IMITACIÓN DE CRISTO
Tomás de Kempis
LIBRO PRIMERO
Contiene avisos provechosos para la vida espiritual
CAPÍTULO I
De la imitación de Cristo
y desprecio de todas las vanidades del mundo
Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos
exhorta a que imitemos su vida y costumbres, si queremos ser verdaderamente
iluminados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea, pues, todo nuestro
estudio pensar en la vida de Jesús.
La doctrina de
Cristo excede a la de todos los Santos; y el que tuviese su espíritu, hallará
en ella maná escondido. Más acaece que muchos, aunque a menudo oigan el
Evangelio, gustan poco de él, porque no tienen el espíritu de Cristo. El que
quisiere, pues, entender con placer y perfección las palabras de Cristo,
procure conformar con él toda su vida.
¿Qué te aprovecha
disputar altas cosas de la Trinidad, si no eres humilde, y con esto desagradas
a la Trinidad? Por cierto las palabras sublimes, no hacen al hombre santo ni
justo; más la virtuosa vida le hace amable a Dios. Más deseo sentir la
contrición, que saber definirla. Si supieses toda la Biblia a la letra, y las
sentencias de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo, sin caridad y
gracia de Dios? Vanidad de vanidades, y todo es vanidad, sino amar y servir
solamente a Dios. La suprema sabiduría consiste en aspirar a ir a los reinos
celestiales por el desprecio del mundo.
Luego, vanidad es
buscar riquezas perecederas y esperar en ellas; también es vanidad desear
honras y ensalzarse vanamente. Vanidad es seguir el apetito de la carne y
desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.
Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena. Vanidad es mirar
solamente a esta presente vida y no prever lo venidero. Vanidad es amar lo que
tan rápido se pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.
Acuérdate
frecuentemente de aquel dicho de la Escritura: Porque no se haría la vista de ver, ni el oído de oír. Procura,
pues, desviar tu corazón de lo visible y traspasarlo a lo invisible; porque los
que siguen su sensualidad, manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.
CAPÍTULO II
Cómo ha de sentir cada uno
humildemente de sí mismo
Todos los hombres
naturalmente desean saber, ¿mas que aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?
Por cierto, mejor es el rústico humilde que le sirve, que el soberbio filósofo,
que dejando de conocerse, considera el curso de los astros. El que bien se
conoce, tiénese por vil y no se deleita en loores humanos. Si yo supiera cuanto
hay que saber en el mundo, y no tuviese caridad, ¿qué me aprovecharía delante
de Dios, que me juzgará según mis obras?
No tengas deseo
demasiado de saber, porque en ello se halla gran estorbo y engaño. Los letrados
gustan de ser vistos y tenidos por tales. Muchas cosas hay, que saberlas, poco
o nada aprovecha al alma; y muy loco es el que en otras cosas entiende, sino en
las que tocan a la salvación. Las muchas palabras no hartan el ánima; mas la
buena vida le da refrigerio y la pura conciencia causa gran confianza en Dios.
Cuanto más y
mejor entiendas, tanto más gravemente serás juzgado si no vivieres santamente.
Por esto no te envanezcas si posees alguna de las artes o ciencias; sino que
debes temer del conocimiento que de ella se te ha dado. Si te parece que sabes
mucho y bien, ten por cierto que es mucho más lo que ignoras. No quieras con
presunción saber cosas altas; sino confiesa tu ignorancia. ¿Por qué te quieres
tener en más que otro, hallándose muchos más doctos y sabios que tú en la ley?
Si quieres saber y aprender algo provechosamente, desea que no te conozcan ni
te estimen.
El verdadero
conocimiento y desprecio de sí mismo, es altísima y doctísima lección. Gran
sabiduría y perfección es sentir siempre bien y grandes cosas de otros, y
tenerse y reputarse en nada. Si vieres a alguno pecar públicamente, o comentar
culpas graves, no te debes juzgar por mejor que él, porque no sabes hasta
cuándo podrás perseverar en el bien. Todos somos frágiles, mas a nadie tengas
por más frágil que tú.
CAPÍTULO III
De la doctrina de la
verdad
Bienaventurado
aquél a quien la verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces pasajeras,
sino así como ella es. Nuestra estimación y nuestro sentimiento, a menudo nos
engañan, y conocen poco. ¿Qué aprovecha la curiosidad de saber cosas obscuras y
ocultas, que de no saberlas no seremos en el día del juicio reprendidos? Gran
locura es, que dejadas las cosas útiles y necesarias, entendamos con gusto en
las curiosas y dañosas. Verdaderamente teniendo ojos no vemos.
¿Qué se nos da de
los géneros y especies de los lógicos? Aquél a quien habla el Verbo Eterno se
desembaraza de muchas opiniones. De este Verbo salen todas las cosas, y todas
predican su unidad, y él es el principio y
el que nos habla. Ninguno entiende o juzga sin él rectamente. Aquel a
quien todas las cosas le fueren uno, y trajeren a uno, y las viere en uno,
podrá ser estable y firme de corazón, y permanecer pacífico en Dios. ¡Oh
verdadero Dios! Hazme permanecer unido contigo en caridad perpetua. Enójame
muchas veces leer y oír muchas cosas; en ti está todo lo que quiero y deseo;
callen los doctores; no me hablen las criaturas en tu presencia; háblame tú
solo.
Cuanto más
entrare el hombre dentro de sí mismo, y más sencillo fuere su corazón, tanto
más y mejores cosas entenderá sin trabajo; porque recibe de arriba la luz de la
inteligencia. El espíritu puro, sencillo y constante, no se distrae aunque
entienda en muchas cosas; porque todo lo hace a honra de Dios y esfuérzase a estar
desocupado en sí de toda sensualidad. ¿Quién más te impide y molesta, que la
afición de tu corazón no mortificada? El hombre bueno y devoto, primero ordena
dentro de sí las obras que debe hacer exteriormente, y ellas no le inducen
deseos de inclinación viciosa; mas él las sujeta al arbitrio de la recta razón.
¿Quién tiene mayor combate que el que se esfuerza a vencerse a sí mismo? Esto
debía ser todo nuestro empeño, para hacernos cada día más fuertes y aprovechar
en mejorarnos.
Toda perfección
en esta vida tiene consigo cierta imperfección; y toda nuestra especulación no
carece de alguna obscuridad. El humilde conocimiento de ti mismo es camino más
cierto para Dios que escudriñar la profundidad de las ciencias. No es de culpar
la ciencia, ni cualquier otro conocimiento de lo que, en sí considerado, es
bueno y ordenado por Dios; mas siempre se ha de anteponer la buena conciencia y
la vida virtuosa. Porque muchos estudian más para saber que para bien vivir, y
yerran muchas veces y poco o ningún fruto sacan.
Si tanta
diligencia pusiesen en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes como en
mover cuestiones, no se verían tantos males y escándalos en el pueblo, ni
habría tanta disolución en los monasterios. Ciertamente, en el día del juicio
no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino
cuán santamente hubiéramos vivido. Dime, ¿dónde están ahora todos aquellos
señores y maestros, que tú conociste cuando vivían y florecían en los estudios?
Ya ocupan otros sus puestos, y por ventura no hay quien de ellos se acuerde. En
su viviente parecían algo; ya no hay quien hable de ellos.
¡Oh, cuán presto
pasa la gloria del mundo! Pluguiera a Dios que su vida concordara con su
ciencia, y entonces hubieran estudiado y leído con fruto. ¡Cuántos perecen en
el mundo por su vana ciencia, que cuidaron poco del servicio de Dios! Y porque
eligen ser más grandes que humildes, se desvanecen en sus pensamientos.
Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad. Verdaderamente es grande el
que se tiene por pequeño y tiene en nada la cumbre de la honra. Verdaderamente
es prudente el que todo lo terreno tiene por basura para ganar a Cristo. Y
verdaderamente s sabio aquél que hace la voluntad de Dios y renuncia la suya
propia.
CAPÍTULO IV
De la prudencia en lo que
se ha de obrar
No se debe dar
crédito a cualquier palabra ni movimiento interior, mas con prudencia y espacio
se deben examinar las cosas según Dios. Mucho es de doler que las más veces se
cree y se dice el mal del prójimo, más fácilmente que el bien. ¡Tan débiles
somos! Mas los varones perfectos no creen de ligero cualquier cosa que les
cuentan, porque saben ser la flaqueza humana presta al mal, y muy deleznable en
las palabras.
Gran sabiduría es
no ser el hombre inconsiderado en lo que ha de obrar, ni tampoco porfiado en su
propio sentir. A esta sabiduría también pertenece no dar crédito a cualesquiera
palabras de hombres, ni comunicar luego a los otros lo que se oye o cree. Toma
consejo con hombre sabio y de buena conciencia, y apetece más ser enseñado por
otro mejor que tú, que seguir tu parecer. La buena vida hace al hombre sabio
según Dios, y experimentado en muchas cosas. Cuanto alguno fuese más humilde y
más sumiso a Dios, tanto será en todo más sabio y morigerado.
CAPÍTULO V
De la lección de las
santas Escrituras
En las santas
Escrituras se debe buscar la verdad y no la elocuencia. Toda la Escritura se
debe leer con el mismo espíritu que se hizo. Más debemos buscar el provecho en
la Escritura que la sutileza de las palabras. De tan buena gana debemos leer
los libros sencillos y devotos, como los sublimes y profundos. No te mueva la
reputación del que escribe, ni si es de pequeña o gran ciencia; mas convídate a
leer el amor de la pura verdad. No mires quien lo ha dicho; mas atiende qué tal
es lo que se dijo.
Los hombres
pasan, la verdad del Señor permanece para siempre. De diversas maneras nos
habla Dios, sin acepción de personas. Nuestra curiosidad nos impide muchas
veces el provecho que se saca en leer las Escrituras, por cuanto queremos
entender lo que deberíamos pasar sencillamente. Si quieres aprovechar, lee con
humildad, fidelidad y sencillez, y nunca desees renombre de sabio. Pregunta de
buena voluntad, y oye callando las
palabras de los santos, y no te desagraden las sentencias de los ancianos,
porque nunca las dicen sin motivo.
CAPÍTULO VI
De los deseos desordenados
Cuantas veces
desea el hombre desordenadamente alguna cosa, tantas pierde la tranquilidad. El
soberbio y el avariento jamás sosiegan; el pobre y humilde de espíritu viven en
mucha paz. El hombre que no es perfectamente mortificado en sí mismo, con
facilidad es tentado y vencido, aun en cosas pequeñas y viles. El que es flaco
de espíritu, y está inclinado a lo carnal y sensible, con dificultad se
abstiene totalmente de los deseos terrenos, y cuando lo hace padece muchas
veces tristeza, y se enoja presto si alguno lo contradice.
Pero si alcanza
lo que deseaba siente luego pesadumbre, porque le remuerde la conciencia el
haber seguido su apetito, el cual nada aprovecha para alcanzar la paz que
buscaba. En resistir, pues, a las pasiones, se halla la verdadera paz del
corazón, y no en seguirlas. Pues no hay paz en el corazón del hombre que se
ocupa en las cosas exteriores, sino en el que es fervoroso y espiritual.
CAPÍTULO VII
Cómo se ha de huir la vana
esperanza y la soberbia
Vano es el que
pone su esperanza en los hombres o en las criaturas. No te avergüences de
servir a otros por amor de Jesucristo y parecer pobre en este mundo. No confíes
de ti mismo, mas pon tu parte y Dios favorecerá tu buena voluntad. No confíes en
tu ciencia, ni en la astucia de ningún viviente, sino en la gracia de Dios, que
ayuda a los humildes y abate a los presuntuosos.
Si tienes
riquezas no te gloríes de ellas, ni en los amigos, aunque sean poderosos; sino
en Dios que todo lo da, y sobre todo desea darse a sí mismo. No te alucines por
la lozanía y hermosa disposición de tu cuerpo, que con una pequeña enfermedad
se destruye y afea. No tomes contentamiento de tu habilidad o ingenio, porque
no desagrades a Dios, de quien proviene todo bien natural que poseyeres.
No te estimes por
mejor que los demás, porque no seas quizá tenido por peor delante de Dios, que
sabe lo que hay en el hombre. No te ensoberbezcas de tus obras buenas, porque
son muy distintos de los juicios de Dios los de los hombres, al cual muchas
veces desagrada lo que a ellos contenta. Si algo bueno hay en ti piensa que son
mejores los otros, pues así conservarás la humildad. No te daña si te pospones
a los demás, pero es muy dañoso si te antepones a solo uno. Continua paz tiene
el humilde; mas en el corazón del soberbio hay emulación y saña muchas veces.
CAPÍTULO VIII
Cómo se ha de evitar la
mucha familiaridad
No manifiestes tu
corazón a cualquiera, mas comunica tus cosas con el sabio y temeroso de Dios.
Con los mancebos y extraños conversa poco. Con los ricos no seas lisonjero, ni
desees parecer delante de los grandes. Acompáñate con los humildes y sencillos,
y con los devotos y bien acostumbrados, y trata con ellos materias edificantes.
No tengas familiaridad con ninguna mujer, mas en general encomienda a Dios y a
sus ángeles, y huye de ser conocido de los hombres.
Justo es tener
caridad con todos; mas no conviene la familiaridad. Algunas veces acaece, que
la persona no conocida resplandece por su buena fama, mas a su presencia nos
suele parecer mucho menos. Pensamos algunas veces agradar a los otros con
nuestro trato, y al contrario los ofendemos, porque ven en nosotros costumbres
poco arregladas.
CAPÍTULO IX
De la obediencia y
sujeción
Gran cosa es
estar en obediencia, vivir bajo Prelado, y no tener voluntad propia. Mucho más
seguro es estar en sujeción que en mando. Muchos están en obediencia más por
necesidad que por amor; éstos tienen trabajo, fácilmente murmuran, y nunca
tendrán libertad de ánimo, si no se sujetan por Dios de todo corazón. Anda de
una parte a otra, no hallarás descanso sino en la humilde sujeción al Prelado.
La idea de mudar de lugar ha engañado a muchos.
Verdad es que
cada uno se rige de buena gana por su propio parecer, y se inclina más a los
que siguen su sentir. Mas si Dios está entre nosotros, necesario es que
renunciemos algunas veces a nuestro parecer por el bien de la paz. ¿Quién es
tan sabio que lo sepa todo enteramente? Pues no quieras confiar demasiado en tu
opinión, mas gusta también de oír de buena gana el parecer ajeno. Si tu parecer
es bueno y lo dejas por agradar a Dios y sigues el ajeno, más aprovecharás de
esta manera.
Muchas veces he
oído decir que es más seguro oír y tomar consejo que darlo. Bien puede también
acaecer que sea bueno el parecer de uno; mas no querer sentir con los otros,
cuando la razón o las circunstancias lo piden, es señal de soberbia y
pertinacia.
CAPÍTULO X
Cómo se ha de cercenar la
demasía de las palabras
Excusa cuanto
pudieres el bullicio de los hombres, pues mucho estorba el tratar de las cosas
del siglo, aunque se haga con buena intención, porque presto somos amancillados
y cautivos de la vanidad. Muchas veces quisiera haber callado, y no haber
estado entre los hombres. Pero ¿cuál es la causa por qué tan de grado hablamos,
y platicamos unos con otros, viendo cuán pocas veces volvemos al silencio sin
daño de la conciencia? La razón es, que por el hablar procuramos consolarnos
unos con otros, y deseamos aliviar el corazón fatigado de pensamientos
diversos; y de muy buena gana nos detenemos en hablar o pensar de las cosas que
amamos, y aún de las que tenemos por adversas.
Mas, ¡oh dolor!,
que esto se hace muchas veces vanamente y sin fruto; porque esta consolación
exterior es de gran detrimento a la interior y divina. Por eso, velemos y
oremos, no se nos pase el tiempo en balde. Si se puede y conviene hablar, sea
de cosas edificantes. La mala costumbre, y la negligencia en aprovechar, ayuda
mucho a la poca guarda de nuestra lengua; pero no poco servirá para nuestro
espiritual aprovechamiento la devota plática de cosas espirituales,
especialmente cuando muchos de un mismo espíritu y corazón se juntan en Dios.
CAPÍTULO XI
Cómo se debe adquirir la
paz, y del celo de aprovechar
Mucha paz
tendríamos, si no quisiésemos mezclarnos en los dichos y hechos ajenos que no
nos pertenecen. ¿Cómo quiere estar en paz mucho tiempo el que se mezcla en
cuidados ajenos, y se ocupa de cosas exteriores, y dentro de sí poco o tarde se
recoge? Bienaventurados los sencillos, porque tendrán mucha paz.
¿Cuál fue la
causa porque muchos Santos fueron tan perfectos y contemplativos? Porque
procuraron mortificarse totalmente en todos sus deseos terrenos; y por eso
pudieron con lo íntimo del corazón allegarse a Dios y ocuparse libremente de sí
mismos. Nosotros nos ocupamos mucho de nuestras pasiones y tenemos demasiado
cuidado de las cosas transitorias. Y como pocas veces vencemos un vicio
perfectamente, no nos alentamos para aprovechar cada día en la virtud; por esto
permanecemos tibios y aun fríos.
Si estuviésemos
perfectamente muertos a nosotros mismos, y libres en lo interior, entonces
podríamos gustar las cosas divinas y experimentar algo de la contemplación
celestial. El total, y el mayor impedimento es, que no estando libres de
nuestras inclinaciones y deseos, no trabajamos por entrar en el camino de los
Santos. Y cuando alguna adversidad se nos ofrece, muy prestos nos desalentamos
y nos volvemos a las consolaciones humanas.
Si nos
esforzásemos más en la batalla peleando como fuertes varones, veríamos sin duda
la ayuda del Señor que viene desde el cielo sobre nosotros; porque siempre está
dispuesto a socorrer a los que pelean y esperan en su gracia, y nos procura
ocasiones de pelear para que alcancemos la victoria. Si solamente en las
observancias exteriores ciframos el aprovechamiento de la vida religiosa,
presto se nos acabará nuestra devoción. Pongamos la segur a la raíz, para que
libres de las pasiones, poseamos pacíficas nuestras almas.
Si cada año
desarraigásemos un vicio, presto seríamos perfectos; mas al contrario
experimentamos muchas veces, que fuimos mejores y más puros en el principio de
nuestra conversión que después de muchos años de profesos. Nuestro fervor y
aprovechamiento cada día debe crecer; mas ahora se estima por mucho perseverar en
alguna parte del fervor primitivo. Si al principio hiciésemos algún esfuerzo,
podríamos después hacerlo todo con ligereza y gozo. Duro es renunciar a la
costumbre; pero más duro es ir contra la propia voluntad; mas si no vences las
cosas pequeñas y ligeras, ¿cómo vencerás las dificultosas? Resiste en los
principios a tu inclinación, y deja la mala costumbre, para que no te lleve
poco a poco a mayores dificultades. ¡Oh si supieses cuánta paz gozarías en ti
mismo, y cuánta alegría darías a los demás obrando el bien!; yo creo que serías
más solícito en el aprovechamiento espiritual.
CAPÍTULO XII
De la utilidad de las
adversidades
Bueno es que
algunas veces nos sucedan cosas adversas y contratiempos, porque suelen atraer
al hombre a su interior para que conociéndose desterrado, no ponga su esperanza
en cosa alguna del mundo. Bueno es que padezcamos a veces contradicciones, y
que sientan de nosotros mal e imperfectamente, aunque hagamos bien y tengamos
buena intención. Estas cosas de ordinario ayudan a la humildad, y nos defienden
de la vanagloria; porque entonces mejor buscamos a Dios por testigo interior,
cuando por defuera somos despreciados de los hombres y no nos dan crédito.
Por eso debía uno
afirmarse de tal manera en Dios, que no le fuese necesario buscar muchas
consolaciones humanas. Cuando el hombre de buena voluntad es atribulado, o
tentado, o afligido con malos pensamientos, entonces conoce tener de Dios mayor
necesidad, experimentando que sin él no puede nada bueno. Entonces también se
entristece, gime y ruega por las miserias que padece. Entonces le es molesta la
vida larga, y desea llegue la muerte para ser desatado de este cuerpo y unirse
con Cristo. Entonces también conoce que no puede haber en el mundo seguridad
perfecta, ni paz cumplida.
CAPÍTULO XIII
Cómo se ha de resistir a
las tentaciones
Mientras en el
mundo vivimos no podemos estar sin tribulaciones y tentaciones; por eso está
escrito en Job: Tentación es la vida del
hombre sobre la tierra. Por tanto, cada uno debe tener mucho cuidado,
velando y orando para que no halle el demonio ocasión de engañarle, que nunca
duerme, sino que busca por todos lados nuestra perdición. Ninguno hay tan santo
ni tan perfecto, que no tenga algunas veces tentaciones, y no podemos vivir
absolutamente libres de ellas.
Mas son las
tentaciones muchas veces utilísimas al hombre, aunque sean graves y pesadas;
porque en ellas es uno humillado, purificado y enseñado. Todos los Santos
pasaron por muchas tribulaciones y tentaciones, y por su medio aprovecharon en
la virtud; y los que no las quisieron sufrir y llevar bien, se hicieron
réprobos y desfallecieron. No hay religión tan santa, ni lugar tan retirado,
donde no haya tentaciones y adversidades.
No hay hombre
seguro del todo de tentaciones mientras vive, porque en nosotros mismos está el
germen de ellas, pues que nacimos con la inclinación al pecado. Después de
pasada una tentación o tribulación, sobreviene otra, y siempre tendremos que
sufrir, porque desde el principio se perdió el bien de nuestra felicidad. Muchos
quieren huir las tentaciones, y caen en ellas más gravemente. No se puede
vencer con solo huir. Con la paciencia y la verdadera humildad nos hacemos más
fuertes que todos los enemigos.
El que solamente
quita lo que se ve y no arranca la raíz, poco aprovechará, antes tornarán a él
más presto y con más violencia las tentaciones. Poco a poco, con paciencia y
larga esperanza, mediante el favor divino, vencerás mejor que no con tu propio
conato y fatiga. Toma muchas veces consejo en las tentaciones, y no seas desabrido
con el que está tentado, antes procura consolarle como tú quisieras te
consolaran.
El principio de
toda tentación es no ser uno constante y tener poca confianza en Dios; porque
así como la nave sin gobernarle la llevan a una y otra parte las ondas, del
mismo modo, el hombre descuidado que desiste de su propósito, es tentado de
diversas maneras. El fuego prueba al hierro, y la tentación al justo. Muchas
veces no sabemos lo que podemos, mas la tentación descubre lo que somos.
Debemos pues velar, principalmente al principio de la tentación; porque
entonces más fácilmente es vencido el enemigo, cuando no le dejamos pasar de la
puerta del alma, y se le resiste al umbral luego que toca, por lo cual dijo
uno: Resiste a los principios; tarde
viene el remedio, cuando la llaga es muy vieja. Porque primeramente se
ofrece al alma sólo el pensamiento sencillo, después la importuna imaginación,
luego la delectación, el movimiento desordenado y el consentimiento, y así se
entra poco a poco el maligno enemigo, y se apodera de todo, por no resistirle
al principio. Y cuanto más tiempo fuere uno perezoso en resistir, tanto se hace
cada día más débil, y el enemigo, contra él, más fuerte.
Algunos padecen
graves tentaciones al principio de su conversión, otros al fin, otros casi toda
su vida. Algunos son tentados blandamente, según la sabiduría y juicio de Dios,
que mide el estado y los méritos de los hombres, y todo lo tiene ordenado para
la salvación de los escogidos.
Por eso no
debemos desconfiar cuando somos tentados; antes bien debemos rogar a Dios con
mayor fervor, que sea servido de ayudarnos en toda tribulación, pues según el
dicho de San Pablo, nos dará tal auxilio junto con la tentación, que la podamos
sufrir. Humillemos, pues, nuestras almas bajo la mano de Dios en toda
tribulación y tentación, porque él salvará y engrandecerá los humildes de
espíritu.
