según dice muy bien Jesucristo; «por los frutos conoceremos el árbol»(Matt., XII, 33-34.). ¿Queréis conocer el corazón de una persona? Oíd su conversación. El avaro habla solamente de los avaros, de los que engañan y cometen injusticias; el orgulloso no cosa de zarandear a los que quieren ostentar su mérito, que piensan tener mucho talento, que se alaban de lo que hicieron o de lo que dijeron. El impúdico no sabe sacar de su boca sino comentarios acerca de si fulano lleva mala vida, de si tiene relaciones con fulana echando a perder su reputación, etc., etc., pues sería muy largo entrar en detalles parecidos.
Si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros. Por otra parte, ¿cómo atrevernos a juzgar y a condenar a nadie, aunque le hubiésemos visto cometer un pecado?. Nos dice San Agustín que aquel que ayer era un pecador, hoy puede ser un penitente. Al ver el mal que comete el prójimo, digamos a lo menos: ¡Ay!, si Dios no me hubiese concedido mayores gracias que a él, tal vez habría llegado aún más lejos. Si, el juicio temerario lleva necesariamente consigo la ruina y la perdida de la caridad cristiana. En efecto, en cuanto sospechamos que una persona se porta oral, dejamos ya de tener de ella la opinión que deberíamos tener. Además, no es a nosotros a quién los demás han de dar cuenta de su vida, sino solamente a Dios; lo contrario sería querer erigirnos en jueces de lo que no nos compete; los pecados de los demás a ellos deben interesar y los nuestros a nosotros. Dios no nos pedirá cuenta de lo que los otros hicieron, sino de lo que hicimos nosotros; cuidemos, pues, solamente de lo nuestro y en nada nos inquiete lo de los demás. Todo ello es trabajo perdido, hijo del orgullo que en nosotros anida, cómo anidaba en el corazón de aquel fariseo, muy ocupado en pensar y juzgar mal del prójimo, cuando debiera ocuparse de si propio y en gemir considerando lo miserable de su vida. Dejemos a un lado la conducta del prójimo y contentémonos con exclamar cómo David: «Dios mío, hacedme la gracia de conocerme tal cual soy; para que así sepa en que os he podido desagradar, pueda enmendarme, arrepentirme y alcanzar el perdón». En tanto una persona se entretendrá en examinar la conducta de los demás, en tanto dejara de conocerse a si propia, y no será agradable a Dios, esto es, se portara cual un obstinado orgulloso.
El Señor nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados. De la misma manera que hubiereis tratado a los demás, mi Padre os tratara a vosotros; con la misma medida que hubiereis medido a los demás, seréis vosotros medidos» (Matth, VII, 1-2.). Por otra parte, ¿ a quién de nosotros gustaría ver mal interpretado cuanto hace o dice? A nadie. - ¿Y no dice Nuestro Señor Jesucristo: «No hagas a los demás lo que no quisieras lo hiciesen a ti»? (Matth., VII, 12; Tob., IV, 16.). ¡Cuántos pecados cometemos de esta manera!. ¡Cuántos son los que de ello no se dan cuenta, y de consiguiente, jamás se acusaron de tales culpas. Cuántos personas condenadas, Dios mío, por no haberse instruido debidamente, o no haber reflexionado sobre cual debía ser su manera de vivir!.
II.-Acabamos de ver cuan común y frecuente sea este pecado, cuan horrible a los ojos de Dios, y, al mismo tiempo, cuan difícil su enmienda. Para no dejaros sin los medios de corregiros de el, veamos cuales sean los remedios que debemos emplear para preservarnos de caer, o para enmendarnos, si tenemos la desgracia de estar va dominados por el. El gran San Bernardo nos dice que, si no queremos juzgar temerariamente al prójimo, debemos evitar ante todo aquella curiosidad, aquel deseo de saberlo todo, y huir de toda investigación acerca de los hechos y dichos de los demás, o acerca de lo que pasa en la casa del vecino. Dejemos que el mundo vaya siguiendo su camino según Dios le permite, y no pensemos ni juzguemos mal sino de nosotros mismos. Decían un día a Santo Tomas que se fiaba demasiado de la gente, y que machos se aprovechaban de su bondad para engañarle. Y el Santo dio esta respuesta, digna de que la grabemos en nuestro corazón: «Tal vez sea esto cierto; pero pienso que sólo yo soy capaz de obrar mal, siendo cómo soy el ser más miserable del mundo; prefiero que me engañen a que me engañe yo mismo juzgando mal de mi prójimo. Oíd lo que nos dice el mismo Jesucristo
«Quién ama a su prójimo, cumple todos los preceptos de la ley de Dios» (Rom., XIII, 8.). Para no juzgar mal de nadie, debemos siempre distinguir entre la acción y la intención que haya podido tener el sujeto al realizarla. Pensad siempre, para vosotros mismos: Tal vez no creía obrar mal al hacer aquello; quizá se había propuesto un buen fin, o bien se había engañado; ¿Quién sabe?, puede que sea ligereza y no malicia; a veces se obra irreflexiblemente, más, cuando vea claramente lo que ha hecho, a buen seguro se arrepentirá; Dios perdona fácilmente un acto de debilidad; puede que otro día sea un buen cristiano, un Santo...
San Ambrosio nos ofrece un admirable ejemplo, en el elogio que hace del emperador Valentiniano, diciéndonos que aquel príncipe no juzgaba nunca mal de nadie y que dilataba todo lo posible el castigo que a veces veíase obligado a imponer a los súbditos que habían delinquido. Cuando se trataba de jóvenes, atribuía sus faltas a la ligereza de la edad y a su poca experiencia. Si se trataba de ancianos, decía que la debilidad de la vejez y la naturaleza caduca podían servir de excusa; tal vez habían resistido mucho tiempo antes de obrar el mal, al cual seguramente había ya sucedido el arrepentimiento. Si eran personas constituidas en elevada dignidad, decíase a si mismo: ¡Ay!, nadie ignora que las dignidades son un gran peso que nos arrastra al mal; en cada momento se presenta ocasión de caer. Si eran simples particulares: Dios mío, decía, este pobre quizás ha obrado solamente por temor; tal vez ha sido para no desagradar a cierta persona a quién debía algún favor. Si eran pobres miserables: ¿Quién dudara de que la pobreza es algo muy duro de sufrir?. Será que ellos tenían necesidad de lo que han hurtado, a fin de no morir de hambre ellos o sus hijos; es posible que no se hayan decidido sino después de lamentarlo mucho, y aún con el ánimo de reparar el daño que causaban. Pero, cuando el caso era demasiado evidente y en manera alguna podía excusarlo: ¡Dios mío!, exclamaba, ¡cuan astuto es el demonio!. Seguramente
hará mucho tiempo que le esta tentando; ha caído en esta culpa, no hay duda, pero quizá su arrepentimiento le ha alcanzado ya el perdón ante Dios Nuestro Señor; ¿Quién sabe?. Si Dios me hubiese sometido a semejante prueba, tal vez mis obras habrían sido aún peores. ¿Cómo tendré, pues, valor para juzgarle y castigarle?. Ya le castigara Dios, el cual no se equivocara en sus juicios; al paso que nosotros muchas veces nos equivocamos por falta de luces; más espero que Dios se apiadara de él, y un día rogara por mí, que en cualquier momento puedo caer y perderme.
¿Veis cómo se portaba aquel emperador?. ¿Veis cómo siempre hallaba manera de excusar los defectos del prójimo echándolo todo a la buena?. Es que su corazón estaba libre de ese orgullo detestable y de esa envidia que llenan por desgracia el nuestro. Mirad la conducta de la gente del mundo, y ved si observa esa caridad cristiana que impulsa a tomarlo todo en buen sentido y nunca en el malo. Si acertásemos a dar una mirada a nuestra vida pasada, no haríamos más que llorar la desgracia de haber perdido los días obrando el mal, y para nada nos preocuparíamos de lo que no nos importa.
Pocos vicios son tan aborrecidos de los santos cómo el de la maledicencia. Leemos en la vida de San Pacomio que, cuando oía a alguien hablar mal del prójimo, manifestaba una gran repugnancia y extrañeza, y decía que de la boca de un cristiano jamás debían salir palabras desfavorables papa el prójimo. Si no podía impedir la murmuración, huía precipitadamente, para manifestar con ello la aversión que por ella sentía (Vida de los Padres del desierto, t. I, p. 327.). San Juan el Limosnero, cuando observaba que alguno se atrevía a murmurar en su presencia, daba la orden de que otro día no se le franquease la entrada, para hacerle entender que debía corregirse. Decía un día un santo solitario a San Pacomio: «Padre mío, ¿cómo librarnos de hablar mal del prójimo?» Y San Pacomio le contestó: «Debemos tener siempre ante nuestra vista el retrato del prójimo y el nuestro: si contemplamos con atención el nuestro, con los defectos que le acompañan, tendremos la seguridad de apreciar debidamente el de nuestro prójimo para no hablar mal de su persona; al verlo más perfecto que el nuestro, a lo menos le amaremos cómo a nosotros mismos». San Agustín, cuando era ya obispo, sentía un horror tal de la maledicencia y del murmurador que, a fin de desarraigar una costumbre tan indigna de todo cristiano, en una de las paredes de su comedor hizo inscribir estas palabras: «Quienquiera que este inclinado a dañar la fama del prójimo, sepa que no tiene asiento en esta mesa» (Quisque amat dictis absentium rodere vitam. Hac mensam indignam voverit esse sibi.
Vita S. Agustini, auctore Possidio Patr. Iat., t. XXXII, 52.); y si alguien, aunque fuese un obispo, caía en la murmuración, le reprendía con viveza diciendo: «O han de borrarse las palabras que están escritas en esta sala, o tened la bondad de levantaros de la mesa antes que la comida haya terminado; o bien, si no cesáis en este género de conversación, me levanto y os dejo ». Possidio, que escribió la vida del Santo, nos dice que el fue testigo de este hecho.
Refiérese, en la vida de San Antonio, que, andando de viaje con otros solitarios, estaban conversando de asuntos edificantes; pero, cómo es muy difícil, por no decir imposible, hablar mucho tiempo sin meterse en la conducta del prójimo, al final del camino, dijo San Antonio a los solitarios: «Muy satisfechos podéis estar por haber viajado en compañía de este buen anciano», y al mismo tiempo, dirigiéndose a un anciano que no había dicho palabra durante el viaje, le dijo. «Y vos, padre mío, ¿habéis tenido buen viaje en compañía de estos solitarios? --No hay duda que son buenos, contesto el anciano, pero no tienen puerta en su casa»; con lo cual quiso dar a entender que no tenían mucho miramiento en sus palabras, y que con frecuencia habían herido la fama del prójimo. Convengamos en que son pocos los que ponen puertas en su casa, es decir, en su boca, para no abrirla en daño del prójimo. ¡Dichoso el que, si no la tiene a su cargo, sabe prescindir de la conducta del prójimo, para no pensar más que en si mismo, en llorar sus culpas y poner todo su esfuerzo en enmendarse!. ¡Dichoso aquel que sólo ocupa su corazón y su mente en lo que a Dios se refiere, y no suelta su lengua sino para pedirle perdón, ni tiene ojos más que para llorar sus pecados! ...

DOMINGO DUODECIMO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE EL PRIMER PRECEPTO DEL DECÁLOGO
Diliges Dminum Deum tuum.
   Amarás al Señor tu Dios.
          (S. Lucas, X, 27.)

Adorar y amar a Dios, es la más hermosa función del hombre acá en la tierra; ya que, por esta adoración, nos hacemos semejantes a los Ángeles y a los santos del cielo. ¡Dios mío!, ¡cuanto honor y cuánta dicha para una criatura vil, representa la facultad de adorar y amar a un Dios tan grande, tan poderoso, tan amable y tan bienhechor!.Tengo para mi que Dios no debiera haber dado este precepto; bastaba con sufrirnos o tolerarnos postrados ante su santa presencia. ¡Un Dios, mandarnos que le amemos y le adoremos!... ¿Por que esto?. ¿Por ventura tiene Dios necesidad de nuestras oraciones y de nuestros actos de adoración? Decidme, ¿somos acaso nosotros quienes ponemos en su frente la aureola de gloria?. ¿Somos nosotros quienes aumentamos su grandeza y su poder, cuando nos manda amarle bajo pena de castigos eternos?. ¡Ah vil nada, criatura indigna de tanta dicha, de la cual los mismos Ángeles, con ser tan santos, se reconocen infinitamente indignos y se postran temblando ante la divina presencia!. ¡Dios mío!, ¡cuan poco apreciados son del hombre una dicha y un privilegio tales!... Pero, no; no salgamos por eso de nuestra sencillez ordinaria. El pensamiento de que podemos amar y adorar a un Dios tan grande, se nos presenta tan por encima de nuestros méritos, que nos aparta de la vida sencilla. ¡Poder amar a Dios, adorarle y dirigir a Él nuestras oraciones!. ¡Dios mío, cuanta dicha!... ¿Quién podrá jamás comprenderla?... Nuestros actos de adoración y toda nuestra amistad, nada añaden a la felicidad y gloria de Dios; pero Dios no quiere otra cosa que nuestra dicha acá en la tierra, y sabe que esta sólo se halla en el amor que por Él sintamos, sin que consigan jamás hallarla todos cuántos la busquen fuera de El. De manera que, al ordenarnos Dios que le amemos y adoremos, no hace más que forzarnos a ser felices. Veamos, pues, ahora: 1.º En que consiste esta adoración que a Dios debemos y que tan dichosos nos vuelve, y 2.° De que manera debemos rendirla a Dios Nuestro Señor.

I.--  Si me preguntáis ahora que es adorar a Dios, vedlo aquí. Es, a la vez, creer en Dios y creer a Dios. Fijaos en la diferencia que hay entre creer en Dios y creer a Dios. Creer en Dios, que es la fe de los demonios, consiste en creer que hay un Dios, que premia la virtud y castiga el pecado. ¡Dios mío!, ¡cuántos cristianos carecen aun de la fe de los demonios!. Niegan la existencia de Dios, y en su ceguera y frenesí se atreven a sostener que, después de este mundo, no hay ni premio ni castigo. ¡Ah!, desgraciados, si la corrupción de vuestro corazón os ha llevado ya hasta un tal grado de ceguera, id a interrogar a un poseso, y el os explicara lo que la otra vida debéis pensar; os dirá que necesariamente el pecado es castigado y la virtud recompensada. ¡Que desgracia!. ¿De que extravagancias es capaz el corazón que dejo extinguir su fe?. Creer a Dios es reconocerle cómo tal, cómo nuestro Criador, cómo nuestro Redentor; es tomarle por modelo de nuestra vida; es reconocerle cómo Aquel de Quién dependemos en todos nuestras cosas, va en cuanto al alma, ya en cuanto al cuerpo, ya en lo espiritual, va en lo temporal; es reconocerle cómo Aquel de Quién lo esperamos todo y sin el cual nada podemos. Vemos, en la vida de San Francisco, que pasaba noches enteras sin hacer otra oración que esta: «Señor, Vos lo sois todo y yo no soy nada ; sois el Criador de todas las cosas y el Conservador del universo, y yo no soy nada».
Adorar a Dios es ofrecerle el sacrificio de todo nuestro yo, o sea, someternos a su santa voluntad en las cruces, en las aflicciones, en las enfermedades, en la pérdida de bienes, y estar prestos a dar la vida por su amor, si ello fuese preciso. En otros términos, es hacerle ofrenda universal de todo cuanto somos, a saber: de nuestro cuerpo por un culto externo, y de nuestra alma, con todas sus facultades, por un culto interno. Expliquemos esto de una manera más sencilla. Si pregunto a un niño: ¿Cuando debemos adorar a Dios, y, cómo hemos de adorarle?, me contestara: «Por la mañana, por la noche, y con frecuencia durante el día, o sea, continuamente ». Es decir hemos de hacer en la tierra lo que los Ángeles hacen en el cielo. Nos dice: el profeta Isaías que vio al Señor sentado en un radiante trono de gloria; los serafines adorabanle con tan gran respeto, que llegaban hasta ocultar sus pies y su rostro con las alas, mientras cantaban sin cesar: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios de los ejércitos; gloria, honor y adoración le sean dadas por los siglos de los siglos» (Is. VI,1-3). Leemos en la vida de la beata Victoria, de la Orden de la Encarnación, que en su comunidad había una religiosa muy devota y llena de amor divino. Un día, mientras estaba en oración, el Señor la llamó por su nombre; y aquella santa religiosa le contestó con su sencillez ordinaria: « ¿Que queréis de mi, mi divino Jesús? » Y el Señor le dijo «Tengo en el cielo los serafines que me alaban, me bendicen y me adoran sin cesar; quiero tenerlos también en la tierra, y, quiero que tu te cuentes en su número». Es decir, que la función de los bienaventurados en el cielo no es otra cosa que la de ocuparse en bendecir y alabar a Dios en todas sus perfecciones, cuya función debemos también cumplir mientras estamos en la tierra; los santos la cumplen gozando y triunfando, nosotros luchando. Nos cuenta San Juan que vio una innumerable legión de santos, los cuales estaban ante el trono de Dios, diciendo de todo corazón y con todas sus fuerzas «Honor, bendición, acción de gracias sean dadas a nuestro Dios» (Apoc., V, 13.).