En las
tentaciones y adversidades se ve cuánto uno ha aprovechado, porque entonces es
mayor el merecimiento y se conoce mejor la virtud. No es mucho ser un hombre devoto
y fervoroso cuando se siente pesadumbre; mas si en el tiempo de la adversidad
sufre con paciencia, es señal y da esperanza de gran provecho. Algunos hay que
no caen en las grandes tentaciones, y son vencidos a menudo en las pequeñas,
para que se humillen y no confíen de sí en cosas grandes, viéndose débiles en
las pequeñas.
CAPÍTULO XIV
Cómo se deben evitar los
juicios temerarios
Pon los ojos en
ti mismo y guárdate de juzgar las acciones ajenas. En juzgar a otros se ocupa
uno en vano, yerra muchas veces, y peca fácilmente; mas juzgándose y
examinándose a sí mismo, se emplea siempre con fruto. Muchas veces sentimos de
las cosas según nuestro juicio, y fácilmente perdemos el verdadero juicio de
ellas por el amor propio. Si fuese Dios siempre el fin puramente de nuestro
deseo, no nos turbaría tan presto la contradicción de la sensualidad.
Muchas veces
tenemos algo adentro escondido, o de afuera se ofrece, cuya afición nos lleva
tras sí. Muchos buscan secretamente su propia comodidad en las obras que hacen,
y no lo entienden. También les parece estar en paz cuando se hacen las cosas a
su voluntad y gusto; mas si de otra manera suceden, presto se alteran y
entristecen. Por la diversidad de los pareceres muchas veces se levantan
discordias entre los amigos y convecinos, entre los religiosos y devotos.
La costumbre
antigua con dificultad se quita, y ninguno deja de buena gana su propio
parecer. Si en tu razón e industria estribas más que en la virtud de la
sujeción de Jesucristo, rara vez y tarde serás iluminado; porque quiere Dios
que nos sujetemos a él perfectamente, y que trascendamos toda razón inflamados
de su amor.
CAPÍTULO XV
De las obras que proceden
de la caridad
No se debe hacer
lo que es malo por ninguna cosa del mundo; ni por amor de alguno; mas por el
provecho del necesitado, alguna vez se puede diferir la buena obra o trocarla
por otra mejor. De esta suerte no se pierde, antes se muda en otra mejor. La
obra exterior sin caridad no aprovecha; mas todo cuanto se hace con caridad,
por poco que sea, se hace fructuoso, pues más mira Dios al corazón que a la
obra misma.
Mucho hace el que
mucho ama, y mucho hace el que en todo hace bien, y bien hace el que atiende
más al bien común que a su voluntad propia.
Muchas veces
parece caridad lo que es amor propio; porque la inclinación de la naturaleza,
la propia voluntad, la esperanza de la recompensa, el gusto de la comodidad,
pocas veces nos abandonan.
El que tiene
verdadera y perfecta caridad, no se busca a sí mismo en cosa alguna; mas sólo
desea que sea Dios glorificado en todas las cosas. De nadie tiene envidia,
porque ama algún placer particular, ni se quiere gozar en sí; más desea sobre
todas las cosas gozar de Dios. A nadie atribuye ningún bien; mas refiérelo todo
a Dios, del cual, como de primera fuente, emanan todas las cosas, y en quien
finalmente todos los santos descansan con perfecto gozo. ¡Oh quien tuviese una
centella de verdadera caridad! Por cierto que sentiría estar todas las cosas
mundanas llenas de vanidad.
CAPÍTULO XVI
Cómo se han de sufrir los
defectos ajenos
Lo que no puede
un hombre enmendar en sí ni en los otros, débelo sufrir con paciencia, hasta
que Dios lo ordene de otro modo. Piensa que por ventura te conviene esto mejor
para probar tu paciencia, sin la cual no son de mucha estimación nuestros
merecimientos. Mas debes rogar a Dios por estos estorbos, porque tenga por bien
de socorrerte para que los toleres.
Si alguno,
amonestado una vez o dos no se enmendare, no porfíes con él; mas encomiéndalo
todo a Dios, para que se haga su voluntad, y él sea honrado en todos sus
siervos, que sabe sacar de los males bienes. Estudia y aprende a sufrir con
paciencia cualesquier defectos y flaquezas ajenas, pues que tú también tienes
mucho en que te sufran los demás. Si no puedes hacerte a ti cual deseas, ¿cómo
quieres tener a otro a la medida de tu deseo? De buena gana queremos a los
otros perfectos, y no enmendamos los defectos propios.
Queremos que los
otros sean castigados con rigor, y nosotros no queremos ser corregidos.
Parécenos mal si a los otros se les da larga licencia, y nosotros no queremos
que cosa alguna se nos niegue. Queremos que los otros sean oprimidos con
estrechos estatutos, y en ninguna manera sufrimos que nos sea prohibida cosa
alguna. Así parece claro cuán pocas veces amamos al prójimo como a nosotros
mismos. Si todos fuesen perfectos ¿qué tendrías que sufrir por Dios a tus
hermanos?
Pero así lo
ordenó Dios, para que aprendamos a llevar las cargas ajenas; porque no hay
ninguno sin defecto, ninguno sin carga, ninguno es suficiente ni cumplidamente
sabio para sí; importa llevarnos, consolarnos y juntamente ayudarnos unos a
otros, instruirnos y amonestarnos. Nada descubre mejor la sólida virtud del
hombre, que la adversidad; porque las ocasiones no hacen al hombre débil, mas
declaran que lo es.
CAPÍTULO XVII
De la vida Monástica
Conviene que
aprendas a reprimirte en muchas cosas, si quieres tener paz y concordia con
otros. No es poco morar en los Monasterios o Congregaciones, y allí conversar
sin quejas, y perseverar fielmente hasta la muerte. Bienaventurado es el que
vive allí bien y acaba dichosamente. Si quieres estar bien y aprovechar, mírate
como desterrado y peregrino sobre la tierra. Conviene hacerte simple por
Jesucristo, si quieres seguir la vida religiosa.
El hábito y la corona
poco hacen; la mudanza de las costumbres y la entera mortificación de las
pasiones son las que hacen al hombre verdadero religioso. El que busca algo
fuera de Dios y de la salvación de su alma, no hallará sino tribulación y
dolor. No puede estar mucho tiempo en paz el que no procura ser el menor y el
más sujeto a todos.
Viniste a servir
y no a mandar; persuádete que fuiste llamado para trabajar y padecer, no para
holgar y hablar, pues aquí se prueban los hombres como el oro en el crisol,
aquí no puede nadie permanecer si no quiere de todo corazón humillarse por
Dios.
CAPÍTULO XVIII
De los ejemplos de los
Santos Padres
Considera bien
los heroicos ejemplos de los Santos Padres, en los cuales resplandece la
verdadera perfección y religión, y verás cuán poco o casi nada es lo que
hacemos. ¡Ay! ¿qué es nuestra vida consagrada con la suya? Los Santos y amigos
de Cristo sirvieron al Señor en hambre, en sed, en frío, en desnudez, en
trabajos, en fatigas, y vigilias y ayunos, en oraciones y santas meditaciones,
en persecuciones y en muchos oprobios.
¡Oh, cuántas y
cuán graves tribulaciones padecieron los Apóstoles, los Mártires, los
Confesores, las Vírgenes, y todos los demás que quisieron seguir las pisadas de
Jesucristo, pues en esta vida aborrecieron sus almas, para poseerlas en la
eterna! ¡Oh cuán estrecha y austera vida hicieron los Santos Padres en el
desierto! ¡Cuán largas y graves tentaciones padecieron! ¡Cuán de ordinario
fueron atormentados del enemigo! ¡Cuán continuas y fervorosas oraciones ofrecieron
a Dios! ¡Cuán rigurosas abstinencias practicaron! ¡Cuán gran celo y favor
tuvieron en su aprovechamiento espiritual! ¡Cuán fuertes combates sostuvieron
para vencer los vicios! ¡Cuán pura y recta intención tuvieron para con Dios! De
día trabajaban, y las noches ocupaban en larga oración, aunque trabajando no
cesaban de orar mentalmente.
Todo el tiempo
gastaban obrando el bien; las horas les parecían cortas para dedicarse a Dios,
y la gran dulzura que experimentaban en la contemplación les hacía olvidar la
necesidad del mantenimiento corporal. Renunciaban a todas las riquezas,
honores, dignidades, parientes y amigos, ninguna cosa querían del mundo, apenas
tomaban lo necesario para la vida, y repugnaban servir a su cuerpo aun en las
cosas necesarias. De modo que eran pobres de lo temporal, pero riquísimos en
gracia y virtudes. En lo exterior eran necesitados; pero en lo interior estaban
abastecidos de la gracia y recreados con divinas consolaciones.
Extraños eran al
mundo, pero muy allegados y familiares amigos de Dios. Teníanse por nada en
cuanto a sí mismos, y para con el mundo eran despreciados; mas en los ojos de
Dios fueron muy preciosos y amados. Se conservaban en obediencia, caminaban por
la senda de la caridad y la paciencia, y por eso cada día crecían en el
espíritu, y alcanzaban mucha gracia delante de Dios. Fueron puestos por
dechados a todos los religiosos; y más nos deben ellos mover para aprovechar en
el bien, que la muchedumbre de los tibios para relajarnos.
¡Oh tibieza y
negligencia de nuestro estado, qué tan presto declinamos del primitivo fervor,
y nos es molesto el vivir por nuestra laxitud y tibieza! ¡Pluguiese a Dios que
no durmiese en ti el deseo de aprovechar en las virtudes, habiendo visto muchas
veces los ejemplos de tantos varones piadosos!
CAPÍTULO XIX
De los ejercicios que debe
practicar el buen religioso
La vida del buen
religioso debe resplandecer en toda suerte de virtudes, siendo tal en lo
interior cual parece en lo de afuera. Y con razón debe ser más en lo interior
que lo que se mira exteriormente, porque quien nos mira es Dios, a quien
debemos suma reverencia donde quiera que estuviéremos, y ante el cual nos hemos
de presentar tan puros como los ángeles. Cada día debemos renovar nuestro
propósito y excitarnos a mayor fervor, como si fuese el primero de nuestra
conversión, y decir: Señor Dios mío, ayúdame en mi buen propósito y en tu santo
servicio, y dame gracia para que comience hoy perfectamente, porque es nada
cuanto hice hasta aquí.
Según es nuestro
propósito, así es nuestro aprovechar, y quien quiere aprovechar bien, ha
menester ser muy diligente. Si el que propone firmemente falta muchas veces
¿qué hará el que tarde o nunca propone? Acaece de diversos modos el dejar
nuestro propósito, y faltar con facilidad en los ejercicios que se tiene de
costumbre pocas veces deja de ser dañoso. El propósito de los justos más pende
de la gracia de Dios que del saber propio, y en él confían siempre en cualquier
cosa que emprenden; porque el hombre propone, mas Dios dispone, y no está en manos
del hombre su camino.
Si se deja alguna
vez el ejercicio acostumbrado por piedad o por provecho del prójimo, esta
omisión se puede reparar fácilmente, mas si, por fastidio o negligencia,
ligeramente se deja, muy culpable es, y resultará en nuestro daño. Esforcémonos
cuanto pudiéremos, que aun así caeremos en muchas faltas con facilidad; pero
algún fin determinado debemos siempre proponernos, y principalmente se han de
remediar las cosas que más estorban nuestro aprovechamiento. Debemos examinar y
ordenar todos nuestros actos exteriores e interiores, porque unos y otros
convienen para el aprovechamiento espiritual.
Si no puedes
continuamente estar recogido, siquiera recógete algunos ratos, por lo menos una
vez al día. Por la mañana haz tus propósitos, y a la noche examina tus obras,
qué tal ha sido este día tu conducta en obras, palabras y pensamientos, porque
puede ser que ofendiste a Dios y al prójimo muchas veces en ello. Ármate como
varón contra la malicia del demonio. Refrena la gula y fácilmente refrenarás
toda inclinación de la carne. Nunca estés del todo ocioso; lee, escribe, reza o
medita, o haz algo de provecho para la comunidad. Pero los ejercicios
corporales se deben tomar con discreción, porque no son igualmente para todos.
Los ejercicios
particulares no se deben hacer públicamente, porque son más seguros para el
secreto. Guárdate, no seas más presto para lo particular que para lo común;
pero cumplido bien y fielmente lo que te está encomendado, si tienes lugar,
entra dentro de ti como desea tu devoción. No podemos todos ejercitar una misma
cosa; unas convienen más a unos, y otras a otros. Según el tiempo nos son más a
propósitos diversos ejercicios; unos son para los días de fiesta, otros para
los días de trabajo; convienen otros para el tiempo de la tentación, y otros
para el de la paz y el sosiego. En unas cosas nos agrada pensar cuando estamos
tristes, y en otras cuando estamos alegres en el Señor.
En las fiestas
principales debemos renovar nuestros buenos ejercicios, e invocar con mayor
fervor la intercesión de los Santos. De fiesta en fiesta debemos proponer algo,
como si entonces hubiésemos de salir de este mundo y llegar a la eterna
festividad. Por eso debemos prepararnos con cuidado en los tiempos de devoción,
conversar más devotamente, y guardar toda observancia con más rigor, como quien
ha de recibir en breve de Dios el premio de sus trabajos.
Y si se dilatare,
creamos que no estamos bastante preparados, y que aun somos indignos de tanta
gloria, como si se declarara a nosotros acabado el tiempo de la vida, y
estudiemos en prepararnos mejor para la muerte. Bienaventurado el siervo, dice el Evangelista San Lucas, que cuando viniere el Señor, le hallare
velando; en verdad os digo, que le constituirá sobre todos sus bienes.
CAPÍTULO XX
Del amor a la soledad y
silencio
Busca tiempo
competente para dedicarte a ti mismo, y piensa a menudo en los beneficios de
Dios. Deja las cosas meramente curiosas, y lee aquellas materias que te den más
compunción que ocupación. Si te apartares de pláticas superfluas, de estar
ocioso y de oír novedades y murmuraciones, hallarás tiempo suficiente y a
propósito para darte a la meditación de las cosas divinas. Los mayores Santos
evitaban cuanto podían la compañía de los hombres y elegían el servir a Dios en
su retiro.
Dijo uno: Cuantas veces estuve entre los hombres,
volví menos hombre; lo cual experimentamos cada día cuando hablamos mucho.
Más fácil cosa es callar siempre, que hablar sin errar; más fácil es ocultarse
en su casa, que guardarse del todo fuera de ella. Por esto al que aspira a la
vida interior y espiritual le conviene apartarse con Jesucristo de la multitud.
Ninguno se crea seguro en público, sino el que se esconde voluntariamente.
Ninguno habla con acierto, sino el que calla de buena gana. Ninguno preside
dignamente, sino el que se sujeta con gusto. Ninguno manda con razón, sino el
que aprendió a obedecer sin replicar.
Nadie se goza
seguramente sino quien tiene en sí el testimonio de la buena conciencia, pues
la seguridad de los Santos siempre estuvo llena de temor de Dios. Ni por eso
fueron menos solícitos y humildes, aunque resplandecían en grandes virtudes y
gracias; pero la seguridad de los malos nace de la soberbia y presunción. Nunca
te tengas por seguro en esta vida, aunque parezcas buen religioso o devoto
ermitaño.
Los muy estimados
por buenos, muchas veces cayeron en graves peligros por su mucha confianza; por
lo cual es utilísimo a muchos, el que no le falten del todo tentaciones, y que
sean muchas veces combatidos, para que no confíen mucho de sí propios, y para
que no se ensoberbezca, ni se entreguen demasiadamente a los consuelos
exteriores. ¡Oh quien nunca buscase alegría transitoria, ni jamás se ocupase
del mundo! ¡Cuán pura conservaría su conciencia! ¡Oh quien, apartando de sí
todo vano cuidado, y pensando solamente en las cosas saludables y divinas,
pusiese toda su esperanza en Dios! ¡Cuánta paz y sosiego poseería! Ninguno es
digno de la consolación celestial, sino el que se ejercitare con diligencia en
la santa contrición. Si quieres arrepentirte de corazón, entra en tu retiro y
destierra de ti todo bullicio del mundo, según está escrito: Compungíos en vuestros retiramientos. En
la celda hallarás lo que fuera pierdes muchas veces. El rincón usado se hace
dulce, y el poco usado causa enfado. Si al principio de tu conversión le
guardares bien, te será, después tu recogimiento, un dulce amigo y tu más
agradable consuelo.
En el silencio y
sosiego se aprovecha el alma devota y penetra los secretos de las Escrituras.
Allí halla arroyos de lágrimas con que purificarse todas las noches, para que
sea tanto más familiar a su Hacedor, cuanto más se desviare del tumulto del
siglo; pues el que se aparta de amigos y conocidos, estará más cerca de Dios y
de sus santos ángeles. Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido
propio hacer milagros. Muy loable es al hombre religioso salir pocas veces,
huir de ser visto y no querer ver a los hombres.
¿Para qué quieres
ver lo que no te conviene tener? El mundo pasa, y con él sus deleites. Los
deseos sensuales nos llevan a pasatiempos, mas pasada aquella hora, ¿qué nos
queda sino pesadumbre de conciencia y disipación del corazón? La salida alegre
causa muchas veces triste vuelta, y la alegre tarde hace triste mañana; así
todo gozo carnal entra blandamente, mas al cabo muerde y mata. ¡Qué puedes ver
en otro lugar que aquí no lo veas! Aquí ves el cielo y la tierra y todos los
elementos, y de éstos fueron hechas todas las cosas.
¿Qué puedes ver
en ningún lugar que permanezca mucho tiempo debajo del sol? ¿Piensas satisfacer
tu apetito? Pues no lo alcanzarás. Si vieses todas las cosas delante de ti,
¿qué sería sino de tu vista vana? Alza tus ojos a Dios en el cielo, y ruega por
tus pecados y negligencias. Deja lo vano a los vanos, y tú ten cuidado de lo
que manda Dios. Cierra tu puerta sobre ti, y llama a tu amado Jesús; permanece
con él en tu celda, porque no hallarás en otro lugar tanta paz. Si no salieras,
ni oyeras nuevas, mejor perseverarás en santa paz. Pues te huelgas de oír
algunas veces novedades, necesario es que sufras después turbaciones del
corazón.
CAPÍTULO XXI
Del remordimiento del
corazón
Si quieres
aprovechar algo, consérvate en el temor de Dios y no quieras ser muy libre; mas
por medio de la disciplina refrena todos tus sentidos, y no te des a vanos
contentos. Date a la compunción y te hallarás devoto. La compunción descubre
muchos bienes que la relajación suele perder en breve. Maravilla es que el
hombre se pueda alegrar perfectamente en esta vida, considerando su destierro,
y pensando los peligros de su alma.
Por la liviandad
del corazón, y por el descuido de nuestros defectos, no sentimos los males de
nuestra alma; mas muchas veces reímos, cuando deberíamos llorar. No hay
verdadera libertad, ni buena alegría, sino en el temor de Dios con buena conciencia.
Bienaventurado aquel que puede desviarse de todo motivo de distracción y
recogerse a lo interior de una santa compunción. Bienaventurado el que
renunciare todas las cosas que pueden mancillar o agravar su conciencia. Pelea
como varón; una costumbre vence a otra. Si sabes separarte de los hombres,
ellos te dejarán hacer tus buenas obras.
No te ocupes en
cosas ajenas, ni te entremetas en las cosas de los mayores. Mira primero por
ti, y amonéstate a ti mismo más especialmente que a todos cuantos quieres bien.
Si no eres
favorecido de los hombres, no te entristezcas. Dete pena el que no tienes tanto
cuidado de mirar por ti, como conviene al siervo de Dios y al devoto religioso.
Muy útil y seguro es que el hombre no tenga en esta vida muchas consolaciones,
mayormente según la carne; mas no sentir o gustar las divinas, culpa es de que
no buscamos la contrición y ternura de corazón, ni desechamos del todo las
vanas consolaciones de los sentidos.
Conócete por
indigno de la divina consolación, y más bien digno de ser atribulado. Cuando el
hombre tiene perfecta contrición, luego le es grave y amargo el mundo entero.
El virtuoso siempre halla bastante materia para dolerse y llorar; porque ora se
mire a sí, ora piense en su prójimo, sabe que ninguno vive aquí abajo sin
tribulaciones y cuanto más atentamente se mira, tanto más halla por qué dolerse. Materia de justo dolor y
entrañable contrición son nuestros pecados y vicios, en que estamos tan
sumergidos, que casi no podemos contemplar lo celestial.
Si continuamente
pensases, más en tu muerte que en vivir largo tiempo, no hay duda que te
enmendarías con mayor fervor. Si pusieses también delante de tu corazón las
penas del infierno o del purgatorio, creo que de muy buena gana sufrirías
cualquier trabajo y dolor, y no rehusarías ninguna aspereza, mas como estas
cosas no penetran al corazón, y amamos siempre el regalo, nos quedamos fríos y
perezosos.
Muchas veces la
falta de espíritu hace que se queje con tanta facilidad el cuerpo miserable.
Ruega, pues, con humildad al Señor, que te dé espíritu de contrición, y di con
el Profeta: Dame, Señor, a comer del pan
de lágrimas, y dame a beber las lágrimas en medida.
CAPÍTULO XXII
Consideración de la
miseria humana
Miserable serás
donde quiera que fueres y donde quiera que te volvieres, si no te conviertes a
Dios. ¿Por qué te turbas, si no te sucede lo que quieres y deseas? ¿Quién es el
que tiene todas las cosas a su voluntad? Por cierto ni yo, ni tú, ni hombre
alguno sobre la tierra. No hay hombre en el mundo sin tribulación o angustia,
aunque sea Rey o Papa. ¿Pues quién es el que está mejor? Ciertamente el que
puede padecer algo por Dios.
Dicen muchos
imbéciles y flacos: Mirad cuán buena vida tiene aquel hombre, cuán rico es,
cuán poderoso, cuán gran señor; mas tú eleva la consideración a los bienes del
cielo, y verás que todas estas cosas temporales nada son, antes muy inestables
y molestas, porque nunca las poseemos sin cuidado y temor. No está la felicidad
del hombre en tener abundancia en lo temporal, bástale la medianía. Verdadera
miseria es vivir sobre la tierra. Cuanto el hombre quisiera ser más espiritual,
tanto le será más amarga la vida presente, porque siente mejor y ve más claro
los defectos de la corrupción humana. Porque el comer, beber, velar, dormir,
descansar, trabajar, y estar sujeto a las necesidades naturales, en verdad es
grandísima miseria y pesadumbre al hombre devoto, el cual desea ser desatado de
este cuerpo y libre de toda culpa.
Porque el hombre
interior está muy gravado, con las necesidades corporales en este mundo, por
esto ruega devotamente el Profeta a Dios que le libre de ellas diciendo: Líbrame, Señor, de mis necesidades. Mas
¡ay de los que no conocen su miseria! y mucho más ¡ay de los que aman esta vida
miserable y corruptible! Porque hay algunos tan apegados a ella, que aunque con
mucha dificultad, trabajando o mendigando adquieren lo necesario, si pudiesen
vivir aquí siempre, no se cuidarían del reino de Dios.
¡Oh locos y de
corazón infiel, que tan profundamente se envuelven en la tierra, que no gustan
sino de las cosas carnales! Mas en el fin sentirán gravemente cuán vil y vano
era lo que amaron. Los Santos de Dios, y los devotos y amigos de Cristo no
tenían cuenta de lo que agradaba a la carne, ni de lo que florecía en esta vida
temporal; mas toda su esperanza e intención se dirigía a los bienes eternos.
Todo su deseo se elevaba a lo que permanece y que no se ve, porque no fuesen
abatidos hacia lo ínfimo con el amor de lo visible. No quieras, hermano, perder
la esperanza de aprovechar en las cosas espirituales; aun tienes tiempo y hora
para ello.
¿Por qué quieres
dilatar tu propósito? Levántate y comienza en este momento y di: Ahora es
tiempo de obrar, ahora es tiempo de pelear, ahora es tiempo conveniente para
enmendarme. Cuando no estás tranquilo y tienes alguna tribulación, entonces es
tiempo de merecer. Conviene que pases por fuego y por agua, antes que llegues
al descanso. Si no te haces violento no vencerás el vicio. Mientras estamos en
este frágil cuerpo, no podemos estar enteramente sin pecado, ni vivir sin
fatiga y dolor. De buena gana descansaríamos de toda miseria; mas como perdimos
la inocencia con el pecado, perdimos con ella la verdadera felicidad. Por eso
nos importa tener paciencia, y esperar la misericordia de Dios, hasta que se
acabe esta malicia que reina ahora, y la vida destruya a la muerte.
¡Oh cuánta es la
flaqueza humana, siempre inclinada a los vicios! Hoy confiesas tus pecados, y
mañana vuelves a cometerlos. Ahora propones de guardarte, y de aquí una hora
obras como si nada hubieras propuesto. Con razón nos podemos humillar, y no
sentir de nosotros cosa grande, pues somos tan débiles y tan mudables. Por
cierto, presto se puede perder por descuido, lo que dificultosamente y con
mucho trabajo se ganó por la gracia.
¿Qué será de
nosotros al fin, pues ya tan pronto nos entibiamos? ¡Ay de nosotros si así
queremos ir al descanso, como si ya tuviésemos paz y seguridad, cuando aun no
se descubre señal de verdadera santidad en nuestra conducta! Bien sería que aun
fuésemos instruidos otra vez, como niños, en buenas costumbres, si por ventura
hubiese alguna esperanza de enmienda, y de mayor aprovechamiento espiritual.
CAPÍTULO XXIII
Del pensamiento de la
muerte
Muy presto te
ocupará este negocio, por eso debes mirar cómo vives. Hoy es el hombre, y
mañana no parece. En quitándolo de la vista, se borra presto también de la
memoria. ¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo
presente, sin cuidarse de lo venidero! Así deberías conducirte en toda acción y
pensamiento, como si luego hubiese de morir. Si tuviese buena conciencia, no
temerías mucho la muerte. Mejor fuera evitar los pecados que huir de la muerte.
Si hoy no estás preparado, ¿cómo lo estarás mañana? El día de mañana es
incierto, ¿y sabes tú si amanecerás a otro día?
¿Qué aprovecha
vivir mucho, cuando tan poco nos enmendamos? La larga vida no siempre corrige,
antes muchas veces añade pecados. ¡Ojalá hubiésemos vivido siquiera un día bien
en este mundo! Muchos cuentan los años de su conversión; pero muchas veces es
poco el fruto de la enmienda. Si es temible el morir, acaso sea más peligroso
el vivir mucho. Bienaventurado el que tiene siempre presente la hora de la
muerte, y se prepara cada día a morir. Si viste morir a alguno, piensa que por
aquel camino has de pasar.
En la mañana
piensa que no llegarás a la noche, y cuando llegue ésta no te prometas la
mañana. Por eso está siempre dispuesto, y vive de tal manera que nunca te halle
la muerte desapercibido. Muchos mueren de repente, porque en la hora que no se
piensa vendrá el Hijo del Hombre. Cuando viniere aquella hora postrera, muy de
otra suerte comenzarás a sentir de toda tu vida pasada, y te dolerás mucho por
haber sido tan negligente y perezoso.
¡Cuán feliz y
prudente es el que vive de tal modo, cual desea le halle Dios en la hora de la
muerte! Porque el absoluto desprecio del mundo, el ardiente deseo de aprovechar
en las virtudes, el amor a la disciplina, el trabajo de la penitencia, la
prontitud de la obediencia, el renunciarse a sí mismo, la paciencia en toda
adversidad por amor de nuestro Señor Jesucristo, gran confianza le darán de
morir felizmente. Mucho bueno podrás obrar cuando estás sano, mas cuando
enfermo no sé qué podrás. Pocos se enmiendan con la enfermedad; y los que hacen
muchas romerías, pocas veces son santificados.
No confíes en
amigo y allegados, ni dilates en asegurar tu salvación para lo porvenir, porque
más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres. Mejor es ahora
con tiempo prevenir algunas buenas obras que envíes adelante, que esperar en el
auxilio de otros. Si no eres solícito para ti ahora, ¿quién cuidará de ti
después? Ahora es el tiempo precioso, ahora son los días de salud, ahora es el
tiempo agradable, pero ¡oh dolor! que los gasta sin aprovecharte, pudiendo en
él ganar la vida eterna. Vendrá tiempo en que desearás un día, o una hora para
enmendarte, y no sé si te será concedida.
¡Oh carísimo
hermano, de cuántos peligros te podría librar, y de cuán grave espanto salir,
si siempre estuviese temeroso y receloso de la muerte! Trata ahora de vivir de
modo, que en la hora de la muerte puedas antes alegrarte que temer. Aprende
ahora a morir al mundo, para que después comiences a vivir con Cristo. Aprende
ahora a despreciar todas las cosas, para que entonces puedas ir libremente a
él. Castiga ahora con paciencia tu cuerpo, para que entonces puedas tener
segura confianza.
¡Oh loco! ¿Por
qué pensar vivir mucho, no teniendo un día seguro? ¡Cuántos han sido engañados
y apartados del cuerpo cuando no lo pensaban! ¡Cuántas veces oíste contar que
uno murió a puñaladas, otro se ahogó, otro cayó de alto y se rompió la cabeza,
otro comiendo se quedó yerto, a otro jugando le llegó su fin; uno murió con
fuego, otro con hierro, otro de peste, otro a mano de ladrones! pues la muerte
es el fin de todos, y la vida de los hombres se pasa súbitamente como sombra.
¿Quién se
acordará de ti, y quién rogará por ti después de muerto? Ahora, hermano, haz lo
que pudieres, que no sabes cuándo morirás, ni lo que será de ti después de la
muerte. Ahora que tienes tiempo, atesora riquezas inmortales, no pienses sino
en tu salvación, y cuida solamente de las cosas de Dios. Hazte amigos de entre
los Santos, honrándolos e imitando sus obras, para que cuando salieres de esta
vida, te reciban en las moradas eternas.
Trátate como
huésped y peregrino sobre la tierra, a quien no le va nada en los negocios del
mundo. Guarda tu corazón libre y elevado a Dios, porque aquí no tienes ciudad
permanente. Dirige allí diariamente tus oraciones, tus gemidos y tus lágrimas,
porque merezca tu espíritu, después de la muerte, pasar dichosamente al Señor.
CAPÍTULO XXIV
Del juicio y de las penas
de los pecados
Mira el fin de
todas las cosas, y de qué modo te presentará delante de aquel rectísimo Juez,
al cual no hay cosa encubierta, ni se aplaca con dones, ni admite excusas, sino
que juzgará en justicia. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a
Dios, que sabe todas tus maldades? Tú, que temes a las veces el rostro de un
hombre airado, ¿por qué no te previenes para el día del juicio, cuando no habrá
quién defienda ni ruegue por otro, sino que cada uno tendrá que hacerlo por sí?
Ahora tu trabajo es fructuoso, tu llanto aceptable, tus gemidos se oyen, tu
dolor es satisfactorio.
Grave y saludable
purgatorio, tiene aquí el hombre sufrido, que recibiendo injurias, se duele más
de la malicia del injuriador, que de su propia ofensa. Él ruega a Dios por sus
contrarios de buena gana y de corazón perdona los agravios, y no tarda en pedir
perdón a cualquiera, y más fácilmente tiene misericordia que se indigna. Él se
hace violencia muchas veces, y procura sujetar del todo su carne al espíritu.
Mejor es ahora purgar los pecados y cortar los vicios, que dejar su expiación
para lo venidero. Por cierto, nosotros nos engañamos a nosotros mismos por el
amor desordenado que nos tenemos.
¿En qué otra cosa
se cebará aquel fuego sino en tus pecados? Cuanto más aquí te perdonas y sigues
tu propio amor, tanto más gravemente después serás atormentado, pues guardas
mayor materia para quemarte. En lo mismo que pecó el hombre, será más
gravemente castigado. Allí los perezosos serán punzados con aguijones
ardientes, y los golosos serán atormentados con gravísima hambre y sed. Allí
los lujuriosos y amadores de deleites serán bañados con pez ardiente y fétido
azufre, y los envidiosos aullarán en su dolor como perros rabiosos.
No habrá vicio
que no tenga su propio tormento. Allí los soberbios estarán llenos de
confusión, y los avarientos serán oprimidos con miserable necesidad. Allí será
más grave pasar una hora de tormento, que aquí cien años de penitencia amarga. Allí
no hay sosiego ni consolación para los condenados; mas aquí algunas veces cesan
los trabajos, y consuelan los amigos. Ahora te den cuidado y causen dolor tus
pecados, para que en el día del juicio estés seguro con los bienaventurados;
pues entonces estarán los justos con gran constancia contra los que los
angustiaron y persiguieron. Entonces estará para juzgar el que aquí se sujetó
humildemente al juicio de los hombres. Entonces tendrá mucha confianza el pobre
y el humilde, mas el soberbio por todos lados se estremecerá.
Entonces será
tenido por sabio el que aprendió aquí a ser ignorante y menospreciado por
Cristo. Entonces agradará toda tribulación sufrida con paciencia, y toda maldad
no despegará los labios. Entonces se holgarán todos los devotos, y se
entristecerán todos los disolutos. Entonces resplandecerá el vestido
despreciado, y parecerá vil el traje precioso. Entonces será más alabada la
pobre casilla que el palacio adornado. Entonces ayudará más la constante
paciencia que todo el poder del mundo. Entonces será más ensalzada la simple
obediencia, que toda la sagacidad del siglo.
Entonces alegrará
más la pura y buena conciencia que la docta filosofía. Entonces se estimará más
el desprecio de las riquezas, que todo el tesoro de los ricos de la tierra.
Entonces te consolarás más de haber orado con devoción, que de haber comido
delicadamente. Entonces te gozarás más de haber guardado el silencio, que de
haber hablado mucho. Entonces te aprovecharán más las obras santas, que las
palabras floridas. Entonces te agradará más la vida estrecha y la rigurosa
penitencia, que todas las delicias terrenas. Aprende ahora a padecer en lo
poco, porque después seas libre de lo muy grave; primero prueba aquí lo que
podrás después. Si ahora no puedes padecer levemente, ¿cómo podrás después
sufrir los tormentos eternos? Si ahora una pequeña penalidad te hace tan
impaciente, ¿qué hará entonces el infierno? De verdad no puedes tener dos
gozos, deleitarte en este mundo, y después reinar en el cielo con Cristo.
Si hasta ahora
hubiese vivido en honras y deleites, y te llegase la muerte en este instante,
¿qué te aprovecharía todo aquello? Porque todo es vanidad, menos el amar y
servir a Dios solo. Porque los que aman a Dios de todo corazón no temen la
muerte, ni el tormento, ni el juicio, ni el infierno. El amor perfecto tiene
segura la comunicación con Dios, mas quien se deleita en pecar, no es maravilla
que tema la muerte y el juicio. Bueno es que si el amor no nos desvía de lo
malo, por lo menos el temor del infierno nos refrene; pero el que pospone el
temor de Dios, no puede perseverar mucho tiempo en el bien, antes caerá muy
presto en los lazos del demonio.
CAPÍTULO XXV
De la fervorosa enmienda
de toda nuestra vida
Vela con mucha
diligencia en el servicio de Dios, y piensa de ordinario a qué viniste, y por
qué dejaste el siglo. ¿Por ventura, no le despreciaste con el fin de vivir para
Dios y convertirte en hombre espiritual? Corre, pues con fervor a la perfección,
que presto recibirás el galardón de tus trabajos, y no habrá de ahí adelante
temor ni dolor en tu fin. Ahora trabajarás un poco, y hallarás después gran
descanso, y aun perpetua alegría. Si permaneces fiel y diligente en el servir,
sin duda será Dios fidelísimo y riquísimo en el pagar. Ten firme esperanza que
alcanzarás victoria; mas no conviene tener seguridad, porque no te entibies o
te ensoberbezcas.
Como uno
estuviese congojado, y entre la esperanza y el temor dudase muchas veces,
cargado de tristeza se postró delante de un altar en la iglesia para rezar; y
revolviendo en su corazón varias cosas dijo: ¡Oh si supiese que había de
perseverar! Y luego oyó en lo interior esta divina respuesta: ¿Qué harías si
eso supieres? Haz ahora lo que harías entonces, y estarás bien seguro. Y al
punto, consolado y confortado, se ofreció a la divina voluntad, cesó su
congojosa turbación, y no quiso más escudriñar curiosamente para saber lo que
le había de suceder; pero anduvo con mucho cuidado de saber lo que fuese la
voluntad de Dios, y a sus divinos ojos más agradable y perfecto, para comenzar
y perfeccionar toda buena obra.
El Profeta dice: Espera en el Señor, y haz bondad, y mora en
la tierra, y serás apacentado en sus riquezas. Detiene a muchos el fervor
de su aprovechamiento el temor de las dificultades o el trabajo de la batalla.
Ciertamente aprovechan más en las virtudes aquellos que más varonilmente ponen
todas sus fuerzas para vencer las que le son más graves y contrarias; porque
allí aprovecha uno más, y alcanza mayor gracia, adonde más se vence y se
mortifica en el espíritu.
Pero no todos
tienen igual ánimo para vencer y mortificarse. Mas el diligente y celoso de su
aprovechamiento será más fuerte para la perfección, aunque tenga muchas
pasiones, que el de buen natural si no pone cuidado en las virtudes. Dos cosas
especialmente ayudan mucho a enmendarse, conviene a saber, desviarse con
esfuerzo de aquello a que inclina la naturaleza viciosamente, y trabajar con
fervor por el bien que más necesita. Estudia también en vencer y evitar lo que
de ordinario te desagrada en tus prójimos.
Mira que te
aproveches donde quiera; y si vieres y oyeres buenos ejemplos, anímate a
imitarlo. Mas si vieres alguna cosa digna de reprensión, guárdate de hacerlo; y
si alguna vez lo hiciste, procura enmendarte luego. Así como tú observas a los
otros, así los otros te observan a ti. ¡Oh cuán alegre y dulce cosa es ver a
los hermanos devotos y fervorosos, con santas costumbres, y en observante
disciplina! ¡Cuán triste y penoso es verlos andar desordenados, y que no
cumplen aquello a que son llamados por su vocación! ¡Oh cuán dañoso es ser
negligente en el propósito de su llamamiento, y ocuparse en lo que no les
mandan!
Acuérdate del
propósito que hiciste, y pon delante de ti la imagen del Crucifijo. Bien puedes
avergonzarte mirando su vida sacratísima; porque aun no has procurado
conformarte más con él, aunque hace muchos años que estás en el camino de Dios.
El religioso que se ejercita intensa y devotamente en la santísima Vida y Pasión
del Señor, halla allí cumplidamente todo lo útil y necesario para sí, y no
tiene que buscar cosa mejor fuera de Jesucristo. ¡Oh si viniese a nuestro
corazón Jesús crucificado, cuán presto y cumplidamente seríamos enseñados!
El religioso
fervoroso acepta todo lo que le mandan, y lo lleva con paciencia. El negligente
y perezoso tiene tribulación sobre tribulación, y de todas partes padece
angustia, porque carece de la consolación interior, y no le dejan buscar la
exterior. El religioso que vive fuera de la disciplina se expone a caer
gravemente. El que busca vivir en anchura y flojedad, siempre estará en
angustias; porque lo uno o lo otro le descontentará.
¿Cómo lo practica
tanta multitud de religiosos, que viven encerrados bajo la observancia del
claustro? Salen pocas veces, viven retirados, comen pobremente, visten
groseramente, trabajan mucho, hablan poco, velan largo tiempo, madrugan mucho,
tienen continuas horas de oración, leen a menudo y guardan en todo la
disciplina. Mira cómo los de la Cartuja y los del Cister, y los Monjes y Monjas
de diversos órdenes se levantan cada noche a alabar al Señor. Por eso, sería
vergonzoso que tú emperezases en obra tan santa, donde tanta multitud de
religiosos comienza a alabar a Dios.
¡Oh si nunca
hubiésemos de hacer otra cosa sino alabar a nuestro Señor, de todo corazón y
con la boca! ¡Oh si nunca tuviese necesidad de comer, de beber ni de dormir,
sino que siempre pudieses alabar a Dios, y solamente ocuparte en cosas
espirituales! Entonces serías mucho más dichoso que ahora, cuando sirves a la
necesidad de la carne. Pluguiese a Dios que no tuviésemos estas necesidades,
sino solamente las refacciones espirituales, las cuales ¡ay! gustamos bien
raras veces.
Cuando el hombre
llega al tiempo en que no busca su consolación en criatura alguna, entonces
comienza a gustar de Dios perfectamente, y está contento, también de todo lo
que le sucede. Entonces, ni se alegra en lo mucho, ni se entristece por lo
poco, sino que se pone entera y fielmente en manos de Dios, el cual le es todo
en todas las cosas, y para el cual ninguna cosa perece ni muere, mas todas
viven y le sirven sin tardanza.
Acuérdate siempre
del fin, y que el tiempo perdido jamás vuelve. Nunca alcanzarás las virtudes
sin cuidado y diligencia. Si comienzas a ser tibio, comenzará a irte mal; mas
si te dieres al fervor, hallarás gran paz, y te será el trabajo muy ligero por
la gracia de Dios, y por al amor de la virtud. El hombre que tiene fervor y
diligencia, a todo está dispuesto. Mayor trabajo es resistir a los vicios y pasiones,
que sudar en los trabajos corporales. El que no evita los defectos pequeños,
poco a poco cae en los grandes. Gozarás siempre a la noche, si gastares bien la
vida. Vela sobre ti, excítate y amonéstate a ti propio. Sea de los otros lo que
fuere, no te descuides de ti. Tanto más aprovecharás cuanto más violencia te
hicieres. Amén.
LIBRO SEGUNDO
Avisos para el trato interior
CAPÍTULO I
De la conversación
interior
El reino de Dios dentro de vosotros está, dice el Señor. Conviértete a Dios de todo corazón y deja ese
miserable mundo, y hallará tu alma reposo. Aprende a menospreciar las cosas
exteriores y date a las interiores, y verás que viene a ti el reino de Dios.
Pues el reino de Dios es paz y gozo en el
Espíritu Santo, lo cual no se da a los malos. Si le preparas digna morada
en tu interior, Jesucristo vendrá a ti y de mostrará su consolación. Toda su
gloria y hermosura es en lo interior, y allí se complace. Su continua
visitación es con el hombre interior; con él habla dulcemente, es grata su consolación,
tiene mucha paz, y admirable familiaridad.
Sé, pues, alma
fiel, y prepara tu corazón a este Esposo, para que quiera venirse a ti y morar
contigo; porque él dice así; Si alguno me
ama, guardará mi palabra, vendremos a él, y moraremos en él. Da pues lugar
a Cristo, y a todo lo demás cierra la entrada. Si a Cristo tuvieres, estarás
rico y te bastará. Él será tu proveedor y fiel procurador en todo, de manera
que no tendrás necesidad de esperar en los hombres. Porque los hombres se mudan
fácilmente y desfallecen en breve; pero Jesucristo permanece para siempre, y
está firme hasta el fin.
No hay que poner
mucha confianza en el hombre frágil y mortal, aunque sea provechoso y bien
querido, ni se ha de tomar mucha pena si alguna vez fuere contrario. Los que
hoy están a tu favor, mañana te pueden contradecir, y al contrario; muchas
veces se vuelven como el viento. Pon en Dios toda tu esperanza, y sea él tu
temor y tu amor. Él responderá por ti y lo hará como mejor convenga. No tienes
aquí ciudad de morada; donde quiera que fueses serás extraño y peregrino, y no
tendrás jamás reposo hasta que estés íntimamente unido con Cristo.
¿Qué miras aquí,
no siendo éste el lugar de tu descanso? En el cielo ha de ser tu morada, y como
de paso has de mirar todo lo terrestre. Todas las cosas pasan, y tú con ellas.
Guarda, no te apegues a cosa alguna, porque no seas preso y perezcas. En el
Altísimo esté tu pensamiento; y tu oración diríjase sin cesar a Cristo. Si no
sabes contemplar las cosas altas y celestiales, descansa en su pasión, y mora
muy gustoso en sus sacratísimas llagas. Porque si te llegas devotamente a las
llagas y preciosas heridas de Jesucristo, gran consuelo sentirás en la
tribulación, no harás mucho caso de los desprecios de los hombres y fácilmente
sufrirás las palabras de los maldicientes.
Cristo fue
también en el mundo despreciado de los hombres, y entre grandes afrentas
desamparado de amigo y conocidos, y en la mayor necesidad. Cristo quiso padecer
y ser despreciado, ¿y tú osas quejarte de cosa alguna? Cristo tuvo adversarios
y murmuradores, ¿y tú quieres tener a todos por amigos y bienhechores? ¿Cómo se
coronará tu paciencia, si ninguna adversidad se te ofrece? Si no quieres sufrir
algo, ¿cómo serás amigo de Cristo? Sufre con Cristo y por Cristo, si quieres
reinar con Cristo.
Si una vez
entrases perfectamente en lo interior de Jesucristo, y gustases un poco de su
encendido amor, entonces no tendrías cuidado de tu provecho o daño propio,
antes te holgarías más de las injurias que te hiciesen; porque el amor de Jesús
hace al hombre despreciarse a sí mismo. El amador de Jesús y de la verdad, y el
hombre verdaderamente interior y libre de afectos desordenados, se puede volver
fácilmente a Dios y elevarse sobre sí mismo en espíritu, y gozarse en él con
suavidad.
Aquél que aprecia
todas las cosas como son, no como se dicen o estiman, es verdaderamente sabio,
y enseñado más por Dios que por los hombres. El que sabe vivir interiormente y
tener en poco las cosas exteriores, no busca lugares, ni espera tiempos para darse
a ejercicios devotos. El hombre interior presto se recoge; porque nunca se
derrama del todo a las cosas exteriores, no le estorba el trabajo exterior, ni
la ocupación tomada en tiempo necesario; sino que como suceden las cosas, se
conforma a ellas. El que está interiormente bien dispuesto y ordenado, no cuida
de lo que perversamente obran los mundanos. Tanto se estorba uno y se distrae,
cuanto atrae a sí las cosas del mundo.
Si fueres recto y
puro de pasiones, todo te sucederá bien y con provecho. Por eso te descontentan
muchas cosas a cada paso, y te turban, porque aún no estás muerto a ti
perfectamente, ni apartado del todo de lo terreno. No hay cosa que tanto
mancille y embarace al corazón del hombre, como el amor desordenado a las
criaturas. Si desprecias las consolaciones exteriores, podrás contemplar las
cosas celestiales y muchas veces gozarte interiormente.
CAPÍTULO II
De la humilde sujeción
No tengas en
mucho a quien esté por ti o contra ti; más procura que Dios sea contigo en todo
lo que haces. Ten buena conciencia y Dios te defenderá. Al que Dios quiere
ayudar, no le podrá dañar la malicia de hombre alguno. Si sabes callar y
sufrir, sin duda tendrás el favor de Dios. Él sabe el tiempo y el modo de
librarte, y por eso te debes abandonar a él. A Dios pertenece ayudarnos y
librarnos de toda confusión. Algunas veces conviene mucho, para guardar mayor
humildad, que otros sepan nuestros defectos y los reprendan.
Cuando un hombre
se humilla por sus defectos, entonces fácilmente aplaca a los otros, y sin
dificultad satisface a los que están enojados con él. Dios defiende y libra al
humilde, ama al humilde y le consuela; se inclina al humilde y le da su gracia,
y después de su abatimiento le eleva a la gloria. Al humilde descubre sus
secretos, y le atrae dulcemente a sí, y le convida. El humilde, recibida la
afrenta está en paz, porque descansa en Dios, y no en el mundo. No pienses
haber aprovechado algo, si no te estimas por menos que todos.
CAPÍTULO III
Del hombre bueno y
pacífico
Ponte primero a
ti en paz, y después podrás apaciguar a los otros. El hombre pacífico,
aprovecha más que el muy letrado. El hombre apasionado, aún el bien convierte
en mal, y de ligero cree lo malo. El hombre bueno y pacífico, todas las cosas
echa a buena parte. El que está en buena paz, de ninguno sospecha.