II. --Digo, pues, que hemos de adorar a Dios con frecuencia, primero con el cuerpo esto es, que, al adorar a Dios, debemos arrodillarnos, para manifestar así el respeto que tenemos a su santa presencia. El santo rey David adoraba al Señor siete veces al día (Ps. CXVIII, 164.), y permanecía tanto tiempo arrodillado, que, según el mismo declara, a fuerza de orar hincado de hinojos, se le habían debilitado las rodillas (Ps. CV11, 24.). El profeta Daniel, durante su permanencia en Babilonia, adoraba a Dios tres veces cada día, postrándose de cara a Jerusalén (Dan., VI, 10.) . El mismo Jesucristo, aunque ninguna necesidad tenía de orar, para darnos ejemplo pasaba a menudo las noches en oración (Luc., VI, 12.), arrodillado, y muchas veces la faz en la tierra, cómo lo hizo en el huerto de los Olivos. Son en gran número los santos que imitaron a Jesucristo en la oración. San Jaime adoraba con frecuencia al Señor, no solamente arrodillado, sino además con la faz en tierra, de tal manera que su frente, a fuerza de estar en contacto con el suelo se había vuelto dura cómo la piel de camello. Vemos en la vida de San Bartolomé que doblaba cien veces la rodilla durante el día y otras tantas durante la noche. Si no os es posible adorar a Dios de rodillas y con tanta frecuencia, a lo menos tened cómo un deber estricto hacerlo por la mañana y por la noche, y de cuando en cuando durante el día, aprovechando los momentos en que os halléis solos en casa; con ello mostrareis a Dios que le amáis y que le reconocéis por vuestro Criador y Conservador.
Sobre todo, después de haber entregado nuestro corazón a Dios al despertarnos, después de haber alejado todo pensamiento que no se refieran a las cosas de Dios, después de habernos vestido con modestia; sin apartarnos de la presencia de Dios, debemos practicar nuestras oraciones con el mayor respeto posible, empleando en ello buen espacio de tiempo. Hemos de procurar no dar comienzo a trabajo alguno antes de la oración: ni tan sólo arreglar la cama, emplearnos en quehaceres domésticos, poner las ollas al fuego, llamar a los hijos o a los criados, dar de comer al ganado, así cómo tampoco ordenar trabajo alguno a los hijos o a los servidores antes que hayamos practicado sus oraciones. Si hicierais esto, seriáis el verdugo de su pobre alma; y si lo habéis hecho ya, debéis confesaros de ello, y mirar de no recaer jamás en culpa semejante. Tened presente que es por la mañana la hora en que Dios nos prepara cuántas gracias nos son necesarias para pasar santamente el día. De manera que, si no practicamos nuestras oraciones o las practicamos mal, perdemos todas aquellas gracias que Dios nos tenía destinadas para que nuestras acciones fuesen meritorias. Sabe muy bien el demonio cuan provechoso sea para un cristiano hacer rectamente la oración; por esto no perdona medio alguno para inducirnos a dejarla o hacerla mal. Decía en cierta ocasión, por boca de un poseso, que si podía lograr para si el primer instante del día tenía por seguro quedar dueño del resto.
Para practicar la oración de un modo conveniente, debéis, ante todo, tomar agua bendita a fin de ahuyentar al demonio, y hacer la señal de la cruz, diciendo: «Dios mío, por esta agua bendita y, por la preciosa sangre de Jesucristo vuestro Hijo, lavadme, purificadme de todos mis pecados.» Y estemos ciertos de que si lo practicamos con fe, mientras no estemos manchados por pecado mortal alguno, borraremos todos nuestros pecados veniales...
Hemos de comenzar la oración por un acto de fe lo más viva posible, penetrándonos profundamente de la presencia de Dios, o sea de la grandeza de un Dios tan bueno, que tiene a bien sufrirnos en su santa presencia, a nosotros que desde tanto tiempo mereceríamos ser precipitados en el abismo infernal. Hemos de andar con cuidado en no distraernos, ni distraer a los demás que oran, fuera de un caso evidentemente necesario; pues que, al tener que atender a nosotros o a lo que les decimos, hacen mal su oración, por nuestra causa.
Tal vez me preguntareis: ¿cómo hemos de adorar, o sea, orar ante Dios continuamente, siendo así que no podemos permanecer todo el día arrodillados?. Nada más fácil escuchadme un instante, y veréis cómo se puede adorar a Dios y orar ante El sin dejar el trabajo, de cuatro maneras: de pensamiento, de deseo, de palabra y de obra. Digo primero que podemos hacer esto por medio del pensamiento. En efecto, cuando amamos a alguien, ¿no experimentamos un cierto placer al pensar en el? Pues bien, ¿quién nos impide pensar en Dios durante el día, va recordando los sufrimientos que Jesús acepto por nosotros, ya considerando cuanto nos ama, cuanto desea hacernos felices, toda vez que quiso morir por nuestro bien; cuan bueno fue para con nosotros al hacernos nacer dentro del gremio de la Iglesia Católica, donde tantos medios hallamos para ser felices, es decir, para salvarnos, al paso que muchos otros no disfrutan de tan singular privilegio? Durante el día podemos, de cuando en cuando, levantar nuestros pensamientos y dirigir nuestros deseos al cielo, para contemplar anticipadamente los bienes y las felicidades que Dios nos tiene allí preparados para después de unos cortos instantes de lucha. El sólo pensamiento de que un día iremos a ver a Dios, y quedaremos libres de toda clase de penas, ¿no debería ya consolarnos en nuestros tribulaciones?. Si sentimos sobre nuestros hombros algún peso que nos abruma, pensemos al momento que en ello seguimos las huellas de Cristo llevando la Cruz a cuestas por nuestro amor; unamos, pues, entonces nuestros penas y sufrimientos a los del Salvador. ¿Somos pobres?, dirijamos nuestro pensamiento al pesebre: contemplemos a nuestro amable Jesús acostado en un montón de pajas, careciendo de todo recurso humano. Y si queréis, miradle también agonizante en la Cruz, despojado de todo, hasta de sus vestidos. ¿Nos vemos calumniados?, pensemos en las blasfemias que contra El vomitaron durante su pasión, siendo Él la misma santidad. Algunas veces, durante el día, salgan de lo íntimo de nuestro corazón estas palabras: «Dios mío, os amo y adoro juntándome a todos los Ángeles y santos que están en el cielo». Dijo un día el Señor a Santa Catalina de Sena: «Quiero que hagas de tu corazón un lugar de retiro, donde te encierres conmigo y permanezcas allí en mi compañía». ¡Cuánta bondad de parte del Salvador, al complacerse en conversar con una miserable criatura!. Pues bien, hagamos también nosotros lo mismo; conversemos con el buen Dios, nuestro amable Jesús, que mora en nuestro corazón por la gracia. Adorémosle, entregándole nuestro corazón; amémosle consagrándonos enteramente a Él. No dejemos transcurrir ni un sólo día sin agradecerle tantas gracias cómo durante nuestra vida nos ha concedido; pidámosle perdón de los pecados, rogándole que no piense jamás en ellos, antes bien los olvide eternamente. Pidámosle la gracia de no pensar más que en Él, y de desear tan sólo agradarle en todo cuanto practiquemos durante nuestra vida. «¡Dios mío, hemos de decir, deseo amaros tanto cómo todos los Ángeles y santos juntos. Quiero unir mi amor al que por Vos sintió vuestra Santísima Madre mientras estuvo en la tierra. Dios mío, ¿cuando podré ir a veros en el cielo, a fin de amaros más perfectamente ?» Si nos hallamos solos en casa, ¿quién nos impedirá arrodillarnos?. Y mientras tanto podríamos decir: «Dios mío, quiero amaros de todo corazón, con todos sus movimientos, afectos y deseos; ¡cuanto tarda en llegar el momento de ir a veros en el cielo!» ¿Lo ves cuán fácil sea conversar con Dios, y orar continuamente?. En esto consiste orar todo el día.
2.° Adoramos también a Dios mediante el deseo del cielo. ¿Cómo no desear la posesión de Dios y el gozar de su visión, cuando ello constituye todo nuestro bien?.
3.°  Hemos dicho que hemos de orar también de palabra. Cuando amamos a alguien, ¿no sentimos gran placer en ocuparnos y hablar de el ? Pues bien, en vez de hablar de la conducta de fulano o de zutano, cosa que casi nunca haremos sin ofender a Dios, ¿quien nos impide hacer girar nuestra conversación sobre las cosas de Dios, ora leyendo la vida de algún Santo, ora refiriendo lo que oímos en algún sermón o instrucción catequística?. Ocupémonos sobre todo de nuestra Santa religión, de la dicha que la religión nos proporciona, y de las gracias que Dios nos concede a los que a ella pertenecemos. Así cómo muchas veces basta una sola mala conversación para perder a una persona, no es raro tampoco que una conversación buena la convierta o le haga evitar el pecado. ¡Cuántas veces, después de haber conversado con alguien que nos hablo del buen Dios, nos hemos sentido vivamente inclinados a Él, y habremos propuesto portarnos mejor en adelante ?... Esto es lo que multiplicaba tanto el número de los Santos en los primeros tiempos de la Iglesia; en sus conversaciones no se ocupaban de otra cosa que de Dios. Con ello los cristianos se animaban unos a otros, y conservaban constantemente el gusto y la inclinación hacia las cosas de Dios.
4.° Hemos dicho que debíamos adorar a Dios con nuestros actos. Nada más fácil ni más meritorio. Si queréis saber de que manera se hace, vedlo aquí. Para que nuestras acciones sean meritorias y resulten una oración continuada, ante todo hemos de ofrecerlas todos a Dios por la mañana, de una manera general; esto es, hemos de ofrecerle todo cuanto haremos durante el día. Antes de empezar la jornada, podemos decir a Dios Nuestro Señor: «Dios mío, os ofrezco todos los pensamientos, deseos, palabras y obras que ejecutare en el día de hoy; hacedme la gracia de practicarlo todo rectamente y con la sola mira de agradaros a Vos». Después, durante el día, procuraremos renovar repetidamente este ofrecimiento, diciendo a Dios «Ya sabéis, Dios mío que os tengo prometido desde la mañana hacerlo todo por amor vuestro». Si damos alguna limosna, dirijamos nuestra intención, diciendo: «Dios mío, recibid esta limosna o este favor que voy a hacer al prójimo; en méritos de ella, concededme tal o cual gracia ». Unas veces podéis hacerlo en honor de la muerte y pasión de Jesucristo, para obtener vuestra conversión, la de vuestros hijos, la de vuestros criados o la de cualquier otra persona por la cual os intereséis; otras veces podéis ofrecerla en honor de la Santísima Virgen, pidiéndole su protección para vosotros o para el prójimo. Cuando nos mandan algo que nos repugna, digamos al Señor: «Dios mío, os ofrezco esto en honor del sagrado momento en que se os condenó a morir por mi». ¿Trabajamos en algo que nos causa mucha fatiga?, ofrezcamos la molestia a Dios, para que nos libre de las penas de la otra vida. En las horas de descanso, levantemos al cielo nuestra mirada, cómo el lugar donde otro día descansaremos eternamente. Ved, pues, cuanto ganaríamos para el cielo si nos pórtasenos de esta manera, sin necesidad de hacer más de lo que hacemos de ordinario, con tal que lo practicásemos únicamente por Dios y con la sola intención de agradarle.
Nos dice San Juan Crisóstomo que hay tres cosas que atraen nuestro amor: la belleza, la bondad y el mismo amor. Pues bien, nos dice este gran Santo, de estas tres cualidades esta adornado D'ios. Leemos en la vida de Santa Lidwina (Virgen honrada el 14 de abril. Vease Vida de los Santos de Ribadeneyra.)
que, viéndose atacada de muy violentos dolores, apareciósele un Ángel para consolarla. Ella misma nos lo cuenta: le pareció tan excelsa su hermosura y quedó tan arrebatada, que se olvidó de todos sus sufrimientos. Al ver Valeriano el Ángel que custodiaba la pureza de Santa Cecilia, quedó tan prendado de su belleza y movióle de tal manera el corazón, con todo y ser todavía pagano, que se convirtió al momento (En Ribadeneyra, la vida de los Santos Tiburcio, Valeriano y Máximo se inserta en el mismo 14 de abril.). San Juan, el discípulo amado, nos cuenta que vio a un ángel de singular belleza, y quiso adorarle; más el Ángel le dijo: «No hagas esto, pues soy solamente un servidor de Dios cómo tú»(Apoc., XXII, 8-9.). Cuando Moisés pidió al Señor la gracia de poder ver su rostro, el Señor le contestó : «Moisés, es imposible que un mortal vea mi rostro sin morir; es tan grande mi belleza, que la persona que me vea no podrá vivir más; por la sola vista de mi belleza, es preciso que su alma salga del cuerpo» (Exod., XXXIII, 26.). Nos cuenta Santa Teresa que Jesucristo se le apareció muchas veces; pero que jamás hombre alguno podrá formarse idea de la grandeza de su hermosura, muy superior a todo cuanto podemos imaginar. Decidme: si acertásemos a formarnos una idea de la hermosura de Dios, ¿podríamos dejar de amarle? ¡Cuan ciegos somos! No pensamos más que en la tierra y en las cosas creadas, y nos olvidamos de las divinas, que nos elevarían hasta Dios, mostrándonos en alguna manera sus perfecciones y moviendo saludablemente nuestro corazón. Oid a San Agustín: «¡Oh hermosura antigua y siempre nueva!, ¡cuan tarde comencé a amaros! » (Con f., lib. X, cap. XXVII.). Llama antigua la belleza de Dios, porque es eterna, y la llama siempre nueva, porque cuanto más se contempla mayores perfecciones se descubren. ¿Por que los Ángeles y los santos no se cansan jamás de amar a Dios ni de contemplarle? Porque experimentaran continuamente un placer y un gusto enteramente nuevos. Y, ¿por que no habremos de haber lo mismo en la tierra, siendo ello posible?
¡Cuan dichosa sería nuestra vida si la empleáramos en prepararnos la gloria del cielo!. Leemos en la vida de Santo Domingo que llegó a una renuncia tal de si mismo, que no sabia pensar, ni desear, ni amar otra cosa que a Dios. Después de haber empleado el día trabajando por inflamar en los corazones el fuego del divino amor mediante sus predicaciones, por la noche remontabase hasta el cielo mediante la contemplación y las conversaciones que sostenía con su Dios. Tales eran sus ocupaciones. En sus viajes pensaba sólo en Dios; nada era bastante para distraerle de este feliz pensamiento: ¡cuan bueno y amable es Dios, y cuando merece ser amado!. No llegaba a comprender cómo pudiesen encontrarse hombres sobre la tierra que no supiesen amar a Dios, siendo Él tan amable. Derramaba torrentes de lágrimas por causa de aquellos que no querían amar a un Dios tan bueno y digno de ser amado...
Decidme, ¿le amamos como le amaba aquel Santo, nosotros que parecemos hallar singular placer en ofenderle, nosotros que no queremos aceptar el menor sacrificio para evitar el pecado?. Decidme, ¿amamos a Dios al omitir nuestras oraciones, o hacerlas sin respeto ni devoción?. ¿Amamos a Dios cuando no dejamos tiempo a nuestros criados o a nuestros hijos para orar?. Decidme, ¿amamos a Dios cuando trabajamos en el santo día del domingo?. ¿Amamos a Dios cuando estamos en el templo sin respeto alguno, ya durmiendo, ya conversando, ya volviendo la cabeza de un lado a otro, ya saliendo afuera durante los oficios? Confesémoslo con pena, ¡que simulacro de adoradores!. ¡Ay!, ¡cuántos cristianos lo son sólo de hombre!.
En tercer lugar, decimos que hay que amar a Dios por ser EL infinitamente bueno. Cuando Moisés pidió al Señor que le permitiese ver, su rostro, el Señor le contestó Moisés, si te muestro mi faz, te mostrare el resumen o compendio de todo bien» (Ex., XXXIII. 18-19.). Leemos en el Evangelio que una mujer se postro ante el Señor y le llamo «Maestro bueno». Y el Señor le dijo: «¿Por que me llamas Maestro bueno?. Solo Dios es bueno» (Matt., XIX, 17.); con lo cual nos dio a entender que es la fuente de todo bien. Santa Magdalena de Pazzi nos dice que quisiera tener fuerzas para hacerse oír en los cuatro ámbitos del mundo, a fin de incitar a todos los hombres a amar a Dios, puesto que es infinitamente amable. Leemos en la vida de San Jaime, religioso de la Orden de Santo Domingo (Su fiesta en 12 de octubre. Ribadeneyra.), que corrió la campiña y los bosques, clamando con todas sus fuerzas: «¡Oh cielo!, ¡oh tierra!, ¿no amáis a Dios cual lo aman las demás criaturas, ya que es e1 infinitamente digno de ser amado?. ¡Oh Salvador mío!, si los hombres son tan ingratos que no os amen, ¡amadle vosotras, criaturas todas, a vuestro Creador tan bueno y tan amable! ».
¡Ah!, si pudiésemos llegar a comprender la felicidad que se alcanza amando a Dios, lloraríamos día y noche por haber vivido tanto tiempo privados de esta dicha... ¡Ay!, ¡cuan miserable es el hombre! ¡Un simple respeto humano, un insignificante «que dirán», le impiden mostrar a sus hermanos el amor que tiene a Dios!... ¡Dios mío!, ¿no resulta ello incomprensible?...
Leemos en la Historia que los verdugos que atormentaban a San Policarpo le decían: «¿Por que no adoras a los ídolos? » -«Porque no puedo, contesto, pues no adoro sino a un sólo Dios, Creador del cielo y de la tierra». -«Pero, replicaban ellos, si no haces nuestra voluntad, te daremos muerte».
-«Acepto voluntariamente la muerte, pero jamás adoraré al demonio». -«Más que mal hay en decir: Señor Cesar, y sacrificar, para salvar la vida? »--«No lo haré, prefiero morir». -«Jura por la prosperidad del Cesar y profiere injurias contra tu Cristo», le dijo el juez. Respondió el Santo: «¿Cómo podría proferir yo injurias contra mi Dios?. Hace ochenta años que le sirvo, y sólo bienes he recibido de su misericordia». El pueblo, enfurecido, al ver la manera cómo el santo respondía al juez, clamaba: «Es el doctor del Asia, el padre de los cristianos, entregádnoslo». -«Oyeme, juez, dijo el santo obispo, he aquí mi religión: ¡soy cristiano, se sufrir, sé morir y se abstenerme de proferir cualquiera injuria contra mi Salvador Jesucristo, quién tanto me ha amado y tanto merece ser amado! » --«Si no quieres obedecerme, te haré abrasar en vida». -«El fuego con que me amenazas, sólo dura un momento; más tu no conoces el fuego de la divina justicia, que abrasara eternamente a los impíos. ¿Por que te detienes? He aquí mi cuerpo, dispuesto a sufrir cuántos tormentos puedas inventar». Todos los paganos pusieronse a gritar: «Merecedor es de muerte, sea quemado vivo». ¡Ay!, aquellos desgraciados se apresuran a preparar la hoguera cual una turba de energúmenos, y mientras tanto San Policarpo se prepares a morir dando gracias a Jesucristo por haberle hecho participante de su precioso cáliz. Una vez encendida la pira, prendieron al Santo y le arrojaron a ella; pero las llamas, menos crueles que los verdugos, respetaron al Santo, Y envolvieron su cuerpo como en un velo, sin que recibiera daño alguno: lo cual obligo al tirano a apuñalarle en la misma hoguera. Derramose la sangre en tanta abundancia, que llego a extinguir totalmente el fuego (Ribadeneyra, 26 enero.). Aquí tenéis lo que se llama amar a Dios perfectamente, o sea amarle más que a la misma vida. ¡Ay!, en el desgraciado siglo en que vivimos, ¡donde hallaríamos cristianos que hicieran esto por amor de su Dios?. ¡Cuan escasa cosecha de ellos se haría!. Pero, también, ¡cuan raros los que al cielo llegan!
Hemos de amar a Dios en agradecimiento de los bienes que de Él continuamente recibimos. El primer beneficio con que nos favorece es el habernos creado. Estamos dotados de las más bellas cualidades: un cuerpo y un alma formados por la mano del Omnipotente ( Iob., X, 8.); un alma que no perecerá jamás, destinada a pasar su eternidad entre los Ángeles del cielo; un alma, digo, capaz de conocer, amar y servir a Dios; un alma que es la obra más hermosa de la Santísima Trinidad; un alma tan excelente, que sólo Dios esta por encima de ella. En efecto, todas las demás criaturas terrenas perecerán, más nuestra alma jamás será destruirá. ¡Dios mío!, por poco penetrados que estuviésemos de la grandeza de este beneficio, ¿ no emplearíamos, por ventura, toda nuestra vida en acciones de gracias, al conocernos poseedores de tan precioso don?.
Otro beneficio no menor es el don que el Padre Eterno nos hizo de su divino Hijo, el cual sufrió y experimento tantos tormentos a fin de lograr nuestro rescate, cuando habíamos sido vendidos al demonio por el pecado de Adán. ¿Que otro mayor beneficio podía concedernos que instaurar una religión tan santa y consoladora para quienes la conocen y aciertan a practicarla?. Dice San Agustín: «¡Ah!, hermosa religión, si eres tan despreciada, es porque no eres conocida». «No, nos dice San Pablo, ya no os pertenecéis, puesto que habéis sido rescatados por la sangre de Dios hecho hombre» (1 Cor. VI, 19-20.). «Hijos míos, nos dice San Juan, ¡cuanto honor para unas viles criaturas cual nosotros, haber sido adoptados como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo!. ¡Mirad que caridad ha tenido con nosotros É1 Padre, al querer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos verdaderamente (I Ioan., III, 1.), y al juntar además con tan gloriosa cualidad la promesa del cielo!».
Examinad, además, si queréis, los beneficios particulares con que nos ha enriquecido: nos hizo nacer de padres cristianos, nos ha conservado la vida, con todo y portarnos cómo enemigos; nos ha perdonado muchos pecados, y nos ha prodigado innumerables gracias durante nuestra vida. Al considerar todo esto, ¿será posible que dejemos de amar a un Dios tan bueno y dadivoso?. ¡Dios mío!, ¿que desgracia es a esta comparable?. Leemos en la historia que cierto hombre había extraído una espina del pie de un león, el cual león fue más tarde cazado y encerrado en el foso con otros que allí se guardaban. Aquel hombre que le había extraído la espina fue condenado a ser devorado por los leones. Al estar en el foso, fue reconocido por el león, el cual no sólo no quiso atacarle, sino que se arrojo a sus plantas y se dejo destrozar por las demás fieras defendiendo la vida de su bienhechor.
¡Ah!, y nosotros tan ingratos, ¿dejaremos transcurrir nuestra vida sin portarnos de manera que nuestros actos sean expresión de gratitud con Dios Nuestro Señor, por los grandes beneficios que nos tiene concedidos?. Considerad, si alcanzáis a ello, ¡cual será nuestra vergüenza el día en que el Señor nos muestre el agradecimiento de que dieron prueba las bestias ante el menor beneficio que de los hombres recibieron, al paso que nosotros, colmados con tantas gracias, luces y bienes de toda clase, lejos de dar gracias a Dios, sólo sabemos ofenderle!. ¡Dios mío!, ¿que desgracia es a esta comparable? Refiérese en la vida de San Luis, rey de Francia, que, durante su expedición a Tierra Santa, un caballero de su cortejo fue de cacería y oyó en la selva los gemidos de un león. Acercose al lugar de donde el ruido procedía, y vio a un león que tenía una gran serpiente enroscada en la cola y comenzaba ya a chupar la sangre de la fiera. Habiendo logrado dar muerte a la serpiente, quedo tan reconocido aquel león, que se puso a seguir al cazador cómo un cordero sigue a su pastor. Cómo debiese el caballero atravesar el mar y no pudiese entrar el león en la nave, la siguió a nado, hasta que perdió la vida sepultado en las aguas. Hermoso ejemplo, ¡una bestia perder la vida para testimoniar gratitud a su bienhechor!, y nosotros, lejos de testimoniar nuestra gratitud a nuestro Dios, ¡no cesamos de ofenderle y ultrajarle con el pecado!. Nos dice San Pablo que aquel que no ama a Dios no es digno de vivir (I Cor. XVI, 22.); en efecto, o debe el hombre amar a su Dios, o dejar de vivir.
Digo que debemos amar a Dios porque Él nos lo manda. San Agustín, hablando de este mandamiento, exclama: «¡Oh precepto estimable¡. ¡Dios mío!. ¿Quién soy yo para que me ordenéis que os ame?. Si no os amo, me amenazáis con grandes calamidades: ¿es por ventura una calamidad pequeña dejar de amaros?. ¡Como! Dios mío, ¿Vos me mandáis que os ame? ¿No sois Vos infinitamente amable? ¿No sería ya demasiado el que nos lo permitieseis?. ¡Que dicha para una criatura tan miserable poder amar a un Dios tan digno de ser amado!. ¡Ah!, favor inapreciable, ¡cuan desconocido eres!».
Leemos en el Evangelio (Mateo, XXII, 36-37.) que un doctor de la ley dijo un día a Jesucristo: «Maestro, ¿cual es el primero o principal de los mandamientos? » Y Jesucristo le contesto
«Amaras al Señor con todo lo corazón, con toda lo alma y con todas tus fuerzas». San Agustín dice: «Si tienes la dicha de amar a Dios, vendrás a ser en alguna manera semejante a Él; si amas la tierra, te volverás terreno; mas si amas las cosas del cielo, te volverás celestial». ¡Dios Mío!, cuan dichoso es el que os ama, pues con ello recibe toda suerte de bienes. No nos admire ver a tantos grandes del mundo abandonar el bullicio del siglo para sepultarse en el corazón de las selvas o encerrarse entre las cuatro paredes de una celda, para dedicarse solamente a amar a Dios. Mirad a un San Pablo ermitaño, cuya sola ocupación durante ochenta años fue la de orar y amar a Dios día y noche (Vida de los Padres del desierto, t. 1, p. 42.). Mirad también a un San Antonio, a quién las noches le parecían breves para orar y alabar en silencio a su Dios y Señor, y se lamentaba de que el sol saliese tan temprano. ¡Amar a Dios, hermanos míos, ¡que dicha cuando tengamos la suerte de comprenderlo!. ¿Hasta cuando sentiremos repugnancia por una obra que debería constituir toda nuestra dicha en esta vida y nuestra eterna felicidad ?... Amar a Dios, hermanos míos, ¡que felicidad!... Dios mío, concedednos el don de la fe y os amaremos de todo corazón.
Digo también que debemos amar a Dios a causa de los abundantes bienes que de Él recibimos. «Dios, nos dice San Juan, ama a los que le aman (Prov., VIII, 27. Ioan., XVI, 27.). Decidme, ¿podemos poseer mayor ventura en este mundo que la de ser amados del mismo Dios? Así es que Nuestro Señor nos ama según le amemos nosotros a Él, es decir, que si le amamos mucho, nos amará también mucho; lo cual debería inducirnos a amar a Dios cuanto nos fuese posible, hasta donde llegase nuestra capacidad. Este amor será la medida de la gloria de que disfrutaremos en el paraíso, ya que ella será proporcionada al amor que habremos tenido a Dios durante nuestra vida; cuanto más hayamos amado a Dios en este mundo, mayor será la gloria de que gozaremos en el cielo, y más le amaremos también, puesto que la virtud de la caridad nos acompañara durante toda la eternidad, y recibirá mayor incremento en el cielo. ¡Que dicha la de haber amado mucho a Dios en esta vida!, pues así le amaremos también mucho en el paraíso.
Nos dice San Antonio que a nadie teme tanto el demonio cómo a un alma que ame a Dios; y que aquel que ama a Dios lleva consigo la señal de predestinación, ya que sólo dejan de amar a Dios los demonios y los réprobos. ¡Ay!, el peor de todos sus males es que a ellos no les cabe jamás la dicha de amarle. ¡Dios mío!, ¿podremos pensar en eso sin morir de pena?...
Cual es la primera pregunta que se nos hace al asistir al catecismo para instruirnos en las verdades de nuestra santa religión? «¿Quién te ha creado y te conserva hasta el presente?» Y nosotros contestamos: «Dios».
-«Y para que te ha creado? »  -«Para conocerle, amarle, servirle, y por este medio alcanzar la vida eterna. »  Si, nuestra única ocupación acá en la tierra es la de amar a Dios, es decir, comenzar a practicar lo que haremos durante toda la eternidad. ¿Por que hemos de amar a Dios?. Pues porque nuestra felicidad consiste, y no puede consistir en otra cosa, que en el amar de Dios. De manera que si no amamos a Dios, seremos constantemente desgraciados; y si queremos disfrutar de algún consuelo y de alguna suavidad en nuestras penas, solamente lo lograremos recurriendo al amor de Dios. Si queréis convenceros de ello, id a buscar al hombre más feliz según el mundo, si no ama a Dios, veréis cómo en realidad no deja de ser un gran desgraciado. Y, por el contrario, si os encontráis con el hombre más infeliz a los ojos del mundo, veréis como, amando a Dios, resulta dichoso en todos conceptos. ¡Dios mío abridnos los ojos del alma, y así buscaremos nuestra felicidad donde realmente podemos hallarla!.

III.-Pero, me diréis finalmente, ¿de que manera hemos de amar a Dios?. ¿Cómo hemos de amarle?. Escuchad a San Bernardo, él mismo nos lo ensenara al decirnos que hemos de amar a Dios sin medida. «Siendo Dios infinitamente digno de ser amado jamás podremos amarle cual se merece». Pero Jesucristo mismo nos muestra la medida según la cual hemos de amarle, cuando nos dice: «Amaras al Señor lo Dios, con toda tu alma, con todo lo corazón, con todas tus fuerzas. Graba tales pensamientos en tu espíritu, y enséñalos a tus hijos». Dice San Bernardo que amar a Dios de todo corazón, es amarle decididamente y con fervor: es decir, estar, presto a padecer cuando el mundo y el demonio nos hagan sufrir, antes que dejar de amarle. Es preferible a todo lo demás, y no amar ninguna otra cosa sino por Él. San Agustín decía a Dios: «Cuando mi corazón, Dios mío, sea bastante grande para amaros, entonces amare con Vos a las demás cosas más como quiera que mi corazón será siempre demasiado pequeño para Vos, ya que sois infinitamente amable, no amare jamás otra cosa fuera de Vos». Debemos amar a Dios no solamente como a nosotros mismos, sino más que a nosotros mismos, manteniendo constante y firme la resolución de dar nuestra vida por Él.
De esta manera podemos decir que le amaron todas los mártires, puesto que, antes que ofenderle, prefirieron sufrir la perdida de sus bienes, toda suerte de desprecios, la prisión, los azotes, las ruedas de tormento, el potro, el hierro, el fuego, en una palabra, todo cuanto la rabia de los tiranos supo inventar.
Refiérese en la historia de los mártires del Japón que, cuando se predicaba el Evangelio a aquellas gentes y se les iniciaba en el conocimiento de las grandezas de Dios, de sus bondades y de su grande amor para con los hombres, especialmente cuando se les enseñaban los excelsos misterios de nuestra santa religión, todo cuando Dios había hecho por los hombres: un Dios que nace en suma pobreza, y que sufre y muere por nuestra salvación: «¡Oh!, exclamaban aquellos sencillos cristianos, ¡Cuan bueno es el Dios de los cristianos!. ¡Cuan digno de ser amado! ». Pero cuando se les decía que aquel mismo Dios nos había impuesto un mandamiento en el cual nos ordenaba amarle, amenazándonos con un eterno castigo caso de no cumplirlo, quedaban sorprendidos y admirados, sin acertar a comprenderlo,. «¡Cómo!, decían; ¡imponer a los hombres racionales un precepto que ordene amar a un Dios que tanto nos ha amado!..., ¿no es la mayor de las desgracias dejar de amarle?, así cómo amarle, ¿no es la mayor de todas las dichas imaginables?. ¡Cómo!, ¿y los cristianos no permanecen constantemente al pie de los altares para adorar a su Dios, atraídos por tanta bondad e inflamados de amor?». Mas, cuando se les explicaba que existían cristianos que no sólo dejaban de amarle, sino que empleaban su vida ofendiéndole: «¡Oh pueblo ingrato!, ¡oh pueblo bárbaro!, exclamaban indignados, ¡como, es posible que los cristianos sean capaces de tales horrores!. ¿En que tierra maldita habitan esos hombres sin corazón y sin sentimientos». ¡Ay!, si aquellos mártires volviesen hoy a la tierra y se enterasen de los ultrajes que ciertos cristianos infieren a su Dios, tan bueno y cuyo único anhelo es procurarles la salvación, ¿acertarían a creerlo?. Triste es decirlo, ¡hasta el presente no hemos amado a Dios ! ...
Y el cristiano no solamente ha de amar a Dios de todo corazón, sino que además debe poner todo su esfuerzo en procurar que los demás le amen. Los padres y las madres, los dueños y las amas de cases, deben emplear todo su poder y autoridad en hacer que sus hijos y sus criados le amen. ¡Cuanto será el mérito de un padre o de una madre delante de Dios, si, por sus esfuerzos, cuántos viven con ellos le aman de todo corazón!... ¡Cuan abundantemente bendecirá Dios aquellas casas!... ¡Cuántos bienes temporales y eternos derramara sobre aquellas familias! ...
Y ¿cuales son los signos que nos certifican de nuestro amor a Dios? Vedlos aquí: si pensamos en el con frecuencia, si nuestro espíritu se ocupa y entretiene en las cosas divinas, si experimentamos gusto y placer al oír hablar de Dios en las platicas e instrucciones y nos complacemos en todo aquello que pueda traernos su recuerdo. Si amamos a Dios, andaremos con gran temor de ofenderle, vigilaremos constantemente los movimientos de nuestro corazón, temiendo siempre ser engañados por el demonio. Pero el último medio es suplicarle a menudo que nos conserve en su amor, pues este viene del cielo. Debemos, durante el día, dirigir hacia Él nuestros pensamientos, y hasta por la noche, al despertarnos, hemos de prorrumpir en actos de amor a Dios, diciéndole: «Dios mío, hacedme la gracia de amaros cuanto me sea posible». Hemos de sentir gran devoción a la Santísima Virgen, pues ella sola amo mis a Dios que todos los santos juntos; también hemos de mostrar gran devoción al Espíritu Santo, especialmente a las nueve de la mañana. Fue en aquel momento cuando descendió sobre los apóstoles, para llenarlos de su amor (Act. 11, 15.). Al mediodía, deberemos recordar el misterio de la Encarnación, par el cual el Hijo de Dios toma, carne mortal en las entrañas virginales de la bienaventurada Virgen María, y suplicarle que baje a nuestros corazones, como descendió al seno de su Santa Madre. A las tres de la tarde, deberemos representarnos al Salvador muriendo para merecernos un amor eterno. En tal instante debemos hacer un acto de contrición, para testimoniarle la pena que experimentamos por haberle ofendido.
Y concluyamos diciendo que, puesto que nuestra felicidad solamente se halla en el amor de Dios, deberemos temer grandemente el pecado, pues sólo el nos causa su perdida. Acudid a proveeros de este divino amor en los sacramentos que os es dado recibir. Acudir a la Sagrada Mesa con gran temor y confianza, puesto que allí recibimos a nuestro Dios, nuestro Salvador, nuestro Padre, el cual no desea sino nuestra felicidad.

DOMINGO DECIMOSEXTO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE LA HUNILDAD
Onmis qui se exaltat, humiliabitur, et qui se humiliat,
 exaltabitur.
Aquel que se exalta, será humillado, y aquel que se humilla
será exaltado.
(S. Lucas, XVIII, 14.)