El descontento y
alterado, con diversas sospechas se atormenta; ni él sosiega, ni deja descansar
a los demás. Dice muchas veces lo que no debiera y deja de hacer lo que más le
conviene. Piensa lo que otros deben hacer y deja él sus obligaciones. Ten pues,
primero celo contigo, y después podrás ser celoso con el prójimo.
Tú sabes muy bien
excusar y disimular tus faltas, y no quieres oír las disculpas ajenas; más
justo sería que te acusases a ti, y excusaras a tu hermano. Sufre a los demás
si quieres que te sufran. Mira cuán lejos estás aún de la verdadera caridad y
humildad, la cual no sabe desdeñarse y airarse sino contra sí. No es mucho
tratar con los buenos y mansos, que esto gusta naturalmente, y cada uno de
buena gana tiene paz y ama a los que concuerdan con él; mas poder vivir en paz
con los hombres duros, perversos y de mala condición, y con quien nos
contradice, gran gracia es, y acción varonil y loable.
Hay algunos que
tienen paz consigo mismos y la tienen también con los demás. Otros hay que ni
tienen paz consigo ni la dejan tener a otros; siendo molestos para los demás,
son aún más molestos para sí mismos. Y hay otros que tienen paz consigo y
trabajan para poner en paz a los otros. Así, pues, toda nuestra paz en esta
miserable vida, más se ha de fundar en el sufrimiento humilde, que en no sentir
contrariedades. El que mejor sabe padecer, tendrá mayor paz. Este tal es
vencedor de sí mismo, y señor del mundo, amigo de Cristo y heredero del cielo.
CAPÍTULO IV
Del puro corazón y
sencilla intención
Con dos alas se
levanta el hombre sobre las cosas terrestres, que son simplicidad y pureza. La
simplicidad ha de estar en la intención y la pureza en el afecto. La
simplicidad pone la intención en Dios; la pureza le abraza y gusta de él.
Ninguna buena obra te impedirá si interiormente estuvieres libre de todo deseo
desordenado. Si no piensas ni buscas sino el beneplácito divino y el provecho
del prójimo, gozarás de interior libertad. Si fuese tu corazón recto, entonces
te sería toda criatura espejo de vida y libro de santa doctrina. No hay
criatura tan baja ni pequeña que no manifieste la bondad de Dios.
Si fuese bueno y
puro en lo interior, luego verías y entenderías bien todas las cosas sin
impedimento. El corazón puro penetra en el cielo y en el infierno. Cual es cada
uno en lo interior, tal juzga lo de fuera. Si hay gozo en el mundo, el hombre
puro de corazón lo posee; y si en algún lugar hay tribulación y congojas, esto
lo siente mejor la mala conciencia. Así como el hierro metido en el fuego
pierde el moho y se pone todo resplandeciente; así el hombre que enteramente se
convierte a Dios, es despojado de su entorpecimiento y se muda en nuevo hombre.
Cuando el hombre
comienza a entibiarse, entonces teme el trabajo aunque pequeño, y toma de buena
gana la consolación exterior; mas cuando se comienza perfectamente a vencer y
andar alentadamente en el camino de Dios, tiene por ligeras las cosas que
primero tenía por graves.
CAPÍTULO V
De la propia consideración
No debemos confiar
mucho en nosotros mismos, porque muchas veces nos falta la gracia y la
discreción. Poca luz hay en nosotros, y presto la perdemos por nuestra
negligencia. Muchas veces no sentimos cuán ciegos estamos en el alma. Muchas
veces también obramos mal, y nos excusamos peor. Y a veces nos mueve la pasión,
y pensamos que es el celo. Reprendemos en los otros las cosas pequeñas, y
disimulamos en nosotros las graves. Muy presto sentimos y ponderamos lo que de
otro sufrimos; mas no miramos cuánto enojamos a los demás. El que bien y
rectamente ponderare sus obras, no tendrá que juzgar gravemente las ajenas.
El hombre
interior antepone el cuidado de sí mismo a todos los cuidados; y el que tiene
verdadero cuidado de sí poco habla de otros. Nunca serás recogido y devoto si
no callares las cosas ajenas, y especialmente mirares a ti mismo. Si del todo
te ocupares en Dios y en ti, poco te moverá lo que sientes de fuera. ¿Adónde
estás cuando no estás contigo? Después de haber discurrido por todas las cosas,
¿qué has ganado si de ti te olvidaste? Si has de tener paz y unión posponlas y
tengas a ti solo delante de tus ojos.
Mucho
aprovecharás si te conservares libre de todo cuidado temporal; y muy menguado
serás si alguna cosa temporal estimares en mucho. No te parezca cosa alguna
elevada, ni grande ni agradable, sino Dios, o cosa que sea puramente de Dios.
Ten por cosa vana cualquier consolación que viniere de alguna criatura. El alma
que ama a Dios, desprecia todas las cosas sin él. Solo Dios eterno e inmenso,
que todo lo llena, es gozo del alma y alegría verdadera del corazón.
CAPÍTULO VI
De la alegría de la buena
conciencia
La gloria del
hombre bueno es el testimonio de la buena conciencia. Ten buena conciencia y
siempre tendrás alegría. La buena conciencia puede sufrir muchas cosas, y está
muy alegre en las adversidades. La mala conciencia siempre está con inquietud y
temor. Suavemente descansarás si no te reprende tu corazón. No te alegres sino
cuanto hicieres algún bien. Los malos nunca tienen alegría verdadera, ni sienten
paz interior; porque No tienen paz los
impíos, dice el Señor; y si dijeren: “En paz estamos, no vendrán males
sobre nosotros, y ¿quién se atreverá a ofendernos?” no los creas; porque de
repente se levantará la ira de Dios, y pararán en nada sus obras, y perecerán
sus pensamientos.
Gloriarse en la
tribulación no es dificultoso al que ama; porque gloriarse de esta suerte, es
gloriarse en la cruz del Señor. Breve es la gloria que se da y se recibe de los
hombres. La gloria del mundo siempre va acompañada de tristeza. La gloria de
los buenos está en sus conciencias y no en la boca de los hombres. La alegría
de los justos es de Dios y en Dios, y su gozo es la verdad. El que desea la
verdadera y eterna gloria no hace caso de la temporal; y el que busca la gloria
temporal o no la desprecia de corazón, señal es que ama poco la celestial. Gran
quietud de corazón tiene el que no hace caso de las alabanzas ni de los
vituperios.
La conciencia
limpia, fácilmente se sosiega y está contenta. No eres más santo porque te alaben,
ni más vil porque te desprecien. Lo que eres, eso eres, ni puedes tenerte por
mayor de lo que Dios sabe que eres. Si miras lo que eres dentro de ti, no te
dará cuidado lo que de ti hablan los hombres. El hombre ve lo de afuera, mas
Dios ve el corazón. El hombre considera las obras, mas Dios pesa las
intenciones. Hacer siempre bien, y tenerse en poco, señal es de una alma
humilde. No querer consolación de criatura alguna, señal es de gran pureza y de
íntima confianza.
El que no busca
en los hombres prueba de su bondad, claramente muestra que se entrega del todo
a Dios; porque dice S. Pablo: No el que
se loa a sí mismo es aprobado, sino el que Dios alaba. Andar en lo interior
con Dios y no distraerse con alguna afición exterior, es el estado del varón
espiritual.
CAPÍTULO VII
Del amor de Jesús sobre
todas las cosas
Bienaventurado el
que conoce lo que es amar a Jesús y despreciarse a sí mismo por Jesús. Conviene
dejar un amor por otro; porque Jesús quiere ser amado él solo sobre todas las
cosas. El amor de la criatura es engañoso y mudable. El amor de Jesús es fiel y
permanente. El que se llega a la criatura caerá con lo caedizo; el que abraza a
Jesús perseverará firme para siempre. Ama y ten por amigo a aquél, que aunque
todos te desamparen no te desamparará ni dejará perecer en el fin. De todos has
de ser desamparado alguna vez, quieras o no.
Sigue el partido
de Jesús con toda constancia en vida y en muerte, y entrégate a él muy seguro
de su fidelidad, pues él solo te puede ayudar cuando todos te faltaren. Tu
amado es de tal condición, que no quiere consigo admitir a otro, sino que él,
sólo, quiere poseer todo tu corazón y hacer su asiento en él como un Rey en su
propio trono. Si supieses bien desocuparte de toda criatura, Jesús moraría de
buena gana contigo. Cuanto amor pusieres en los hombres, no siendo por Jesús,
lo tendrás perdido. No confíes ni estribes sobre la caña hueca, porque toda carne es heno, y toda su gloria se
marchita como su flor.
Si mirares
solamente la apariencia de los hombres, presto serás engañado. Porque si buscas
tu descanso y provecho en otros, muchas veces sentirás daño; mas si en todo
buscas a Jesús, le hallarás en todas partes. Y si te buscas a ti mismo, también
te hallarás, pero será para tu mal; pues más se daña el hombre a sí mismo si no
busca a Jesús, que todo el mundo y todos sus enemigos le pueden dañar.
CAPÍTULO VIII
De la familiar amistad de
Jesús
Cuando Jesús está
presente, todo es bueno y nada parece difícil; mas cuando Jesús está ausente,
todo es duro. Cuando Jesús no habla dentro del alma, muy despreciable es la
consolación; mas si Jesús habla una sola palabra, se siente gran consolación.
Por ventura ¿no se levantó luego María Magdalena del lugar donde lloraba,
cuando le dijo Marta: El Maestro está
aquí y te llama? Bienaventurada la hora, cuando Jesús llama de las lágrimas
al gozo del espíritu. ¡Cuán árido y duro eres sin Jesús! ¡Cuán necio y vano si
codicias algo fuera de Jesús! ¿No es éste mayor daño que si perdieses todo el
mundo?
¡Qué puede dar el
mundo sin Jesús! Estar sin Jesús es grave infierno; estar con Jesús es dulce
paraíso. Si Jesús estuviera contigo, ningún enemigo te podrá dañar. El que
halla a Jesús halla un buen tesoro, y de verdad bueno sobre todo bien. Y el que
pierde a Jesús pierde muy mucho, y más que si perdiese todo el mundo. Pobrísimo
es el que vive sin Jesús, y riquísimo el que está bien con Jesús.
Grande arte es
saber conversar con Jesús, y gran prudencia saber tener a Jesús. Sé humilde y
pacífico, y Jesús será contigo. Si eres devoto y reposado permanecerá contigo
Jesús. Presto puedes apartar de ti a Jesús y perder su gracia si te inclinas a
las cosas exteriores. Si apartas de ti a Jesús, y le pierdes, ¿a dónde irás? ¿a
quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir contento; y si no fuere Jesús
tu especialísimo amigo, estarás muy triste y desconsolado. Pues neciamente
obras si en otro alguno confías o te alegras. Más se debe escoger tener todo el
mundo contrario, que tener ofendido a Jesús. Pues sobre todos tus amigos sea
Jesús amado especialmente.
Ámese a todos por
amor de Jesús, y ámese a Jesús por sí mismo. Solo Jesucristo se debe amar
singularísimamente, porque él solo es bueno, y fidelísimo más que todos los
amigos. Por él y en él debes amar a los amigos y a los enemigos, y rogarle por
todos para que te conozcan y te amen. Nunca desees ser alabado ni amado
singularmente, porque eso sólo a Dios pertenece, que no tiene igual. Ni quieras
que ninguno ocupe contigo su corazón, ni tú ocupes el tuyo con el de nadie; más
sea sólo Jesús en ti y con todo hombre bueno.
Sé puro y libre
en lo interior, sin apego a criatura alguna, porque te conviene tener para con
Dios un corazón puro, si quieres descansar y ver cuán suave es el Señor. Y
verdaderamente no llegarás a esto si no fueres prevenido y atraído por su
gracia, para que dejadas y echadas de ti todas las cosas, seas unido solo con
él solo. Pues cuando viene la gracia de Dios al hombre, entonces se hace
poderoso para todo; y cuando esta gracia se retira, queda pobre y enfermo, y
como desnudo y abandonado, sólo para el castigo. En este estado no debe el
hombre desmayar, ni desesperar, sino estar constante en la voluntad de Dios, y
sufrir con ánimo tranquilo todo lo que le aconteciere por la gloria de
Jesucristo; porque después del invierno viene el verano, después de la noche
vuelve el día, y pasada la tempestad llega la bonanza.
CAPÍTULO IX
Cómo conviene carecer de
todo consuelo
No es grave cosa
despreciar la consolación humana cuando tenemos la divina. Gran cosa es, y muy
grande, ser privado y carecer de consuelo divino y humano, y querer sufrir de
buena gana la sequedad del corazón por la honra de Dios, y en ninguna cosa
buscarse a sí mismo ni atender al propio merecimiento. ¿Qué gran cosa es si
estás alegre y devoto, cuando desciende sobre ti la gracia de Dios? Esta hora
todos la desean. Muy suavemente camina aquél a quien conduce la gracia de Dios.
¿Y qué maravilla si no siente carga el que es llevado por el Omnipotente, y
guiado por el Conductor supremo?
De buena gana
tomamos algún pasatiempo por consuelo, y con dificultad se desnuda el hombre de
sí mismo. El mártir San Lorenzo venció al mundo y aún el afecto a su sacerdote
San Sixto, porque despreció todo lo que en el mundo parecía deleitable, y
sufrió con paciencia por amor de Cristo, que le fuese quitado aquel Sumo
Sacerdote de Dios, a quien él amaba mucho. Pues así con el amor de su Criador
venció el amor del hombre, y trocó el consuelo humano por el beneplácito
divino. Así aprende tú a dejar algún pariente, o amigo por amor de Dios, y no te
aflijas cuando te dejare tu amigo, sabiendo que es necesario nos separemos al
fin unos de otros.
De continuo, y
mucho, conviene que pelee el hombre consigo mismo, antes que se sepa vencer
enteramente y poner en Dios todo su afecto. Cuando el hombre se está en sí
mismo, con facilidad se desliza en las consolaciones humanas; mas el verdadero
amador de Cristo, y cuidadoso imitador de sus virtudes, no se arroja a las
consolaciones, ni busca dulzuras sensibles, antes procura ejercicio de
fortaleza y sufre por Cristo duros trabajos.
Así pues, cuando
Dios te diere la consolación espiritual, recíbela con hacimiento de gracias, y
entiende que es don de Dios, y no tu merecimiento. Por tanto, no te engrías ni
te alegres demasiado, ni presumas vanamente, antes humíllate más por el don
recibido, y sé más avisado y temeroso en todas tus obras, porque se pasará
aquella hora y vendrá la tentación. Cuando te fuere quitado el consuelo, no
desconfíes desde luego; sino espera con humildad y paciencia la visitación
celestial, porque Dios es poderoso para volver a darte mucha mayor consolación.
Esto no es cosa nueva ni ajena para los que han experimentado el camino de
Dios, porque en los grandes santos y antiguos profetas acaeció muchas veces
esta especie de alternativa.
Por eso decía uno
cuando sentía efectos de la gracia: Yo
dije en mi abundancia: No seré movido ya para siempre. Y ausente la gracia
añade lo que experimentó en sí diciendo: Apartaste
de mí tu rostro, y quedé conturbado. Mas con todo esto no desespera, sino
con mayor instancia ruega a Dios y dice: A
ti, Señor, llamaré, y a mi Dios rogaré; y al fin alcanza el fruto de su
oración y confirma su oído diciendo: Oyóme
el Señor y hubo misericordia de mí; el Señor se hizo mi ayudador. ¿Mas en
qué? Volviste, dice, mi llanto en gozo y rodeásteme de alegría.
Y si así se hizo con los grandes santos, no debemos nosotros, enfermos y pobres
desesperar si algunas veces estamos fervorosos y otras veces fríos, porque el
espíritu viene y se va, según la divina voluntad. Por eso dice el bienaventurado
Job: Visitas al hombre en la mañana, y
súbitamente le pruebas.
¿Pues en qué
puedo esperar, o en quién debo confiar, sino solamente en la gran misericordia
de Dios y en la esperanza de la gracia celestial? Porque aunque esté cercado de
hombres buenos, de hermanos devotos o de amigos fieles; que lea libros santos o
tratados excelentes; que entone cánticos suaves y dulces himnos, toco aprovecha
poco y tiene poco sabor cuando estoy desamparado de la gracia y dejado en mi
propia pobreza; entonces no hay mejor remedio que la paciencia, y negándome a
mí mismo, resignarme en la voluntad de Dios.
Nunca hallé
hombre tan religioso y devoto, que alguna vez no tuviese intermisión del
consuelo divino, o no haya sentido disminución del fervor. Ningún santo fue tan
altamente arrebatado e iluminado que antes o después no haya sido probado con
tentaciones, pues no es digno de la sublime contemplación de Dios el que no fue
ejercitado por Dios en alguna tribulación. Suele ser la tentación precedente
señal que vendrá el consuelo, pues a los probados en la tentación está
prometido el gozo celestial. Al que
venciere, dice el Señor, daré a comer
del árbol de la vida.
Dase también la
consolación divina para que el hombre sea más fuerte para sufrir las
adversidades; y se sigue la tentación porque no se ensoberbezca en le bien. El
demonio no duerme ni la carne está aún muerta; por esto no ceses de prepararte
para la batalla, porque a diestra y a siniestra están los enemigos que nunca
descansan.
CAPÍTULO X
Del agradecimiento por la
gracia de Dios
¿Para qué buscas
descanso, pues naciste para el trabajo? Disponte para la paciencia más que para
la consolación, y más para llevar Cruz que a tener alegría. ¿Qué hombre del
mundo no tomará de buena gana el consuelo y alegría espiritual, si siempre la
pudiese alcanzar? Porque las consolaciones espirituales exceden a todos los
placeres del mundo y a los deleites de la carne. Porque todos los deleites
mundanos son torpes o vanos; mas sólo los deleites espirituales son los alegres
y honestos, engendrados de las virtudes e infundidos por Dios en los corazones
puros. Mas no puede ninguno gozar continuamente de estas consolaciones divinas
como quiere, porque el tiempo de la tentación pocas veces cesa.
Muy contraria es
a la soberana visitación la falsa libertad del alma y la confianza de sí mismo.
Bien hace Dios dando la gracia de la consolación; pero el hombre hace mal no
atribuyéndolo todo a Dios y dándole gracia. Y por esto no son mayores en
nosotros los dones de la gracia, porque somos ingratos al Bienhechor y no lo
atribuimos todo a la fuente original; porque siempre se debe gracia al que
dignamente es agradecido, y se quita al soberbio lo que se suele dar al
humilde.
No quiero
consuelo que me quite la compunción, ni contemplar lo que me ocasiones
soberbia; pues no es santo todo lo elevado, ni todo lo dulce bueno, ni todo
deseo puro, ni todo lo que amamos agradable a Dios. De grado admito yo la
gracia que me haga más humilde y timorato, y me disponga más a renunciarme a
mí. El hombre enseñado con el don de la gracia, y avisado con el escarmiento de
haberla perdido, no osará atribuirse a sí bien alguno, antes confesará ser
pobre y desnudo, lleno de verdad y de gloria celestial, no es codicioso de
gloria vana. Los que están fundados y confirmados en Dios en ninguna manera
pueden ser soberbios. Y los que atribuyen a Dios todo cuanto bien reciben, no
buscan ser alabados unos de otros; más quieren la gloria que de sólo Dios
viene, y desean que sea Dios glorificado sobre todas las cosas en sí mismo y en
todos los santos, y siempre se dirigen a este fin.
Sé, pues,
agradecido en lo poco y serás digno de recibir cosas mayores. Ten en mucho lo
poco y lo más despreciable por don singular. Si miras a la dignidad del Dador,
ningún don parecerá pequeño o despreciable. Por cierto no es poco lo que el
Soberano Dios da; y aunque nos dé penas y azotes, se lo debemos agradecer, que
siempre es para nuestra salvación todo lo que permite que nos suceda. El que
desee conservar la gracia de Dios, agradézcale la gracia que le ha dado, y
sufra con paciencia cuando le fuere quitada. Haga oración continua para que le
sea restituida, y sea cauto y humilde para no perderla.
Da a Dios lo que
es de Dios y atribúyete a ti lo que es tuyo, esto es, da gracias a Dios por la
gracia y solo a ti atribúyete la culpa, y conoce que por la culpa te es debida
justamente la pena.
Ponte siempre en
lo más bajo, y te darán lo más alto, porque no está lo muy alto sin lo más
bajo. Los Santos, que son grandes para con Dios, para consigo son pequeños; y
cuanto más gloriosos, tanto son más humildes.
CAPÍTULO XI
Cuán pocos son los que
aman la Cruz de Cristo
Jesucristo tiene
ahora muchos amadores de su reino celestial, pero muy pocos que lleven su cruz.
Tiene muchos que desean el consuelo, y muy pocos que quieran la tribulación. Muchos
compañeros halla para la mesa, y pocos para la abstinencia. Todos quieren
gozarse con él, mas pocos quieres sufrir algo por él. Muchos siguen a Jesús
cuando no hay adversidades; muchos le alaban y bendicen en el tiempo que
reciben de él algunas consolaciones; mas si Jesús se escondiese y los dejase un
poco, luego se quejarían y abatirían.
Pero los que aman
a Jesús por él mismo, y no por algún propio consuelo suyo, bendícenle en toda
pena y angustia del corazón, tan bien como en el consuelo. Y aunque nunca más
les quisiere dar consuelo, siempre le alabarían y darían gracias.
¡Oh cuánto puede
el amor puro de Jesús sin mezcla del propio amor! Bien se pueden llamar
propiamente mercenarios los que siempre buscan consolaciones. ¿No se aman a sí
mismos más que a Cristo, los que continuamente piensan en su provecho y
ganancias? ¿Dónde se hallará alguno que quiera servir a Dios de balde?
Pocas veces se
halla alguno tan espiritual, que esté desnudo de todas las cosas. ¿Pues quién
hallará el verdadero pobre de espíritu y desnudo de toda criatura? De muy lejos
y muy precioso es su valor. Si el hombre diere su hacienda toda, aún no es
nada; y si hiciere gran penitencia, aún es poco. Aunque tenga toda la ciencia,
aún está lejos; y si tuviere gran virtud y muy fervorosa devoción, aún le falta
mucho. ¿Y cuál es ésta? Que dejadas todas las cosas, se deje a sí mismo, y
salga de sí del todo, y no le quede nada de amor propio. Y cuando conociere que
ha hecho todo lo que debe hacer, piense que aún no ha hecho nada.
No tenga en mucho
que lo puedan tener por grande; más llámese en la verdad siervo sin provecho,
como dice la Verdad; Cuando hubiereis
hecho todo lo que os está mandado, aún decid: Siervos somos sin provecho. Y
así podrás ser pobre y desnudo de espíritu, y decir con el Profeta: Uno solo y pobre soy. Con todo eso,
ninguno hay más rico, ninguno más poderoso, ninguno más libre, que aquél que
sabe dejarse a sí mismo y a todas las cosas, y ponerse en el último lugar.
CAPÍTULO XII
Del camino real de la
santa Cruz
Estas palabras
parecen duras a muchos: Niégate a ti
mismo, toma tu cruz y sigue a Jesús. Pero más duro será oír aquella
postrera palabra: Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno. Los que ahora oyen y siguen de buena voluntad la
palabra de la eterna condenación. Esta señal de la Cruz estará en el cielo
cuando el Señor venga a juzgar. Entonces todos los siervos de la Cruz, que se conformaron en
esta vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo Juez con gran confianza.
¿Por qué pues
temes tomar la Cruz por la cual se va al Reino? En la Cruz está la salud, en la
Cruz está la vida, en la Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz
está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del
corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud,
en la Cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la
esperanza de la vida eterna sino en la Cruz. Toma, pues, tu Cruz y sigue a
Jesús e irás a la vida eterna. Él vino primero y llevó su Cruz, y murió en la
Cruz por ti, porque tú también la lleves y desees morir en ella. Porque si
murieres juntamente con él vivirás con él, y si fueres compañero de sus penas,
lo serás también de su gloria.