¿Podía manifestarnos de una manera más evidente, nuestro, divino Salvador, la necesidad de humillarnos, esto es, de formar bajo concepto de nosotros mismos, yo, en nuestros pensamientos, yo, en nuestras palabras, yo, en nuestras acciones, como condición indispensable para ir a cantar las divinas alabanzas por toda una eternidad?.
- Hallándose un día en compañía de otras personas y viendo que algunos se alababan del bien por ellos obrado y despreciaban a los demás, Jesucristo les propuso esta parábola: «Dos, hombres, dijo, subieron al templo a orar; uno de ellos era fariseo, y el otro publicano. El fariseo permanecía en pie, y hablaba a Dios de esta manera: «Os doy gracias, Dios mío, porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como ese publicano»: ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de cuanto poseo». Tal era su oración, nos dice San Agustín (Serm. CXV, cap. 2, in Mud Lucae.). Bien veis que ella no es más que una afectación llena de orgullo y vanidad; el fariseo no viene para orar ante Dios, ni para darle las gracias, sino para alabarse a si propio y aun para insultar a aquel que realmente Ora. El publicano, por el contrario, apartado del altar, sin atreverse ni siquiera a elevar al cielo su mirada, golpeaba su pecho diciendo: «Dios mío, tened piedad de mi, que soy un miserable pecador».
- «Habéis de saber, añade Jesucristo, que este regresó justificado a su casa, más no el otro». Al publicano le fueron perdonados sus pecados, mientras que el fariseo, con todas sus pretendidas virtudes, volvió a su casa más criminal que antes. Y la razón de ello es esta: la humildad del publicano, aunque pecador, fue más agradable a Dios que todas las buenas obras del fariseo, mezcladas de orgullo (Ps., CL,, 18.). Y Jesucristo saca de aquí la consecuencia de que «el que quiera exaltarse será humillado, y el que se humille será exaltado». Desengañémonos, esta es la regla; la ley es general, nuestro divino Maestro es quien la ha publicado. «Aunque remontes lo cabeza hasta el cielo, de allí lo arrojare (Ier., XLIX, 16.) », dice el Señor. Si, el único camino que conduce a la exaltación provechosa para la otra vida, es la humildad. Sin esta bella y preciosa virtud de la humildad, no entrareis en el cielo; será como si os faltase el bautismo. De aquí podéis ya colegir la obligación que tenemos de humillarnos, y los motivos que a ello deben impulsarnos. Voy, pues, ahora a mostraros: 1.° Que la humildad es una virtud absolutamente necesaria para que nuestros acciones sean agradables a Dios y premiadas en la otra vida; 2.° Tenemos grandes motivos para practicarla, sea mirando a Dios, sea mirando a nosotros mismos.

I.-Antes de haceros comprender la necesidad de esta hermosa virtud, para nosotros tan necesaria como el Bautismo después del pecado original; tan necesaria, digo yo, como el sacramento de la Penitencia después del pecado mortal, debo primero exponeros en que consiste una tal virtud, que tanto merito atribuye a nuestras buenas obras, y que tan pródigamente enriquece nuestros actos. San Bernardo, aquel gran santo que de una manera tan extraordinaria la practicó nos dice que la humildad es una virtud por la cual nos conocemos a nosotros mismos y, mediante esto, nos sentimos llevados a despreciar nuestra propia persona y a no hallar placer en ninguna alabanza que de nosotros se haga (De gradibus humilitatis et superbiae, cap. 1).

Digo: 1.º Que esta virtud nos es absolutamente necesaria, si queremos que nuestros obras sean premiadas en el cielo ; puesto que el mismo Jesucristo nos dice que tan imposible nos es salvarnos sin la humildad como sin el Bautismo. Dice San Agustín: «Si me preguntáis cual es la primera virtud de un cristiano, os responderé que es la humildad; si me preguntáis cual es la segunda, os contestare que la humildad ; si volvéis a preguntarme cual es la tercera, os contestaré aun que es la humildad; y cuantas veces me hagáis esta pregunta, os daré la misma respuesta» (Epist. CXVIII ad Dioscorum, cap. III, 22.) .
Si el orgullo engendra todos los pecados (Eccli., X, 15.), podemos también decir que la humildad engendra todas las virtudes. Con la humildad tendréis todo cuanto os hace Falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; más sin ella, aun poseyendo todas las demás virtudes, será cual si no tuvieseis nada. Leemos en el santo Evangelio (Matth., XIX, 13.) que algunas madres presentaban sus hijos a Jesucristo para que les diese su bendición. Los apóstoles las hacían retirar, más Nuestro Señor desaprobó aquella conducta, diciendo: «Dejad que los niños vengan a Mi; pues de ellos y de los que se asemejan, es el reino de los cielos». Los abrazaba y les Baba su santa bendición. ¿A que viene esa buena acogida del divino Salvador?. Porque los niños son sencillos, humildes y sin malicia. Asimismo, si queremos ser bien recibidos de Jesucristo, es preciso que nos mostremos sencillos y humildes en todos nuestros actos. « Esta hermosa virtud, dice San Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la Santísima Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas divinas, su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de Dios. Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la Reina de los humildes»  (Hom.1.ª super Missus est, 5.)

2. Preguntaba un día Santa Teresa al Señor por que, en otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquellos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad. Dios no comunica con ellos ni los ama como amaba a aquellos buenos patriarcas y profetas, tan simples y humildes. Nos dice San Agustín: «Si os humilláis profundamente, si reconocéis vuestra nada y vuestra falta de meritos, Dios os dará gracias en abundancia; más, si queréis exaltaros y teneros en algo, se alejara de vosotros y os abandonara en vuestra pobreza».
Nuestro Señor Jesucristo, para darnos a entender que la humildad es la más bella y la más preciosa de todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas por la humildad, diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos». Nos dice San Agustín que esos pobres de espíritu son aquellos que tienen la humildad por herencia (Serm. LIII, in iflud Matth. Beati Pauperes spiritu.). Dijo a Dios el profeta Isaías: «Señor, ¿sobre quienes desciende el Espíritu Santo? ¿Acaso sobre aquellos que gozan de gran reputación en el mundo, o sobre los orgullosos? -No, dijo el Señor, sino sobre aquel que tiene su corazón humilde» (Isaías, LXVI, 2.).
Esta virtud no solamente nos hace agradables a Dios, sino también a los hombres. Todo el mundo ama a una persona humilde, todos se deleitan en su compañía. ¿De dónde viene; en efecto, que por lo común los niños son amados de todos, sino de que son sencillos y humildes?. La persona que es humilde cede, no contraria a nadie, no causa enfado a nadie, conténtase de todo y busca siempre ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo ofrece San Hilarión. Refiere San Jerónimo que este gran Santo era solicitado de los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el desierto a las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama. y renombre de sus milagros; más el se escondía y huía del mundo cuanto le era posible. Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de religiosos y de gente que acudían a el para que les curase sus males. Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando «He vuelto otra vez al mundo, mi recompensa será solo en esta vida, pues todos me miran ya como persona de consideración». «Y nada tan admirable, nos dice San Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio de los muchos honores que se le tributaban... Decidme, ¿ es esto humildad y desprecio de si mismo?. ¡Cuán raras son estas virtudes!. ¡Más también cuanto escasean los santos!. En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se aprecia a un humilde, puesto que este toma siempre para si el último lugar, respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causes de que sea tan buscada la compañías de las personas que están adornadas de tan bellas cualidades.
2.º     Digo que la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Quien desea servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja que habremos levantado muy voluminoso, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuanto le plazca. Lo cual vemos aconteció a aquel solitario que llego hasta a caminar sobre carbones encendidos sin quemarse ; pero, falto de humildad, al poco tiempo cayo en los más deplorables excesos (Vida de los Padres del desierto, t. 1.°, pag. 256.) . Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada, a la primera tentación seréis derribados. Refiérese en la vida de San Antonio (Ibid., pag. 52.) que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos que el demonio tenia preparados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba cual la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios, le dijo: «Señor, ¿quien podrá escapar de tantos lazos? ». Y oyó un voz que le dijo: «Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria pares que puedan resistir a las tentaciones; mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión. Mas a las personas humildes el demonio, no se atreve a atacarlas». Al verse tentado San Antonio, no hacia otra cosa que humillarse profundamente ante Dios, diciendo: «¡Señor, bien sabéis que no soy más que un miserable pecador!». Y al momento el demonio emprendía la fuga.
Cuando nos sintamos tentados, mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad y veremos cuan escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros. Leemos en la vida de San Macario que, habiendo un día salido de su celda en busca de hojas de palma, apareciósele el demonio con espantoso furor, amenazando herirle; más, viendo que le era imposible porque Dios no le había dado poder para ello, exclamo: «¡Macario, cuanto me haces sufrir! No tengo facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tu lo que tu prácticas pues tu ayunas algunos días, y yo no como nunca; tu pasas algunas noches en vela, yo no duermo nunca. Solo hay una cosa en la cual ciertamente me aventajas». San Macario le pregunto cual era aquella cosa. «Es la humildad». El Santo postróse, la faz en tierra, pidió a Dios no le dejase sucumbir a la tentación, y al momento el demonio emprendió la fuga (Vida de los Padres del desierto, t. II, p. 358.) . ¡Cuan agradables nos pace a Dios esta virtud, y cuan poderosa es para ahuyentar el demonio!. ¡Pero también cuan rara!. Lo cual raramente se ve con solo considerar el escaso numero de cristianos que resisten al demonio cuando son tentados...
No son todas las palabras, todas las manifestaciones de desprecio de si mismo lo que nos prueba que tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual os probara lo poco que vales las palabras. Hallamos en la Vida de los Padres del desierto que, habiendo venido un solitario a visitar a San Serapio (Ibid., p. 417.), no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía, he cometido tantos, pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a respirar allá donde vos estáis. Permanecería sentado en el suelo por no atreverse a ocupar el mismo asiento que San Serapio. Este Santo, siguiendo la costumbre entonces muy común, quiso lavarle los pies, y aun fue mayor la resistencia del solitario. Veis aquí una humildad que, según los humanos juicios, tiene todas las apariencias de sincera; más ahora vais también a ver en que paró. San Serapio se limito a decirle, a manera de aviso espiritual, que tal vez haría mejor permaneciendo en su soledad, trabajando para vivir, que no corriendo de celda en celda como un vagabundo. Ante este aviso, el solitario no supo ya disimular la falsedad de su virtud; enojóse en gran manera contra el Santo y se marcho. Al ver esto, le dijo aquel: «Hijo mío, me decíais hace un momento que habíais cometido todos los crímenes imaginables, que no os atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo!. Vamos, hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis, están desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad».
Por este ejemplo podéis ver cuan rara es la verdadera humildad. Cuanto abundan los que, mientras se los alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta estimación, son todo fuego en sus practicas de piedad, lo darían todo, se despojarían de todo ; más una leve reprensión, un gesto de indiferencia, llena de amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus ojos, los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando que son tratados injustamente, que no es este el trato que se da a los demás. ¡Cuán rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de nuestros días!. ¡Cuantas virtudes tienen solo la apariencia de tales, y a la primera prueba vienense abajo.!
Pero, ¿en que consiste la humildad? Vedlo aquí : ante todo os dice que hay dos clases de humildad, la interior y la exterior. La exterior consiste:

1.° En no alabarse del éxito de alguna acción por nosotros practicada, en no relatarla al primero que nos quiera oír; en no divulgar nuestros golpes audaces, los viajes que hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de nosotros se dice favorable;
2.° En ocultar el bien que podemos haber hecho, como son las limosnas, las oraciones, las penitencias, los favores hechos al prójimo, las gracias interiores de Dios recibidas;
3.° En no complacernos en las alabanzas que se nos dirigen ; para lo cual deberemos procurar cambiar de conversación, y atribuir a Dios todo el éxito de nuestras empresas; o bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos disgusta, o marcharnos, si nos es posible.
4.° Nunca deberemos hablar ni bien ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal de si mismos, para que se los alabe esto es una falsa humildad a la que podemos llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros, contentaos con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la caridad de un Dios para soportaros sobre la tierra.
5.° Nunca se debe disputar con los iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos siempre ceder; no hemos de figurarnos que nos asiste siempre el derecho; aunque lo tuviésemos, hemos de pensar al momento que también podríamos equivocarnos, como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de tener la pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que ello revela un espíritu repleto de orgullo.
6.º Nunca hemos de mostrar tristeza cuando nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a los demás nuestras cuitas; esto daría a entender que estamos faltos de toda humildad, pues, de lo contrario, nunca nos sentiríamos bastante rebajados, ya que jamás se nos tratará cual debemos dar gracias a Dios, a semejanza del santo rey David, quien volvía bien por mal (Ps. VII, 5.), pensando cuanto había el también despreciado a Dios con sus pecados.
7.° Debemos estar contentos al vernos despreciados, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, de quien se dijo que se «vería harto de oprobios» (Thren., III, 30.) , y el de los apóstoles, de quienes se ha escrito (Act., V, 41.) «que experimentaban una grande alegría porque habían sido hallados dignos de sufrir ignominia por amor de Jesucristo» ; todo lo cual constituirá nuestra mayor dicha y nuestra más firme esperanza en la hora de la muerte.
8.° Cuando hemos cometido algo que pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa ; ni con rodeos, ni con mentiras., ni con el gesto debemos dar lugar a pensar que no lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente, mientras la gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar.
9.° Esta humildad consiste en practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no quieren hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.
En esto consiste la humildad exterior. Mas ¿en que consiste la interior?. Vedlo aquí. Consiste: 1.º En sentir bajamente de si mismo; en no aplaudirse jamás en lo intimo de su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones realizadas ; en creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra, fundándose en las palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin Él nada bueno podemos realizar (Ioan, XV, 5.) , pues ni tan solo una palabra, como, por ejemplo, «Jesús», podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu Santo (1 Cor., XII, 3.). 2.° Consiste en sentir satisfacción de que los demás conozcan nuestros defectos, a fin de tener ocasión de mantenernos en nuestra insignificancia; 3.° En ver con gusto que los demos nos aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o en cualquier otra cosa; en someternos a la voluntad o al juicio ajenos, siempre que ello no sea contra conciencia...
En esto consiste poseer la humildad cristiana, la cual tan agradables nos hace a Dios y tan apreciables a los ojos del prójimo. Considerad ahora si la tenéis o no. Y si desgraciadamente no la poseéis, no os queda otro camino, para salvaros, que pedirla a Dios hasta obtenerla; ya que sin ella no entraríamos en el cielo. Leemos en la vida de San Elzear que, habiendo corrido el peligro de perecer engullido por el mar, junto con todos los que se hallaban con el en el barco, pasado va el peligro, Santa Delfina, su esposa, le pregunto si había tenido miedo. Y el Santo contesto : «Cuando me hallo en peligro semejante, me encomiendo a Dios junto con todos los que conmigo se hallan; y le pido que, si alguien debe morir, este sea yo, como el más miserable y el más indigno de vivir» (V. Ribadeneyra, 27 septietnbre, t. IX, p. 395.). ¡Cuánta humildad..!. !San Bernardo estaba tan persuadido de su insignificancia, que, al entrar en una ciudad, hincábase antes de hinojos, pidiendo a Dios que no castigase a la ciudad por causa de sus pecados; pues se creía capaz de atraer la maldición de Dios sobre aquel lugar. ¡Cuánta humildad!. ¡Un Santo tan grande cuya vida era una cadena de milagros!.
Es preciso que, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo, vayan todas ellas acompañadas de la humildad. Al orar, ¿poseéis aquella humildad que os hace consideraros como miserables e indignos de estar en la santa presencia de Dios?. Si fuese así, no haríais vuestras oraciones vistiéndoos o trabajando. No, no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con que reverencia, con que modestia, con que santo temor estaríais en la Santa Misa!. !No se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra mirada por el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios!. Lejos de hallar largas las ceremonial y funciones, os sabría mal el termino de ellas, y pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre los fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los réprobos. Si tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia, haríais como la Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en presencia de todo el mundo (Matth., XV, 25.); como Magdalena, que besó los pies de Jesús en medio de una numerosa reunión (Luc., VII, 38.). Si fueseis humildes, haríais como aquella mujer que hacia doce años que padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto (Marc., V, 25.). ¡Si tuvieseis la humildad de un San Pablo, quien, aun después de ser arrebatado hasta el tercer cielo (II Cor. XII, 2.) , solo se tenia por un aborto del infierno, el último de los apóstoles, indigno del nombre que llevaba !... (1 Cor., XV, 8-9.).
¡Dios mío!, ¡cuán hermosa, pero cuán rara es esta virtud !... Si tuvieseis esta virtud al confesaros, ¡cuán lejos andaríais de ocultar vuestros pecados, de referirlos como una historia de pasatiempo y, sobre todo, de relatar los pecados de los demás! ¿Cual seria vuestro temor al ver la magnitud de vuestros pecados, los ultrajes inferidos a Dios, y al ver, por otro lado, la caridad que muestra al perdonaros?. ¡Dios mío!, ¿no moriríais de dolor y de agradecimiento?... Si, después de haberos confesado, tuvieseis aquella humildad de que habla San Juan Clímaco (La Escala Santa, grado quinto.), el cual nos cuenta que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a unos religiosos tan humildes, tan humillados y tan mortificados, y que sentían de tal manera el peso de sus pecados, que el rumor de sus gritos, y las preces que elevaban a Dios Nuestro Señor eran capaces de conmover a corazones tan duros como la piedra. Algunos había que estaban enteramente cubiertos de llagas, de las cuales manaba un hedor insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo, que no les quedaba sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba con gritos los más desgarradores. «¡Desgraciados de nosotros miserables!. ¡Sin faltar a la justicia, oh Señor, podéis precipitarnos en los infiernos! » Otros exclamaban: «¡Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún capaces de perdón!». Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la muerte, y se decían unos a otros: ¿Que será de nosotros después de haber tenido la desgracia de ofender a un Dios tan bueno?. ¿Podremos todavía abrigar alguna esperanza para el día de las venganzas? ».
Otros pedían ser arrojados al rió para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a San Juan Clímaco, le dijo: «Padre mío, habéis visto a nuestros soldados?». Nos dice San Juan Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos de aquellos penitentes, tan profundamente humillados, arrancabanle lágrimas y sollozos sin que en manera alguna pudiera contenerse. ¿De dónde proviene que nosotros, siendo mucho más culpables, carezcamos enteramente de humildad?. ¡Porque no nos conocemos!.

II.-Al cristiano que bien se conozca, todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres cosas, a saber : la consideración de las grandezas de Dios, el anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria.
1.° Quien podrá contemplar la grandeza de un Dios, sin anonadarse en su presencia, pensando que con una sola palabra ha creado el cielo de la nada, y que una sola mirada suya podría aniquilarlo?. ¡Un Dios tan grande, cuyo poder no tiene límites, un Dios lleno de toda suerte de perfecciones, un Dios de una eternidad sin fin, con la magnitud de su justicia, con su providencia que tan sabiamente lo gobierna todo y que con tanta diligencia provee a todas nuestras necesidades!. No deberíamos temer, con mucha mayor razón que San Martin, que la tierra se abriese bajo nuestros pies por ser indignos de vivir? Ante esta consideración, ¿no haríais como aquella gran penitente de la cual se habla en la vida de San Pafnucio? (Vida de los Padres del desierto, t. 1.°, p. 212.). Aquel buen anciano dice el autor de su vida, quedó en extremo sorprendido, cuando, al conversar con aquella pecadora, la oyó hablar de Dios. El santo abad le dijo: «¿Ya sabes que hay un Dios?»- «Si, dijo ella; y aun más se que hay un reino de los cielos para aquellos que viven según sus mandamientos, y un infierno donde serán arrojados los malvados para abrasarse allí.» -«Si conoces todo esto, ¿cómo te expones a abrasarte en el infierno, causando la perdición de tantas almas?» Al oír estas palabras, la pecadora conoció que era un hombre enviado de Dios, se arrojó a sus pies y, deshaciéndose en lágrimas: «Padre mío, le dijo, imponedme la penitencia que queráis, y yo la cumpliré». El anciano la encerró en una celda y le dijo: «Mujer tan criminal como tu has sido, no merece pronunciar el santo nombre de Dios; te limitaras a volverte hacia el oriente, y dirás por toda oración: «Vos que me creasteis, tened piedad de mi!». Esta era toda su oración, derramando lágrimas y exhalando amargos sollozos noche y día. ¡Dios mío!, ¡cuanto nos hace profundizar en el propio conocimiento la humildad!.

2.° Decimos que el anonadamiento de Jesucristo debe humillarnos aun más y más. «Cuando contemplo, nos dice San Agustín, a un Dios que, desde su encarnación hasta la cruz, no hizo otra cosa que llevar una vida de humillaciones e ignominias, un Dios desconocido en la tierra, ¿habré yo de sentir temor de humillarme?. Un Dios busca la humillación,            y yo, gusano de la tierra, querré ensalzarme?. ¡Dios mío!, dignaos destruir este orgullo que tanto nos aparta de Vos».
Lo tercero que debe conducirnos a la humildad, es nuestra propia miseria. No tenemos más que mirarla algo de cerca, y hallaremos una infinidad de motivos de humillación. Nos dice el profeta: «En nosotros mismos llevamos el principio y los motivos de nuestra humillación. ¿No sabemos por ventura, dice, que nuestro origen es la nada, que antes de venir a la vida transcurrieron una infinidad de siglos, y que, por nosotros mismos, nunca habríamos podido salir de aquel espantoso e impenetrable abismo?. ¿Podemos ignorar que, aun después de ser creados, conservamos una vehemente inclinación hacia la nada, siendo preciso que la mano poderosa de Aquel que de ella nos sacó, nos impida Volver al caer, y que, si Dios dejase de mirarnos y sostenernos, seriamos borrados de la faz de la tierra con la misma rapidez que una brizna de paja es arrastrada por una tempestad furiosa». ¿Qué es, pues, el hombre para envanecerse de su nacimiento y de sus demás cualidades?. Nos dice el santo varón Job: ¿qué es lo que somos?, inmundicia antes de nacer, miseria al venir al mundo, infección cuando salimos de él. Nacemos de mujer, nos dice (Iob. XIV, 1.), y vivimos breve tiempo; durante nuestra vida, por corta que sea, mucho hemos de llorar, y la muerte no tarda en herirnos». «Tal es nuestra herencia, nos dice San Gregorio, Papa; juzgad, según esto, si tenemos lugar a ensalzarnos por nada del. mundo ;.así es que quien temerariamente se atreve a creer que es algo, resulta ser un insensato que jamás se conoció a sí mismo, puesto que, conociéndonos tal cual somos, sólo horror podemos sentir de nosotros mismos».
Pero no son menos los motivos que tenemos de humillarnos en el orden de la gracia. Por grandes talentos y dones que poseamos, hemos de pensar que todos nos vienen de la mano del Señor, que los da a quien le place, v, por consiguiente, no nos podemos alabar de ellos. Un concilio ha declarado que el hombre, lejos ele ser el autor de su salvación, sólo es capaz de perderse, ya que de sí mismo sólo tiene el pecado y la mentira. San Agustín nos. dice que toda nuestra ciencia consiste en saber que nada somos, y que todo cuanto tenemos, de Dios lo hemos recibido.
Finalmente, digo que debemos humillarnos considerando la gloria y la felicidad que esperamos en la otra vida, pues, de nosotros mismos, somos incapaces de merecerla. Siendo Dios tan magnánimo al concedérnosla, no hemos de confiar sino en su misericordia y en los infinitos méritos de Jesucristo su Hijo. Como hijos de Adán, sólo merecemos el infierno. Cuán caritativo en Dios al permitirnos tener esperanza de tantos y tan grandes bienes, a nosotros que nada hicimos para merecerlos.
¿Qué hemos de concluir de todo esto?. Vedlo aquí: todos los días hemos de pedir a Dios la humildad, esto es, que nos conceda la gracia de conocer nuestra nada, que de nosotros mismos nada tenemos, que los bienes que poseemos, tanto del cuerpo como del alma, nos vienen todos de Él.... Practiquemos la humildad cuantas veces nos sea posible....; quedemos bien persuadidos de que no hay virtud más agradable a Dios que la humildad, y de que con ella obtendremos todas las demás. Por muchos que sean los pecados que pesen sobre nuestra conciencia, estemos seguros de que, con la humildad, Dios nos perdonará. Cobremos afición a esa virtud tan hermosa; ella será la que nos unirá con Dios, la que nos hará vivir en paz con el prójimo, la que aligerara nuestras cruces, la que mantendrá nuestra esperanza de ver otro día a Dios. Él mismo nos lo dice: «Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos verán a Dios» (Matth., V,3.).

DOMINGO DECIMOSEPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTES
SOBRE LA PUREZA
Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt.
Bienaventurados los que tienen un corazón puro, pues ellos
verán a Dios.
  (S. Mateo, V, 8.)

Leemos en el Evangelio que, queriendo Jesucristo instruir al pueblo que acudía en masa a fin de conocer lo que hay que practicar para alcanzar la vida eterna, sentóse, y tomando la palabra, dijo: «Bienaventurados los que tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios». Si tuviésemos un gran deseo de ver a Dios, estas solas palabras deberían darnos a entender cuan agradables nos hace a Él la virtud de la pureza, y cuan necesaria sea esta virtud; puesto que, según nos dice el mismo Jesucristo, sin ella nunca conseguiríamos verle. «Bienaventurados, nos dice Jesucristo, los que tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios». ¿Puede esperarse mayor recompensa que la que Jesucristo vincula en esa hermosa y amable virtud, a saber, la eterna compañía de las tres personas de la Santísima trinidad?... San Pablo, que conocía todo su valor, escribiendo a los de Corinto, les dijo: «Glorificad a Dios, pues le lleváis en vuestros cuerpos; y permaneced fieles conservándolos en una gran pureza. Acordaos siempre, hijos míos, de que vuestros miembros son los miembros de Jesucristo, de que vuestros corazones son templos del Espíritu Santo. Andad con gran cuidado en no ensuciarlos con el pecado, que es el adulterio, la fornicación y todo cuanto puede deshonrar vuestro corazón y vuestro cuerpo a los ojos de un Dios que es la misma pureza» (I Cor., VI, 15-20.). Cuán preciosa y bella es esta virtud, no sólo a los ojos de los ángeles y de los hombres, sino también a los del mismo Dios. La tiene Él en tanta estima, que no cesa de hacer su elogio en cuantos tienen la dicha de conservarla. Esa hermosa virtud es el adorno más preclaro de la Iglesia, y, por consiguiente, debiera ser la más apreciada de los cristianos. Nosotros, que en el santo Bautismo fuimos rociados con la sangre adorable de Jesucristo, la pureza misma; con esa Sangre adorable que tantas vírgenes ha engendrado de uno y otro sexo (Zac., IX. 17.); nosotros a quienes Jesucristo ha hecho participantes de su pureza convirtiéndonos en miembros y templos suyos... Mas, ¡ay!, en el desgraciado siglo de corrupción en que vivimos, ¡esta virtud celeste, que tanto nos asemeja a los ángeles, no es conocida!... Sí, la pureza es una virtud que nos es necesaria a todos, ya que sin ella nadie verá a Dios. Quisiera yo ahora haceros concebir de ella una idea digna de Dios, mostrándoos: 1.° Cuán agradables nos hace a sus ojos comunicando un nuevo grado de santidad a nuestras acciones, y 2.°, lo que debemos hacer para conservarla.