Mira que todo
consiste en la Cruz, y todo está en morir en ella; y no hay otro camino para la
vida y para la verdadera paz sino el de la santa Cruz y continua mortificación.
Ve donde quisieres, busca lo que quisieres, y no hallarás más alto camino en lo
eminente ni más seguro en lo abatido sino la senda de la santa Cruz. Dispón y
ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de
padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la Cruz, pues, o
sentirás dolor en el cuerpo o padecerás tribulación en el espíritu.
Unas veces te
dejará Dios y otras te mortificará el prójimo, y lo que más es, muchas veces te
descontentarás de ti mismo, y no serás aliviado ni confortado con ningún
remedio ni consuelo, y será preciso que sufras hasta cuando Dios quisiere, porque
quiere que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del
todo a él, y te hagas más humilde con la aflicción. Ninguno siente tan de
corazón la pasión de Cristo, como aquél a quien acaece sufrir penas semejantes.
De modo que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar. No
la puedes huir donde quiera que fueres; porque a cualquier parte que huyas
llevas a ti mismo. Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuera, vuélvete
adentro, en todo hallarás la cruz; y es necesario que en todo lugar tengas
paciencia si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona.
Si de buena
voluntad llevas la cruz, ella te llevará y guiará al fin deseado, adonde será
el fin de padecer, aunque aquí no lo sea. Si contra tu voluntad la llevas, la
hiciste más pesada, y no obstante es preciso que la sufras. Si desechas una
cruz, sin duda hallarás otra, y acaso más pesada.
¿Piensas tú
escapar de lo que ninguno de los mortales pudo? ¿Quién de los santos estuvo en
el mundo sin cruz y tribulación? Nuestro Señor Jesucristo, por cierto, en
cuanto vivió en este mundo no estuvo una hora sin dolor, porque convenía que
Cristo padeciese y resucitase de los muertos, y así entrase en su gloria. ¿Pues
cómo buscas tú otra senda, sino este camino real que es el de la santa Cruz?
Toda la vida de
Cristo fue cruz y martirio, ¿y tú buscas para ti holgura y gozo? Yerras, yerras
si buscas otra cosa que sufrir tribulaciones, porque toda esta vida mortal está
llena de miserias y por todas partes está rodeada de cruces; y cuanto más
altamente alguno aprovechare en espíritu, tanto más pesadas cruces hallará
muchas veces, porque la pena de su destierro crece más por el amor.
Mas este tal, así
afligido de tantos modos, no está sin el alivio de la consolación, porque siente
crecer en sí gran fruto de llevar su cruz, porque cuando se junta a ella de
buena voluntad todo el peso de la tribulación se convierte en confianza del
consuelo divino. Y cuanto más se quebranta la carne por la aflicción, tanto más
se fortifica el espíritu por la gracia interior. Y algunas veces se conforta
tanto con el afecto a la tribulación y adversidad por el amor y conformidad con
la cruz de Cristo, que no quiere estar sin dolor y penalidad, porque se tiene
por tanto más acepto a Dios, cuanto mayores y más graves cosas pudiere sufrir
por él. Esto no es virtud humana, sino gracia de Cristo, que tanto puede y hace
en la carne frágil, que lo que naturalmente el hombre siempre aborrece y huye,
lo acometa y acabe con fervor de espíritu.
No es propio de
la humana condición, amar la cruz, castigar el cuerpo y sujetarle a
servidumbre, huir los honores, sufrir de grado las injurias, despreciarse a sí
mismo y desear ser despreciado, tolerar todo lo adverso con daño y no desear
cosa de prosperidad en este mundo. Si te miras a ti, no podrás por ti cosa
alguna de éstas; mas si confías en Dios, él te dará fortaleza celestial y hará
que te obedezca el mundo y la carne, y no temerás al demonio si estuvieres
armado de fe y señalado con la cruz de Cristo.
Disponte, pues,
como bueno y fiel siervo de Cristo para llevar varonilmente la Cruz de tu
Señor, crucificado por amor tuyo. Prepárate a sufrir muchas adversidades y
diversas incomodidades en esta miserable vida, porque así estará contigo donde
quiera que fueres y de verdad lo hallarás en cualquier parte donde te escondas.
Así conviene, y no hay otro remedio para escapar de la tribulación de los males
y del dolor, sino sufrir. Bebe con afecto el cáliz del Señor si quieres ser su
amigo y tener parte con él. Remite a Dios las consolaciones y haga él con ellas
lo que más le pluguiere. Pero tú disponte a sufrir las tribulaciones y
estímalas por grandes consuelos; porque no son condignas las penalidades de
este tiempo para merecer la gloria venidera, aunque tú solo pudieses sufrirlas
todas.
Cuando llegares a
punto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa
entonces que vas bien porque hallaste el paraíso en la tierra. Mientras te
parezca penoso el padecer y procures huirlo, cree que vas mal, y donde quiera
que fueres te seguirá el rastro de la tribulación.
Si te dispones
para hacer lo que debes, conviene a saber, sufrir y morir, luego te irá mejor y
hallarás paz. Y aunque fueres arrebatado hasta el tercer cielo con San Pablo,
no estarás por eso seguro de no sufrir alguna contrariedad. Yo, dice Jesús, te mostraré cuántas cosas le convendrá padecer por mi nombre.
Luego, sólo te queda el padecer, si quieres amar a Jesús y servirle siempre.
Pluguiese a Dios
que fueses digno de padecer algo por el nombre de Jesús. ¡Cuán grande gloria se
te daría! ¡Cuánta alegría causarías a todos los Santos de Dios! ¡Cuánta
edificación sería para el prójimo!, pues todos alaban la paciencia, aunque
pocos quieren padecer. Con razón debías sufrir algo de buena gana por Cristo,
cuando hay tantos que sufren más graves cosas por el mundo.
Ten por cierto
que te conviene morir viviendo; y que cuanto más muere cada uno a sí mismo,
tanto más comienza a vivir a Dios. Ninguno es apto para comprender las cosas
celestiales si no se aviene a sufrir las adversidades por Cristo. No hay cosa a
Dios más acepta, ni para ti en este mundo más saludable, que padecer
gustosamente por Cristo. Y si te diesen a escoger, más debías desear padecer
cosas adversas por Cristo, que ser recreado de muchas consolaciones; porque en
esto le serías más semejante, y más conforme a todos los santos. Pues no está
nuestro merecimiento, ni la perfección de nuestro estado en disfrutar muchas
suavidades y consuelo, sino en sufrir grandes penalidades y tribulaciones.
Porque si alguna
cosa fuera mejor y más útil para la salvación de los hombres que el sufrir,
Cristo lo hubiera declarado con su palabra y ejemplo; pues manifiestamente
exhorta a sus discípulos, que lleven la Cruz y les dice: Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su
cruz, y sígame. Así que, leídas y bien consideradas todas las cosas, sea
ésta la conclusión: Que por muchas
tribulaciones nos es necesario entrar en el reino de Dios.
LIBRO TERCERO
De la consolación interior
CAPÍTULO I
De la habla interior de
Cristo al ánima fiel
Oiré lo que
hablare el Señor Dios en mí. Bienaventurada el alma que oye al Señor que le
habla interiormente, y de su boca recibe palabra de consolación.
Bienaventurados los oídos que perciben lo sutil de las inspiraciones divinas y
no se cuidan de las murmuraciones mundanas. Bienaventurados los oídos que
escuchan, no la voz que oyen de fuera, sino la verdad que enseña adentro.
Bienaventurados los ojos que cerrados a las cosas exteriores, están muy atentos
a los interiores. Bienaventurados los que penetran las cosas interiores y
procuran con ejercicios continuos prepararse cada día más y más a entender los
secretos celestiales. Bienaventurados los que se alegran de entregarse a Dios,
y se desembarazan de todo impedimento del mundo. ¡Oh alma mía! Considera muy
bien esto, y cierra las puertas de tu sensualidad, porque puedas oír lo que el
Señor tu Dios habla en ti.
Esto dice tu
Amado: Yo soy tu salud, tu paz y tu vida;
consérvate en mí, y hallarás la paz. Deja todas las cosas transitorias y
busca las eternas. ¿Qué es todo lo temporal sino engañoso? ¿Y qué te ayudarán
todas las criaturas si fueres desamparado del Criador? Por esto, dejadas todas
las cosas, vuélvete amable y fiel a tu Criador, para que puedas alcanzar la verdadera
bienaventuranza.
CAPÍTULO II
Cómo la verdad habla
interiormente al alma sin ruido de palabras
Habla, Señor, porque tu siervo oye. Yo, soy tu siervo,
dame entendimiento para que sepa tus verdades. Inclina mi corazón a las
palabras de tu boca; descienda tu habla así como rocío. Decían en otro tiempo los hijos de Israel a Moisés: Háblanos tú, y oirémoste; no nos hable el
Señor, porque quizá moriremos. No así, Señor, no te ruego así; mas con el
profeta Samuel, con humildad y deseo te suplico: Habla, Señor, porque tu siervo oye. No me hable Moisés, ni alguno
de los profetas; mas háblame tú, Señor Dios, inspirador e iluminador de todos
los profetas; pues tú solo sin ellos me puedes enseñar perfectamente, pero
ellos sin ti ninguna cosa aprovecharán.
Es verdad que
pueden pronunciar palabras, mas no comunican espíritu. Muy bien hablan, mas
callando tú no encienden el corazón. Dicen la letra, mas tú abres el sentido;
predican misterios, mas tú aclaras la inteligencia de lo oculto; pronuncian
mandamientos, pero tú ayudas a cumplirlos; muestran el camino, pero tú das
esfuerzo para andarlo; ellos obran por afuera solamente, pero tú instruyes e
iluminas los corazones; ellos riegan la superficie, mas tú das la fertilidad;
ellos claman con palabras, mas tú das la inteligencia al oído.
Pues no me hable
Moisés, sino tú, Señor Dios mío, eterna Verdad, para que por ventura no muera,
y quede sin fruto si solamente fuere enseñado por afuera y no encendido por
adentro. No me sea para condenación la palabra oída y no obrada, conocida y no
amada, creída y no guardada. Habla pues tú, Señor, porque tu siervo oye, pues
tienes palabras de vida eterna. Háblame, para consolación de mi alma, para la
enmienda de toda mi vida, y para eterna honra y gloria tuya.
CAPÍTULO III
Las palabras de Dios se
deben oír con humildad, y muchos no las estiman
Oye, hijo mío,
mis palabras, palabras suavísimas, que exceden toda la ciencia de los filósofos
y sabios del mundo. Mis palabras son
espíritu y vida, y no se pueden examinar por el sentido humano. No se deben
traer al sabor del paladar, mas se deben oír con silencio, y recibir con toda
humildad y grande afecto.
Dijo David: Bienaventurado es aquel a quien tú
enseñares, Señor, y a quien mostrares tu ley, porque lo guardes de los días
malos, y no sea desamparado en la tierra.
Yo, dice el Señor, enseñé a los profetas desde el principio,
y no ceso de hablar a todos hasta ahora, mas muchos son duros y sordos a mi
voz. Muchos de mejor gana oyen al mundo que a Dios; más fácilmente siguen el
apetito de su carne, que al beneplácito divino. El mundo promete cosas
temporales y pequeñas, y con toso eso le sirven con gran ansia; yo prometo
cosas grandes y eternas, y entorpécense los corazones de los mortales. ¿Quién
me sirve a mí y me obedece en todo, con tanto cuidado como al mundo y a sus
señores se sirve? Avergüénzate, Sidón,
dice el mar. Y si preguntas la causa, oye el por qué. Por un pequeño
beneficio andan los hombres largo camino, y por la vida eterna muchos con
dificultad levantan el pie del suelo. Buscan los hombres viles ganancias; por
una blanca pleitean a las veces vergonzosamente; por cosas vanas y por una
corta promesa no temen fatigarse noche y día. Mas ¡oh dolor! que emperezan de
fatigarse un poco por el bien que no se muda, por el galardón que es
inestimable, y por la suma honra y gloria sin fin. Avergüénzate, siervo
perezoso y quejoso de ver que aquellos se hallan más dispuestos para la
perdición, que tú para la vida eterna. Alégranse ellos más por la vanidad, que
tú por la verdad. Porque algunas veces les miente su esperanza; mas mi promesa
a nadie engaña, ni deja frustrado al que confía en mí. Yo daré lo que tengo
prometido. Y cumpliré lo que he dicho, si alguno perseverare fiel en mi amor
hasta el fin. Yo soy galardonador de todos los buenos y rígido examinador de
todos los devotos.
Escribe mis
palabras en tu corazón, y considéralas con mucha diligencia, pues en el tiempo
de la tentación las habrás menester. Lo que no entiendes cuando lees, lo
conocerás en el día de la visitación. De dos maneras acostumbro visitar a mis
escogidos; esto es, con la tentación y con el consuelo. Y dos lecciones les doy
cada día, una reprendiendo sus vicios, otra exhortándolos al adelantamiento en
la virtud. El que tiene mis palabras y
las desprecia, tiene quien le juzgue en el postrero día.
ORACIÓN
Para pedir la gracia de la
devoción
Señor Dios mío,
tú eres todos mis bienes. ¿Quién soy yo para que me atreva a hablarte? Yo soy
un pobrísimo siervo tuyo, un gusanillo despreciable, mucho más pobre y más
digno de ser despreciado de lo que yo sé, y me atrevo a decir. Pero acuérdate,
Señor, que soy nada, nada tengo, nada valgo. Tú solo eres bueno, justo y santo,
tú lo puedes todo, tú lo das todo, tú lo llenas todo, sólo al pecador dejas
vacío. Acuérdate, Señor, de tus misericordias,
y llena mi corazón de tu gracia, pues no quieres que queden vacías tus
obras.
¿Cómo me podré
sufrir en esta miserable vida, si no me esfuerza tu misericordia y tu gracia?
No me vuelvas el rostro, no dilates tu visitación, no me quites tu consuelo, para que no sea mi alma como la tierra sin
agua. Señor, enséñame a hacer tu voluntad, enséñame a conversar delante de
ti digna y humildemente, porque tú eres mi sabiduría, que en verdad me conoces,
y me conociste antes que el mundo se hiciese, y antes que yo naciese en el
mundo.
CAPÍTULO IV
Debemos conversar delante
de Dios con verdad y humildad
Hijo, anda
delante de mí en verdad, y búscame siempre con sencillo corazón. El que camina
delante de mí en verdad, será defendido de malos encuentros, y la verdad le
librará de los seductores, y de las murmuraciones de los inicuos. Si la verdad
te librase serás verdaderamente libre, y no cuidarás de las palabras vanas de
los hombres.
Señor, verdad es
lo que dices, y así te suplico que lo hagas conmigo. Tu verdad me enseñe, y
ella me guarde y me conserve hasta el fin saludable. Ella me libre de toda mala
afición y todo amor desordenado, y así andaré contigo con gran libertad de
corazón.
Yo te enseñaré,
dice la Verdad, las cosas rectas y agradables a mí. Piensa en tus pecados con
gran dolor y tristeza, y nunca te juzgues valer algo por tus buenas obras; que
en verdad eres pecador, sujeto y enlazado en muchas pasiones. De ti siempre
caminas a la nada, luego caes, luego eres vencido, presto te turbas y pronto
desfalleces. No tienes cosa de que te puedas gloriar, y tienes muchas porque
puedas envilecerte; porque más flaco eres de lo que puedes pensar.
Por eso no te
parezca cosa grande alguna de cuantas haces. Nada tengas por grande, nada por
cosa preciada ni maravillosa, nada estimes por digno de reputación, nada por
elevado, nada por verdaderamente loable y apetecible, sino lo que es eterno.
Agrádete sobre todas las cosas la eterna Verdad, y desagrádete siempre sobre
todo tu gran bajeza. Nada temas, ni desprecies ni huyas tanto como tus faltas y
pecados, los cuales deben entristecerte más que los daños de todas las cosas.
Algunos no andan delante de mí sinceramente; pero con curiosidad y arrogancia
quieren saber mis secretos, y entender las cosas altas de Dios, no cuidando de
sí mismos, ni de su salvación. Estos caen con frecuencia en grandes tentaciones
y pecados, por su soberbia y curiosidad; porque yo les soy contrario.
Teme los juicios
de Dios, tiembla de la ira del Omnipotente, no quieras sondear las obras del
Altísimo; mas escudriña tus maldades, en cuántas cosas pecaste y cuántas buenas
obras dejaste de hacer por tu negligencia. Algunos reducen su devoción
solamente en los libros, otros en las imágenes, otros en señales y figuras
exteriores. Unos me traen en la boca, pero muy poco en el corazón. Hay otros,
que iluminados en el entendimiento y purificados en el afecto, suspiran siempre
por las cosas eternas, oyen con pena hablar de las terrenas y con dolor acuden
a las necesidades de la naturaleza, y éstos sienten lo que habla en ellos el
Espíritu de verdad, porque éste les enseña a despreciar lo terreno y amar lo
celestial; aborrecer el mundo, y desear el cielo día y noche.
CAPÍTULO V
Del maravilloso efecto del
Divino Amor
Bendígote, Padre
celestial, Padre de mi Señor Jesucristo, que tuviste por bien acordarte de mí,
pobre. ¡Oh Padre de las misericordias, y Dios de toda consolación! Gracias te
doy porque a mí, indigno de todo consuelo, recreas algunas veces con tu
consolación. Bendígote siempre, y glorifícote con tu Unigénito Hijo, y con el
Espíritu Santo Consolador, por todos los siglos de los siglos. ¡Oh Señor Dios
mío, Amador santo mío! Cuando tú vinieres a mi corazón, se alegrarán todas mis
entrañas. Tú eres mi gloria y la alegría de mi corazón; tú eres mi esperanza y
el refugio mío en el día de mi tribulación.
Mas porque aún
soy débil en el amor, e imperfecto en la virtud, por eso tengo necesidad de ser
fortalecido y consolado por ti. Por eso visítame, Señor, continuamente, e
instrúyeme con santas doctrinas. Líbrame de mis malas pasiones y sana mi
corazón de todos mis afectos desordenados; a fin de que sano y bien purificado
en lo interior, sea apto para amarte, fuerte para sufrir y firme para
perseverar.
Gran cosa es el
amor y el mayor de todos los bienes. Él solo hace ligero todo lo pesado, y
sufre con igualdad todo lo desigual, pues lleva la carga sin fatiga y hace
dulce y sabroso todo lo amargo. El nobilísimo amor de Jesús nos anima a hacer
grandes cosas y siempre nos mueve a desear lo más perfecto. El amor quiere
estar en lo más alto, y no ser detenido en cosas bajas. El amor quiere ser
libre y ajeno de toda afición mundana, para que no se impida su afecto
interior, ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal, ni caiga por
algún daño o pérdida. No hay cosa más dulce que el amor, ni más fuerte, ni más
alta, ni más espaciosa, ni más alegre, ni más cumplida ni mejor en el cielo ni
en la tierra. Porque el amor nació de Dios y no puede descansar con nada de lo
creado, sino con el mismo Dios.
El que ama vuela,
corre, alégrase, es libre, y no es detenido; todas las cosas da por todo, y las
tiene todas en todo, porque descansa en el único Sumo Bien sobre todas las
cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino vuélvese al
dador de ellos sobre todos los bienes. El amor muchas veces no sabe modo, mas
se inflama sobre todo modo. El amor no siente carga, ni hace caso de los
trabajos, antes desea más de lo que puede. No se queja que le manden lo
imposible, porque cree que en Dios todo lo puede. Pues tiene poder para todo y
muchas cosas ejecuta y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y
cae. El amor siempre vela, y durmiendo no se adormece, fatigado no se cansa,
angustiado no se angustia, espantado no se espanta; sino que como viva llama y
ardiente luz, sube a lo alto y se remonta con seguridad. Si alguno ama, conoce
lo que dice esta voz: Gran clamor es en los oídos de Dios el abrasado afecto
del alma que dice: Dios mío, Amor mío, tú eres todo mío, y yo todo tuyo.
Dilátame en el
amor, para que aprenda a gustar en el fondo de mi corazón, cuán suave es amar y
derretirse y nadar en el amor. Sea yo cautivo del amor, saliendo de mí por el
gran fervor y admiración. Cante yo cantares de amor; sígate yo, Amado mío, a lo
alto, y desfallezca mi alma en tu loor transportada de amor. Ámete yo más que a
mí, y no me ame a mí sino por ti; y ame en ti a todos los que de verdad te
aman, como manda la ley del amor, que sale de ti como un resplandor de tu
Divinidad.
El amor es
diligente, sincero, piadoso, alegre y ameno; fuerte, sufrido, fiel, prudente, constante,
magnánimo, y nunca se busca a sí mismo, porque si alguno se busca a sí mismo,
luego cae del amor. El amor es circunspecto, humilde y recto; no es regalado ni
liviano, ni atiende a cosas vanas; es sobrio, firme, casto, tranquilo y
recatado en todos sus sentidos. El amor es sumiso y obediente a los Prelados, y
para sí mismo vil y despreciable; para con Dios devoto y agradecido, confiando
y esperando siempre en él, aún en el tiempo cuando no le regala, porque ninguno
vive en amor sin dolor.
El que no está
dispuesto a sufrir todas las cosas y estar a la voluntad del amado, no es digno
de llamarse amador. Conviene al que ama abrazar de buena voluntad por el amado
todo lo duro y amargo, y no apartarse de él por cosa contraria que le acaezca.
CAPÍTULO VI
De la prueba del verdadero
amor
Hijo, aún no eres
fuerte y prudente amador.
¿Por qué Señor?
Porque a
cualquier contradicción pequeña faltas en lo comenzado y buscas la consolación
con mucha ansia. El constante amador está firme en las tentaciones y no cree
las astucias engañosas del enemigo. Como yo le agrado en las prosperidades, así
no le descontento en lo adverso.
El discreto
amador, no considera tanto el don del que ama, cuanto el amor del que lo da; más
mira a la voluntad que a la merced, y todas las dádivas pospone al amado. El
amador noble no descansa en el don, sino en mí que soy sobre todo don. Por eso
si alguna vez no gustas tan bien de mí o de mis santos como deseas, no por eso
está ya todo perdido. Aquel tierno y dulce afecto que percibes algunas veces,
obra es de la gracia presente, y como una pequeña participación de la patria
celestial, sobre lo cual no debes apoyarte mucho, porque va y viene. Mas el
pelear contra los malos movimientos del ánimo, y desechar las sugestiones del
enemigo, señal es de virtud, y de gran merecimiento.
No te turben pues
las imaginaciones extrañas de diversas materias que te ocurran. Guarda tu firme
propósito con recta intención a Dios. No es extraño que de repente te arrebates
alguna vez a lo alto, y luego te tornes a las distracciones acostumbradas del
corazón, porque más las sufres contra tu voluntad que las causas; y mientras te
dan penas y las contradices, mérito es y no pérdida.
Persuádete que el
enemigo antiguo, de todos modos se esfuerza para impedir tu deseo en lo bueno,
y privarte de todo ejercicio devoto, como es honrar a los Santos, la piadosa
memoria de mi Pasión, la útil recordación de los pecados, la guarda del propio
corazón y el firme propósito de aprovechar en la virtud. Te trae muchos
pensamientos malos para causarte horror, y para desviarte de la oración y de la
lección sagrada. Desagrádale mucho la humilde confesión; y si pudiese, haría
que no comulgases. No le creas ni hagas caso de él aunque muchas veces te arme
lazos. Cuando te trajere pensamientos malos y torpes, atribúyelo a él y dile:
Vete de aquí, espíritu inmundo; avergüénzate, desventurado; muy inmundo eres,
pues me traes tales cosas a la imaginación. Apártate de mí, malvado engañador,
no tendrás parte alguna de mí, porque Jesús estará conmigo como invencible
capitán y tú quedarás confuso. Más quiero morir y sufrir cualquier pena, que
consentir contigo. Calla y enmudece; no te oiré más, aunque más me importunes.