I. Para hacernos comprender la estima en que hemos de tener esa incomparable virtud, para daros ahora la descripción de su hermosura, hacer que apreciaseis su valor ante el mismo Dios, seria necesario que os hablase, no un hombre mortal, sino un ángel del cielo. Al oírle, diríais admirados: ¿Cómo es posible que no estén todos los hombres prestos a sacrificarlo todo antes que perder una virtud que de una manera tan íntima nos une con Dios?. Probemos, sin embargo, de formarnos algún concepto de ella considerando que dicha virtud viene de lo alto, que hace bajar a Jesucristo sobre la tierra, y eleva al hombre hasta el cielo por la semejanza que le comunica con los ángeles y con el mismo Jesucristo. Decidme, según esto, ¿no merece tal virtud el título de preciosa?. ¿No es ella digna de toda estima y de que hagamos todos los sacrificios para conservarla?.
Decimos que la pureza viene del cielo, pues sólo Jesucristo era capaz de dárnosla a conocer y hacernos apreciar todo su valor. Nos dejó prodigiosos ejemplos de la estima en que tuvo a esa virtud. Al determinar, en su inmensa misericordia, redimir al mundo, tomó un cuerpo mortal como el nuestro; pero quiso escoger a una virgen por madre. ¿Quién fue esa incomparable criatura?. Fue María, la más pura entre todas las criaturas, la cual, por una gracia singular no concedida a otra alguna, estuvo exenta del pecado original. Desde la edad de tres años, consagró su virginidad a Dios, ofreciéndole su cuerpo y su alma, presentándole el sacrificio más santo, más puro y el más agradable que jamás haya recibido Dios de una criatura terrena. Mantúvose en una fidelidad inviolable, guardando su pureza y evitando todo cuanto pudiese tan sólo empañar su brillo. Tenia la Santísima Virgen esa virtud en tanta estima, que no quiso consentir en ser Madre de Dios antes que el ángel le diese seguridad de que no la había de perder. Mas en cuanto el ángel le anunció que, al ser Madre de Dios, lejos de perder o empañar su pureza, de la cual tanta estima hacía, sería aún más agradable a Dios, consintió gustosa, a fin de dar nuevo esplendor a aquella angelical virtud (Luc., 1.). Vemos también que Jesucristo escogió un padre nutricio pobre, es verdad; mas quiso que su pureza sobrepujase a la de las demás criaturas, excepto la de la Virgen. Entre los discípulos distinguió a uno, al cual testimonió una amistad y una confianza singulares, y le hizo participante de grandes secretos; pero escogió al más puro de todos, el cual estaba consagrado a Dios desde su juventud.
Dice San Ambrosio que la pureza nos eleva hasta el cielo y nos hace dejar la tierra en cuanto le es posible hacerlo a una criatura. Nos levanta por encima de la criatura corrompida, y, por los sentimientos y deseos que inspira, nos hace vivir la vida de los ángeles. Según San Juan Crisóstomo, la castidad de un alma es de mayor precio a los ojos de Dios que la de los ángeles, ya que los cristianos sólo pueden adquirir esta virtud luchando, mientras que los ángeles la tienen por naturaleza; los ángeles no deben luchar para conservarla, al paso que el cristiano se ve obligado a mantener consigo mismo una guerra constante. Y San Cipriano añade que, no solamente la castidad nos hace semejantes a los Ángeles, sino que además nos da un rasgo de semejanza con el mismo Jesucristo. Si, nos dice aquel gran Santo, el alma casta es una viva imagen de Dios en la tierra.
Cuanto más un alma se desprende de sí misma por la resistencia a las pasiones, más también se acerca a Dios y, por un venturoso retorno, más íntimamente se une Dios a ella: contémplala, y la considera como su amantísima esposa; la hace objeto de sus más dulces complacencias, y establece en su corazón su perpetua morada. «Felices, nos dice el Salvador, los que tienen el corazón puro, pues ellos verán a Dios» (Matt., V,8.). Según San Basilio, cuando en un alma hallamos la castidad, descubrimos también todas las demás virtudes cristianas; las cuales practicará entonces muy fácilmente, «pues, nos dice, para ser casto, debe imponerse grandes sacrificios y hacerse mucha violencia. Pero, una vez ha logrado tales victorias del demonio, la carne y la sangre, poca dificultad le ofrece lo demás ya que el alma que doma con energía este cuerpo sensual, vence con facilidad cuantos obstáculos encuentra en el camino de la virtud». Por lo cual, vemos que los cristianos castos son los más perfectos: Vemoslos reservados en sus palabras, modestos en el andar, sobrios en la comida, respetuosos en los lugares sagrados y edificantes en todo su comportamiento. San Agustín compara los que tienen la gran dicha de conservar puro su corazón con los lirios, que crecen derechos hacia el cielo y embalsaman el ambiente que los rodea con un aroma exquisito y agradable; con solo verlos, nos evocan ya esa preciosa virtud. Así la Santísima Virgen inspiraba la pureza a cuantos la veían... ¡Dichosa virtud, que nos pone al nivel de los Ángeles, y parece elevarnos hasta por encima de ellos!. Todos los santos la tuvieron en mucho, prefiriendo perder sus bienes, su fama y su misma vida antes que empañarla.
Tenemos de ello un admirable ejemplo en la persona de Santa Inés. Su belleza y sus riquezas fueron causa de que, a la edad de poco más de doce años, fuese pretendida por el hijo del prefecto de la ciudad de Roma. Ella le dio a entender que estaba consagrada a Dios. Entonces la prendieron, bajo el pretexto de que era cristiana, más, en realidad, para que consintiese a los deseos de aquel joven... Pero ella estaba tan firmemente unida a Dios que ni las promesas, ni las amenazas, ni la vista de los verdugos y de los instrumentos expuestos en su presencia para amedrentarla consiguieron hacerla cambiar de sentimientos. Viendo sus perseguidores que nada podían obtener de la Santa, la cargaron de cadenas, y quisieron ponerle una argolla y varios anillos en la cabeza y en las manos; pero tan débiles eran aquellas pequeñas e inocentes manos, que sus verdugos no pudieron lograr su propósito. Permaneció firme en su resolución y, en medio de aquellos lobos rabiosos, ofreció su cuerpecito a los tormentos con una decisión que admiró a los mismos atormentadores. La llevaron arrastrándola a los pies de los ídolos, más ella declaró públicamente que solo reconocía a Jesucristo, y que aquellos ídolos eran demonios. El juez, bárbaro y cruel, viendo que nada podía conseguir, pensó que seria más sensible ante la pérdida de aquella pureza de la cual hacia tanta estima. La amenazó con hacerla exponer en un infame lupanar; más ella le respondió con firmeza: «Podréis muy bien darme muerte; pero jamás podréis hacerme perder este tesoro; pues Jesucristo mismo es su más celoso guardián», El juez, lleno de rabia, hízola conducir a aquel lugar de infernales inmundicias. Más Jesucristo, que la protegía de una manera muy particular, inspiró tan grande respeto a los guardias, que sólo se atrevían a mirarla, con una especie de espanto, y al mismo tiempo confió su custodia a uno de sus Ángeles. Los jóvenes, que entraban en aquel recinto abrasados en impuro fuego, al ver, al lado de la doncella, a un Ángel más hermoso que el sol, salían abrasados en amor divino. Pero el hijo del prefecto, más corrompido y malvado que los otros, se atrevió a penetrar en el cuarto donde se hallaba Santa Inés. Sin hacer caso de aquellas maravillas, acercóse a ella con la esperanza de satisfacer sus impuros deseos; más el Ángel que custodiaba a la joven mártir hirió al libertino, el cual cayó muerto a sus pies. Al momento divulgóse por toda la ciudad de Roma la noticia de que el hijo del prefecto, había recibido la muerte de manos de Inés. El padre, lleno de furor, fuese al encuentro de la Santa, y se entregó a todo cuanto la desesperación podía inspirarle. Llamóla furia del infierno, monstruo nacido para llevar la desolación a su vida, pues había dado muerte a su hijo. Entonces Santa Inés contestó tranquilamente: «Es que quería hacerme violencia, y entonces mi Ángel le dio muerte». El prefecto, algo mas calmado, le dijo: «Pues ruega a tu Dios que le resucite, para que no se diga que tu le has dado muerte». -«Es innegable que no merecéis esta gracia, dijo la Santa; más, para que sepáis que los cristianos no se vengan nunca, antes al contrario vuelven bien por mal, salid de aquí, y voy a rogar a Dios por él». Entonces prosternóse Ines, la faz en tierra. Mientras estaba orando, se le apareció el Ángel y le dijo: «Ten valor». Al momento aquel cuerpo inanimado recobró la vida. Aquel joven, resucitado por las oraciones de la Santa, sale de aquella casa y recorre las calles de Roma clamando: «No, no, amigos míos, no hay otro Dios que el de los cristianos; todos los dioses que nosotros adoramos no son más que demonios engañadores que nos arrastran al infierno». Sin embargo, a pesar de aquel gran milagro, no dejaron de condenarla a muerte. El lugarteniente del prefecto ordenó encender una gran hoguera, en la cual hizo arrojar a la Santa. Más las llamas se abrieron sin dañar a Inés, y en cambio, quemaron a los idólatras que habían acudido a aquel lugar para presenciar tales tormentos. Viendo el lugarteniente que el fuego la respetaba y no le causaba daño alguno, ordenó degollarla con la espada, a fin de quitarle de una vez la vida; más e1 verdugo pusose a temblar, como si él fuese el condenado a muerte... Como, después de su muerte, sus padres llorasen su perdida, aparecióseles y les dijo: «No lloréis mi muerte; al contrario, alegraos de que haya yo alcanzado un tal grado de gloria en el cielo»(Ribadeneyra, 21 enero).
Ya veis cuanto sufrió aquella Santa para no perder su virginidad. Ahora os podéis formar cargo de lo estimable que es la pureza, y de lo que agrada a Dios cuando así se complace en obrar grandes milagros a fin de mostrarse su guardián y protector. Este ejemplo confundirá un día a aquellos jóvenes que tan poca estima hicieron de esa virtud. Nunca conocieron su valor. Razón tiene el Espíritu Santo para exclamar: «¡Cuan bella es esa generación casta; su memoria es eterna, y su gloria brilla ante los hombres y ante los Ángeles! » (Sap., IV,1.). Es innegable que todo ser ama a sus semejantes ; por lo cual, los Ángeles, que son espíritus puros, aman y protegen de una manera especial a las almas que imitan su pureza. Leemos en la Escritura Santa (Tob., V-VIII.) que el Ángel Rafael, acompañando al joven Tobías, le protegió con mil favores. Preservóle de ser devorado por un pez, de ser estrangulado por el demonio. Si el joven aquel no hubiese sido casto, ciertamente que el Ángel no le hubiera acompañado y, por lo tanto, no le habría protegido en aquellos trances. ¡Cuanto es el gozo que experimenta el Ángel custodio de un alma pura!.
No hay virtud para la conservación de la cual haga Dios tantos milagros como los que ejecuta para favorecer a la persona que, co
nociendo el valor de la pureza, se esfuerza en conservarla. Mirad lo, que hizo por Santa Cecilia. Nacida en Roma de padres muy ricos, estaba perfectamente instruida en la religión cristiana, y, siguiendo las inspiraciones de Dios, le consagró su virginidad. Ignorándolo sus padres, la prometieron en matrimonio a Valeriano, hijo de un senador de la ciudad. A los ojos del mundo era, pues, aquel matrimonio un gran partido. No obstante, ella pidió a sus padres tiempo para reflexionar. Pasó muchos días ayunando, orando y llorando, para obtener de Dios la gracia de no perder la flor de aquella virtud a la que amaba más que a su propia vida. Dijole el Señor que nada temiese, y que obedeciese a sus padres; pues no solamente no perdería aquella virtud, sino que aun obtendría... Consintió, pues, en el matrimonio. El día de las bodas, al hallarse en compañía de Valeriano, le dijo ella:
«Querido Valeriano, tengo un secreto que comunicarte. He consagrado a Dios mi virginidad, por lo cual jamás hombre alguno podrá acercarse a mí, pues tengo un ángel que protege mi pureza; si te acercases, hallarías la muerte».
   Valeriano quedó muy sorprendido al oír todo aquello, pues, pagano como era, no entendía aquel lenguaje.
Y contestó así: «Muéstrame el ángel que te protege».
Replicó la Santa: «Tu no lo puedes ver, porque eres pagano. Ve de mi parte a habla al Papa Urbano, pídele el bautismo, y al momento verás el ángel».
Partió Valeriano al momento. Una vez bautizado por el Papa Urbano, fuése otra vez al encuentro de su esposa. Al entrar en la habitación vió efectivamente al ángel custodiando a Santa Cecilia, hallóle tan bello y radiante de gloria, que quedó prendado de su hermosura; y no solamente permitió a su esposa permanecer consagrada a Dios, sino que hizo él mismo voto de virginidad... Uno y otro alcanzaron pronto la dicha de morir mártires (Ribadeneyra, 22 noviembre.). ¿Veis, pues, de qué manera protege Dios a la persona que ama esa virtud y trabaja por conservarla?.
Leemos en la vida de San Edmundo(Ribadenevra, 16 noviembre.) que, estudiando dicho santo en París, hallose en compañía de ciertas personas que hablaban torpemente; y las dejó al momento. Fué tan agradable al Señor aquella acción, que se le apareció en figura de un hermoso niño y, saludándole con gran afabilidad, le dijo que le había visto con gran satisfacción apartándose de la compañía de aquella gente que sostenía conversaciones licenciosas; y en recompensa de ello prometióle que no le abandonaría nunca. Además, San Edmundo tuvo la dicha de conservar su inocencia hasta la muerte. Cuando Santa Lucía acudió al sepulcro de Santa Agata para implorar su intercesión ante Dios a fin de que le alcanzase la salud de su madre, apareciósele Santa Ágata y le dijo que por sí misma podía obtener la gracia que imploraba, ya que con su pureza había preparado en su corazón una agradabilísima morada a su Creador (Ribadeneyra, 5 febrero.). Todo esto nos da a comprender cómo no puede denegar nada Dios al que tiene la dicha de conservar puros su corazón y su alma...
Oíd lo que aconteció a Santa Potamiena, que vivió en tiempos de la persecución de Maximiniano (Ribadeneyra, 28 de junio.). Aquella joven era esclava de un señor disoluto y libertino, el cual continuamente la estaba solicitando. Mas ella prefirió sufrir toda suerte de crueldades y suplicios antes que consentir a las solicitaciones de aquel señor infame. Enfurecido éste al ver que nada podía lograr, la entregó, como cristiana, en manos del gobernador, a quien prometió una fuerte recompensa para el caso de que la conquistase para sus infames apetitos. El juez mandó comparecer a aquella virgen ante su tribunal, y viendo que ninguna amenaza podía hacerla cambiar de sentimientos, sometióla a todo cuanto su rabia supo inspirarle. Mas Dios, que jamás abandona a los que a Él se consagran concedió tantas fuerzas a la joven mártir, que parecía insensible a todos los tormentos a que hubo de someterse. No pudiendo, aquel juez inicuo, vencer su resistencia, mandó poner sobre una grande hoguera una caldera llena de pez, y le dijo: «Mira lo que, te está preparado si no obedeces a tu señor». Y la santa joven respondió sin vacilar: «Prefiero sufrir todo cuanto pueda inspiraros vuestro furor antes que obedecer a la infame voluntad de mi amo; además, nunca habría yo creído que un juez fuese injusto hasta el punto de mandarme obedecer a los propósitos de un amo disoluto». Irritado el tirano al oír esta respuesta, mandó arrojarla a la caldera. «A lo menos disponed, dijo ella, que sea arrojada allí vestida. Ahora veréis las fuerzas que el Dios a quien adoramos, concede a los que sufren por Él». Después de tres horas de suplicio, entregó Potamiena su alma al Criador, y así ganó la doble palma del martirio y de la virginidad.
Cuán desconocida en el mundo es esa virtud, cuán poco la apreciamos, cuán poco cuidado ponemos en conservarla, cuán negligentes somos en pedirla a Dios, habida cuenta de que no podemos obtenerla por nosotros mismos!. ¡No conocemos esa hermosa y amable virtud, la cual tan fácilmente gana el corazón de Dios, tan hermoso esplendor comunica a nuestras buenas obras, tan por encima de nosotros mismos nos levanta, y nos hace vivir en la tierra una vida tan semejante a la de los Ángeles del cielo! ...
Ella no es conocida de esos infames e impúdicos viejos, que se arrastran, se revuelcan y se anegan en el lodazal de sus torpezas; lejos de esforzarse en extinguirlo, lo avivan continuamente con sus miradas, con sus pensamientos, con sus deseos y con sus actos. ¿Cómo estará la pobre alma al comparecer ante Dios que es la pureza misma?. Esa hermosa virtud no es conocida de aquellas personas cuyos labios no son más que una boca de que se sirve el infierno para vomitar sobre la tierra sus impurezas, y con las cuales dichos desgraciados se nutren como si fuesen su pan cotidiano. ¡Su pobre alma es sólo objeto de horror para el cielo y para la tierra!. Esa amable virtud no es tampoco conocida de aquellas jóvenes cuyos ojos y cuyas manos están manchados por miradas impuras... (Oculos habentes plenos adulterii et incessabilis delicti et incessabilis delicti (II. Petr., II, 14).). ¡Oh Dios!, ¡a cuantas almas arrastra al infierno ese pecado!. Esa virtud no es conocida de aquellas jóvenes mundanas y corrompidas que tanto se afanan por atraer a sí las miradas de las gentes; que, por sus atavíos exagerados e indecentes, dan públicamente a entender que son infames instrumentos de que se sirve el infierno para perder las almas: ¡esas almas que tantos trabajos, lágrimas y tormentos costaron a Jesucristo!. Mirad a esas desgraciadas, y veréis su cabeza y su pecho rodeados de mil demonios. ¡Dios mío!, ¿cómo puede sostener la tierra a tales secuaces del infierno?. ¡Y lo más triste y doloroso es ver cómo las madres las toleran en un estado tan indigno de una cristiana!. Al ver esto, casi me atrevería a decir que tales madres no valen más que sus hijas. Ese corazón desgraciado y esos ojos impuros vienen a ser una fuente emponzoñada que causa la muerte a quien los mira o los escucha. ¡Como tales monstruos se atreven a presentarse ante un Dios tan santo y tan declaradamente enemigo de la impureza!. Su vida miserable no viene a ser otra cosa que un montón de grasa que están amasando para cebar el fuego del infierno por toda una eternidad. Más dejemos ya esta materia tan enojosa y poco grata para el cristiano, cuya pureza debe remedar la del mismo Jesucristo; y volvamos a esa hermosa virtud de la pureza que nos levanta hasta el cielo, que nos franquea la entrada en el corazón adorable de Jesucristo, y nos atrae toda suerte de bendiciones espirituales y temporales.
II.-Hemos dicho que esa virtud es de un valor muy grande a los ojos de Dios; más hemos de afirmar también que no carece de enemigos que se esfuercen por arrebatárnosla. Hasta podríamos decir que casi todo cuanto nos rodea esta conspirando para robárnosla. El demonio es una de los enemigos más temibles; viviendo el en medio de la hediondez de los vicios impuros y sabiendo que no hay pecado que tanto ultraje a Dios, y conociendo además lo agradable que es a Dios el alma pura, nos tiende toda suerte de lazos para arrebatarnos esta virtud. Por su parte, el mundo, que solo busca sus regalos y placeres, labora también para hacérnosla perder, muchas veces bajo la capa de amistad. Pero podemos afirmar que el más cruel y peligroso enemigo somos nosotros mismos, esto es, nuestra carne, la cual, habiendo quedado ya maleada y corrompida por el pecado de Adán, nos induce furiosamente a la corrupción. Si no estamos constantemente sobre aviso, pronto nos abrasa y devora con sus llamas impuras.
-Pero, me diréis, puesto que es muy difícil conservar una virtud tan preciosa a los ojos de Dios, ¿que es lo que debemos hacer?.
-Ved aquí los medios de conservarla. El primero es ejercer una gran vigilancia sobre nuestros ojos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos; el segundo, recurrir a la oración; el tercero, frecuentar dignamente los sacramentos; el cuanto, huir de todo cuanto pueda inducirnos al mal; el quinto, ser muy devotos de la Santísima Virgen. Observando todo esto, a pesar de los esfuerzos de nuestros enemigos, a pesar de la fragilidad de esa virtud, tendremos la seguridad de conservarla.
He dicho 1.° que debemos vigilar nuestras miradas; lo cual es muy cierto, pues vemos, por experiencia, a muchos que cayeron por una soda mirada, y no se levantaron ya jamás... (Prov., IX,9).. No os permitáis nunca libertad alguna sin ser ella verdaderamente necesaria. Primero sufrir cualquiera incomodidad antes que exponeros al pecado...
2.° Nos dice San Jaime que esta virtud viene del cielo y que jamás llegaremos a obtenerla si no la pedimos a Dios. Debemos, pues, suplicar a Dios con frecuencia que nos de la pureza en los ojos, en las palabras y en las acciones.
3.° He dicho, en tercer lugar, que, si queremos conservar esa hermosa virtud, debemos recibir a menudo y dignamente los santos sacramentos; de lo contrario, jamás alcanzaremos tal dicha. Jesucristo no solo instituyo el sacramento de la Penitencia a fin de perdonarnos los pecados, sino además para darnos fuerzas con que combatir al demonio. Lo cual se comprende fácilmente. ¿Quien será, en efecto, que habiendo hecho hoy una buena confesión, se dejara vencer por las tentaciones?. El pecado, con todo el placer que encierra, le causaría horror. ¿Quien habrá que, al poco tiempo de haber comulgado, pueda consentir, no digo ya en un acto impuro, sino tan solo en un mal pensamiento?. Jesús, que mora entonces en su corazón, le hace muy bien comprender lo infame que es ese pecado, y cuanto le desagrada y cuanto le aparta de El. El cristiano que frecuenta santamente los sacramentos podrá ser tentado, más difícilmente pecara. En efecto, cuando tenemos la gran dicha de recibir el cuerpo adorable de Jesucristo, ¿no sentimos extinguirse en nuestro corazón el fuego impuro?. La Sangre adorable que corre por nuestras venas, ¿que menos hará que purificar nuestra sangre?. La carne sagrada que se mezcla con la nuestra, ¿no la diviniza en cierta manera?. ¿No parece nuestro cuerpo retornar a aquel primer estado en que se hallaba Adan antes de pecar?. ¡Esa Sangre adorable «que engendró tantas vírgenes !...» (Zach., IX, 17.). Tengamos por cierto que, dejando de frecuentar los sacramentos, a cada momento caeremos en pecado.
Además, para defendernos del demonio, hemos de evitar la compañía de aquellas personas que pueden inducirnos al mal. Ved lo que hizo José, al ser tentado por la mujer de su amo: dejole el manto entre sus manos, y huyo para salvar su alma (Gen., XXXIX, 12.). Los hermanos de Santo Tomas de Aquino, viendo con malos ojos que su hermano se consagraba a Dios, a fin de estorbar su propósito le encerraron en un castillo e hicieron entrar allí una mujer de mala vida para que intentase corromperle. Viéndose en tal apuro por la desvergüenza de aquella malvada criatura, tomó un tizón encendido, y con el la arrojo ignominiosamente de su aposento. A la vista del peligro a que había estado expuesto, oro con tan copioso llanto, que Nuestro Señor le concedió el precioso don de continencia.
Ved lo que hizo San Jerónimo para poder conservar la pureza; miradle en el desierto abandonarse a todos los rigores de la penitencia, a las lágrimas y a las duras maceraciones de su carne (Vida de los Padres del desierto, t. Y, p. 264.). Aquel gran Santo nos refiere (S. Hieron., Vita S. Pauli, Primi Eremitae, 3.), además, la victoria alcanzada por un joven virtuoso, en una lucha quizá única en la historia, en tiempos de la cruel persecución del emperador Decio. Este tirano, después de haber sometido al joven a todas las pruebas que el demonio le inspirara, pensó que, si lograba hacerle perder la pureza del alma, tal vez le conduciría fácilmente a renunciar a su religión. A este objeto mandó que fuese llevado a un jardín de delicias, lleno de rosas y lirios, junto a un riachuelo de aguas cristalinas y juguetonas, bajo la sombra de corpulentos árboles agitados por deliciosa y suave brisa. Una vez allí, le pusieron en un lecho de plumas; atáronle con ligaduras de seda, y le dejaron solo. Entonces hicieron que se acercase a el una cortesana, vestida muy rica y provocativamente. Y comenzó a incitarle al mal con toda la impudencia y las provocaciones que la pasión puede inspirar. Aquel pobre joven, que hubiera dado mil veces su vida antes que manchar la pureza de su hermosa alma, hallabase sin defensa, pues estaba atado de pies y manos. No sabiendo cómo resistir a los ataques de la voluptuosidad, impulsado por el espíritu de Dios, cortóse la lengua con los dientes y la escupió al rostro de aquella mujer; lo cual causó a esta tanta confusión, que la obligó a huir. Este hecho nos muestra cómo nunca permitirá Dios que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas.
Ved también a San Martiniano, que vivió en el siglo IV (Ribadeneyra, 13 febrero). Después de haber morado veinticinco años en el desierto, vióse expuesto a una ocasión muy próxima de pecar. Habia ya consentido de pensamiento y de palabra. Mas Dios le tocó el corazón y acudió en su auxilio. Concibió entonces un tan hondo pesar del pecado que iba a cometer, que, entrando en seguida en su celda, encendió fuego, y puso en el sus pies. El dolor que experimentaba y el remordimiento del pecado hacíanle exhalar horribles gritos. Zoe, la mujer malvada, que había ido allí a tentarle, al oír los gritos corrió para ver lo que sucedía; y quedó tan conmovida ante aquel espectáculo, que, lejos de pervertir al santo, ella se convirtió. Y pasó el resto de su vida en las lágrimas y en la penitencia. En cuanto a San Martiniano, permaneció siete meses echado en el suelo sin poder moverse, a causa de las heridas de sus pies. Una vez curado, retiróse a otro desierto, donde lloró, pensando en el peligro que corriera de perder su alma. Aquí veis lo que hacían los santos; aquí veis los tormentos a que se sometieron antes que perder la pureza de su alma tal vez eso os extrañe; más lo que debería extrañaros es la poca estima en que tenéis tan hermosa virtud. ¡Ay!, ¡tan deplorable desden proviene de no conocer su verdadero valor!.
Digo, finalmente, que debemos profesar una ferviente devoción a la Santísima Virgen, si queremos conservar esta hermosa virtud; de lo cual no nos ha de caber duda alguna, si consideramos que ella es la reina, el modelo y la patrona de las vírgenes...
San Ambrosio llama a la Santísima Virgen señora de la castidad; San Epifanio la llama princesa de la castidad, y San Gregorio, reina de la castidad...
Oíd un ejemplo que nos pone de manifiesto cuanto protege la Santísima Virgen la castidad de los que en ella confían, hasta el punto de que no sabe denegarles nada de cuanto le piden. Un caballero muy devoto de la Santísima Virgen había construido una capilla en su honor, en una de las dependencias del castillo que habitaba. Nadie conocía la existencia de dicha capilla. Todas las noches, después del primer sueño, sin decir nada a su mujer, levantabase y dirigiase a la capilla de la Virgen, para pasar allí lo restante de la noche... Su mujer estaba muy apesadumbrada del proceder del marido, pues creía ella que salía de noche para entrevistarse con mujeres de mala vida. Cierto día, la esposa no pudo soportar ya por más tiempo aquel secreto sufrimiento, y dijo a su marido que muy bien se vela que tenia otra mujer preferida. El marido, pensando en la Santísima Virgen, le contesto afirmativamente. Esta respuesta hirió vivamente los sentimientos de aquella mujer, y viendo que su marido no cambiaba de conducta, en un arrebato de pesar, se suicido clavándose un puñal en el pecho. Al volver de la capilla el marido, hallo al cadáver de su mujer bañado en sangre. Afligido en extremo ante aquel espectáculo, cerro con llave la puerta de su cuanto, y se dirigió de nuevo a la capilla de la Virgen, y allí, desconsolado y lloroso, prosternose ante aquella santa imagen, exclamando: «Ya veis, oh Santísima Virgen, que mí esposa se ha suicidado porque venia yo por la noche a permanecer en vuestra compañía. Ya veis que mi mujer está condenada; ¿la dejareis ardiendo en las llamas, cuando se ha suicidado desesperada a causa de mi devoción para con Vos?. Virgen Santa, refugio de los afligidos, servios devolverle la vida; mostrar cuanto os place hacer bien a todos. No saldré yo de aquí pasta que me hayáis alcanzado esta gracia de vuestro divino Hijo».
Mientras se hallaba abstraído en sus lágrimas y oraciones, una criada le estaba buscando y llamándole, diciendo que la señora preguntaba por el.
Y el caballero le dijo: «¿ Estas segura de que es ella quien me llama? »
- «Escuchad su voz», dijo la criada. La alegría del caballero fue tan grande, que no acertaba a separarse de la compañía de la Virgen. Por fin levantose, llorando de alegría y de gratitud, y hallo a su mujer en plena salud. De sus heridas solo le quedaban las cicatrices, para que nunca olvidase tan gran milagro obrado por la protección de la Santísima Virgen. Al ver entrar a su marido, abrazole diciendo: «¡Amado mío!, te estoy altamente agradecida por lo caridad en rogar por mi». Quedo tan agradecida por aquel prodigioso favor, que paso el resto de su vida en lágrimas y penitencia; no podía nunca relatar la gracia que la Virgen había alcanzado de su divino Hijo, sin llorar a lagrima viva, y no tenia otro deseo sino manifestar a todos cuan poderosa es la Santísima Virgen para socorrer a los que en ella confían.
¿Podremos abrigar duda alguna de que nunca dejara de concedernos cuantas gracias le pidamos, a nosotros que estamos aun en la tierra, lugar propicio para la misericordia del Hijo y para la compasión de la Madre?. Siempre que tengamos que pedir una gracia a Dios, dirijámonos a la Virgen Santa, y con seguridad seremos escuchados. ¿ Queremos salir del pecado?, acudamos a Maria; Ella nos tomara de la mano y nos conducirá a la presencia de su divino Hijo para recibir de Él el perdón. ¿Queremos perseverar en el bien ?, dirijámonos a la Madre de Dios; Ella nos cobijara bajo su manto protector, y contra nosotros nada podrá el infierno. ¿Queréis de ello una prueba?. Vedla aquí: leemos en la vida de Santa Justina (Ribadeneyra, 26 septiembre.) que cierto joven sintió par ella vehemente amor; y viendo que nada podía obtener con sus solicitaciones, acudió a un sujeto llamado Cipriano, el cual tenia tratos con el demonio. Prometiole una cantidad de dinero para el caso de que lograse hacer que Justina consintiese en lo que el deseaba. Al momento la joven se sintió fuertemente tentada contra la pureza; más ella acudió en seguida a la protección de la Virgen, y con ello lograba siempre ahuyentar al demonio. El joven aquel pregunto a Cipriano por que no podía ganar a la doncella, y éste a su vez se dirigió al demonio y le echo en cara su escaso poder en aquel caso, cuando en otros parecidos había siempre satisfecho sus designios.
-        El demonio le contesto: «Es verdad, pero ello es porque la joven acude a la Madre de Dios, y, en cuanto comienza a orar, pierdo todas mis fuerzas y no puedo ya nada».
Admirado Cipriano, al ver que quien recurre a la Santísima Virgen resulta tan terrible al mismo infierno, se convirtió y murió santo y mártir.
Terminare diciendo que, si queremos conservar la pureza de alma y cuerpo, debemos mortificar la imaginación; nunca hemos de permitir que nuestro espíritu divague pensando en aquellos objetos que nos llevan al mal, y poner también mucho cuidado en no ser para los demás ocasión de pecado, ya con nuestras palabras, ya con la manera de vestirnos : esto principalmente por lo que. pace a las personas del sexo femenino. Si nos ocurre hallarnos ante una mujer indecentemente vestida, debemos apartar en seguida nuestra vista, y no pacer como aquellos desgraciados que con mirada impúdica fijan en ella sus ojos tanto tiempo cuanto le place al demonio. Hemos de mortificar nuestros oídos nunca debemos oír con gusto palabras ni canciones inmundas. Dios mío, ¿como se explica que tantos padres y madres, tantos amos y señoras, en las veladas de invierno, en los trabajos, oigan sin protesta las más infames canciones, vean cometer actos que escandalizarían a los paganos, sin que se resuelvan a impedirlos, bajo el pretexto de que son bagatelas?. ¡Ah, desgraciados cuántos pecados habrán cometido por vuestra culpa vuestros hijos y servidores!.
«Bienaventurados, nos dice Jesucristo, los que tienen puro su corazón, pues ellos verán a Dios. » ¡Cuán dichosos los que tienen la fortuna de poseer esta hermosa virtud!. ¿ No son ellos los amigos de Dios, los preferidos de los ángeles, los hijos mimados de la Santísima Virgen ? Pidamos frecuentemente a Dios, por intercesión de nuestra Santísima Madre, que nos de un alma y un corazón puros y un cuerpo casto; y así tendremos la dicha de agradar a Dios en esta vida, y poder glorificarle durante la eternidad: lo cual a todos deseo.


                    DOMINGO DECIMOCTAVO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

                                                         SOBRE LA TIBIEZA

                                         Sed quia tepidus es, el nec frigidus, nec calidus,
                                                     incipiam te evonlere ex ore meo.

                                                Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente,
                                                    comienzo ya a vomitarte de mi boca.
                                                                     (Apoc., III, 16.)


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Podremos oír sin temblar, de boca del mismo Dios, una tal sentencia, proferida contra un obispo que parecía cumplir perfectamente todos los deberes de un digno ministro de la Iglesia?. Su vida era reglada, no malgastaba sus bienes. Lejos de tolerar los vicios, se oponía a ellos con tesón; en nada daba mal ejemplo, y su vida parecía digna de ser imitada.. Sin embargo, a pesar de todo esto, vemos que el Señor le advierte, por ministerio de San Juan, que, si continúa viviendo de aquella manera, le rechazará, esto es, le castigará y reprobará. Tanto más espantoso es este ejemplo cuanto son muchísimos los que siguen tal camino, viven del mismo modo, y tienen su salvación muy insegura. Cuán grande es el número de que a los ojos del mundo no son tenidos por pecadores reprobados, ni pertenecen tampoco a los escogidos!. ¿Por cual de esos caminos andamos?. ¿Seguimos la recta vía?. Lo que más debe espantarnos es que no lo sabemos. ¡Horrible incertidumbre!... Probemos, sin embargo, de investigar si sois tan desgraciados que pertenezcáis al número de los tibios. Voy, pues: 1.° A mostraros las señales por las cuales podréis conocerlo, y 2.° Si pertenecéis a tal clase, os indicaré los medios de salir de ella.

I.- Al hablaros hoy del estado espantoso de un alma tibia, no es mi propósito haceros la pintura horrible y desesperante del alma que vive en pecado mortal, sin deseos de salir de él: esta pobre desgraciada es una víctima de la cólera de Dios para la otra vida. Al hablaros del alma tibia, no quiero referirme tampoco a los que no confiesan ni cumplen la Pascua. Dejémoslos en su ceguera, ya que en ella quieren permanecer. Pero me dirá alguno, ¿es que aquellos que se confiesan, cumplen la Pascua y comulgan con frecuencia, no se salvarán?. Cierto que no todos, amigo mío; pues, si se salvasen la mayoría de los que frecuentan los sacramentos, habríamos de convenir en que el número de los escogidos no es tan pequeño como realmente será. Sin embargo, reconozcámoslo: cuantos tengan la dicha de llegar al cielo, serán escogidos entre los que frecuentan los sacramentos, más nunca entre los que ni cumplen la Pascua ni se confiesan.
-¡Ah!, me dirás entonces, si todos ellos que no se confiesan ni cumplen la Pascua se condenan, grande será el número de los réprobos!.
-Si, no hay duda que será grande. Y por más que digas, si vives como pecador, serás también contado en ese número. Mas ¿no te hace temblar tal pensamiento?... Si no llegaste al último grado de endurecimiento, al pensar en esto debieras estremecerte. ¡Dios mío!, ¡cuán desdichada la persona que ha perdido la fe!. Lejos de aprovecharse de estas verdades, esos pobres ciegos se burlarán de ellas; y, no obstante, digan lo que digan, pasará lo que yo os anuncio; sin confesión ni cumplimiento pascual, no habrá cielo ni felicidad eterna. ¡Dios mío!, ¡cuán horrible ceguera la del pecador!.
No entiendo tampoco por alma tibia la que quisiera pertenecer al mundo sin empero dejar de ser de Dios: la que ahora veréis postrarse delante de Dios, su Salvador y Maestro, y más tarde la veréis postrarse ante el mundo, su ídolo. ¡Pobre ciego, el que tiende una mano a Dios y otra al mundo, llamando a los dos en su auxilio, prometiendo a ambos su corazón!. Ama a Dios, o a lo menos quiere amarle; pero también quisiera Sagrada al mundo. Cansado de esforzarse en ser de ambos, acaba importa entregarse exclusivamente al mundo. Vida extraordinaria la suya, la cual nos ofrece tan singular espectáculo, que uno no llega a convencerse de que se trate de la vida de una misma persona. Voy a mostraros ese espectáculo de una manera tan clara, que tal vez muchos de vosotros os tendréis por ofendidos; mas ella poco importa, yo os diré siempre lo que debo.
Digo que aquel que quiere ser del mundo sin dejar de pertenecer a Dios lleva una vida tan extraordinaria, que las diferentes circunstancias que la rodean son difíciles de conciliar. Decidme: ¿os atreveríais a creer lo que esa joven que veis en esas partidas de placer, en esas reuniones mundanas, en las que siempre triunfa el mal en daño del bien, entregándose a todo cuanto puede desear un corazón maleado y pervertido, es la misma que, no hace aún quince días o un mes, visteis postrada ante el tribunal de la Penitencia, confesando sus culpas, haciendo ante Dios protestas de estar dispuesta a morir antes que recaer en pecado?. ¿No es aquella misma que visteis acercarse a la Sagrada Mesa con los ojos bajos y la plegaria en los labios?. ¡Dios mío!, ¡qué horror!. ¿Podremos pensar en ello sin morir de compasión?. ¿Creeréis que aquella madre que, hará unas tres semanas, enviaba a su hija a confesarse y, muy razonablemente, le recomendaba que considerase seriamente lo que iba a hacer, y al mismo tiempo le entregaba un rosario o un libro; hoy la instiga a ir a un baile?. Decidme: ¿ no es esa persona que esta mañana estaba en el templo cantando las alabanzas del Señor, la misma que ahora emplea aquella misma lengua en cantar canciones infames y sostener las más torpes conversaciones?. ¿No es éste aquel dueño o padre de familia que no ha mucho estaba oyendo la Santa Misa con gran reverencia, cual si quisiese emplear muy santamente el domingo, el mismo que ahora está trabajando y haciendo trabajar a toda su dependencia?
Dios mío!, ¡qué horror!. ¿Cómo pondrá Dios todo esto en orden el día del juicio?. ¡Ay!, cuántos cristianos condenados!. Y digo más: aquel que quiere agradar al mundo y a Dios, lleva una vida de las más desdichadas. Ahora vais a ver cómo. Ved aquí una persona que frecuenta los placeres, o que ha contraído algún mal hábito; lo .cuál no ha de ser su temor mientras cumple sus deberes religiosos, es decir, mientras ora, se confiesa o comulga? No quisiera ser vista de aquellos con quienes danzó, en cuya compañía pasó las noches en la taberna, y con los cuales se entregó a toda suerte de desórdenes. Ha llegado hasta a engañar a su confesor, ocultándole lo peor de sus culpas, y de esta manera ha obtenido permiso para comulgar, o mejor, para cometer un horrendo sacrilegio; su gusto sería comulgar antes o después de la Santa Misa, o sea cuando en la iglesia no hay nadie. Aunque también le complace ser vista de las personas buenas, que ignoran su mala vida, v a las cuales espera hacer concebir ventajosa opinión de sí misma. Con las personas piadosas habla de religión, mas con la gente irreligiosa sólo se ocupa de placeres mundanos. Se avergonzaría de cumplir sus prácticas religiosas delante de los compañeros o compañeras de sus desórdenes. Es esto tan cierto, que un día alguien llegó a pedirme que le diese la sagrada comunión en la sacristía, para que no le viese nadie. ¡Qué horror!. ¿Podremos considerar sin estremecernos tal manera de proceder?
Mas sigamos adelante, y veremos los apuros v compromisos de esas personas que quieren seguir al mundo, sin dejar tampoco a Dios, a lo menos en apariencia. He aquí que se acerca el tiempo del cumplimiento pascual. Es preciso ir a confesar; no es que lo deseen, ni que de ello sientan necesidad; antes, a ser posible, quisieran que la Pascua viniese sólo cada treinta años. Mas sus padres conservan aun la practica exterior de la religión, y se hallan satisfechos al ver que sus hijos se acercan a la Sagrada Mesa, y casi los fuerzan a confesarse: en lo cual no obran bien, por cierto. Rueguen por ellos enhorabuena, más no los inquieten, para llegar por fin a un sacrilegio. Para librarse de la importunidad de sus padres, para salvar 1as apariencias, esas personas se confabularan para tratar del confesor de quien mejor puedan esperar el ser absueltas la primera a la segunda vez.
«He aquí, dirá uno, que hace ya muchos días que mis padres me están importunando para que vaya a confesar. ¿Donde iremos, pues?» - «No podemos ir a nuestro párroco, pues es muy escrupuloso, y no nos dejaría cumplir la Pascua. Iremos a ver a Fulano. El absolvió a esos y aquellos, que ciertamente llevan realizadas más hazañas que nosotros». Otro dirá: «Te aseguro que, si no fuese por mis padres, no cumpliría el precepto pascual; pues el catecismo nos dice que, para hacer una buena confesión, es preciso dejar el pecado y las ocasiones de pecar, y nosotros no hacemos ni la uno ni lo otro. Háblote sinceramente, me hallo muy apurada cada vez que llega la Pascua. Estoy deseando estar colocada, para dejar definitivamente esa vida de doblez. Entonces haré una confesión de toda mi vida, para reparar las que ahora estoy haciendo; de lo contrario, no moriría contenta».
- «A mi parecer, le contestara su interlocutora, deberías volver al mismo con quien te confesaste hasta el presente, pues te conocerá mejor »
-«¡Ah!, eso si que no; iré al otro que no me quiso absolver, porque no quería llevarme a la condenación ».
- «¡Ah; tonta!, ¿que importa eso?, todos tienen el mismo poder».
- «Esto es lo que se dice cuando se esta bueno y se mira la muerte de lejos; más, en cuanto una se pone enferma, ve las cosas de muy distinta manera. Fui un día a visitar a Fulana, que estaba muy enferma; me dijo que jamás volvería a confesarse con aquellos sacerdotes tan fáciles de absolver, pues, queriéndoos salvar, os arrojan al infierno». Mirad de qué manera se portan esos pobres ciegos. «Padre mío, dicen al sacerdote, vengo a confesarme con usted porque nuestro párroco es demasiado escrupuloso. Quiere hacernos prometer cosas que no podemos cumplir; quisiera él que fuésemos santos, y esto no es posible en este mundo. Quisiera que nunca pusiésemos el pie en una sala de baile, que nunca frecuentásemos las tabernas y casas de juego. Si alguien ha contraído algún mal habito, no concede la absolución hasta que se haya enmendado en absoluto. Si debiésemos seguir sus ordenes, jamás podríamos cumplir la Pascua. Mis padres, que son muy religiosos, siempre me están importunando porque no cumplo la Pascua. Haré cuanto pueda, pero es imposible asegurar que jamás volveré a las diversiones citadas, pues uno no sabe en qué ocasiones se ha de encontrar» .
- ¡Ah !, le dirá el confesor, engañado por ese lenguaje, bien veo que tu párroco es un poco escrupuloso. Reza el acto de contrición ; yo te absolveré, más procura ser bueno. Esto es, inclina la cabeza; vas a hollar la Sangre adorable de Jesucristo, vas a vender a tu Dios, como Judas le vendió a sus verdugos y mañana comulgaras, o mejor, le crucificaras. ¡ Horror! ¡Abominación! ¡Anda, infame Judas, anda a la Sagrada Mesa; ve a dar muerte a tu Dios y a tu Salvador! Deja clamar a tu conciencia; mira de ahogar los remordimientos en cuanto te sea posible...
Más yo me extiendo demasiado; dejemos a esos pobres ciegos en las tinieblas donde moran.
Pienso que estáis deseando saber en que consiste el estado de un alma tibia. Pues vedlo aquí: El alma tibia no esta aun absolutamente muerta a los ojos de Dios, ya que no están enteramente extinguidas en ella la fe, la esperanza y la caridad, que constituyen su vida espiritual. Pero su fe es una fe sin celo; su esperanza, una esperanza sin firmeza, y su caridad, una caridad sin ardor. Voy ahora a pintaros el retrato de un cristiano fervoroso, esto es, de un cristiano que desea verdaderamente salvar su alma, en parangón con el de una persona que lleva una vida tibia en el servicio de Dios. Pongámoslos uno al lado del otro, y podréis ver a cual de los dos os asemejáis. El buen cristiano no se contenta con creer todas las verdades de nuestra santa religión, sino que además las ama, las medita, busca todos los medios para penetrarlas mejor; le gusta oír la palabra de Dios; cuanto, más la oye, mayores deseos tiene de volver a oírla, pues desea aprovecharse de ella, esto es, evitar todo cuanto Dios le prohíbe, y practicar todo cuanto Dios le manda. No solamente cree que Dios ve todas sus acciones y las juzgara a la hora de la muerte, sino que además tiembla cuantas veces le viene el pensamiento de que un día habrá de dar cuenta de toda su vida ante Dios. Y no se contenta con pensar y temer, sino que todos los días trabaja en enmendarse, todos los días inventa nuevas maneras de mortificarse; tiene en nada todo cuanto ha hecho hasta el presente; se lamenta de haber perdido un tiempo precioso, durante el cual hubiera podido atesorar grandes riquezas para el cielo.
¡Cuan diferente es el cristiano que vive en la tibieza!. No deja de creer todas, las verdades que la Iglesia enseña, más de una manera tan débil, que en ella casi no toma parte su corazón. No duda de que Dios le ve, de que esta siempre en su santa presencia; pero, a pesar de ese pensamiento, no es ni más bueno ni menos pecador; cae en pecado con tanta facilidad cual si no creyese en nada; esta muy persuadido de que, mientras viva en tal estado, es enemigo de Dios; más no por eso sale del mismo. Sabe que Jesucristo dio al sacramento de la Penitencia el poder de perdonar nuestros pecados y de acrecentar nuestra virtud. Sabe que dicho sacramento nos concede gracias proporcionadas a las disposiciones con que nos acercamos a recibirlo más no importa: la misma negligencia, la misma tibieza en la practica. Sabe que Jesucristo esta real y verdaderamente en el sacramento de la Eucaristía, alimento absolutamente necesario para su alma; sin embargo, ¡mirad cuan poco desea recibirlo!. Sus confesiones y comuniones no son frecuentes; solamente se determina con ocasión de alguna gran festividad, de un jubileo, de una misión; o bien va para no distinguirse de los demás, pero no para alimentar su pobre alma. No solamente no trabaja para merecer una tal dicha, sino que ni tan solo envidia la suerte de los que se acercan frecuentemente a gustar de sus dulzuras. Si le habláis de las cosas de Dios, os responderá con una indiferencia que muestra bien a las claras cuan insensible sea su alma a los bienes que nos puede proporcionar nuestra santa religión. Nada le conmueve: escucha la palabra de Dios, es cierto, pero no es raro el caso en que se fastidie; la escucha con pena, por costumbre, cual una persona que cree saber ya bastante, y portarse lo suficientemente bien para no necesitar tales instrucciones. Las oraciones demasiado largas le molestan. Su espíritu esta aun absorbido por las obras que acaba de ejecutar, o por las que va a comenzar terminada la oración ; se fastidia tanto, que su pobre alma parece estar en la agonía vive aun, pero ya no es capaz de hacer nada en orden al cielo.
La esperanza del buen cristiano es firme; su confianza en Dios es inquebrantable. Nunca pierde de vista los bienes y los males de la otra vida, tiene siempre presente en su espíritu el recuerdo de los sufrimientos de Jesucristo; su corazón casi no se ocupa de otra cosa. Unas veces piensa en el infierno, para considerar la magnitud del castigo que el pecado merece, y la desgracia de quien lo comete, lo cual le dispone a preferir la muerte al pecado; otras veces, para excitarse al amor de Dios y para sentir la grandeza de la dicha de quien ama más a Dios que a todas las cosas, fija su pensamiento en el cielo, y se representa la magnitud del premio de quien lo deja todo por Dios. Entonces solo desea a Dios, solo quiere a Dios: nada valen para él los bienes de este mundo; le gusta verlos despreciados, y los desprecia el mismo; los placeres mundanos le causan horror. La muerte no le atemoriza, pues sabe muy bien que solo ella puede librarle de los males de esta vida y juntarle con Dios para siempre.
Mas el alma tibia esta muy alejada de tales sentimientos. Los bienes y los males de la otra vida casi no le interesan: piensa en el cielo, es cierto, más sin desear verdaderamente alcanzarlo. Sabe que el pecado le cierra las puertas de la celestial mansión; a pesar de esto no procura corregirse, a lo menos de una manera eficaz; por eso se la encuentra siempre ser la misma. El demonio la engaña haciéndole formar muchos propósitos de convertirse, de obrar mejor en adelante, de ser mas mortificada, más reservada en sus palabras, más paciente en sus penas, más caritativa para con el prójimo. Pero nada de esto cambia sensiblemente su vida  hace ya veinte años que se halla animada de buenos deseos, sin haber mejorado en nada sus costumbres. Se parece a una persona que sintiese deseos de pensar en cargo triunfal, más no se dignase ni tan solo levantar el pie para subir a el. No quisiera renunciar a los bienes eternos por los bienes terrenales; pero no desea ni abandonar la tierra, ni llegar al cielo, y si pudiese pasar esta vida sin penas ni tristezas, nunca pediría salir de este mundo. Si la oís quejarse de que esta vida es muy larga y despreciable, será porque las cosas no le andan como quisiera. Si el Señor, para forzarla en alguna manera a desligarse de esta villa, le envía penas y miserias, ya la tenemos inquieta, triste, abandonándose al llanto, a las quejas y muchas veces a una especie de desesperación. Parece coma si no quisiese reconocer que es Dios quien le envía esas pruebas para su bien, para hacerle perder la afición a esta vida y atraerla a Él.
¿Qué hizo ella para merecerlas?, piensa para si; otros mucho más culpables no se ven tan castigados.
En la prosperidad, no diremos que el alma tibia llegue a olvidarse de Dios, mas tampoco se olvida de si misma. Sabe referir muy bien todos cuantos medios empleo para salir con éxito; piensa que muchos otros no habrían logrado lo que ella logro; y se complace en repetirlo, y le gusta oírlo repetir; cuantas veces lo oye, experimenta una nueva sensación de alegría. Con aquellos que la lisonjean, toma un aire jovial; más con los que no le tuvieron el respeto que cree merecer, con los que no se mostraron agradecidos a sus favores, muestra siempre un gesto de frialdad e indiferencia, cual si continuamente les estuviese echando en cara su ingratitud. El buen cristiano, en cambio, lejos de creerse digno de algo Y capaz de la menor obra buena, solo tiene ante sus ojos la humana miseria. Desconfía de quienes le adulan, cual si fuesen lazos que el demonio le tiende; sus mejores amigos son aquellos que le dan a conocer sus defectos, pues sabe que, para enmendarse, es preciso conocerlos. En cuanto le es posible, hove las ocasiones de pecar: teniendo siempre presente que la más leve cosa es capaz de hacerle caer, no fía nunca en sus solos propósitos, en sus fuerzas, ni tan solo en su virtud. Conoce, por propia experiencia, que no es capaz de otra cosa que de pecar; pone toda su esperanza y toda su confianza en solo Dios. Sabe que el demonio a nadie teme tanto como al alma aficionada a la oración, y esto le mueve a hacer de su vida una oración continuada, mediante una íntima conversación con su Dios. Pensar en Dios le es cosa tan familiar como la respiración; con gran frecuencia levanta su corazón a lo alto: se complace en pensar en Dios como en su Padre, su amigo, su Señor que le ama tiernamente y desea con anhelo hacerle feliz en este mundo y aun más en el otro. En una palabra, hace consistir su felicidad en las penas y aflicciones, en la oración, el ayuno y la practica de la presencia de Dios. El alma tibia no pierde enteramente su confianza en Dios; pero no desconfía lo bastante de sí propio. Aunque se pone a menudo en ocasiones de pecar, piensa siempre que no va a caer. Si sobreviene la caída, la atribuye al prójimo y afirma que otra vez tendrá mayor firmeza.
Aquel que ama verdaderamente a Dios y pone el mayor interés en la salvación de su alma, toma todas las precauciones posibles pares evitar la ocasión de pecar. No se contenta con evitar las faltas graves, sino que pone gran diligencia en combatir las más leves culpas que en su conducta descubre. Considera siempre como un gran mal todo cuanto puede desagradar a Dios en lo más mínimo; mejor dicho, aborrece todo cuanto desagrada a Dios. Figurase como si estuviese al pie de una escalera, a cuya circa debe subir; ve que, para lograrlo, no hay tiempo que perder; por esto cada día adelanta de virtud en virtud hasta el momento de entrar en la eternidad. Aquí tenéis lo que hace el alma que trabaja por Dios y desea verle. Como el relámpago, no encuentra limites ni retrasos, hasta que llegue a sepultarse en el seno de su Creador. ¿Por que nuestro espíritu se traslada con tanta facilidad de una parte a otra del mundo?. Para darnos a entender con cuanta rapidez debemos dirigirnos a Dios con nuestros pensamientos y deseos.
Mas no es este el amor de Dios del alma tibia.. No hallamos en ella esos deseos ardientes, ni esas llamas abrasadoras que nos hacen vencer todos cuantos obstáculos se oponen a la salvación. Para pintaros exactamente el estado del alma que vive en la tibieza, os diré que se parece a una tortuga o a un caracol. No anda, sino que se arrastra por la tierra, v apenas se la ve cambiar de sitio. El amor divino que siente en su corazón es semejante a una pequeña chispa de fuego, oculta en un montón de cenizas; ese amor se halla rodeado de tantos pensamientos y deseos terrenales, que, si no llegan a ahogarlo, impiden su incremento y poco a poco lo van extinguiendo. Cuando el alma tibia llega a este punto, permanece ya del todo indiferente ante tal pérdida. Su amor carece de ternura, de actividad, de energía, apenas capaz de mantenerla en la observancia de lo que es esencialmente necesario para salvarse; pero ella tiene por nada o muy poca cosa todo lo demás. ¡Ay!, el alma vive en su tibieza como una persona en el estado de somnolencia. Quisiera obrar, pero su voluntad está tan debilitada que no tiene ánimo ni fuerza para cumplir sus deseos (Prov., XXI, 25.).
Cierto que el cristiano que vive en la tibieza cumple aún con bastante regularidad sus deberes, a lo menos en apariencia. Todas las mañanas rezará arrodillado sus oraciones; recibirá los sacramentos por la Pascua y aun muchas otras veces durante el año mas todo ello con tanta displicencia, tanta dejadez y tanta indiferencia, con tal falta de preparación, con tan poca eficacia en el mejoramiento de su vida, que claramente se ve que cumple sus deberes sólo por hábito y por rutina; porque es tal fiesta yen ese día tiene la costumbre de practicar tal devoción. Sus confesiones y comuniones no serán sacrílegas, si queréis; pero son confesiones y comuniones sin fruto, las cuales, en vez de perfeccionarle a los ojos de Dios, le hacen aún más culpable. En cuanto a sus oraciones, sólo Dios sabe de qué manera son hechas: ¡ay! sin preparación. Por la mañana, no es de Dios de quien se ocupa, ni tampoco de la salvación de su alma, sino solamente de trabajar. Su espíritu está tan lleno de las cosas de la tierra, que no queda en él lugar para el pensamiento de Dios. Piensa en lo que hará durante el día, dónde enviará sus hijos o sus criados, de qué manera emprenderá tal o cual obra. Para rezar, se arrodilla, es verdad; mas no sabe ni lo que quiere pedir a Dios, ni lo que le es necesario, ni hasta delante de quién se halla; claramente lo delatan sus modales tan faltos de respeto. Viene a ser un pobre que, aunque miserable, no quiere nada, se complace en su pobreza. Es un enfermo casi desahuciado, que desprecia los médicos y los remedios, y se complace en su enfermedad. Veréis a esa alma tibia no tener reparo alguno en hablar durante el curso de sus oraciones, bajo cualquier pretexto; cualquier cosa se las hace abandonar, si bien pensando que las continuara más tarde. ¿Quiere ofrecer a Dios el día, rezar el benedicite, dar las gracias ? Todo eso practica, es verdad; pero muchas veces sin saber ni atender a quien habla. Quizá ni tan solo deja su trabajo. ¿Se trata de un hombre?, pues lo veréis entretenerse dando vueltas a su gorro o sombrero entre las manos, cual si mirase si es bueno o estropeado, cual si quisiera venderlo. ¿Se trata de una mujer?, pues rezara mientras corta el pan para la sopa, echa leña al fuego, o bien yendo a la zaga de sus hijos o de sus sirvientas. Las distracciones en la oración no serán del todo voluntarias, si queréis; preferiría no tenerlas; pero, como para apartarlas debe hacerse cierta violencia, las deja ir y venir libremente.
El alma tibia quizá no para el día del domingo trabajando en obras que los que tienen menos religión consideran como prohibidas; pero no tiene escrúpulo en remendar una prenda de ropa, en arreglar tal o cual cosa de uso domestico, en enviar los pastores al campo durante la hora de los oficios, bajo el pretexto de que tienen que dar de comer al ganado; prefiere dejar perecer su alma y la de sus trabajadores a dejar perecer las bestias. Si es un hombre, reparara sus herramientas o sus vehículos para el día siguiente; ira a visitar sus tierras, tapara un agujero, arreglara sus cuerdas, transportara cubos o los remendara. ¿Que os parece?. ¿No es esto lo que sucede en realidad ?...
El alma tibia se confesara aun todos los meses y quizá más a menudo. Pero ¿que confesiones?. Sin preparación, sin deseos de corregirse ; y si los concibe, son ellos tan débiles que el primer soplo los echa por tierra. Sus confesiones no son más que una repetición de las pasadas, y aun gracias que no tenga nada que añadir. Hace ya veinte años se acusaba de lo que se acusa hoy, dentro de veinte años, si aun se confiesa, repetirá lo mismo. El alma tibia no cometerá, si queréis, grandes pecados; pero, si se trata de una leve murmuración, de una mentira, de un sentimiento de odio, de aborrecimiento, de celos, de un pequeño disimulo, con facilidad los comete. Si no la respetáis cual cree ser merecedora, os lo echara en cara so pretexto de que con ello se ofende a Dios; pero mejor diría que es porque ella misma se siente ofendida.
Cierto que no dejara de frecuentar los sacramentos, más las disposiciones con que va a recibirlos inspiran lastima. Encierra a su Dios en una cárcel sucia y oscura, No le da muerte, pero le deja en su corazón sin alegría, sin consuelo; todas sus disposiciones delatan que aquella pobre alma no tiene más que un soplo de vida. Una vez recibida la Sagrada Comunión, el alma tibia casi no piensa en Dios más que los otros días. La manera de portarse nos da a entender que no se ha dado cuenta de la magnitud de su dicha.
La persona tibia reflexiona muy poco sobre el estado de su alma, y casi nunca vuelve la vista hacia el pasado; si le viene al pensamiento la necesidad de portarse mejor, cree que, una vez confesados sus pecados, debe permanecer perfectamente tranquila. Asiste a la Santa Misa casi como a un acto ordinario; no considera seriamente la alteza de aquel misterio, y no tiene inconveniente en conversar sobre cualquier cosa mientras se dirige al templo; quizá ni se le ocurrirá nunca pensar que va a participar del mas grande de los dones, que Dios, con ser Dios, pudo otorgarnos. Piensa ciertamente en las necesidades de su alma, pero con debilidad de espíritu; muchas veces se presenta ante su Dios sin saber siquiera lo que ha de pedirle. Durante los oficios, no quiere dormirse, es cierto, y hasta come que los demás lo adviertan; pero no se hace la menor violencia. Tampoco quisiera tener distracciones durante la oración o la Santa Misa; más, como ello implicaría cierta lucha, las tolera con paciencia, aunque no las desee. Los días de ayuno casi no los distingue, pues o bien adelanta la hora de la comida, o bien hace una abundante colación, casi equivalente a una cena, alegando el pretexto de que el cielo no se alcanza con hambre. Al practicar algunas buenas obras, a menudo su intención no es del todo pura: unas veces son para complacer a alguien, otras por compasión, otras hasta para agradar al mundo. Para los tales, todo cuanto no sea un grave pecado, resulta ya aceptable. Les gusta pacer el bien, pero no quieren hallar dificultades al practicarlo. Hasta les gustaría visitar a los enfermos, pero seria preciso que los enfermos viniesen a ellos. Tienen medios de hacer limosna, conocen a las personas que están necesitadas; pero esperan a que se la vengan a pedir, en vez de anticiparse, con lo cual sus obras serian doblemente meritorias. En una palabra, la persona que lleva una vida tibia no deja de practicar muchas buenas obras, de frecuentar los sacramentos, de asistir puntualmente a las funciones; más en todos sus actos veréis una fe débil, lánguida, una esperanza que a la menor prueba se viene abajo, un amor de Dios y del prójimo sin ardor y sin gusto; todo cuanto hace no resulta enteramente perdido, más poco le falta para ello.
Considerad ahora delante de Dios en que lado os halláis: ¿en el de los pecadores, que lo abandonaron ya todo, que no piensan ya en la salvación de su pobre alma, que se hunden en el pecado sin remordimiento alguno?. ¿En el lado de las almas justas, que solo ven y buscan a Dios, que se inclinan siempre a pensar mal de si mismas y quedan en seguida convencidas cuando se les hace notar algún defecto suyo; que se creen siempre mil veces mas miserables de lo que opinan los demás, y tienen en nada todo cuanto hicieron hasta el presente?. O bien, ¿pertenecéis al numero de aquellas almas perezosas, tibias e indiferentes, tal como acabamos de pintarlas?. ¿Cual es el camino por donde andáis? ¿Quien podrá estar seguro de que no es ni pecador, ni tibio, sino de los escogidos?. ¡Ay!, ¡cuantos parecen buenos cristianos a los ojos del mundo, más son tibios a los ojos de Dios, que lo ve todo y conoce nuestro interior!.