El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré? Aunque se ponga contra mí un
ejército, no temerá mi corazón. El Señor es mi ayudador y mi redentor.
Pelea como buen
soldado; y si alguna vez cayeres por fragilidad, procura cobrar mayores fuerzas
que las primeras, confiando de mayor favor mío, y guárdate mucho de la vana
complacencia y de la soberbia. Por esto muchos están engañados y caen algunas
veces en una ceguedad casi incurable. Séate aviso para perpetua humildad la
caída de los soberbios, que locamente presumen de sí.
CAPÍTULO VII
Cómo se ha de ocultar la
gracia bajo la humildad
Hijo, más útil y
más seguro te es encubrir la gracia de la devoción, que no ensalzarte, ni
hablar mucho de ella, ni ponderarla mucho; sino despreciarte a ti mismo, y
temer, como dada a quien no la merece. No es bien apegarse demasiado a este
tierno afecto, que tan pronto puede mudarse en lo contrario. Piensa cuando
están en gracia, cuán miserable y pobre sueles ser sin ella. No está sólo la
perfección de la vida espiritual en tener la gracia de la consolación; sino en
que con humildad, negándote a ti mismo, lleves con paciencia que se te quite,
de suerte que entonces no aflojes en el ejercicio de la oración, ni dejes las
buenas obras que sueles practicar; mas como mejor pudieres y entendieres has de
buena gana todo lo que esté de tu parte; ni por la sequedad o angustia que
sientes, descuides del todo de ti mismo.
Porque hay muchos
que cuando las cosas no les suceden bien, luego se impacientan, o aflojan en la
virtud. Porque no está siempre en la mano del hombre su adelantamiento; mas a
Dios pertenece el dar y consolar cuando quiere, cuanto quiere, y a quien
quiere, como a él le agrada, y no más. Algunos indiscretos se destruyeron por
la gracia de la devoción; porque quisieron hacer más de lo que pudieron, no mirando
la medida de su pequeñez, siguiendo más el deseo de su corazón que el juicio de
la razón. Y porque se atrevieron a mayores cosas que Dios quería, por esto
perdieron la gracia, y se hicieron pobres, y quedaron viles los que pusieron en
el cielo su nido, para que humillados y empobrecidos aprendan a no volar con
sus alas, sino a esperar debajo de las mías. Los que todavía son nuevos y sin
experiencia en el camino del Señor, si no se gobiernan por el consejo de
discretos, fácilmente pueden ser engañados y venir a perderse.
Si quieren seguir
más su parecer que creer a los experimentados, les será al cabo de gran peligro,
si no quieren ceder de su propio juicio. Los que se tienen por sabios rara vez
sufren con humildad ser corregidos. Mejor te es el tener poco, que mucho de
donde te puedes ensoberbecer. No hace discretamente el que se da todo a la
alegría, olvidándose de su pasada miseria y del casto temor del Señor, que teme
perder la gracia concedida. Ni entiende mucho de virtud el que se desalienta en
el tiempo de la adversidad o tribulación, y piensa y siente de mí con menos
confianza de lo que conviene.
El que en tiempo
de paz se juzgare demasiado seguro, muy caído y medroso se hallará en el tiempo
del combate. Si supiese siempre permanecer humilde y pequeño a tus ojos y
moderar y regir bien tu espíritu, no caerías tan presto en los peligros. Buen
consejo es que pienses cuando están con fervor de espíritu, lo que puede venir
apartándose aquella luz. Y cuando esto acaece, piensa que otra vez puede volver
la misma luz; la cual yo te quité por algún tiempo para tu seguridad y gloria
mía.
Más aprovecha
muchas veces esta prueba, que si tuvieses de continuo a tu voluntad las cosas
que deseas; porque los merecimientos no se han de calificar por tener muchas
visiones o consolaciones, o porque sea uno entendido en la Escritura, o porque
esté colocado en dignidad, sino en si fuere fundado en humildad verdadera, y
lleno de la caridad divina; si pura y enteramente buscare siempre la honra de
Dios; si se reputare a sí mismo por nada y verdaderamente se despreciare; y si
se holgare de ser abatido y despreciado de otros, más que de ser honrado.
CAPÍTULO VIII
De la vil estimación de sí
mismo a los ojos de Dios
¿Hablaré yo a mi Señor, siendo, como soy, polvo y
ceniza? Si por más de esto me reputare, tú estás
contra mí, y mis maldades dan de esto verdadero testimonio, y no puedo
contradecirlo. Mas si reconociendo mi vileza, juzgare que soy nada, dejare toda
propia estimación y me considerare polvo, como lo soy, me será tu gracia
favorable, y tu luz se acercará a mi corazón, y toda estimación se hundirá en
el abismo de mi nada y perecerá eternamente. Allí me mostrarás lo que soy, lo
que fui, y a dónde vine a parar, porque soy nada y no lo conocí. Si soy dejado
a mis fuerzas, todo soy nada, y todo flaqueza; pero si tú me mirares, luego
seré fortificado y estaré lleno de nuevo gozo. Y es cosa maravillosa, por
cierto, cómo tan de repente soy levantado sobre mí, y abrazado de ti con tanta
benignidad, siendo así que yo, según mi propia pesadez, siempre soy inclinado a
lo bajo.
Esto, Señor, hace
tu amor; que sin méritos míos, me previene y me socorre en tantas necesidades,
guardándome también de graves peligros, librándome, para decir verdad, de
innumerables males. Porque yo me perdí amándome desordenadamente; pero
buscándote a ti solo, y amándote puramente, hallé a mí y a ti, y por el amor me
reduje más profundamente a mi nada; porque tú ¡oh dulcísimo Señor! haces
conmigo mucho más de lo que merezco, y más de lo que me atrevo a esperar o
pedir.
Bendito seas,
Dios mío, que aunque soy indigno de todo bien, todavía tu suprema e infinita
bondad nunca cesa de hacer bien aún a los desagradecidos, y a los que están muy
lejos de ti. Conviértenos a ti, para que seamos agradecidos, humildes y devotos,
pues tú eres nuestra salud, nuestra virtud y nuestra fortaleza.
CAPÍTULO IX
Todas las cosas deben
referirse a Dios, como a último fin
Hijo, yo debo ser
tu supremo y último fin, si deseas de veras ser bienaventurado. Con este
propósito se purificará tu afecto, que malamente se inclina muchas veces a sí
mismo y a las criaturas, porque si en algo te buscas a ti mismo, luego
desfalleces y te secas. Pues atribuye todo lo bueno principalmente a mí, que
soy el que te doy todos los bienes. Así considera cada cosa como venida del
Soberano Bien, y por eso todas las cosas se deben reducir a mí, como a su
propio principio.
De mí, como de
fuente viva, sacan agua viva el pequeño y el grande, el pobre y el rico; y los
que me sirven de buena voluntad recibirán gracia por gracia. Mas el que se
quiera gloriar fuera de mí, o deleitarse en algún bien particular, no será
confirmado en el verdadero gozo, ni se dilatará su corazón; sino que estará
impedido y angustiado de muchas maneras. Por eso no te apropies a ti cosa buena,
ni atribuyas a hombre alguno la virtud; más refiérelo todo a Dios, sin el cual
nada tiene el hombre. Yo lo di todo, yo quiero todo recobrarlo; y con gran
razón quiero se me den acciones de gracias.
Esta es la verdad
con que se ahuyenta la vanagloria. Y si la gracia celestial y la caridad
verdadera entrare en el alma, no habrá envidia alguna, ni contradicción del
corazón, ni le ocupará el amor propio. La caridad de Dios lo vence todo, y
dilata todas las fuerzas del alma. Si bien lo entiendes, en mí solo te has de
gozar, en mí solo has de tener esperanza, porque ninguno es bueno, sino sólo
Dios, el cual se ha de alabar sobre todas las cosas, y se ha de bendecir en
todas ellas.
CAPÍTULO X
Despreciando el mundo, es
dulce cosa servir a Dios
Otra vez hablaré,
ahora, Señor, y no callaré; diré en los oídos de mi Dios, de mi Señor y de mi
Rey que está en el cielo: ¡Oh Señor, cuán
alta es la grandeza de tu dulzura, que reservaste para los que te temen!
Pues ¿qué serás para los que te aman? ¿Qué serás para los que te sirven de todo
corazón? Verdaderamente es inefable la dulzura de tu contemplación, la cual das
a los que te aman. En esto has mostrado singularmente la dulcedumbre de tu
caridad, que cuando yo no era me criaste; y cuando andaba perdido lejos de ti, me
tornaste a ti, para que te sirviese, y me mandaste que te amase.
¡Oh fuente
perenne de amor! ¿qué diré de ti? ¿cómo podré olvidarme de ti, que te dignaste
acordarte de mí, aún después que yo me perdí y perecí? Has usado con tu siervo,
misericordia sobre toda esperanza, y sobre todo merecimiento le diste tu gracia
y amistad. ¿Qué te daré yo por esta gracia? Porque no es dado a todos, que
dejadas todas las cosas, renuncien al mundo y abracen la vida retirada. ¿Es
gran cosa que yo te sirva, a quien toda criatura debe servir? No me debe
parecer mucho servirte; antes me parece cosa grande y maravillosa, que tú te
dignes recibirme por siervo, a mí tan pobre e indigno, y unirme con tus amados
siervos.
Señor, todas las
cosas que tengo y con que te sirvo, tuyas son. Mas en verdad, más me sirves tú
a mí, que yo a ti. El cielo y la tierra que criaste para el servicio del
hombre, están prontos para obedecerte, y hacen cada día todo lo que le
mandaste; y esto poco es, pues aún los ángeles ordenaste para servir al hombre.
Mas a todas estas cosas excede, que tú mismo te dignaste de servir al hombre, y
le prometiste darte a ti mismo.
¿Qué te daré yo
por tantos millares de beneficios? ¡Oh si pudiese yo servirte todos los días de
mi vida! ¡Oh si pudiese solamente, siquiera un solo día, hacerte algún digno
servicio! Verdaderamente tú sólo eres digno de todo servicio, de toda honra y
de alabanza eterna. Verdaderamente tú sólo eres mi Señor, y yo miserable siervo
tuyo, que estoy obligado a servirte con todas mis fuerzas, y nunca debo
cansarme de alabarte. Así lo quiero, así lo deseo, y lo que me falta ruégote
que tú lo completes.
Grande honra y
gran gloria es servirte, y despreciar todas las cosas por ti. Por cierto grande
gracia tendrán los que de toda voluntad se sujetaren a tu santísimo servicio.
Hallarán la suavísima consolación del Espíritu Santo los que por amor tuyo
despreciaren todo deleite carnal; y alcanzarán gran libertad de corazón los que
entran por la senda estrecha por amor tuyo, y por él desechen todo cuidado mundano.
¡Oh agradable y
muy alegre servidumbre del Altísimo, con la cual se hace el hombre
verdaderamente libre y santo! ¡Oh sagrado estado del ejercicio religioso, que
hace al hombre igual a los ángeles, grato a Dios, terrible a los demonios y
recomendable a todos los fieles! ¡Oh ejercicio digno de ser abrazado, y siempre
apetecido, con el cual se merece el Sumo Bien, y se adquiere el gozo que durará
para siempre!
CAPÍTULO XI
Los deseos del corazón se
deben examinar y moderar
Hijo, aún te
conviene aprender muchas cosas que no has entendido bien.
Señor, ¿qué cosas
son éstas?
Que pongas tu
deseo totalmente en solo mi beneplácito, y no seas amador de ti mismo, sino
afectuoso celador de mi voluntad. Los deseos te encienden muchas veces y te
impelen con vehemencia; pero considera si te mueves más por mi honra, o por tu
provecho. Si yo soy la causa, bien te contentarás de cualquier modo que yo lo
ordenare; mas si algo tienes escondido de amor propio, mira que eso es lo que
te impide y agrava.
Guárdate, pues,
no confíes mucho en el deseo que tuviste sin consultarlo conmigo; porque puede
ser que te arrepientas, y te descontente lo que primero te agradaba, y como
cosa mejor con gran afecto deseaste. Porque no se ha de seguir luego cualquier
deseo que parece bueno, ni tampoco se ha de huir a primera vista toda afición
que aparece contraria. Conviene algunas veces usar de moderación, aún en los
buenos ejercicios y deseos, porque no caigas por demasía en distracción del
alma, ni causes escándalo a otro con tu indiscreción, o por la contradicción de
algunos te turbes luego y deslices.
Otras veces
conviene usar de fuerza, y contradecir varonilmente al apetito sensitivo, y no
cuidar de lo que la carne quiere o no quiere; sino trabajar sobre todo porque
esté sujeta al espíritu, aunque le pese. Y debe ser castigada y enfrenada hasta
que esté pronta para todo lo bueno, y aprenda a contentarse con poco, holgarse
con lo sencillo, y no murmurar contra cosa alguna que le fuere amarga.
CAPÍTULO XII
La paciencia y la lucha
contra el apetito
Señor Dios, a lo
que veo, la paciencia me es muy necesaria, porque en esta vida acaecen muchas
adversidades; pues de cualquier suerte que yo ordenare mi paz, no puede estar
mi vida sin batalla y sin dolor.
Así es, hijo;
pero no quiero que busques tal paz, que carezcas de tentaciones, o que no
sientas contrariedades, antes, cuando fueres ejercitado en diversas
tribulaciones, y probado en muchas contrariedades, entonces piensa que has
hallado la paz. Si dijeres que no puedes padecer mucho, ¿cómo sufrirás el fuego
del Purgatorio? De dos trabajos, siempre se ha de escoger el menor. Por eso,
para que puedas escapar de los tormentos eternos, procura sufrir con paciencia
por Dios los males presentes. ¿Piensas tú que poco o nada sufren los hombres
del mundo? Esto no lo hallarás ni aún en los muy regalados.
Pero dirás que
tienen muchos deleites, y siguen sus apetitos, y por eso sienten poco el peso
de sus tribulaciones.
Mas aunque fuese
así, que tengan cuanto quisieren, dime, ¿cuánto les durará? Mira que los muy
ricos en el siglo, desfallecerán como humo, y no quedará memoria de los gozos
pasados, pues aún mientras viven no se huelgan en ellos sin amargura, congoja y
miedo; porque de la misma cosa de que consiguen el deleite; de allí las más
veces reciben la pena del dolor. Y justamente se hace con ellos; porque así
como desordenadamente buscan y siguen los deleites, así los tengan con amargura
y confusión. ¡Oh cuán breves son todos, cuán falsos!, ¡cuán desordenados y
torpes! Mas, por estar privados de juicio y con gran ceguedad, no lo entienden;
sino como animales brutos, por un poco de deleite de vida corruptible, caen en
la muerte del alma. Por eso, hijo, no vayas tú tras tus desordenados apetitos;
apártate de tu propia voluntad, deléitate en el Señor y él te dará lo que
pidiere tu corazón.
Porque si quieres
tener verdadero gozo y ser consolado por mí abundantísimamente, tu suerte y
bendición estará en el desprecio de todas las cosas del mundo, y en cortar de
ti todo deleite de acá abajo, y así se te dará copiosa consolación. Y cuando
más te desviares de todo consuelo de las criaturas, tanto hallarás en mí más
suaves y poderosas consolaciones; mas no las alcanzarás sin alguna pena,
trabajo y pelea. La costumbre te será contraria; pero la vencerás con otra costumbre
mejor. La carne resistirá; mas la enfrentarás con el fervor del espíritu. La
serpiente antigua te instigará y provocará; pero con la oración huirá, y a más
con un trabajo útil le cerrarás la puerta.
CAPÍTULO XIII
De la obediencia del
súbdito humilde, a ejemplo de Cristo
Hijo, el que
procura eximirse de la obediencia, el mismo se aparta de la gracia; y el que
quiere tener cosas propias, pierde las comunes. El que no se sujeta
voluntariamente y de buena gana a su superior, señal es que su carne aún no le
obedece a él perfectamente, sino que muchas veces se rebela y murmura. Aprende,
pues, a sujetarte pronto a tu superior si deseas tener tu carne sujeta, porque
más presto se vence el enemigo exterior cuando el hombre interior no estuviere
disipado. No hay enemigo más dañoso, ni peor para tu alma que tú mismo, si no
estás de acuerdo con el espíritu. Necesario es que tengas un verdadero
desprecio de ti mismo, si quieres vencer la carne y la sangre. Porque aún te
amas desordenadamente, por eso temes sujetarte del todo a la voluntad de otros.
Pero ¿qué gran
cosa es, que tú, polvo y nada, te sujetes al hombre por mi amor, cuando yo,
Omnipotente y Altísimo, que crié todas las cosas de la nada, me sujeté al
hombre humildemente por ti? Híceme el más humilde y más abatido de todos para
que vencieses tu soberbia con mi humildad. Oh polvo, aprende a obedecer; tierra
y lodo, aprende a humillarte y a postrarte a los pies de todos. Aprende a
quebrantar tu voluntad y rendirte a toda sujeción.
Enójate contra ti
mismo, y no sufras que viva en ti la presunción de soberbia; más hazte tan
sujeto y pequeño, que puedan todos andar sobre ti y pisarte como el lodo de las
calles. Hombre vano, ¿de qué te quejas? Pecador torpe, ¿qué podrás contradecir
a quien te zahiere, pues tantas veces ofendiste a tu Criador, y muchas
mereciste el infierno? Mas te perdoné, porque tu alma fue preciosa en mi
acatamiento, para que conociese mi amor, y fueses siempre agradecido a mis
beneficios, y te dieses continuamente a verdadera humildad y sujeción, y
sufrieses con paciencia el propio desprecio.
CAPÍTULO XIV
Cómo se han de considerar
los secretos juicios de Dios, porque no nos envanezcamos en lo bueno
Señor, tus
juicios me asombran como un espantoso trueno, y hieren todos mis huesos,
penetrados de temor y temblor, estremeciéndose de ellos mi alma. Estoy atónito,
y considero que ni los cielos son limpios en tu presencia. Si en los ángeles
hallaste maldad y no los perdonaste, ¿qué será de mí? Cayeron las estrellas del
cielo; yo que soy polvo, ¿qué presumo? Aquéllos cuyas obras parecían muy dignas
de alabanza, cayeron a lo bajo; y a los que comían pan de ángeles vi deleitarse
con el manjar de animales inmundos.
No hay por tanto
santidad, si tú, Señor, apartas tu mano. No aprovechará ninguna sabiduría, si
tú dejas de gobernar.
No hay fortaleza
que ayude, si tú dejas de conservar. No hay castidad segura, si tú no la
defiendes. Ninguna propia guarda aprovecha, si nos falta tu sagrada vigilancia.
Porque en dejándonos, luego nos vamos a fondo y perecemos; mas visitados por
ti, nos levantamos y vivimos. Mudables somos, mas por ti estamos firmes; nos
entibiamos, mas tú nos enfervorizas.
¡Oh cuán humilde
y bajamente debo pensar de mí! ¡En cuán poco me debo tener, aunque parezca que
tengo algo bueno en mí! ¡Oh Señor cuán profundamente me debo someter a tus
insondables juicios, donde hallo no ser otra cosa, sino nada y pura nada! ¡Oh
carga inmensa! ¡Oh piélago que no se puede nadar, donde no hallo otra cosa en
mí sino ser nada en todo! ¿Pues dónde estará el escondrijo de la gloria? ¿Dónde
la confianza en la virtud adquirida? Anégase toda vanagloria en la profundidad
de tus juicios sobre mí.
¿Qué es toda
carne en tu presencia? ¿Por ventura, podrá gloriarse el barro contra el que lo
formó? ¿Cómo se puede engreír con vanas alabanzas aquél cuyo corazón está
verdaderamente sujeto a Dios? Todo el mundo no enloquecerá al que tiene la
verdad sujeto; ni se moverá por mucho que lo alaben el que tiene puesta toda su
esperanza en Dios. Porque todos los que hablan son nada, pues fallecerán con el
sonido de las palabras; pero la verdad
del Señor permanecerá para siempre.
CAPÍTULO XV
Qué debe uno hacer y decir
en todas las cosas que deseare
Hijo, di así en
cualquier cosa: Señor, si te agradare, hágase esto así. Señor, si es honra
tuya, hágase esto en tu nombre. Señor, si vieres que me conviene, y hallares
serme provechoso, concédemelo, para que use de ello a honra tuya; mas si
conocieres que me sería dañoso, y nada provechoso a la salvación de mi alma,
aparta de mí tal deseo, porque no todo deseo procede del Espíritu Santo, aunque
parezca justo y bueno al hombre. Dificultoso es juzgar si te induce buen
espíritu o malo a desear esto o aquello, o si te mueve tu propio espíritu.
Muchos han sido engañados al fin, que al principio parecía ser movidos por buen
espíritu.
Por eso, sin
verdadero temor de Dios y humildad de corazón, no debes desear, ni pedir cosa
que al pensamiento se le ofreciere digna de desearse, y especialmente con
entera resignación de la propia voluntad, remítelo todo a mí, y puedes decir:
Oh Señor, tú sabes lo mejor, haz que se haga esto o aquello como más te agrade.
Dame lo que quisieres, cuanto quisieres y cuando quisieres; haz conmigo como
sabes, y como más te pluguiere y fuere mayor honra tuya. Ponme donde quisieres,
y obra libremente conmigo en todas las cosas. Yo estoy en tu mano, vuélveme y
revuélveme alrededor. Ve aquí tu siervo preparado para todo, porque no deseo,
Señor, vivir para mí, sino para ti; quiera tu misericordia que viva digna y
perfectamente.
ORACIÓN
Para pedir el cumplimiento
de la voluntad de Dios
Concédeme,
benignísimo Jesús, tu gracia para que esté conmigo, conmigo obre, y persevere
conmigo hasta el fin. Dame que desee y quiera siempre lo que te es más
agradable a ti. Tu voluntad sea la mía, y mi voluntad siga siempre la tuya, y
se conforme en todo con ella. Tenga yo un mismo querer y no querer contigo; y
no pueda ni no querer, sino lo que tú quieres y no quieres.
Dame, Señor, que
muera a todo lo que hay en el mundo, y dame que ame por ti ser despreciado y
olvidado en el mundo. Dame, sobre todo lo que puedo desear, descansar y
aquietar mi corazón en ti. Tú eres la verdadera paz del corazón; tú su único
descanso; fuera de ti todas las cosas son molestas y sin sosiego. En esta paz,
esto es, en ti, único sumo y eterno Bien, dormiré y descansaré. Amén.
CAPÍTULO XVI
Sólo en Dios se debe
buscar el verdadero consuelo
Cualquiera cosa
que puedo desear o pensar para mi consuelo no la espero aquí, sino en la otra
vida. Pues aunque yo sólo tuviese todos los gustos del mundo, y pudiese usar de
todos sus deleites, cierto es que no podrían durar mucho. Así que, alma mía, tú
no podrás estar consolada cumplidamente, ni perfectamente recrearte sino en
Dios, que es consolador de los pobres y ampara los humildes.
Espera un poco
alma mía, espera la promesa divina y tendrás abundancia de todos los bienes en
el cielo. Si deseas desordenadamente estas cosas presentes, perderás las
eternas y celestiales. Las temporales sean para usar, las celestiales para
desear. No puedes quedar satisfecha de cosa temporal, porque no eres criada
para gozar de lo caduco.
Aunque tengas
todos los bienes criados, no puedes ser dichosa y bienaventurada; porque sólo
en Dios, que crió todas las cosas, consiste tu bienaventuranza y tu felicidad; no
la dicha que admiran y alaban los locos amadores del mundo, sino la que esperan
los buenos y fieles siervos de Cristo, y algunas veces gozan los espirituales y
limpios de corazón, cuya conversación está en los cielos. Vano es y breve todo
consuelo humano. El bienaventurado y verdadero consuelo es aquél que
interiormente da a sentir la verdad. El hombre devoto, en todo lugar lleva
consigo a Jesús, su consolador, y le dice: Ayúdame, Señor Jesús, en todo lugar
y tiempo. Tenga yo por gran consolación, el querer gustosamente carecer de todo
humano consuelo, y si me faltare tu consolación, séame el sumo consuelo tu
voluntad y tu justa prueba, pues no estarás perpetuamente airado, ni me
amenazarás para siempre.