II.-Pero, me diréis, ¿de que medios hemos de valernos para salir de tan miserable estado? - Si deseáis saberlo, atended un momento. Y, ante todo, debo advertiros que el que vive en la tibieza, en cierto sentido está más en peligro que aquel que vive en pecado mortal; y que las consecuencias de un tal estado son acaso más funestas. He aquí la prueba. El pecador que no cumple el precepto pascual, o que ha contraído hábitos malos o criminales, lamentase, de vez en cuando, del estado en que vive, en el cual está resuelto a no morir; desea salir del mismo, y un día llegara a hacerlo. Mas el alma que vive en la tibieza, no piensa en salir de ella, pues cree estar bien con Dios.
¿Que habremos de concluir de esto?. Vedlo aquí. Esa alma tibia viene a ser un objeto insípido, insustancial, desagradable a los ojos de Dios, quien acaba por vomitarlo de su boca; o sea acaba por maldecirlo y reprobarlo. ¡Oh Dios mío, a cuantas almas pierde ese estado!. Si queréis hacer que un alma tibia salga de su estado, os contestará que no pretende ser santa; que, con tal de entrar en el cielo, ya tiene bastante. No pretendes ser Santo, y no consideras que solo los santos llegan al cielo. O ser Santo, o réprobo: no hay termino medio.
¿Queréis salir de la tibieza?. Llegaos frecuentemente a la puerta de los abismos, en donde se oyen los gritos y los alaridos de los réprobos, y podréis formaros idea de los tormentos que experimentan por haber vivido tibiamente y con negligencia respecto al negocio de su salvación. Levantad vuestros pensamientos hacia el cielo, y considerad cual sea la gloria de los santos por haber luchado y por haberse violentado mientras estaban en la tierra. Mirad lo que hicieron para merecer el cielo. Mirad que respeto sentían por la presencia de Dios; que devoción en sus oraciones, las cuales no cesaban en toda su vida. Mirad su valentía en combatir las tentaciones del demonio. Ved con que gusto perdonaban y hasta favorecían a los que los perseguían, difamaban o les deseaban mal. Mirad su humildad, el desprecio de si mismos, el gusto con que se veían despreciados, y el terror con que miraban las alabanzas y la estimación del mundo. Mirad con que atención evitaban los más leves pecados, y cuán copiosas lagrimas derramaban por sus culpas pasadas. Mirad que pureza de intención en todas sus buenas obras: no tenían otra mira que Dios, solo deseaban agradar a Dios. ¿Que más os diré?. Mirad aquella muchedumbre de mártires que no pueden hartarse de sufrimientos, que suben a los cadalsos con mayor alegría que los reyes al trono. Terminemos. No hay estado más terrible que el de aquella persona que vive en la tibieza, pues antes se convertirá un gran pecados que un tibio. Si nos hallamos en tal estado, pidamos a Dios, de todo corazón, la gracia de salir de é1, para emprender el camino que todos los santos siguieron y así poder llegar a la felicidad de que ellos disfrutan.

DOMINGO VIGÉSIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
DEBERES DE LOS PADRES HACIA SUS HIJOS
Credidit ipse et domus eius tota.
Creyó el y creyó toda su casa.
        (S. Juan, IV, 53.)

¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia sin trabajar también en la de sus hijos?. En vano los padres y madres emplearan sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido. ¿Dudáis de ello?. Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas. ¿Quiere el Espíritu Santo hacernos el elogio de Abraham y de Sara?, pues tampoco se olvida de hablarnos de la inocencia de Isaac y de su fiel siervo Elezer (Gen., XXIV.). Y si pone ante nuestra consideración las raras virtudes de la madre de Samuel, pondera al mismo tiempo las bellas cualidades de este digno hijo (1Reg., I y II.). Cuando quiere ponernos de manifiesto la inocencia de Zacarias y Elisabet, en seguida nos habla de Juan Bautista, el santo precursor del Salvador (Luc., I.). Si el Señor quiere presentarnos a la madre de los Macabeos como una madre digna de sus hijos, nos manifiesta al mismo tiempo el ánimo y la generosidad de estos, quienes con tanta alegría dan su vida por el Señor (II Mach., VII.). Cuando San Pedro nos habla del centurión Cornelio como de un modelo de virtud, nos dice al mismo tiempo que su familia toda servia con él al Señor (Act., X, 2.). Cuando el Evangelio nos habla de aquel otro oficial que acudió a Jesucristo para pedirle la curación de su hijo, nos dice que, una vez alcanzada, no se dio punto de reposo hasta que toda su familia le acompañó en seguimiento del Señor (Ioan., IV, 33.). ¡Bellos ejemplos para los padres y madres!. ¡Dios mío!, si los padres y madres de nuestros días tuviesen la suerte de ser santos. ¡Cuanto mayor numero de hijos tendrían entrada en el cielo!. ¡Cuantos hijos de menos para el infierno!.
Pero, me diréis tal vez, ¿qué debemos hacer para cumplir nuestros deberes, pues son ellos tan grandes y temibles?.
-Vedlos aquí instruir a los hijos, esto es, enseñarles a conocer a Dios y a cumplir sus deberes; corregirlos cristianamente, darles buen ejemplo, dirigirlos por el camino que conduce al cielo, siguiéndolo también vosotros mismos. ¡Ay!, mucho me temo que esta plática no sea para vosotros, como tantas otras, un nuevo motivo de condenación. El intento de mostraros la magnitud y extensión de vuestros deberes, es semejante al de querer bajar a un abismo sin fondo, o al de querer desentrañar una verdad que al hombre le es imposible conocer en todo su alcance. Para lograr este mi objeto, seria preciso haceros comprender lo que valen las almas de vuestros hijos, lo que Jesucristo sufrió para ganarles el cielo, la terrible cuenta que por su causa habréis de rendir un día a Dios Nuestro Señor, los bienes eternos que les hacéis perder, los tormentos que para la otra vida les preparáis. ¡ Ah !, padres desgraciados, si amaseis a vuestros hijos como los ama el demonio Aunque debiese él estar tres mil años tentándolos, si al cabo de ese tiempo pudiese tenerlos por suyos, daría por muy bien empleados todos sus trabajos. Lloremos la pérdida de tantas almas, a las cuales sus padres están todos los días precipitando al infierno.
Os hablaré, pues, ligeramente de vuestras obligaciones, y, si no habéis aún perdido enteramente la fe, vais a ver lo que Dios exige de vosotros en favor de vuestros hijos. Cuántos casados van a verse privados del cielo! — ¿Y por qué?, me dirás.            Por lo que te voy a decir, amigo. Porque son muchos los que entran en el estado del matrimonio sin las disposiciones debidas, con lo cual profanan el sacramento desde sus principios. Sí, ¿dónde están los que reciben dicho sacramento con la preparación conveniente? Unos entran en el matrimonio sólo con el pensamiento de satisfacer sus impuros deseos; otros sólo por miras interesadas, o bien atraídos por la seducción de la belleza; más casi nadie se propone como único objeto a Dios. ¡Ay! Cuántos matrimonios profanados, cuán escasas las uniones donde reine la paz y la virtud. ¡Dios mío!. ¡Cuántos casados van a condenarse!. Mas no entremos ahora en detalles; hablemos solamente de los deberes de los padres para con sus hijos: son tan extensos, que ellos solos nos van a proporcionar asunto para esta platica.
Nada diremos hoy de esos padres y madres cuyo negro y horrendo crimen podría pintaros con trazos duros v enérgicos. Son los que, antes que el mismo Dios, fijan el número de sus hijos, ponen límites a los designios de la divina Providencia, v se oponen a su adorable voluntad. Cubramos con un velo todas esas torpezas, pues Aquel que todo lo ve, todo lo cuenta y todo lo mide, sabrá bien descorrerlo en el gran día de las venganzas. Tus crímenes están por ahora ocultos, amigo mío; mas aguarda unos días, que Dios sabrá muy bien manifestarlos ante el universo entero. Sí, en el día del juicio veremos los horrores que en el matrimonio cometieron, los cuales hubieran hecho temblar a los mismos paganos.
Nada diremos tampoco de esas madres criminales que verían sin pena, ¡ay!, y tal vez con gusto, perecer a sus pobres hijos, antes de darlos a la luz v procurarles la gracia del santo Bautismo: unas, por temor de las penalidades que experimentarán al educarlos; otras, por miedo al desprecio y desvío de un marido brutal y privado de razón; y ya no digo falto de religión, pues los paganos no llegarían a tanto. ¡Dios mío!, es posible que tales crímenes se cometan entre cristianos?. Y, no obstante, su número no es escaso!. Repitámoslo: ¡Cuantos casados se condenaran!. ¿Es que acaso os ha dado Dios un conocimiento y unas facultades superiores a las de las bestias solo para que le infiráis mayores ultrajes?. ¿Habrán de servirnos de ejemplo tal vez las aves que pueblan los aires y las fieras que se ocultan en la selva?. Mirad cuanta alegría manifiestan esos pobres animales al ver multiplicada su prole; durante el día se ocupan en proporcionar alimento a sus pequeñuelos, y por la noche los cobijan en sus nidos para librarlos de las inclemencias de la intemperie. Si una mano alevosa les arrebata sus hijuelos, los oiréis llorar a su manera; no saben apartarse de su nido, siempre con la esperanza de recobrar sus crías. ¡Qué vergüenza ver que, no ya los paganos, sino hasta los mismos cristianos, hijos de Dios, sean menos fieles en cumplir los designios de la Providencia que las mismas bestias; ¡esos padres y madres a quienes Dios no escogió sino para poblar el cielo!. No, no pasemos adelante, dejemos tan asqueroso asunto; entremos en otros puntos que interesaran a mayor numero de los que me escuchan.
Os hablaré con la mayor sencillez posible, a fin de que podáis comprender claramente vuestros deberes y, por ende, cumplirlos.
Digo: 1:° Que, desde el momento en que una madre queda encinta, debe orar especialmente, o dar alguna limosna; y si le es posible, será mejor aun hacer celebrar una Misa para implorar de la Santísima Virgen que la acoja bajo su protección, a fin de que alcance de su divino Hijo que aquel pobre niño no muera antes de recibir el Santo Bautismo. La madre que tenga verdaderos sentimientos religiosos, se dirá a si misma
«¡Ay!, Si tuviese la dicha de ver a este pobre hijo mío convertido en un Santo, contemplarle a mi lado durante toda la eternidad, cantando alabanzas a Dios, ¡cuanta seria mi alegría!». Más no son estos los pensamientos en que se ocupan las madres encintas; unas se sienten apesadumbradas al verse en aquel estado, otras tal vez hasta habrán alimentado el deseo de destruir el fruto que llevan en su seno. ¡Dios mío!, ¿es posible que el corazón de una madre cristiana sea capaz de concebir un crimen tal?. Y, sin embargo, ¡cuantas veremos en el día del juicio, que habrán acariciado esos pensamientos de homicidio!.
2.° Digo que la madre que está encinta y quiere conservar a su hijo para el cielo, debe evitar dos cosa: la primera es el llevan cargas demasiado pesadas, lo cual podría dañar al hijo y causar su muerte. Lo segundo es tomar ciertos remedios y bebidas que podrían perjudicar al hijo, y dejarse llevar de violentos arrebatos de ira, los cuales podrían ahogarle. Los maridos deben resignarse a lo que tal vez no se resignarían en otro tiempo; si no quieren hacerlo por la madre, háganlo por el pobre hijo, el cual está en peligro de morir sin recibir la gracia del Bautismo: y ¡ello sería la mayor de todas las desgracias!.
3.° En cuanto la madre conoce acercarse la hora del alumbramiento, debe ira confesarse, y ello por varias razones. La primera es porque muchas mueren del parto y, por consiguiente, si tuviese la desgracia de estar en pecado, se condenaría. La segunda es porque, hallándose en estado de gracia, todos sus sufrimientos v dolores serán meritorios para el cielo. La tercera es porque así Dios no dejará de concederle cuantas bendiciones desee para su hijo. La madre, al dar a luz, debe siempre conservar el pudor y la modestia en cuanto eso sea posible en tal estado, no perdiendo jamás de vista que se halla en la presencia de Dios y en compañía de su ángel de la guarda. No debe nunca, sin permiso, comer carne los días prohibidos, lo cual atraería la maldición de Dios sobre sí misma y sobre el hijo.
4.° No dejéis pasar más de veinticuatro horas sin bautizar a los hijos ; si no lo hacéis, sin que razones serias para ello lo justifiquen, sois culpables. Al escoger el padrino y la madrina, buscad siempre a personas virtuosas en cuanto os sea posible; y la razón es ésta: cuantas oraciones y buenas obras practiquen los padrinos, en fuerza del parentesco espiritual alcanzarán para vuestros hijos gran copia de gracias celestiales. No nos quepa duda alguna de que en el día del Juicio veremos a muchos que deberán su salvación a las oraciones, buenos consejos y buenos ejemplos de sus padrinos y madrinas. Otra razón os obliga también a ello, y es que, si tenéis la desgracia de fallecer, ellos son los que han de ocupar vuestro lugar para vuestros hijos. Así, pues, si tuvieseis la desgracia de escoger padrinos sin religión, no harían otra cosa que encaminar a vuestros hijos hacia el infierno.
Padres v madres, jamás debéis dejar que vuestros hijos pierdan el fruto del Bautismo; ¡cuán ciegos y crueles seríais!. La Iglesia acaba de salvarlos mediante el Bautismo, y ¿vosotros, con vuestra negligencia, los restituiríais al demonio?. ¡Pobres hijos!, en qué manos tuvisteis la desgracia de caer!. Mas, al trotar de los padrinos, no debemos olvidar que, para responder de un niño, deben estar suficientemente instruidos en la religión, para el caso de que tengan que instruir al ahijado, por faltarle su padre y su madre. Además, es necesario que sean buenos cristianos, y hasta cristianos perfectos; pues deben servir de ejemplo a sus hijos espirituales. Así, no está bien que sirvan de padrinos los que no cumplen el precepto pascual, los que contrajeron un mal hábito y no quieren dejarlo, los que andan por las salas de baile y frecuentan las tabernas; pues los tales, a cada pregunta del sacerdote, pronuncian un falso juramento: cosa grave, como podéis suponer, en presencia del mismo Jesucristo y al pie de las sagradas fuentes del Bautismo. Si no os reconocéis en condiciones de apadrinar cristianamente, debéis renunciar el cargo; y si no lo hicisteis así alguna vez, debéis confesaros de ello, proponiendo no recaer en tal pecado.
   5.° No debéis tener en vuestra cama a los hijos menores de dos años. — Pero, me diréis, es que a veces hace mucho frío, o estamos muy cansados. Mas no hay en todo esto razón alguna que pueda excusaros delante de Dios. Además, cuando os casasteis, muy bien sabíais que estaríais obligados a cumplir las cargas y deberes de dicho estado. Padres v madres hay tan faltos de instrucción religiosa, o tan poco celosos de sus deberes, que llegan a admitir en su cama a hijos de quince y dieciocho años, y hasta a veces a hermanos y hermanas juntos. Dios mío!, ¡en qué estado de ignorancia se hallan tales padres y madres!. Mas vuelvo al asunto, y os digo que cuantas veces acostáis a vuestros hijos menores de dos años en vuestra propia cama, ofendéis a Dios. ¡Cuántas madres hallaron ahogado al hijo por la mañana!. Y aunque Dios os haya preservado de ella, no sois menos culpables que si hubieseis ahogado a vuestros hijos cuantas veces los habéis acostado junto a vosotros en la cama. -Pero, me diréis, cuando están bautizados ya no se pierden; antes al contrario, van al cielo. Es indudable que ellos no se pierden, mas os perderéis vosotros; y además, ¿sabéis por ventura a qué destinaba Dios a tales niños?. Tal vez ese hijo habría sido un santo sacerdote. Habría llevado muchas almas a Dios; al celebrar todos los días la santa Misa, habría dado más gloria a Dios que todos los ángeles v santos juntos en el cielo; habría sacado más almas del purgatorio que las lágrimas y las penitencias de todos los solitarios reunidos ante el tribunal de Dios. ¿Comprendéis ahora la trascendencia de dejar morir a un niño, aunque esté bautizado?. Si la madre de San Francisco Javier, aquel gran santo que tantos idólatras convirtió, lo hubiese dejado perecer, ¡ay!, cuantas almas en el infierno le echarían en cara, en el día del Juicio, el haber sido la causa de su desgracia, pues aquel niño estaba destinado a convertirlas!. Dejáis perecer a esa hija que tal vez se hubiera consagrado a Dios; con sus oraciones y buenos ejemplos hubiera llevado muchas almas al cielo. Tal vez hubiera sido madre de familia, y habría educado santamente a sus hijos, los cuales a su vez hubieran educado a otros, y así la religión se hubiera mantenido y conservado en numerosas generaciones. No dais grande importancia a la perdida de un niño, alegando como pretexto el estar va bautizado ; más aguardad el día del juicio y entonces veréis y tendréis que reconocer lo que no habéis sabido nunca comprender en este mundo. Si los padres y las madres reflexionasen a menudo sobre esto, cuantas más mamas habría en el cielo.
6.° Digo que los padres se hacen muy culpables acariciando a sus hijos de una manera inconveniente.
-Pero, me diréis, ningún mal cometemos; es solo para acariciarlos.
- Más yo os contestare que ofendéis a Dios, y atraéis la maldición sobre aquellos pobres niños.
7.° Hay madres tan faltas de religión, o si queréis, tan ignorantes, que, para mostrar a una vecina la robustez de sus hijos, los desnudan por entero; otras, para vestirlos, los dejan al descubierto ante cualquiera clase de gente. Pues bien, esto no deberíais hacerlo, aunque no lo viese nadie. ¿Por ventura no debéis respetar la presencia de su Ángel de la guarda?. Lo mismo debo deciros respecto a la forma de darles el pecho. ¿Puede una madre cristiana dejar sus senos al descubierto?, y aunque los cubra, ¿no debe también volverse hacia el lado donde nadie la vea?.
Otras, con et pretexto de que están criando, se presentan constantemente solo medio cubiertas: ¡que abominación!, ¿ no es esto para hacer ruborizar a los paganos?. A fin de no exponerse a miradas pecaminosas, se ve uno obligado a huir de su compañía. ¡Que horror!
- Pero, me diréis, aunque haya otra gente, bien debemos alimentar y vestir a nuestros pequeñuelos cuando lloran.
- Más yo os contestare que, cuando lloran, ciertamente que debéis hacer todo lo posible para que callen; pero vale más dejarlos llorar un poco que ofender a Dios. ¡Cuantas madres son causa de malas miradas, de malos pensamientos, de tocamientos deshonestos!. Decidme, ¿estas son aquellas madres cristianas que tan reservadas deberían aparecer?. ¡Dios mío!, ¿qué juicio se les espera?. Otras son tan crueles que, en verano, dejan correr toda la mañana a sus hijos solo a medio vestir. Decidme, infelices, ¿no estaríais mejor entre las bestias salvajes?. ¿Donde esta vuestra religión y el celo por el cumplimiento de vuestros deberes?. ¡Ay!, religión, apenas si tenéis, y vuestros deberes jamás los conocisteis. Todos los días lo estáis dando a entender. Pobres hijos, ¡cuan desgraciados los que pertenecéis a tales padres!.
8.° Digo también que debéis vigilar a vuestros hijos cuando los enviáis al campo; entonces, lejos de vuestra presencia, se entregan a cuanto el demonio les inspira. Me atrevería a deciros que cometen toda suerte de deshonestidades, y que emplean a veces la mitad del día en cometer actos abominables. Ya se yo que la mayor parte ignoran el mal que hacen; más aguardad a que tengan conocimiento. No se olvidara el demonio de excitarles el recuerdo de lo que hicieron en otros tiempos, a fin de hacerlos consentir en el pecado. ¿Sabéis de lo que es causa vuestra negligencia o ignorancia?. Vedlo aquí tenedlo muy presente. Muchos de los niños que enviáis al campo cometen sacrilegio en su primera comunión; contrajeron hábitos vergonzosos: y o no se atreven a declararlos, o no se han enmendado de ellos. Entonces, si un sacerdote quiere evitar su condenación, se resiste a absolverlos; y sus padres se lo echarían en cara y se quejarán diciendo: Lo ha hecho porque se trata de mi hijo... Vamos, miserables, vigilad con mayor diligencia a vuestros hijos, y no serán despedidos del santo tribunal. Si, no lo dudéis, muchos de vuestros hijos comenzaron su reprobación en aquellos tiempos en que se iban al campo.
- Pero, me diréis, no podemos irles continuamente a la zaga, otras ocupaciones tenemos.
- No me meto yo con eso; más lo que os digo es que deberéis dar cuenta de sus almas como si fuesen la vuestra propia.
- Más no dejamos de hacer cuanto esta en nuestra mano.
-Yo no sé si hacéis cuanto podéis o no ; más lo que me consta es que, si vuestros hijos se condenan por vuestra causa, os condenareis también vosotros; esto es lo que yo se y nada más. En vano me objetareis que voy en esto demasiado lejos; los que no hayan perdido enteramente su fe habrán de convenir en que es así, tal como digo.
9.° Debéis evitar que vuestras hijas o vuestras criadas duerman en habitaciones donde por la mañana hayan de entrar los mozos o criadas en busca de forrajes, patatas, etcetera. Hay que hacer constar, para vergüenza de padres y dueños, que no faltan pobres hijas o criadas que se ven obligadas a levantarse y a vestirse delante de gente relajada y sin religión. Muchas veces las camas de esas pobres niñas, ni tan solo están protegidas por cortinas ni pabellones.
- Pero, me diréis, muy costoso nos seria practicar todo esto.
- Costoso o no, esto es lo que debéis hacer; y si no, por ello serás juzgado y recibirás el correspondiente castigo. Tampoco debéis tener a los hijos en vuestro cuanto, en cuanto lleguen a la edad de siete u ocho años. ¡Ay, que no vais a daros cuenta del mal que hacéis pasta que Dios os llame a juicio!.
Acabáis de ver como vuestros hijos, aunque pequeños, os han hecho cometer ya muchas faltas; más ahora veréis como, al ser mayores, serán causa de muchísimas otras, muy graves y muy funestas para ellos y para vosotros. Habréis de convenir conmigo en que, a medida que vuestros hijos van creciendo, debéis redoblar vuestras oraciones y cuidados, pues los peligros son mayores y las tentaciones aumentan. Mas, decidme, ¿es esto lo que hacéis?. Desgraciadamente, no. Mientras vuestros hijos eran pequeños, procurabais hablarles de Dios, y los acostumbrabais a rezar las oraciones; vigilabais su comportamiento, les preguntabais si habían ido a confesarse, si habían asistido a la santa Misa; cuidabais de que acudiesen al catecismo. Mas, en cuanto llegaron a los dieciocho o veinte años, lejos de mantenerlos en el amor y temor de Dios, de pintarles la felicidad de los que le sirven en esta vida, el pesar que sentiremos al morir y vernos perdidos; ¡ay!, esos pobres hijos se os presentan llenos de vicios, habiendo quebrantado ya mil veces los divinos preceptor sin conocerlos; su corazón esta lleno de las cosas terrenas y vacío de las cosas de Dios. Y solo le habláis del mundo. Si se trata de una madre, comenzara a recordar a su hija que fulana se ha casado ya con aquel joven; que halló buen partido; que ojalá le cupiese a ella la misma suerte. Aquella madre solo tendrá en la cabeza a su hija, esto es, hará todos los posibles para que brille en el mundo. La llenará de cosas vanas y frívolas, quizá hasta contraer deudas: la enseñará a andar erguida, diciéndole que anda toda encorvada, y ofrece mal aspecto. ¡Os extraña que existan madres tan ciegas!. Cuanto abundan eras infelices que solo procuran la perdición de sus hijas. Otras veces, al verlas salir por la mañana, antes cuidan de mirar si llevan el tocado arreglado, la cara y las manos limpias, que de preguntarles si ofrecieron a Dios su corazón, si rezaron las oraciones de la mañana y si consagraron el día al Señor: de esto ni se habla. Otras veces les dirán que no han de ser ariscas, que deben ser afables con todo el mundo; que han de pensar en adquirir muchas relaciones, para así establecerse con mar facilidad. ¡Cuantos padres o madres, en su ceguera, dicen a sus hijas: Si te portas bien, si haces con diligencia esto que te mando, te permitiré ir a la feria de Montmerle, o a tal o cual fiesta mayor: es decir, si haces siempre lo que yo quiero, te arrastrare hacia el infierno!. ¡Dios mío!, ¡así hablan los padres cristianos, cuando debieran orar noche y día por sus hijos, a fin de que Dios les inspirase un grande horror a los placeres, y un grande amor para Él, a fin de salvar su alma!. Y lo más triste es lo que sucede con aquellas hijas que por su propio impulso se resisten a salir de casa: entonces son sus padres los que las incitan, diciendo: Si permaneces siempre en casa, mucho tardaras en casarte, nadie lo sabrá en el mundo. ¿Quieres, madre infeliz, que tu hija adquiera relaciones?, no te preocupes, ya las adquirirá, sin que debas inquietarte mucho; deja que pase algún tiempo, y veras las relaciones que adquirió.
La hija, cuyo corazón tal vez no está tan corrompido como el de la madre, dirá: «Como mandéis; pero esto el Señor cura no lo quiere; nos dice que esto atrae la maldición de Dios sobre los matrimonios; por mi gusto no iría al baile, ¿que os parece, madre?». -- «Dios mío, cuan tonta eres, hija mía, al hacer caso del cura; oficio suyo es darnos advertencias; con ello se gana la vida, más una toma lo que quiere y deja lo otro para los demás». - «¿Pero podremos así cumplir el precepto pascual?» - «¡Ah!, pobre niña, si no nos quiere absolver, iremos a otro; lo que uno no quiere siempre se halla otro que lo acepta. Eso si, ten juicio, hija mía; vuelve temprano; pero diviértete ahora que tienes edad par a ello». En otra ocasión será una vecina que diga: «Concedéis demasiada libertad a vuestra hija, un día os dará un disgusto». - «¡Mi hija !, contestara, ah, no, estoy muy tranquila en cuanto a esto. Además, le he recomendado mucha prudencia, y ella me ha prometido seguir mis consejos; cónstame de cierto que solo se trata con personas decentes.» Aguarda un poco, madre ciega, y verás el fruto de su prudencia. Al divulgarse el crimen, será gran tema de escándalo para la parroquia, y llenara de deshonra y oprobio a toda la familia; más, aunque no se divulgue, ni se descubra nada, tu hija llevara bajo el velo del matrimonio un corazón y un alma corrompidos por las impurezas a que se entrego antes de casarse, las cuales serán fuente de maldición para toda su vida.
- Pero, dirá la madre, al darse cuenta de que se propasa, ya la advertiré para que se detenga; le privare el salir, o, en todo caso, ¡con el bastón la haré volver!.
- No la permitirás salir en adelante; propósito inútil, ya se arreglara ella sin tu permiso, y si haces ademán de negárselo, también sabrá insultarte, burlarse de ti y marcharse. Tu la habrás empujado, más no serás quien la detenga. Al ver esto, tal vez te eches a llorar, más ¿de que servirán tus lágrimas?, de nada, si no es recordarte el engaño de que has sido victima, y que hubieras debido ser mas prudente y dirigir mejor a tus hijos. Si dudas de lo que te digo, escúchame un momento, y, a pesar de la dureza de tu corazón con el alma de tus hijos, podrás ver como solo el primer paso es el difícil; una vez los dejaste extraviar, pierdes sobre ellos todo señorío, y ellos las más de las veces acaban de la manera más desastrosa.
Refiérese en la historia que un padre tenía un hijo del cual recibía toda suerte de consuelos; era juicioso, obediente, reservado, en fin, un modelo que edificaba a toda la parroquia. Un día hubo unos festejos en un lugar vecino, y el padre le dijo: «Hijo mío, tu no sales nunca, vete un momento a divertirte con tus amigos, todos son personas decentes, no estarás con malas compañías». Y el hijo contesto: «Padre mío, mi mayor placer, mi mayor recreo, es estar en vuestra compañía». Ved aquí una excelente respuesta para tu hijo: preferir la compañía del padre a todos los placeres y a todas las compañías. «Hijo mío, le dijo aquel padre ciego, si esto es así, iré yo también contigo».Y padre e hijo partieron. La segunda vez que ocurrió un caso semejante, el hijo no necesito ya tantas instancias para decidirse; la tercera partió solo; ya no necesitaba a su padre; al contrario, aquel comenzaba a estorbarle; sin necesidad de nadie sabia hallar perfectamente el camino. Su pensamiento no se ocupaba en otra cosa que en las músicas que oyó y en las personas con quienes habló. Acabó por dejar aquellas practicas religiosas que se había impuesto cuando estaba entregado del todo a Dios; trabó relaciones con una joven mucho peor que el. El vecindario comenzó a hablar del joven como de un novel libertino. En cuanto su padre se dio cuenta de ello, quiso interponerse en su carrera y le prohibió salir para cualquier lugar sin su permiso; más ya no encontró en el hijo aquella antigua sumisión. ¡Nada pudo detenerle; burlabase de su padre, diciéndole que, porque ahora no podía el ya divertirse, quería también impedírselo a los demás. El padre, desesperado al ver que la cosa no tenia remedio, mesabase los cabellos. La madre, que apreciaba mejor que su marido los daños de aquellas malas compañías, muchas veces le había advertido el peligro, diciéndole que otro día se arrepentiría; más era ya demasiado tarde. Un día, al volver el hijo de sus correrías, el padre le pegó. El hijo, al verse aborrecido de sus padres, sentó plaza en el ejercito, y, al cabo de algún tiempo, recibieron en su casa una carta en la que se les notificaba que aquel hijo había perecido aplastado a los pies de los caballos. ¡Ay!, ¿donde fue a parar aquel pobre joven?. Dios quiera que no fuese al infierno. Sin embargo, si se condenó, lo cual parece probable según todas las apariencias, su padre fue el verdadero causante de su perdición. Y aunque el padre se abandonase a la penitencia, todas las lágrimas y todas las mortificaciones serian incapaces de sacar al pobre hijo de aquel lugar de tormento. ¡Ah!, ¡desgraciados padres los que arrojáis vuestros hijos a las eternas llamas!.
Os parecerá todo esto un poco extraordinario; no obstante, examinando de cerca la conducta de muchos padres, veremos que esto es lo que hacen a todas horas. Si aun dudáis de lo que os digo, investiguémoslo más de cerca. ¿No es cierto que todos los días os quejáis de vuestros hijos?. ¿Que os lamentáis de que no os quieren obedecer?, lo cual es verdad. Es que os olvidáis tal vez del día que dijisteis a vuestro hijo o a vuestra hija: Si quieres ir a la feria de Montmerle, o al sarao de la taberna, no tengo en ello inconveniente; vuelve empero temprano. Y el hijo os contestaría tal vez que estaba dispuesto a hacer vuestra voluntad.
-Vamos, que no sales nunca, bien lo mereces unas horas de placer.
-Al principio no le denegáis el permiso. Pero mas adelante, no tendréis ya necesidad de empujarle, ni aun de darle licencia. Entonces os quejareis porque sale sin deciros nada. Vuelve atrás tu mirada, madre infeliz, y te acordaras de que ya le diste el permiso una vez por todas. Haceos cargo de lo que ha de suceder cuando le dais libertad para ir a todos aquellos lugares donde su cabeza destornillada le conduzca. Queréis que vuestra hija adquiera relaciones para casarse. En efecto, a fuerza de correrías, adquirirá muchas relaciones, y, multiplicara sus crímenes. Y ellos constituirán como una montaña de pecados que impedirán que la bendición de Dios se derrame sobre estos jóvenes cuando entren en el matrimonio. ¡Ay!, ¡tales personas están ya malditas de Dios!. Mientras el sacerdote levanta su mano para bendecírlas, Dios, desde lo alto, lanza la maldición sobre sus cabezas. De ahí para tales infelices una espantosa fuente de desgracias. Aquel nuevo sacrilegio, añadido a los demás, le arranca la fe para siempre. Una vez entraron en el estado de matrimonio, en el cual piensan ser ya todo permitido, su vida no es para ellos otra cosa que un abismo de corrupción, capaz de pacer estremecer al infierno, si lo presenciase. Pero, ¡ay!, todo esto dura poco tiempo. No tardan en llegar la tristeza, el odio, las riñas, los malos tratos de una o de otra parte entre los esposos.
Pasados unos cinco o seis meses de matrimonio, vera el padre llegar a su hijo enfurecido y desesperado, maldiciendo al padre, a la madre, a la mujer, y quizá hasta a los que negociaron el casamiento. Su padre, extrañado, le preguntara que le pasa: «Soy un desgraciado. ¡Ojala me hubieseis aplastado al nacer, ojala me hubieseis envenenado antes de casarme!
- Pero, hijo mío, le dirá su padre todo contrariado, has de tener paciencia. Quizá te dueles de un mal que será pasajero.
- No me habléis, que, si cediese a mis impulsos, seria capaz de dispararme un tiro o arrojarme al río: tanto me fastidia estar todo el día disputando o riñendo».
- Si, padre insensato, dejemos que el cura diga lo que quiera, es preciso adquirir muchas relaciones, pues sin ellas ¿quien se casaría?. Vete cuando quieras, hijo mío, sé juicioso, vuelve temprano y esta tranquilo.
No hay duda de que, si hubieses sido juicioso, si hubieses consultado al Señor, no lo habrías casado con tan mala estrella, pues Dios no lo hubiera permitido; sino que, como al joven Tobías (Tob., VII.), El mismo le hubiera elegido una esposa que, al entrar en la casa, habría traído allí la paz, la virtud y toda suerte de bendiciones. He aquí, amigo mío, lo que has perdido al despreciar los consejos de tu pastor, y seguir los consejos de tus ciegos padres.
Otra vez será una pobre hija la que comparecerá molida a golpes, para deshacerse llorando en el regazo de su madre. Mezclaran juntas sus lágrimas: «Madre mía!, ¡cuan desgraciada soy al haber tomado un marido como el que tengo: es tan brutal como malvado!. Temo que algún día oigáis decir que me ha matado». - «Mas, responderá la madre ¿por que no haces siempre lo que te manda?» - «No me pierdo por este lado; mas nada le contenta, siempre esta enojado.» - «Pobre hija, le dirá la madre, si hubieses acertado a casarte con fulano, que te pidió en matrimonio, hubieras sido mucho más feliz»...
Te engañas, madre; no es esto lo que le debes contestar, sino «¡Pobre hija!, si hubiese yo acertado a inspirarte el temor y amor de Dios, si nunca lo hubiese permitido correr detrás de los placeres, Dios no hubiera permitido tu desgracia»...  ¿Que lo parece, mujer?, deja que el cura diga lo que le venga en mientes, sal siempre que quieras, se juiciosa, vuelve temprano y está tranquila. Todo esto está muy bien, pero escúchame.
Cierto día me ocurrió pasar junto a un gran fuego, y tome un puñado de paja seca, la eche en la hoguera y le dije que no ardiese. Los que lo presenciaban, me dijeron burlándose de mi: «Es en vano que se lo advirtáis esto no impedirá que quede al momento hecha cenizas. - ¿Y como?, les conteste, cuando yo le he mandado no abrasarse». - ¿Que te parece, madre?, ¿no reconoces en esto tu ejemplo?. ¿ no es ésta tu conducta o la de tu vecina?. ¿No recomendaste a lo hija la prudencia al concederle permiso para salir? - No hay duda... - Anda, mujer, te dejaste dominar por la ceguera, y fuiste el verdugo de tus hijos. Si son desgraciados en el matrimonio, tu sola eres la causa de ello. Dime: si hubieses tenido algún sentimiento de religión o de afecto a tus hijos, ¿no debieras haber trabajado con todas tus fuerzas para pacer que evitasen el mal que tu misma cometiste cuando te hallabas en el mismo caso de tu hija?.  Más claro: no contenta con haber sido lo desgraciada, quieres que también lo sean tus hijos. Y tu, hija mía, ¿eres desgraciada en lo nueva casa?. Mucho lo siento, ello me causa pena; pero me extraña menos que si me dijeses que eres feliz; atendiendo a las disposiciones con que lo casaste.
Ha llegado la corrupción a un tan alto grado entre los jóvenes de nuestros tiempos, que resulta tan imposible hallar quienes reciban santamente dicho sacramento, como es imposible hacer que un condenado suba al cielo.
- Pero, me diréis: existen todavía algunos.
- ¡Amigo mío!, ¿dónde están?... ¡Ay!, si, los padres no tienen reparo alguno en dejar solos a la hija con un joven durante tres o cuatro horas durante las veladas.
- Pero, me diréis, son muy juiciosos.
- Si, no hay duda que son juiciosos; así ha de hacérnoslo creer la caridad. Pero dime, mujer, ¿eras tu muy juiciosa cuando te hallabas en el mismo caso de tu hija?.
Terminemos diciendo que, si los hijos son desgraciados en este mundo y en el otro, es por culpa de sus padres, que no pusieron todos los medios que estaban a su alcance para dirigirlos santamente por el camino de la salvación, donde no hay duda que el Señor los hubiera bendecido. Cuando, en nuestros días, un  joven o una joven quieren casarse, se los lleva a abandonar a Dios... ¡Pobres padres y pobres madres, cuantos tormentos os aguardan en la otra vida!. Mientras subsista vuestra descendencia, os haréis participantes de todos los pecados que en ella se cometan, y recibiréis el castigo cual si vosotros los hubieseis cometido, y aun más, tendréis que dar cuenta de todas las almas que de vuestra descendencia se condenen. Todas esas almas os acusarán de haber sido causa de su perdición. Lo cual se comprende fácilmente. Si hubieseis educado bien a vuestros hijos, estos a su vez hubieran educado bien a los suyos: y unos y otros se habrían salvado. Mas no esta todo aquí, sino que además seréis responsables, delante de Dios, de todas las buenas obras que vuestra descendencia hubiera podido practicar hasta la consumación de los siglos, y no practicó por vuestra culpa.
¿ Qué os parece todo esto, padres y madres que me escucháis?. Si no perdisteis enteramente la fe, ¿no tendréis motivos de llorar al ver el mal que hicisteis y la imposibilidad en que os halláis de repararlo?. ¿Tenia yo razón al principio, cuando os decía ser casi imposible declararos la magnitud de vuestros deberes?... Mas lo que hoy os he dicho, es solamente una pequeña parte de tan importante y extensa materia...
¡Cuántos padres arrastran consigo a sus hijos hacia el infierno!. ¡Dios mío!, ¿podremos pensar en todos esos males sin estremecernos?
- Pero me diréis: «No dejamos de hacer cuanto esta en nuestra mano».
- Hacéis cuanto esta en vuestra mano, es verdad; más para perderlos, no para salvarlos. Para terminar, quiero convenceros de que no hacéis todos los posibles para salvarlos. ¿Dónde están las lágrimas que derramasteis, las limosnas que repartisteis para implorar su conversión?. Pobres hijos, ¡cuan desgraciados por pertenecer a unos padres que sólo trabajan por haceros desgraciados en este mundo y aun mucho más en el otro! Siendo yo vuestro padre espiritual, voy a daros ahora un consejo: Cuando veáis que vuestros padres faltan a Misa o a las funciones, trabajan en domingo, comen carne los días prohibidos, dejan de frecuentar los sacramentos, no procuran instruirse en la religión; haced vosotros todo lo contrario, para que vuestros buenos ejemplos los salven a ellos, lo cual seria para vosotros una gran victoria.

DOMINGO VIGESIMOSEGUNDO DESPUES DE PENTECOSTES
SOBRE LA RESTITUCIÓN
Reddite ergo quae sunt Caesaris, Caesari;
 et quae sunt Dei, Deo.
Dad, pues, al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios
lo que es de Dios.
    (S. Mateo, XXII, 21.)

Nadamás justo ni más razonable que dar a Dios lo que es de Dios, y al prójimo lo que le es debido. Si todos los cristianos siguiesen este camino, ninguno de ellos se contaría entre los moradores del infierno; todos poblarían el cielo. Quisiera Dios, nos dice el gran San Hilario, que nunca los hombres perdiesen de vista este precepto. Mas ¡cuantos lo tienen por no escrito!. Pasan su vida engañando a uno y robando a otro. Nada más común que las injusticias, nada más raro que las restituciones. Mucha razón tenia el profeta Oseas al afirmar que la injusticia y el latrocinio cubrían la faz de la tierra, cual el diluvio que asolo el universo (Os., IV, 2.). Desgraciadamente, los culpables abundan tanto como las personas que no quieren reconocerse tales. ¡Dios mío!. ¡Cuantos ladrones nos revelara la muerte!. Para convenceros de ello, voy ahora a mostraros: 1.º Que nunca aprovechan las riquezas mal adquiridas; 2.° De cuantas maneras podéis perjudicar al prójimo; 3.° De que manera y a quien debéis restituir lo que no os pertenece.

1.-Es tanta nuestra ceguera, que pasarnos la vida buscando y atesorando unos bienes que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, habremos de perder, mientras no dejamos escapar aquellos que podríamos conservar durante toda la eternidad. Las riquezas de este mundo solo desprecio merecen a los ojos de un cristiano, y, en cambio, nosotros no hacemos mas que correr tras ellas. Muy insensato es el hombre al obrar de una manera tan abiertamente contraria al fin por el cual Dios lo creo...
Digo que los bienes mal adquiridos nunca enriquecerán a los que los poseen; antes al contrario, serán una fuente de maldición para toda su familia. ¡Dios mío, cuan ciego es el hombre!. Esta plenamente convencido de que vino a este mundo solo por un instante; a cada momento ve partir para la otra vida a otros más jóvenes y robustos: no importa, ni con ello abre los ojos. Es en vano que el Espíritu Santo le diga, por boca del santo Job, que entro en este mundo desnudo y que desnudo saldrá de el (Job, I, 21.); que todos esos bienes tras los cuales corre con tanto afán, le dejaran cuando menos lo sospeche: tampoco esto le detiene. Afirma San Pablo que aquel que quiere hacerse rico por caminos injustos, no tardara en caer en los mayores extravíos; y aun más; que nunca vera el rostro de Dios (I. Tim., VI, 9.). Es esto tan cierto, que, sin un milagro de la gracia, ni el avaro, ni el que adquirió algunos bienes por fraude o engaño, suelen convertirse por regla general; ¡tanto ciega el pecado ese a quien lo comete!. Oid de que manera habla San Agustín a los que poseen bienes ajenos (Epist. CLIII, ad Macedonium, Cap. VI, 22.). En vano, dice, os confesaréis, en vano haréis penitencia y llorareis vuestros pecados; si no restituís, pudiendo hacerlo, nunca os perdonara Dios. Vuestras confesiones y vuestras comuniones no serán más que sacrilegios, que iréis acumulando unos sobre otros. O devolvéis lo que no es vuestro, o habréis de resignaros a arder en el infierno. El Espíritu Santo no se limita a prohibirnos tomar o desear el bien ajeno; no quiere ni aun que lo miremos, por terror de que, de solo verlo, nuestra mano se vaya había lo que no es nuestro. Dice el profeta Zacarías que la maldición del Señor descargara sobre la casa del ladrón hasta que quede destruida ( Zach., V, 3-4). Y yo os digo que, no solo dejara de aprovecharos la riqueza adquirida por fraude o engaño, sino que será causa de que perezcan vuestros bienes adquiridos legítimamente, y de que sean abreviados vuestros días.
Leemos en la Sagrada Escritura (III. Reg., XXI.)que el rey Acab, queriendo ensanchar su jardín, propuso a un hombre llamado Naboth que le vendiese su viña. «No, dijo Naboth, es la herencia de mis padres y quiero guardarla». El rey quedo tan contrariado de aquella negativa, que cayo enfermo. No podía comer ni beber, y se metió en cama. La reina fue a verle y le pregunto la causa de su enfermedad. Contestole el rey que deseaba ensanchar su jardín, más Naboth se había negado a venderle su viña. «¡Como!, replico la reina, ¿donde esta, pues, tu autoridad?. No te preocupes más de esto, yo haré que tengas la viña». Diose prisa en buscar a ciertas personas, las cuales, sobornadas por dinero, atestiguaron que Naboth había blasfemado contra Dios y contra Moises. En vano aquel pobre hombre intento defenderse, afirmando ser inocente del crimen que se le imputaba; nadie le creyó y hubo de morir apedreado. La reina, al verle todo bañado en sangre, se fue al encuentro del rey para anunciarle que podía tomar posesión de la viña, pues aquel que había tenido atrevimiento de negársela estaba muerto ya. Ante una tal noticia, sano el rey y corrió cual un desesperado a tomar posesión de la viña. El infeliz no pensó que Dios estaba allí esperándole para castigarle. Llamo el Señor a su profeta Elías, y le mando presentarse al rey para anunciarle de su parte que, en el mismo sitio donde los perros habían lamido la sangre de Naboth, beberían también la suya, y que ninguno de sus hijos reinaría después de él. Mandole también a la reina Jezabel para anunciarle que, en castigo de su crimen, seria comida de los perros. Todo lo cual se cumplió tal como predijera el profeta. Los perros se abrevarán en la sangre del rey, muerto en un combate. Un nuevo rey llamado Jehu, al entrar en la ciudad, vio a una mujer asomada a una ventana. Se había ataviado cual una diosa para cautivar el corazón del nuevo rey. Este pregunto: ¿Quien es aquella mujer?. Dijéronle que era la reina Jezabel. Al momento mandó fuese arrojada de lo alto de aquella ventana. Una vez en el suelo, los hombres y los caballos hollaron terriblemente su cuerpo. Llegada la noche, quisieron dar sepultura a su cadáver, más solo encontraron de él, algunos miembros dispersos; los perros se habían comido lo demás. «¡Ay!, exclamo Jehú, he aquí cumplida la predicción del profeta» (IV Reg., IX). El rey Acab dejo setenta hijos, todos príncipes; el nuevo rey ordeno decapitarlos a todos y, a la vez, que fuesen sus cabezas colocadas en cestos a la entrada de la ciudad, a fin de mostrar, con tan horrible espectáculo, la desgracia que las injusticias de los padres atraen sobre los hijos (Ibid., X, 7.).
La segunda razón por la cual no debemos tomar los bienes ajenos, es porque ellos nos conducen al infierno. Dice el profeta que, en una visión que tuvo, Dios le hizo leer un libro en el cual estaba escrito que nunca verán a Dios los que se apoderan de los bienes ajenos, sino que serán condenados a las llamas. Y, no obstante, hay gente tan ciega que preferiría morir y condenarse antes que restituir los bienes mal adquiridos, in aun en la hora en que la muerte esta ya a punto de arrebatárselos de las manes. Cierto Hombre que pasó la vida robando, a la edad de treinta años contrajo una enfermedad de la cual murió. Uno de sus amigos, al ver que no se preocupaba de llamar a un sacerdote, tomo la iniciativa de buscar uno. «Amigo mío, dijo el sacerdote, os veo muy enfermo; y, por que no se os ocurrió llamarme?, ¿por que no os queréis confesar?
- ¡Ah, Señor!, contestó el enfermo muy, sobresaltado, ¿es que me dais va por muerto?
- No tanto, amigo mío, pero cuanto mas claro este vuestro conocimiento, mejor recibiréis los sacramentos.
- No me habléis de esto; ahora me hallo muy fatigado; cuando este restablecido vendrá a vuestro encuentro en la iglesia.
- No, amigo mío, pues si llegaseis a morir sin haber recibido los, sacramentos, experimentaría yo gran pesar. Puesto que estoy aquí, no me marchare hasta que os hayáis confesado».
Al verse casi forzado, consintió; más ¿como se confeso?, cual una persona que posee bienes ajenos y no quiere restituirlos. No dijo una palabra a este respecto»...
- «Si vuestro estado empeora, volveré para llevaros el santo Viático».
En efecto, el enfermo iba acercándose a la muerte; corrieron a avisar al sacerdote que su penitente estaba expirando. Diose prisa el sacerdote. Cuando el enfermo oyó la campanilla, pregunto que era aquello, y al venir en conocimiento de que el buen párroco le llevaba el Viático: «¡Como!, exclamo, ¿no os había yo dicho que no quería recibirlo?. Decidle que no pase adelante.»
A pesar de ello, el sacerdote entro, y acercándose al enfermo, dijo: «¿No queréis, pues, recibir al buen Dios que os llenaría de consuelo y os ayudaría a sufrir vuestras penas?
-No, bastante es el mal que hice hasta ahora.
- Pero vais a escandalizar a la parroquia toda.
- Y, ¿que me importa que sepa todo el mundo que estoy condenado?
- Si no queréis recibir los sacramentos, no podréis ser enterrado cristianamente.
- ¿ Merece un condenado ser enterrado entre los santos cuando el demonio haya hecho presa en mi alma maldita, echad mi cuerpo al lobo, cual el de una bestia... ».
Viendo que su mujer se deshacía en llanto, dijo:
 «¿Por que lloras?, consuélate, si me acompañaste de noche para ir a robar al vecino, no tardaras en venir a juntarte conmigo en el infierno.»
Y lleno de desesperación, exclamaba:
«¡Ah!, ¡horroroso infierno, abre tus abismos!, ven a arrancarme de este mundo, no puedo aguantar ya más».
Y murió el miserable con señales visibles de reprobación.
- Pero, me diréis, ciertamente había cometido grandes crímenes.
- ¡Ay!, amigos míos, casi me atrevería a decir que hacía lo que buena parte de vosotros; ora un haz de leña, ora una carga de heno, ora una gavilla de trigo.

II.-Si ahora quisiese detenerme, examinando la conducta de los que se hallan aquí presentes, tal vez no encontraría más que ladrones. ¿Os extraña esto?. Atended unos momentos, y veréis cuan fundamentada sea mi sospecha. Si comienzo por examinar el comportamiento de los servidores o criados, los hallo culpables con sus dueños y con los pobres. Los criados son culpables con sus amos, y, por consiguiente, están obligados a restituir, cuantas veces se tornaron mayor tiempo del necesario para descansar, o lo perdieron miserablemente en la taberna; cuando dejaron perder o permitieron tomar cosas pertenecientes a sus dueños, pudiendo impedirlo igualmente, si un jornalero o dependiente, al contratarse, aseguró que era capaz de ejecutar determinados trabajos, sabiendo bien que no los hacía, ya por ignorancia, ya por falta de fuerzas... y en tal caso esta obligado a indemnizar a su dueño de la perdida causada por su ignorancia o debilidad...
Mas he aquí otro pecado tan deplorable como extendido, a saber: el de los hijos o criados que roban a sus padres o dueños. Los hijos jamás deben tomar nada de los padres bajo pretexto de que no les dan bastante. Vuestros padres, después de alimentaros, vestiros e instruiros, nada más os deben. Por otra parte, el hijo que roba a sus padres ya se le considera capaz de todo. Todo el mundo le desprecia y huye de su compañía. Un criado me dirá: Es que no se me paga todo
FALTA 674-675
mi trabajo, preciso es, pues, buscar alguna compensación. -¿No te pagan bastante, amigo mío?. ¿Por qué, pues, permaneces en casa de un tal dueño?. Cuando te contrataste, bien sabías cual iba a ser tu salario y el que podías merecer; poco te costaba dirigirte a otra parte donde pudieses ganar más. Y ¿qué diremos de los que guardan en su casa lo que los criados robaron a sus dueños, o loshijos a sus padres?. Aunque tales cosas s lo hayan permanecido cinco minutos en asa de esos encubridores, y aunque no conozcan a ciencia cierta su valor, están obligados a res­tituir bajo pena de condenarse, si los culpa­bles no restituyeron. Hay personas que com­pran sin miramiento cosas a los hijos de Fa­milia o a los criados; pues bien, aunque pa­gasen por ellas más de lo que valen, están obligadas a devolver a su dueño o la cosa o su valor; de lo contrario, no se librarán del infierno. Si aconsejasteis a alguien que robase, aunque no hayáis sacado de ello pro­vecho alguno, si el que robó no restituye, vuestra es la obligación de hacerlo; de lo contrario, no esperéis el cielo.
Donde más comúnmente se roba es en las compras y en las ventas. Examinemos esto con detención, a fin de que conozcáis el mal que hacéis, y por ende podáis enmendad Cuando lleváis al mercado vuestros productos, os preguntarán si los huevos o la manteca son frescos o recientes, y os apresura­réis a contestar afirmativamente, cuando es­táis persuadidos de lo contrario. ¿Por qué contestáis así, sino para robar diez o quince sueldos a un pobre que tal vez los pidió pres­tados para sostener a su familia? Otras veces se trata devender cáñamo, y procuráis poner debajo, para que quede oculto, el más pequeño o de peor aspecto. Me dirás tal vez: Si no lo, hiciese de esta manera, no ven­dería tanto.  -Mejor dicho: Si te porta­ses como buen cristiano, no robarías como ahora robas. En otra ocasión, te habrás dado cuenta de que te entregaban más de lo que correspondía y te has callado. Tanto peor para esa persona, no tengo yo la culpa. -¡Ah !, amigo mío, día vendrá en que quizá te digan con mayor razón: ¡Tanto peor para ti!.Una persona os querrá comprar trigo, vino o ganado. Os preguntará si aquel trigo es de buena cosecha. Sin titubear le asegura­réis que sí. El vino lo mezcláis con otro de mala calidad y lo vendéis por bueno. Si no os quieren creer, lo juráis, y así, no una sola vez, sino veinte veces abandonáis vuestra alma al demonio. ¡Amigo mío!, no tienes que molestarte tanto para entregarte a él; mucho tiempo ha que le perteneces!. Esta bestia, os preguntarán también, ¿tiene algún defecto?. No me engañéis; acabo de pedir prestado este dinero; si el negocio me falla, caigo en la miseria.
- Estad tranquilo, contestáis; esta bestia es excelente. No me desprendo de ella sin pesar; si pudiese prescindir de ella, no la vendería. Y en realidad, solo la vendéis porque no vale nada, porque no os sirve.
- Hago lo que hacen los demás; tanto peor para el que se deja engañar. Me sorprendieron a mi, yo miro de sorprender a los otros; de lo contrario, perdería demasiado.
   - ¿Es decir, amigo mío, que, porque dos demás se condenan, tú también has de condenarte; porque los demás se van al infierno, es necesario que vayas tu con ellos?. ¡Prefieres tener algunos sueldos de más, y abrasarte en el infierno por toda una eternidad. Pues bien, has de saber que, si vendiste una bestia con defectos ocultos, estas obligado a indemnizar al comprador de la pérdida que hayas podido causarle ocultándole tales defectos; de lo contrario, habrás de condenarte.
    - Si os hallaseis en nuestro lugar, haríais lo mismo que nosotros.
    - Si, no hay duda que, si quisiese condenarme, haría lo que vosotros; más, si quisiera salvarme, haría ciertamente todo lo contrario.
Otras personas, al pasar cerca de un prado, un campo de rábanos o una huerta, no tendrán escrúpulo alguno en llenar su delantal de forraje o de rábanos, de llenar sus cestas o sus bolsillos de fruta. Los padres verán llegar a sus hijos con las manos llenas de objetos robados, y, si los reprenden, será riendo.
- ¡Como si ello fuese gran cosa¡
- Si hoy, tomáis por valor de un sueldo y mañana por dos, pronto habréis llegado a materia de pecado mortal. ¿Qué es lo que deben, pues, hacer dos padres al ver que llegan sus hijos con algún objeto robado?. Deben obligarlos a devolverlo por si mismos a su dueño. Una o dos veces bastaran para corregir al pequeño ladrón. Un ejemplo os mostrara como puntualmente debéis observar esto. Refiérese que un niño de nueve o diez años comenzaba a cometer pequeños robos, tomando frutas u otros objetos de escaso valor. Con el tiempo fueron aumentando sus delitos en numero e importancia, hasta que hubo de ser conducido al cadalso: antes de morir pidió a dos jueces que hiciesen comparecer allí a sus padres; y cuando estuvieron  presentes:  «Desgraciado padre y desgraciada madre, exclamó quiero que sepa todo el mundo que sois vosotros la causa de mi deshonra y muerte. ¡Quedáis deshonrados a los ojos del mundo; sois unos infelices!. Si me hubieseis corregido cuando comencé a cometer pequeños hurtos, no habría después cometido dos crímenes que me han llevado a este cadalso». Digo que los padres deberían ser muy prudentes respecto a sus hijos, aunque no pensasen que tienen un alma por salvar. Vemos, en efecto, que, de ordinario, cuales dos padres, tales los hijos. Cada día oímos decir: Fulano tiene unos hijos que indudablemente seguirán las huellas del padre en su juventud. Nada os importa todo esto, me diréis, dejadnos tranquilos, no nos inquietéis; teníamos ya olvidado esto, y vos nos lo ponéis de nuevo ante nuestros ojos; ¡por ventura no es bastante riguroso el fuego del infierno, ni la eternidad bastante duradera, para que hayáis de darnos tanto sufrimiento ya en este mundo?.
- Muy cierto es lo que decís; mas, si os hablo de esta manera, es porque no quisiera veros condenados.
- Pues bien, peor para nosotros; si obramos mal, no seréis vos quien sufra la pena.
- ¡Si así os resignáis, allá vosotros!.
Otras veces será un zapatero que empleara piel de mala calidad o hilo averiado y los hará pagar por buenos. O también un sastre, quien, bajo pretexto de que no cobra el precio que debiera, se quedara con un jirón de paño sin decir nada al cliente. ¡Dios mío!: ¡cuantos ladrones nos descubrirá la muerte!... Será también un tejedor que echara a perder una parte del hilo para no darse el trabajo de desenredarlo; o bien pondrá en su obra otro de peor calidad, guardándose el que se le entregó. Aquí tenéis a una mujer a quien entregaron cáñamo para hilarlo; destruirá una parte, bajo pretexto de que no esta bien peinado, y una vez trabajado el otro colocará el hilo en un sitio húmedo y el peso será el mismo. Esa mujer no, piensa que el cáñamo pertenecía a un pobre criado al cual ahora le resultara casi inútil por estar ya medio podrido. Un pastor sabe muy bien que no le esta permitido llevar su ganado a pacer en aquel prado o bosque; no importa, basta con que no le vean para ir allí. Otro sabe que le han prohibido ir a arrancar la cizaña en ese campo de trigo, porque está en flor; mira si alguien le ve, y si no, entra en el campo sin escrúpulo. Decidme: ¿os gustaría que vuestro vecino se portase así con vosotros?. Es indudable que no.
Si examinamos la conducta de los obreros, hallaremos también muchos ladrones. Poco os costara convenceros de ello. Si los contratáis a destajo, ya para cavar, ya para abrir minas, ya para cualquier otro trabajo, os harán una labor tan mala como precipitada, más os la cobraran por buena. Si los alquiláis a jornal, se limitaran a trabajar cuando el amo los contempla, y después se pondrán a charlar o a holgar. Un criado no pone escrúpulo alguno en recibir y obsequiar a sus amigos en ausencia de sus amos, sabiendo de cierto que ellos no lo permitirían. Otros, con el dinero ajeno, repartirán grandes limosnas, a fin de ser tenidos por personas caritativas.... Mejor seria que las diesen de su salario, en vez de malgastarlo en frivolidades. Si hicisteis eso alguna vez, tened presente que estáis obligados a devolver todo cuanto, fuera o contra el consentimiento de los dueños, disteis a los pobres.- Será tal vez un mayordomo, a quien el dueño encargo el cuidado y vigilancia de los demás trabajadores, el cual, a petición de estos, les reparte vino a otras cosas; más tenedlo presente: si ha sido diligente en dar, deberá ser diligente en devolver; de lo contrario, habrá de condenarse. A un negociante le habían encargado una compra de trigo, heno o paja, y dirá al vendedor: «Hacedme una factura en la cual cargareis a mi dueño algunas cuarteras de trigo, o diez o doce quintales de paja o heno que no me habréis entregado. No le causara esto gran perjuicio, ni tan solo de ello se dará cuenta». Pues, si aquel miserable entrega semejante factura, queda obligado a restituir el dinero que el negociante hará entregar de más a su dueño; de lo contrario, habrá de resignarse a arder en las llamas eternas.
Si nos fijamos ahora en los dueños, creo que tampoco dejaremos de hallar muchos ladrones. En efecto, ¡cuantos amos no entregan a sus criados todo el salario pactado!, y al acercarse a fin de año, hacen todos los posibles para que se vayan, a fin de no tenerles que pagar. Cuando muere una bestia, a pesar de todos los cuidados de quien la tiene a su cargo, le retienen de su salario el valor de la misma; de manera que un pobre mozo de labranza habrá trabajado todo un año sin ganar nada. ¡Cuantos, habiendo prometido tejer una tela, pondrán después peor hilo, o la harán más estrecha, o quizá haban esperar muchos años; hasta el punto quo se impone demandareis ante los tribunales para quo la entreguen!. ¡Cuantos, finalmente, ya arando, ya segando o guadañando, se salen de los limites de su heredad; o bien cortan en terreno del vecino un renuevo o árbol joven para hacerse un mango de azadón, un atador de gavillas o una pieza para su cargo!. No tenia yo razón al deciros quo, examinando detenidamente la conducta de la gente del mundo, solo hallaríamos aprovechados y ladrones?. No dejéis, pues, de examinaros sobre cuanto acabamos de decir: oís el grito de vuestra conciencia, apresuraos a reparar el día, ahora que tenéis tiempo; restituir al momento, si ello es posible, o a lo menos trabajad con todo esfuerzo para colocaros en estado de devolver lo final adquirido. Pensad también en declarar, al confesaros, cuantas veces os resististeis a restituir, cuando os hallabais en posibilidades para ello; pues, al inspiraros Dios tal pensamiento y resistir vosotros; fue lo mismo que resistir y despreciar la gracia divina. Os quiero hablar también de un robo muy común en las familias, en las que ciertos herederos, en la hora de la división de la herencia, ocultan sus bienes todo lo posible. Es eso un verdadero latrocinio, que obliga a la restitución bajo pena de perderse eternamente.
Bien os lo dije al empezar, nada tan común como la injusticia, y nada tan raro como la restitución: son contados, según habéis visto, los que no llevan carga alguna sobre su conciencia. Pues Bien, ¿dónde están los que restituyen?. No los veo en parte alguna. No obstante, aunque sea nuestra obligación devolver, bajo pena de condenación eterna, los bienes mal adquiridos; cuando cumplimos esta obligación, no deja Dios, de recompensarnos. Oíd un ejemplo de ello. Cierto panadero que durante muchos años había usado pesas y medidas falsas, deseando tranquilizar su conciencia, consultó a su confesor, el cual le dijo que durante cierto tiempo diese a los parroquianos un peso que excediese algo del justo. En seguida corrió la voz y aumentó considerablemente su clientela, de manera que, si bien ganaba poco, Dios permitió que, al restituir; aumentase aun su fortuna.

III.-Ahora, diréis, sabremos conocer, a lo menos sumariamente, las maneras de dañar o perjudicar al prójimo. ¿Mas, cómo y a quien debemos restituir ? - ¿Queréis restituir?. Pues escuchadme un momento y lo sabréis. No habéis de contentaros con devolver la mitad, ni tres cuartas partes; a seros posible, debéis devolverlo todo; de lo contrario, os condenareis. Algunos, sin preocuparse de indagar el numero de personas a quienes perjudicaron, loran alguna limosna, o mandaran celebrar algunas misas; y hecho esto, quedaran ya tranquilos. No hay duda que las misas y las limosnas son muy buenas obras; mas deben ser pagadas con vuestro dinero y no con el del prójimo. Aquel dinero no es vuestro, devolvedlo a su dueño, y después dad del vuestro si queréis: entonces obrareis bien. ¿Sabéis cómo las califica San Juan Crisóstomo tales limosnas?. Las llama limosnas de Judas y del demonio. Una vez hubo Judas vendido al Señor; al verse condenado, corrió a devolver el dinero a los doctores; estos, aunque muy avaros, no le quisieron aceptar; compraron con el un campo para enterrar a los extranjeros.
- Pero, me diréis, cuando aquellos a quienes perjudicamos han muerto, ¿a quien se debe restituir?. ¿No podremos entonces guardarlo o darlo a los pobres?
- He aquí lo que debes hacer, amigo. Si dicha persona dejó hijos, a ellos debes restituir; si no los tiene, entrégalo a sus parientes o herederos; explica el caso al párroco, y el te dirá lo que debes hacer. Otros dicen: Cierto que he perjudicado a Fulana, pero ya es bastante rico; conozco a un pobre que tiene mucho mayor necesidad de este dinero.
- Amigo mío, da a ese pobre de tus riquezas, más devuelve al prójimo los bienes que le usurpaste.
- Usara mal de ellos.
- Nada te va en ello; revuélvele sus bienes, ruega por el y duerme tranquilo.
La gente del mundo es hoy día tan avara, tan aficionada a los bienes de la tierra, que, figurándose muchos que no han de tener jamás bastante, parece que juegan a ver quién será el más aprovechado, y quien engañara mejor a los demás. Mas vosotros no olvidéis que, cuando conocéis a las personas que perjudicasteis, aunque dieseis el doble a los pobres; si no devolvéis a su dueño lo que le quitasteis habréis de condenaros. No se si vuestra conciencia esta tranquila, ¡pero lo dudo mucho!...
He dicho que el mundo esta lleno de ladrones y aprovechados. Los comerciantes roban engañando con los pesos y las medidas; aprovechándose de la sencillez de las personas para vender más caro, o para comprar más barato; los amos roban a sus criados, desnudándoles una parte de sus salarios; otros dilatando por mucho tiempo el pagarles; descontándoles hasta un día de enfermedad, ¡cual si el mal les hubiese sobrevenido en casa de un vecino, y no trabajando en su servicio!. Por su parte, los criados y obreros roban a sus dueños, ya holgando, ya dejando perder los bienes por su culpa; un obrero pedirá la paga, pero habrá dejado su labor hecha solo a medias. Los dueños de tabernas, esos lugares de iniquidad, esas puertas del infierno, esos calvarios donde Jesucristo es constantemente crucificado, esas escuelas infernales donde Satan enseña su doctrina, donde se atenta continuamente a la religión y a las costumbres; los taberneros, digo, roban el pan de una pobre mujer y sus hijos, vendiendo vino a esos borrachos que el domingo malgastan lo que ganaron durante la semana. El colono se aprovechara de mil cosas antes de realizar con su dueño la partición, sin dar después cuenta de ello. ¡Dios mío!, ¿en donde estamos?, ¡Cuantas cosas para examinar en la hora de la muerte!... Si su conciencia les acusa con demasiada insistencia, esas gentes van en busca de un ministro del Señor. Pero ellos quisieran obtener el perdón de su deuda; más, si se les obliga a restituir, hallaran mil pretextos para dar a entender que otros también les perjudicaron, por lo cual en aquel momento no pueden devolver lo que deben. ¡Amigo mío!, ¿estas seguro de que Dios se contentara con tus razones?. Si quisieses cercenar algo de esas vanidades, de esas glotonerías, de esos juegos; si no acudieses con tanta frecuencia a la taberna o al baile; si procurases redoblar tu trabajo; pronto tendrías pagada una parte de tu deuda. Mas advierte: si no haces los posibles para devolver a cada cual lo que le debes, cualquiera que sea tu penitencia, no te librarás del infierno: ¡no te quepa de ello la menor duda!.
Hay otros tan ciegos que confían en que sus hijos restituirán después de su muerte. Tus hijos, amigo mío, harán lo que tu haces. Además, ¿quienes que tus hijos procuren por tu alma mejor que tu mismo?: Lo que te va a suceder es que te condenaras. Dime, ¿has, por ventura, reparado todas las pequeñas injusticias cometidas por tus padres?. Buenas excusas hallaste para no hacerlo; y tus pobres padres están en el infierno por no haber restituido en vida, fiando demasiado en tu buena voluntad. Finalmente, para terminar de una vez, !cuantos hay entre los que me escuchan, a quienes su padres encargaron, quizás hace ya unos veinte años, la distribución de ciertas limosnas, la celebración de algunas misas, y ninguno ha cumplido tal encargo!. ¡Otros negocios les han absorbido la atención!. Prefirieron ensanchar sus dominios, frecuentar las casas de juego y las tabernas, comprar cosas de vanidad para sus hijos.
Refiere San Antonino que cierto usurero prefirió morir sin sacramentos a devolver lo que no era suyo. Tenia solo dos hijos; uno temeroso de Dios y otro despreocupado. El que se preocupaba de la salvación de su alma quedo tan impresionado al ver el estado en que su padre muriera, que, después de haber empleado una parte de su fortuna en reparar las injusticias paternas, se hizo monje, para no pensar más que en Dios. El otro, por el contrario, disipó toda su fortuna en francachelas y murió de repente. Comunicaron la triste noticia al religioso, el cual pusose al instante en oración. Vio entonces en espíritu la tierra entreabierta, y en su centro un abismo profundo vomitando llamas. En medio de aquellas llamas vio a su padre y a su hermano abrasándose y maldiciéndose mutuamente. El padre maldecía al hijo; pues, queriendo dejarle muchos bienes, no había temido condenarse por el, y el hijo maldecía a su padre por los malos ejemplos que de él recibiera.
¿Y que os diré de los que aguardan a la hora de la muerte para restituir?. Voy a probaros, por dos ejemplos, que, llegado aquel momento, o bien no querréis, o aun cuando lo queráis, no podréis hacerlo.

1.° No querréis restituir. Refiérese que, hallándose en trance de muerte un padre de numerosa familia, sus hijos le dijeron: «Padre, ya sabéis que estas riquezas que nos dejáis no son nuestras: deberíamos restituirlas.
- Hijos míos, dijo el padre, si devolviese lo que no es mío, no os iba a quedar nada.
- Padre, preferimos trabajar para ganarnos la vida a ocasionar vuestra condenación.
-No, hijos míos, no quiero restituir; no sabéis lo que es ser pobre.
   - Si no restituis, iréis al infierno.
- No, no devolveré nada ». 
Y murió como un reprobó... ¡Dios mío!, !cuánto ciega al hombre el pecado de avaricia.!

2:° He dicho que, aunque lo queráis, en aquel momento se os hará imposible. Refiere un misionero que un padre, al conocer que se aproximaba su fin, se hizo acercar a sus hijos junto al lecho, y les hablo así: «Hijos míos, bien sabéis que he perjudicado a mucha gente; si no devuelvo lo robado, estoy perdido. Id a buscar un notario para recibir mi ultima voluntad.
- ¡Como!, padre, le contestaron sus hijos, ¿quisierais deshonraros a vos y a nosotros, haciéndoos pasar por una mala persona?. ¿Quisierais reducirnos a la miseria, y enviarnos a mendigar el pan?.
- Pero, hijos míos, ¡si no restituyo, me condenare!».
Uno de sus impíos hijos se atrevió a decirle: «¿Es decir, que, teméis el infierno, padre?. Vamos, que uno se acostumbra a todo: dentro de ocho días estaréis ya acostumbrado».

Pues bien, ¿que habremos de sacar de todo esto?. ¡Que estáis perdidamente ciegos!. Perdeis vuestras almas para dejar algunas pulgadas de tierra o algunos bienes de fortuna a vuestros hijos, quienes, lejos de agradecéroslo, se burlarán de vosotros, mientras estaréis ardiendo por ellos en el infierno. Terminemos, pues, diciendo que somos unos insensatos al no preocuparnos de otra cosa que de atesorar bienes, los cuales nos hacen desgraciados al adquirirlos, mientras los poseemos, cuando los abandonamos y hasta en la eternidad. Seamos mar juiciosos, aficionémonos a esos bienes que nos seguirán en la otra vida y constituirán nuestra felicidad durante días sin fin.

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