CAPÍTULO XVII
Todo nuestro cuidado se ha
de poner en sólo Dios
Hijo, déjame
hacer contigo lo que quiero. Yo sé lo que te conviene. Tú piensas como hombre y
sientes en muchas cosas como te enseña el afecto humano. Señor, verdad es lo
que dices, mayor es el cuidado que tú tienes de mí, que todo el cuidado que yo
puedo poner en mirar por mí. Muy a peligro de caer está el que no pone todo su
cuidado en ti, Señor, esté mi voluntad recta y firme en ti, y has de mí lo que
quisieres, que no puede ser sino bueno todo lo que tú hicieres de mí.
Si quieres que
esté en tinieblas, bendito seas; y si quieres que esté en luz, también seas
bendito. Si te dignas consolarme, bendito seas; y si me quieres atribular,
también seas bendito para siempre. Hijo, así debes hacer si quieres andar
conmigo; tan pronto debes estar para padecer como para gozar. Tan de grado
debes ser mendigo y pobre, como abundante y rico.
Señor, de muy
buena gana padeceré por ti todo lo que quisieres que venga sobre mí. Sin
diferencia quiero recibir de tu mano lo bueno y lo malo, lo dulce y lo amargo,
lo alegre y lo triste, y te daré gracias por todo lo que me sucediere. Guárdame
de todo pecado, y no temeré la muerte ni el infierno. Con que no me apartes de
ti para siempre, ni me borres del libro de la vida, no me dañará cualquier
tribulación que viniere sobre mí.
CAPÍTULO XVIII
Debemos llevar con
igualdad de ánimo las miserias temporales a ejemplo de Cristo
Hijo, yo bajé del
cielo por tu salud; tomé tus miserias, no por necesidad, sino por caridad, para
que tú aprendieses la paciencia y sufrieses sin indignación las miserias
temporales; porque desde la hora en que nací hasta mi muerte en la cruz no me
faltaron dolores que sufrir. Yo tuve muchas faltas de las cosas temporales; oí
muchas veces grandes quejas de mí; sufrí con mansedumbre confusiones y afrentas.
Por los beneficios recibí ingratitudes; por los milagros oí blasfemias, y por
la doctrina reprensiones.
Señor, ya que tú
fuiste paciente en tu vida, cumpliendo principalmente en esto la voluntad de tu
Padre, justo es que yo, miserable pecador, según tu voluntad me sufra con
paciencia y lleve por mi salvación la carga de mi corruptible vida, hasta
cuando quisieres; pues aunque la vida presente se siente ser pesada, se ha
hecho ya por tu gracia muy meritoria, y más tolerable y esclarecida para los flacos,
por tu ejemplo y el de tus santos; y aún de mucho más consuelo de lo que fue en
tiempo pasado en la ley antigua, cuando estaba cerrada la puerta del cielo, y
el camino parecía también más oscuro, cuando eran tan pocos los que cuidaban de
buscar el reino de los cielos; pero ni aún los que entonces eran justos, y se
habían de salvar, podían entrar en el reino celestial, antes de tu pasión y el
sacrificio de tu muerte.
¡Oh cuántas
gracias debo darte por haberte dignado mostrarme a mí y a todos los fieles, el
camino recto y seguro para tu eterno reino! Porque tu vida es nuestro camino, y
por la santa paciencia vamos a ti, que eres nuestra corona. Si tú no fueras
delante y nos enseñaras, ¿quién cuidara de seguirte? ¡Ay, cuántos quedarían
lejos y muy atrás, si no mirasen tus esclarecidos ejemplos! Y si aún estamos
tibios, después de haber oído tantos milagros tuyos e instrucciones, ¿qué
haríamos si no tuviésemos tanta luz para seguirte?
CAPÍTULO XIX
De la tolerancia de las
injurias, y como se prueba el verdadero paciente
Hijo ¿qué es lo
que dices? Cesa de quejarte, considerando mi Pasión y la de los santos. Aún no
has resistido hasta derramar sangre. Poco es lo que padeces en comparación de
aquellos que padecieron tanto, que fueron tan fuertemente tentados, tan
gravemente atribulados, probados y ejercitados de tan diversos modos. Importa
traer a tu memoria las graves penas de otros, para que más fácilmente sufras
tus pequeños trabajos. Y si no te parecen pequeños, mira no lo cause esto tu
impaciencia; pero sean grandes o pequeños, procura llevarlos todos con
paciencia.
Cuanto más te
dispones para padecer, tanto más cuerdamente obras y más mereces; y lo llevarás
también más ligeramente teniendo el ánimo prevenido y preparado con la
costumbre. Y no digas: No puedo sufrir esto de aquel hombre, ni es razón que yo
sufra tales cosas, porque me injurió gravemente, y me imputa cosas que nunca
pensé, mas de otro sufriré de grado todo lo que me pareciere que debe sufrirse.
Indiscreto es tal modo de pensar, que no considera la virtud de la paciencia,
ni quien la ha de galardonar, antes se ocupa de las personas y de las injurias
que le han hecho.
No es verdadero
paciente el que sólo sufre lo que quiere, y de quien quiere. El verdadero
paciente no mira quién le persigue, si es su prelado, su igual o su inferior, o
si es un varón bueno y santo, o un perverso e indigno; sino que sin diferencia
de personas, cualquier daño, y todas cuantas veces le sucede cualquier
adversidad, todo lo recibe de buena gana como de la mano de Dios, y lo estima
por mucha ganancia, porque no hay cosa delante de Dios, por pequeña que sea,
padecida por su amor, que quede sin galardón.
Pues prepárate a
la batalla si quieres tener victoria. Sin pelear no podrás alcanzar la corona
de la paciencia. Si no quieres padecer, rehúsas ser coronado; mas si deseas ser
coronado, pelea varonilmente y sufre con paciencia. Sin trabajo no se consigue
el descanso, y sin pelear no se puede obtener la victoria.
¡Oh Señor! hazme
posible por tu gracia lo que me parece imposible por la naturaleza. Tú sabes
cuán poco puedo padecer, y que luego desfallezco a la más leve contradicción.
Séame por tu nombre, amable y apetecible cualquier ejercicio de tribulación;
porque padecer y ser atormentado por ti, es muy saludable para mi alma.
CAPÍTULO XX
De la confesión de la
propia flaqueza, y de las miserias de esta vida
Confesaré mi
injusticia contra mí, a ti, Señor, confesaré mi flaqueza. Pequeña cosa es
muchas veces la que me abate y entristece. Propongo de pelear varonilmente, mas
viniendo una pequeña tentación siento gran angustia. Muy vil cosa es a veces de
donde me proviene grave tentación. Y cuando me juzgo por algo seguro, y temo
menos, me hallo algunas veces casi vencido de un leve soplo.
Mira, pues,
Señor, mi humildad y mi fragilidad, que te es bien conocida. Ten misericordia
de mí y sácame del lodo, porque no sea en él atollado, y quede abatido de todo.
Esto es lo que frecuentemente me encoge y confunde delante de ti, el ser tan
deleznable y flaco para resistir las pasiones. Y cuando no me lleve del todo al
consentimiento, me ofende y molesta mucho su persecución, y estoy muy
descontento de vivir cada día en este combate. De aquí conozco yo mi flaqueza,
pues las abominables imaginaciones más fácilmente vienen sobre mí, que se van.
Pluguiese a ti,
fortísimo Dios de Israel, celador de las almas fieles, de mirar ya el trabajo y
dolor de tu siervo, y asistirle en todo donde quiera que fuere. Esfuérzame con
fortaleza celestial, de modo que no prevalezca ni el hombre viejo, ni la carne miserable,
aún no bien sujeta al espíritu, contra la cual conviene pelear mientras que
vivimos en esta vida llena de miserias. ¡Ay! que tal es esta vida, donde nunca
faltan tribulaciones y desgracias, y donde todo está lleno de lazos y de
enemigos. Porque faltando una tribulación viene otra, y aún antes que se acabe
el primer combate, sobrevienen otros muchos e inesperados.
¿Y cómo puede ser
amada una vida llena de tantas amarguras, sujeta a tantas calamidades y
miserias? ¿Cómo aún se puede llamar vida la que engendra tantas muertes y
pestes? Y con esto vemos que es amada, y de muchos buscada para deleitarse en
ella. Muchas veces decimos del mundo que es engañoso y vano; mas no se deja
fácilmente, porque los apetitos sensuales nos dominan demasiado. Unas cosas nos
incitan a amar al mundo, y otras a despreciarlo. Nos incitan la sensualidad, la
codicia y la soberbia de la vida; pero las penas y miserias que se siguen de
estas cosas, causan aversión y enfado.
¡Mas ay! que
vence el deleite desordenado al alma que está entregada al mundo, y tiene por
delicia estar sujeta a los sentidos, porque no ha visto ni gustado la suavidad
de Dios, ni el interior gozo de la virtud. Mas los que perfectamente desprecian
al mundo, y estudian servir a Dios en una santa observancia, saben que está
prometida la divina dulzura a los que con verdad se renunciaren; y ven con más
claridad cuán gravemente yerra el mundo, y de cuántas maneras se engaña.
CAPÍTULO XXI
Sólo se ha de descansar en
Dios sobre todas las cosas
Alma mía, descansa
siempre en Dios, sobre todas y en todas las cosas, porque él es el eterno
descanso de los santos. Concédeme tú, dulcísimo y amantísimo Jesús, descansar
en ti sobre todas las cosas criadas; sobre toda salud y hermosura; sobre toda
gloria y honor; sobre toda potencia y dignidad; sobre toda ciencia y sutileza;
sobre todas las riquezas y artes; sobre toda alegría y gozo; sobre toda fama y
loor; sobre toda suavidad y consolación; sobre toda esperanza y promesa; sobre
todo merecimiento y deseo; sobre todos los dones y dádivas que puedes dar e
infundir; sobre todo el gozo y dulzura que el alma puede recibir y sentir; y en
fin, sobre todos los ángeles y arcángeles y sobre todo el ejército del cielo;
sobre todo lo invisible e invisible; y sobre todo lo que tú, Dios mío, no eres.
Porque tú, Señor
Dios mío, eres bueno sobre todo; tú sólo altísimo; tú sólo potentísimo; tú sólo
suficientísimo y plenísimo; tú sólo suavísimo y agradable; tú sólo hermosísimo
y amantísimo; tú sólo nobilísimo y gloriosísimo sobre todas las cosas, en quien
están todos los bienes perfectamente juntos, estuvieron y estarán. Por eso es
poco y no me satisface cualquier cosa que me das fuera de ti, o revelas o
prometes de ti mismo, si no puedo verte ni poseerte cumplidamente; porque no
puede mi corazón descansar verdaderamente ni contentarse del todo, si no
descansa en ti, y no se eleva sobre todo lo criado.
¡Oh amantísimo
esposo, mío Jesucristo, amador purísimo, Señor de todas las criaturas! ¿Quién
me dará alas de verdadera libertad para volar y descansar en ti? ¿Cuándo me
será concedido ocuparme en ti cumplidamente y ver cuán suave eres, Señor Dios
mío? ¿Cuándo me recogeré del todo en ti, que no me sienta a mí por tu amor,
sino a ti sólo sobre todo sentido y modo, y de un modo no manifiesto a todos?
Pero ahora muchas veces doy gemidos y sufro con dolor mi infelicidad; porque me
acaecen muchos males en este valle de miserias los cuales me turban a menudo,
me entristecen y ofuscan; muchas veces me impiden y distraen, me halagan y
embarazan, porque no tenga libre la entrada a ti, y no goce de los suaves
abrazos, que sin impedimento gozan los espíritus bienaventurados. Muévante mis
suspiros, y la grande desolación que hay sobre la tierra.
¡Oh Jesús
resplandor de la eterna gloria, consolación del alma que anda peregrinando!
Delante de ti están mi boca sin voz, y mi silencio te habla. ¿Hasta cuando
tarda en venir mi Señor? Venga a mí, pobrecito suyo, y lléneme de alegría.
Extienda su mano, y líbreme a mí, miserable, de toda angustia. Ven, ven, que
sin ti ningún día, ni hora estaré alegre; porque tú eres mi gozo, y sin ti está
vacía mi mesa. Miserable soy, y como encarcelado y preso con grillos, hasta que
tú me reanimes con la luz de tu presencia, y me pongas en libertad y muestres
tu amable rostro.
Busquen otros lo
que quisieren en lugar de ti, que a mí ninguno otra cosa me agrada sino tú,
Dios mío, esperanza mía y salud eterna. No callaré, ni cesaré de clamar a ti,
hasta que tu gracia vuelva, y tú me hables en lo interior diciendo:
Mira; aquí estoy,
me ves ya aquí, pues me llamaste. Tus lágrimas y el deseo de tu alma, y tu
humillación y la contrición de tu corazón me han inclinado y traído a ti.
Y yo dije: Señor,
yo te llamé y deseé gozarte; preparado estoy a menospreciar todas las cosas por
ti; pero tú primero me excitaste para que te buscase. Bendito seas, Señor, que
hiciste con tu siervo este beneficio, según la muchedumbre de tu misericordia.
¿Qué más tiene que decir tu siervo delante de ti, sino humillarse mucho en tu
acatamiento, acordándose siempre de su propia maldad y vileza? Porque no hay
cosa semejante a ti en todas las maravillas del cielo y de la tierra. Tus obras
son perfectísimas, tus juicios verdaderos, y por tu providencia se gobiernan
todas las cosas. Por eso toda alabanza y gloria sea a ti, ¡oh Sabiduría del
Padre! A ti alabe y bendiga mi boca, mi alma, y juntamente todo lo creado.
CAPÍTULO XXII
De la memoria de los
innumerables beneficios de Dios
Abre, Señor, mi
corazón acerca de la ley, y enséñame a andar en tus mandamientos. Concédeme que
conozca tu voluntad, y que con gran reverencia y entera consideración traiga a
la memoria tus beneficios, así generales como especiales, para que pueda de
aquí adelante darte dignamente las debidas gracias. Mas yo sé, y lo confieso,
que ni aún del más pequeño de tus beneficios puedo darte las alabanzas y
gracias que debo. Yo soy menor que todos los bienes que me has hecho; y cuando
considero tu nobilísimo Ser, desfallece mi espíritu por su grandeza.
Todo lo que
tenemos en el alma y en el cuerpo, y cuantas cosas poseemos en lo interior o en
lo exterior, natural o sobrenaturalmente, son beneficios tuyos y te engrandecen
a ti, como bienhechor piadoso y bueno, de quien recibimos todos los bienes. Y
aunque uno reciba más y otro menos, todo es tuyo, y sin ti no se puede alcanzar
la menor cosa. El que más recibe no puede gloriarse de su merecimiento, ni
estimarse sobre los demás, ni desdeñar al que recibió menos; porque es mayor y
mejor aquél que menos se atribuye a sí mismo, y es más humilde, devoto, y
agradecido. Y el que se tiene por más vil que todos y se juzga por más indigno,
está más dispuesto para recibir mayores dones.
Mas el que
recibió menos, no se debe entristecer ni indignarse, ni tener envidia del que
tiene más, antes debe atender a ti y engrandecer sobremanera tu bondad ya que
tan copiosa, tan gratuita y liberalmente repartes tus beneficios sin acepción
de personas. Todas las cosas proceden de ti, y por eso en todo debes ser
alabado. Tú sabes lo que conviene darse a cada uno. Y por qué tiene uno menos y
otro más, no toca a nosotros discernirlo, sino a ti, que sabes determinadamente
los merecimientos de cada uno.
Por eso, Señor
Dios, tengo también por gran beneficio no tener muchas cosas de las cuales me
alaben y honren los hombres; de modo que cualquiera que considere la pobreza y
vileza de su persona, no sólo no recibirá agravio, ni tristeza, ni abatimiento,
sino consuelo y gran alegría; porque tú, Dios, escogiste para familiares y
domésticos a los pobres, humildes y menospreciados de este mundo. Testigos son
de esto tus Apóstoles, los cuales constituiste príncipes sobre toda la tierra.
Mas se conservaron en el mundo tan sin queja, y fueron tan humildes y
sencillos, viviendo tan sin malicia ni engaño, que se gozaban en sufrir
injurias por tu nombre y abrazaban con gran afecto lo que el mundo aborrece.
Por eso ninguna
cosa debe alegrar tanto al que te ama y reconoce tus beneficios, como tu santa
voluntad y el beneplácito de tu eterna disposición; lo cual le ha de contentar
y consolar de manera que quiera tan de grado ser el menor de todos, como
desearía otro ser el mayor; y tan pacífico y contento debe estar en el más bajo
lugar como en el primero; y tan de buena gana llevar verse despreciado y
abatido, y no tener nombre ni fama, como si fuese el más honrado y mayor del
mundo; porque tu voluntad y el amor de tu honra han de ser sobre todas las
cosas; y más se debe consolar y contentar con esto, que con todos los
beneficios recibidos, o que puede recibir.
CAPÍTULO XXIII
Cuatro cosas que causan
gran paz
Hijo, ahora te
enseñaré, el camino de la paz, y de la verdadera libertad.
Señor, haz lo que
dices, que mucho me huelgo de oírlo.
Hijo, procura
hacer antes la voluntad de otro que la tuya. Escoge siempre tener menos que
más. Busca siempre el lugar más inferior, y está sujeto a todos. Desea siempre
y pide a Dios, que se cumpla en ti enteramente su divina voluntad. Este tal
entrará en los términos de la paz y del descanso.
Señor, éste tu
breve sermón, contiene en sí muchas perfección, pequeño es en las palabras, mas
lleno de sentido y de copioso fruto. Que si lo pudiese yo fielmente guardar, no
había de turbarme con tanta facilidad; porque cuantas veces me siento
desasosegado y pesado, hallo que me he apartado de esta doctrina. Mas tú que
puedes todas las cosas, y deseas siempre el provecho del alma, acrecienta en mí
mayor gracia, para que pueda cumplir tu palabra, y conseguir mi salvación.
ORACIÓN
Contra los malos
pensamientos
Señor Dios mío,
no te alejes de mí. Dios mío, cuida de ayudarme, que se han levantado contra mí
varios pensamientos y grandes temores que afligen mi alma: ¿Cómo los pasaré sin
daño? ¿Cómo los desecharé?
Yo iré, dice
Dios, delante de ti, y humillaré los poderosos de la tierra. Abriré las puertas
de la cárcel y te revelaré los secretos de las cosas escondidas.
Hazlo así, Señor,
como lo dices, y huyan de tu presencia todos los malos pensamientos. Ésta es mi
esperanza y singular consolación, acudir a ti en cualquier tribulación mía,
confiar en ti, llamarte con todas mis entrañas, y esperar con paciencia tu
consuelo.
ORACIÓN
Para iluminar el
entendimiento
Alúmbrame, buen
Jesús, con la claridad de tu luz interior, y quita de la morada de mi corazón
todas las tinieblas. Refrena mis muchas distracciones, y destruye las
tentaciones que me hacen violencia. Pelea fuertemente por mí, y ahuyenta las
malas bestias, que son los apetitos halagüeños, para que se haga paz en tu
virtud, y la abundancia de tu alabanza esté en el santuario, esto es, en la
conciencia limpia. Manda a los vientos y a las tempestades, di al mar que
sosiegue, y al aquilón que no sople, y todo se convertirá en gran bonanza.
Envía tu luz y tu
verdad para que resplandezcan sobre la tierra, porque soy tierra vana y vacía
hasta que tú me ilumines. Derrama de lo alto tu gracia; baña mi corazón con el
rocío celestial; suministra las aguas de la devoción para regar la faz de la
tierra, para que produzca fruto bueno y perfecto. Levanta el alma oprimida con
el peso de sus pecados, y eleva todo mi deseo a las cosas del cielo; porque
después de gustada la suavidad de la felicidad celestial, me desdeñe de pensar
en las cosas de la tierra.
Apártame y
líbrame de toda transitoria consolación de las criaturas; porque ninguna cosa
creada basta para aquietar y consolar cumplidamente mi deseo. Úneme a ti con el
inseparable vínculo del amor, porque sólo tú bastas para el que te ama, y sin
ti todas las cosas son despreciables.
CAPÍTULO XXIV
Cómo se ha de evitar la
curiosidad de saber vidas ajenas
Hijo, no quieras
ser curioso, ni tener cuidados impertinentes. ¿Qué te va a ti de esto o de lo
otro? Tú sígueme a mí. ¿Qué te va a ti que aquél sea tal o cual, o que el otro
obre o hable de ésta o de otra manera? Tú no necesitas responder por otros; de
ti solo has de dar razón. ¿Pues por qué te entremetes tanto? Mira que yo
conozco a todos, veo cuanto se hace debajo del sol, y sé de qué manera está
cada uno; lo que piensa, lo que quiere, y a qué fin se dirige su intención. Por
eso se deben encomendar a mí todas las cosas; mas tú consérvate en santa paz, y
deja al bullicioso hacer cuanto quisiere; sobre él vendrá lo que hiciere o
dijere, porque no me puede engañar.
No tengas cuidado
de la sombra de un gran nombre, ni de la familiaridad de muchos, ni del amor
particular de los hombres, porque esto causa grandes distracciones y tinieblas
en el corazón. De buena gana te hablaría mi palabra y te revelaría mis
secretos, si tú aguardases con ansia mi venida y me abrieses la puerta del
corazón. Mira que estés sobre aviso, vela en la oración y humíllate en todas
las cosas.
CAPÍTULO XXV
En qué consiste la paz
firme del corazón, y el verdadero aprovechamiento
Hijo mío, yo
dije: La paz os dejo, mi paz os doy, y no os la doy como el mundo la da. Todos
desean la paz; mas no todos tienen cuidado de lo que pertenece a la verdadera
paz. Mi paz está con los humildes y mansos de corazón. Tu paz estará en la
mucha paciencia. Si me oyeres y siguieres mi voz, podrás gozar de mucha paz.
¿Qué haré, pues,
Señor?
Mira en todas las
cosas a lo que haces y a lo que dices, y dirige toda tu intención a este fin,
que me agrades a mí solo y no desees ni busques cosa alguna fuera de mí. Ni
tampoco juzgues temerariamente de los hechos o dichos ajenos, ni te entremetas
en lo que no te han encomendado; con esto podrá ser que poco o rara vez te turbes.
Nunca sentir alguna turbación, ni sufrir alguna fatiga en el corazón ni en el
cuerpo, no es de este mundo, sino del estado de la bienaventuranza. Por eso no
creas que has hallado la verdadera paz porque no sintieres alguna pesadumbre,
ni que ya todo sea bueno si no tienes ningún adversario; ni está la perfección
en que todo te suceda según tú quieres. Ni entonces te reputes ser algo, o
digno de amor, si experimentares gran devoción y dulzura; porque en estas cosas
no se conoce el verdadero amador de la virtud, ni consiste en ellas el
aprovechamiento y perfección del hombre.
¿Pues en qué,
Señor?
En ofrecerte de
todo corazón a la divina voluntad, no buscando tu propio interés, ni en lo
pequeño ni en lo grande, ni en lo temporal ni en lo eterno; de manera que con
ánimo igual des gracias a Dios en las cosas prósperas y adversas, pesándolo
todo con justa balanza. Si fueres tan fuerte y sufrido en la esperanza, que
quitándote la consolación interior, aún esté dispuesto tu corazón para sufrir
cosas mayores, y no te justificares diciendo que no debías padecer tales ni
tantas cosas, sino que me tuvieres por justo, y me alabares por santo en todo
lo que yo ordenare, entonces andas por el camino verdadero y recto de la paz y
podrás tener esperanza cierta que verás mi rostro otra vez con alegría. Y si
llegares a menospreciarte del todo a ti mismo, sábete que entonces gozarás
abundancia de paz, según la posibilidad de esta peregrinación.
CAPÍTULO XXVI
De la excelencia del ánima
libre, la cual se merece más por la humilde oración que por la lectura
Señor, ésta es
obra de varón perfecto, nunca aflojar la intención de las cosas celestiales, y
entre muchos cuidados pasar casi sin cuidado; no de la manera que suelen
descuidar algunos por tibieza o flojedad, sino por la excelencia de una alma
libre, sin tener ningún desordenado afecto a criatura alguna.
Ruégote,
piadosísimo Dios mío, que me apartes de los cuidados de esta vida, para que no
me embaracen las muchas necesidades del cuerpo, ni me cautive el deleite;
presérvame asimismo de los muchos impedimentos del alma, para que no caiga
quebrantado con tantas molestias. No hablo de las cosas que la vanidad mundana
desea con tanto afecto, sino de aquellas miserias que gravemente afligen al
alma de tu siervo, con la común maldición de mortalidad, y la detienen para que
no pueda entrar en la libertad del espíritu cuantas veces quisiere.
¡Oh Dios mío,
dulzura inefable! conviérteme en amargura todo consuelo carnal que me aparta
del amor de lo eterno, y me atrae a sí para perderme con sola la apariencia de
algún bien que momentáneamente deleita. No me venza, Dios mío, no me venza la
carne y la sangre, no me engañe el mundo y su gloria fugaz, no me derive el
demonio y su astucia. Dame fortaleza para resistir, paciencia para sufrir, constancia
para perseverar. Dame por todas las consolaciones del mundo la suavísima unción
de tu Espíritu; y por el amor carnal infunde en mi alma el amor de tu santo
nombre.
Muy penoso es al
alma fervorosa el comer, el beber, el vestir y todo lo demás que pertenece al
sustento del cuerpo: concédeme usar de todo lo necesario templadamente, y que
no me ocupe de ello con sobrado afán. No es lícito dejarlo todo, porque se ha
de sustentar la naturaleza, mas buscar lo superfluo y lo que más deleita, la
ley santa lo prohíbe; porque de otra suerte la carne se levantaría contra el
espíritu. Ruégote, Señor, que me dirija y enseñe tu mano en estas cosas, para
que no me exceda en ellas.
CAPÍTULO XXVII
El amor propio nos estorba
mucho el bien eterno
Hijo, conviene
darlo todo por todo y no ser nada en ti mismo. Sabe que el amor propio te daña
más que todo el mundo. Cuanto es el amor y afición que tienes, tanto se te
apegarán las cosas más o menos. Si tu amor fuere puro, sencillo y bien
ordenado, estarás libre de todas las cosas. No codicies lo que no te es lícito
tener, ni quieras tener lo que te pueda impedir y quitar la libertad interior.
Maravilla es que no te encomiendes a mí de lo más profundo de tu corazón, con
todo lo que puedes tener o desear.
¿Por qué te
consumes con vana tristeza? ¿Por qué te fatigas con superfluos cuidados? Está a
mi voluntad y no sentirás daño alguno. Si buscas esto o aquello y quisieres
estar aquí o allí por tu provecho y propia voluntad, nunca tendrás quietud ni
estarás libre de cuidados; porque en todas las cosas hallarás algún defecto, y
en cada lugar habrá quien te ofenda.
Y así, no
cualquier cosa alcanzada o multiplicada exteriormente aprovecha, sino la
despreciada y arrancada de raíz del corazón. No entiendas eso solamente de la
posesión de dinero y de riquezas, sino también de la ambición de honores y
deseo de vanagloria, todo lo cual pasa con el mundo. Poco hace el lugar si
falta el verdadero fundamento y la virtud del corazón; quiero decir, si no
estuvieres en mí. Bien te puedes mudar, mas no mejorar, porque llegando la
ocasión y aceptándola hallarás lo mismo que huías, y aún mucho más.
ORACIÓN
Para pedir la purificación
del corazón y la sabiduría celestial
Confírmame, Señor
Dios, por la gracia del Espíritu Santo. dame virtud para fortalecer al hombre
interior y desocupar mi corazón de toda inútil solicitud y congoja, para que no
me lleven tras sí tan varios deseos por cualquier cosa ya vil, ya preciosa sino
que las mire todas como transitorias; y a mí mismo, que pasaré con ellas.
Porque no hay cosa que permanezca debajo del sol, adonde todo es vanidad y
aflicción de espíritu. ¡Oh cuán sabio es el que así piensa!
Concédeme, Señor,
la sabiduría celestial para que aprenda a buscarte y hallarte sobre todas las
cosas, gustarte y amarte sobre todo, y entender todo lo demás como es, según la
orden de tu sabiduría. Concédeme prudencia para desviarme del lisonjero y
sufrir con paciencia al adversario; porque ésta es muy gran sabiduría, no
moverse por todo viento de palabras, ni dar oídos a la sirena que
perniciosamente halaga, porque así se prosigue con seguridad el camino
comenzado.
CAPÍTULO XXVIII
Contra las lenguas de los
maldicientes
Hijo, no te
enojes si algunos tuvieren mala opinión de ti, y no te dijeren lo que no
querías oír. Tú debes sentir de ti lo peor, y tenerte por el más flaco de
todos. Si andas dentro de ti, no harás mucho caso de palabras que se lleva el
viento. Gran discreción es callar en tiempo contrario, y convertirse a mí de
corazón, y no turbarse por el juicio humano.
No sea tu paz en
la boca de los hombres, que si pensaren bien o mal de ti, no serás por eso
diferente del que eres. ¿Adónde está la verdadera paz y la verdadera gloria
sino en mí? El que no desea contentar a los hombres, ni teme desagradarlos,
gozará de mucha paz. Del desordenado amor y del vano temor nace todo
desasosiego del corazón y toda distracción de los sentidos.
CAPÍTULO XXIX
Cómo debemos rogar a Dios
y bendecirle en el tiempo de la tribulación
Señor, sea tu
nombre para siempre bendito, que quisiste que viniese sobre mí esta tentación y
trabajo. No puedo huirla; mas tengo necesidad de recurrir a ti para que me
ayudes y la conviertas en mi provecho. Señor, ahora estoy atribulado y no le va
bien a mi corazón; atorméntame mucho esta pasión. Y ahora, Padre amado, ¿qué
diré? Estoy rodeado de angustias. Sálvame de esta hora, adonde he llegado para
que seas tú glorificado, cuando yo estuviere muy humillado y fuese socorrido
por ti. Pléguete, Señor, de librarme; porque yo, pobre, ¿qué puedo hacer, y
adónde iré sin ti? Dame paciencia, Señor, también esta vez. Ayúdame, Dios mío,
y no temeré por más atribulado que me halle.
Y ahora entre
estas congojas, ¿qué diré Señor? Que se haga tu voluntad. Yo bien merecido
tengo ser atribulado y angustiado. Aún me conviene sufrir, y ojalá sufra con
paciencia hasta que pase la tempestad y haya bonanza. Poderosa es tu mano
omnipotente para quitar de mí esta tentación y amansar su furor, porque del
todo no caiga; así como antes lo has hechos muchas veces conmigo, Dios mío,
misericordia mía. Y cuanto a mí es más dificultoso, tanto es a ti más fácil
esta mudanza de la diestra del Excelso.
CAPÍTULO XXX
Cómo se ha de pedir el
auxilio divino, y de la confianza de recobrar la gracia
Hijo, yo soy el
Señor que conforta en el día de la tribulación. Ven a mí cuando no te hallares
bien. Lo que más impide la consolación celestial es que demasiado tarde vuelves
a la oración; porque antes que estés delante de mí con atención, buscas muchas
consolaciones y te recreas en las cosas exteriores. De aquí viene que todo te
aprovecha poco hasta que conozcas que yo soy el que salvo a los que esperan en
mí; y fuera de mí no hay ayuda que valga, ni consejo provechoso, ni remedio
durable. Mas cobrado aliento después de la tempestad, esfuérzate con la luz de
las misericordias mías; porque cerca estoy, dice el Señor, para reparar todo lo
perdido, no sólo cumplida, mas abundante y colmadamente.
¿Por ventura, hay
cosa alguna difícil para mí? ¿O seré yo como el que dice y no hace? ¿Adónde
está tu fe? Está firme y persevera; está firme y perseverante; el consuelo a su
tiempo vendrá. Espérame, espera, yo vendré y te curaré. La tentación es la que
te atormenta, y el vano temor el que te espanta. ¿Qué aprovecha tener cuidado
de lo que está por venir, sino para tener tristeza sobre tristeza? Bástale al
día su trabajo. Vana cosa es y sin
provecho, entristecerse o alegrarse de lo venidero, que quizá nunca acaecerá.
Cosa humana es
ser engañado con tales ilusiones; y también es señal de poco ánimo dejarse
burlar tan ligeramente del enemigo; el cual no se cuida de que sea verdadero o
falso aquello con lo que nos burla o engaña, o si nos derribará con el amor de
lo presente, o con el temor de lo porvenir. No se turbe pues tu corazón, ni
tema; cree en mí, y ten mucha confianza en mi misericordia. Cuando tú piensas
estar más lejos de mí, estoy yo muchas veces más cerca de ti. Y cuando tú
piensas que está todo casi perdido, entonces muchas veces está cerca la
ganancia del merecer. No está todo perdido cuando alguna cosa te sucede contraria.
No debes juzgar según lo que sientes al presente, ni acongojarte con cualquier
contrariedad de cualquier parte que venga, ni considerarla tal como si no
hubiese esperanza de remedio.
No te tengas por
desamparado del todo, aunque te envíe a tiempos alguna tribulación, o te prive
del consuelo que deseas; porque de este modo se pasa al reino de los cielos. Y
esto sin duda te conviene más a ti y a todos mis siervos, que se ejerciten en
adversidades, que si todo sucediese a su gusto y sabor. Yo conozco los
pensamientos ocultos, y que conviene para tu salvación que algunas veces te
deje sin consolación; porque podía ser que alguna vez te ensoberbecieses en lo
que te sucediese bien y te complacieses en ti mismo en lo que no eres. Lo que
yo te di, te lo puedo quitar, y volvértelo cuando quisiere.
Cuando te lo
diere, mío es; cuando te lo quitare, no tomo cosa tuya, porque mía es cualquier
dádiva buena, y mío todo don perfecto. Si te enviare alguna pesadumbre o
cualquier contrariedad, no te indignes y descaezca tu corazón, porque te puedo
yo levantar al momento y mudar cualquier pena en gozo. Justo soy, y muy digno
de ser alabado cuando lo hago así contigo.
Si juzgas con
rectitud y miras las cosas con ojos de verdad, nunca te debes entristecer, ni
descaecer tanto por las adversidades; sino antes bien holgarte y agradecerlo, y
tener por única alegría que, afligiéndote con dolores, no te dejo sin castigo. Así como me amó el Padre, yo os amo,
dije a mis amados discípulos, a los cuales no envié a gozos temporales, sino a
grandes combates; no a honras, sino a desprecios; no al ocio, sino al trabajo;
no al descanso, sino a recoger grandes frutos de paciencia. Hijo mío, acuérdate
de estas palabras.
CAPÍTULO XXXI
Se ha de despreciar toda
criatura, para que pueda hallarse al Criador
Señor, necesaria
me es mayor gracia, si tengo de llegar adonde nadie ni ninguna criatura me
pueda impedir; porque mientras alguna cosa me detiene, no puedo volar a ti
libremente. Aquél que deseaba volar libremente decía: ¿Quién me dará alas como de paloma, y volaré y descansaré? ¿Qué
cosa hay más quieta que la intención pura? ¿Y qué cosa hay más libre que quien
no desea nada en el mundo? Por eso conviene levantarse sobre todo lo criado,
desprenderse totalmente de sí mismo y en lo más alto del entendimiento, ver que
tú, Creador de todo, no tienes semejanza alguna con la criatura; y el que no se
desocupare de todo lo creado, no podrá dedicarse libremente a las cosas
divinas; por esto se hallan pocos contemplativos, porque son pocos los que saben
desasirse del todo de las criaturas y de todo lo perecedero.
Para esto es
menester gran gracia, que levante el alma, elevándola sobre sí misma; pero si
no fuere el hombre levantado en espíritu, y libre de todo lo creado y todo
unido a Dios, de poca estima es cuanto sabe y cuanto tiene. Por mucho tiempo se
quedará pequeño, y no se levantará de lo terreno el que estima alguna cosa por
grande, fuera del solo, el único, inmenso y eterno Bien. Y lo que no es Dios,
nada es, y por nada se debe contar. Por cierto gran diferencia hay entre la
sabiduría del varón iluminado y devoto y la ciencia del literato estudioso.
Mucho más noble es la doctrina que mana de arriba de la influencia divina, que
la que se alcanza con trabajo por el ingenio humano.
Muchos se
hallarán que desean la contemplación; mas no estudian en ejercitarse en los
medios que para ella se requieren. Hay también otro grandísimo impedimento, y
es que están muy fijos los hombres en las señales y cosas sensibles, y tienen
muy poco cuidado de la perfecta mortificación. No sé qué es, ni qué espíritu
nos lleva, ni qué esperamos los que somos llamados espirituales, que tanto
trabajo y cuidado ponemos por las cosas transitorias y viles, y rara vez nos
recogemos del todo a considerar nuestro interior.
¡Ah dolor!, que
al momento que nos hemos recogido un poquito, nos salimos afuera, y no pensamos
en nuestras obras con detenido examen. No miramos adonde se fijan nuestras
afecciones, ni lloramos cuán impuras son todas nuestras cosas. Toda carne había
corrompido sus caminos y por eso se siguió el gran diluvio; porque como nuestro
afecto interior esté corrompido, es necesario que la obra que sigue, que es
señal de la privación de la fuerza interior, también se corrompa. Del corazón
puro procede el fruto de la buena vida.
Miramos; cuanto
hace cada uno, mas no pensamos de cuánta virtud procede. Con gran diligencia se
inquiere si alguno es valiente, rico, hermoso, dispuesto o buen escritor, buen
cantor, buen oficial; pero cuán pobre sea uno de espíritu, cuán paciente y manso,
cuán devoto y recogido, pocos lo dicen. La naturaleza mira el exterior del
hombre; mas la gracia se ocupa en lo interior: aquélla muchas veces se engaña;
ésta pone su esperanza en Dios para no ser engañada.
CAPÍTULO XXXII
Cómo debe el hombre
negarse a sí mismo y evitar toda codicia
Hijo, no puedes
poseer la libertad perfecta si no te niegas del todo a ti mismo. En prisiones
están todos los propietarios y amadores de sí mismos, los codiciosos y
curiosos, los vagamundos, que buscan continuamente las cosas delicadas y no las
que son de Jesucristo; antes componen e inventan muchas veces lo que no ha de
permanecer, porque todo lo que no procede de Dios, perecerá. Imprime en tu alma
esta breve y perfectísima sentencia: Déjalo todo y lo hallarás todo; deja la
codicia y hallarás sosiego. Trata esto en tu pensamiento, y cuando lo
cumplieres lo entenderás todo.
Señor, no es ésta
obra de un día, ni juego de niños; antes en estas pocas palabras se encierra
toda la perfección religiosa.
Hijo, no debes
volver atrás, ni abatirte luego oyendo cuál es el camino de los perfectos;
antes debes esforzarte para cosas más altas, o a lo menos aspirar a ellas con
el deseo. ¡Ojalá así te sucediese y hubieses llegado a tanto, que no fueses
amador de ti mismo y estuvieses dispuesto enteramente a obedecer mi voluntad y
la del que te di por Prelado! Entonces me agradarías mucho, y pasarías tu vida
en gozo y paz. Aún tienes muchas cosillas que debes dejar, que si no las
renuncias enteramente por mí, no alcanzarás lo que pides. Yo te aconsejo que
compres de mi oro afinado en fuego, para que seas rico, pues es la sabiduría
celestial, que huella todo lo bajo. Desprecia la sabiduría terrena, el contento
humano y el tuyo propio.
Yo te dije que
debes comprar las cosas humanas más viles por preciosas y altas. Porque muy vil
y pequeña y casi olvidada parece la verdadera sabiduría celestial, que no
presume grandezas de sí, ni quiere ser engrandecida en la tierra, y la cual
está sólo en los labios de muchos; mas en las obras andan muy apartados de
ella, siendo ella una perla preciosa escondida a muchos.
CAPÍTULO XXXIII
De la inestabilidad del
corazón, y cómo debemos dirigir nuestra intención final a Dios
Hijo, no quieras
creer en tu deseo, que el que ahora tienes, presto se te cambiará en otro.
Mientras vivieres estás sujeto a mudanzas, aunque no quieras; porque ahora te
hallarás alegre, ahora triste, ahora sosegado, ahora turbado, ahora devoto,
ahora indevoto, ya aplicado, ya perezoso; ahora pesado, ahora ligero. Mas sobre
estas mudanzas está el sabio bien instruido en el espíritu. No mira a lo que
siente en sí, ni de qué parte sopla el viento de la mudanza; sino que toda la
intención de su espíritu se encamine y ayude al debido y deseado fin, porque
así podrá permanecer siempre el mismo, entre tantos y tan varios accidentes de
la vida, dirigiendo a mí sin cesar, la mira de su sencilla intención.
Y cuanto más pura
fuere ésta, tanto más constante estará entre la diversidad de tantas
tempestades. Pero en muchas cosas se obscurece el ojo de la pura intención;
porque al momento mira lo primero deleitable que s ele ofrece, y rara vez se
halla alguno totalmente libre del defecto de buscar su propio interés. Así
también los judíos en otro tiempo vinieron a Betania a visitar a María y a
Marta, no sólo por Jesús, mas también para ver a Lázaro. Débese, pues,
purificar el ojo de la intención; para que sea sencillo y recto, y se dirija a
mí, sin atender a ningún otro objeto.
CAPÍTULO XXXIV
El que ama a Dios gusta de
él en todo y sobre todo
¡Oh mi Dios y todas
las cosas! ¿Qué quiero más, y qué mayor bienaventuranza puedo desear? ¡Oh
sabrosa y dulcísima palabra para el que ama a Dios, y no al mundo ni a lo que
en él está! ¡Dios mío, y todas las cosas! Al que entiende, basta lo dicho; y
repetirlo muchas veces es gran alegría para el que ama; porque estando tú
presente todo es alegría, y estando tú ausente todo es enojoso. Tú das la
tranquilidad al corazón, y das gran paz y mucha alegría. Tú haces sentir bien
de todo, y que se te alabe en todas las cosas. No puede cosa alguna deleitar
mucho tiempo sin ti; y si ha de agradar y gustar de veras, conviene que tu
gracia la asista y tu sabiduría la sazone.
A quien eres
sabroso ¿qué no le sabrá bien? Y quien de ti no gusta ¿qué le podrá agradar?
Mas, ¡ay!, que los sabios del mundo y los carnales desfallecen en tu sabiduría;
porque en los unos se halla mucha vanidad, y en los otros la muerte. Mas los
que te siguen con desprecio del mundo y mortificando su carne, éstos son los
sabios verdaderos, porque pasan de la vanidad a la verdad y de la carne al
espíritu. A estos tales es Dios sabroso, y cuanto bueno hallan en las
criaturas, todo lo refieren a honra y gloria de su Creador. Pues diferente es y
muy diferente el sabor del Creador y el de la criatura, el de la eternidad y el
del tiempo, el de la luz increada y el de la luz iluminada.
¡Oh luz perpetua,
que excedes a toda luz creada! Envía desde lo alto tal resplandor, que penetre
todo lo íntimo de mi corazón; purifica, alegra, clarifica y vivifica mi
espíritu con todas sus potencias, para que se una contigo con júbilo de mi
alma. ¡Oh cuándo vendrá esta bendita y deseada hora, para que tú me sacies con
tu presencia, y me seas todo en todas las cosas! Entretanto que esto no se me
concediere no tendré cumplido gozo. Mas, ¡oh dolor! que vive aún el hombre
viejo en mí, y no está del todo crucificado, ni está del todo muerto; aún
codicia fuertemente contra el espíritu; mueve guerras interiores, y no
consiente esté en quietud el reino del alma.
Mas tú que
dominas el poderío del mar y amansas el movimiento de sus ondas, levántate y
ayúdame. Destruye las gentes que buscan guerras, quebrántalas con tu virtud.
Ruégote que muestres tus maravillas y que sea glorificada tu diestra, porque no
tengo otra esperanza ni otro refugio sino a ti, Señor Dios mío.
CAPÍTULO XXXV
En esta vida no hay
seguridad de carecer de tentaciones
Hijo, nunca estás
seguro en esta vida; porque mientras vivieres siempre tienes necesidad de armas
espirituales; entre enemigos andas, y a derecha e izquierda te combaten. Por
eso, si no te vales por todas partes del escudo de la paciencia, no estarás
mucho tiempo sin herida. Además de esto, si no pones tu corazón fijo en mí, con
pura voluntad de sufrirlo todo por mí, no podrás sostener esta recia batalla ni
conseguir la palma de los bienaventurados. Conviénete, pues, romper
varonilmente con todo y pelear con mucho esfuerzo contra todo lo despreciable
del mundo, porque al vencedor se da el maná y al perezoso le aguarda mucha
miseria.
Si buscas
descanso en esta vida, ¿cómo hallarás después la eterna bienaventuranza? No
procures mucho descanso, sino mucha paciencia. Busca la verdadera paz, no en la
tierra, sino en el cielo; no en los hombres ni en las demás criaturas, sino en
Dios sólo, por cuyo amor debes aceptar de buena gana todas las cosas adversas,
como son trabajos, dolores, tentaciones, vejaciones, congojas, necesidades,
dolencias, injurias, calumnias, reprensiones, humillaciones, insultos,
correcciones y menosprecios. Estas cosas aprovechan para la virtud; estas cosas
prueban al soldado nuevo de Cristo, éstas fabrican la corona celestial. Yo daré
eterno galardón por breve trabajo; infinita gloria por una confusión pasajera.
¿Piensas tú tener
siempre consolaciones espirituales a medida de tu voluntad? Mis Santos no
siempre las tuvieron, sino muchas pesadumbres, diversas tentaciones y grandes
desconsuelos. Pero todo lo sufrieron con paciencia, y confiaron más en Dios que
en sí; porque sabían que no son equivalentes todas las penas de esta vida para
merecer la gloria venidera. ¿Quieres tú hallar luego, lo que muchos después de
copiosas lágrimas y grandes trabajos con dificultad alcanzaron? Espera en el
Señor y trabaja varonilmente; esfuérzate, no desconfíes, no huyas; mas ofrece
con constancia tu cuerpo y tu alma por la gloria de Dios. Yo te lo pagaré muy
cumplidamente. Yo estaré contigo en toda tribulación.
CAPÍTULO XXXVI
Contra los vanos juicios
de los hombres
Hijo, abandona tu
corazón firmemente en Dios, y no temas los juicios humanos cuando la conciencia
no te acusa. Bueno es, y dichoso también, padecer de esta suerte; y esto es
grave al corazón humilde que confía más en Dios que en sí mismo. Muchos hablan
demasiadamente, y por eso se les debe dar poco crédito; y satisfacer a todos no
es posible. Aunque S. Pablo trabajó en agradar a todos en el Señor, y se hizo
todo para todos, todavía no tuvo en nada ser él juzgado del mundo.
Mucho hizo por la
salud y edificación de los otros, trabajando cuanto pudo y estuvo de su parte;
pero no pudo impedir que le juzgasen y despreciasen algunas veces. Por eso lo
encomendó todo a Dios, que sabe todas las cosas, y con paciencia y humildad se
defendía de las malas lenguas, y de los que piensan maldades y mentiras, y las
dicen como se les antoja. No obstante, respondió algunas veces, porque no se
escandalizasen algunos flacos de su silencio.
¿Quién eres tú
para que temas al hombre mortal? Hoy es, y mañana no parece. Teme a Dios y no
te espantarán los hombres. ¿Qué puede contra ti el hombre con palabras o
injurias? A sí mismo se daña más que a ti, y cualquiera que sea, no podrá huir
el juicio de Dios. Tú pon a Dios delante de tus ojos y déjate de quejas y
contiendas. Y si te parece que al presente sufres confusión o vergüenza sin
merecerlo, no te indignes por eso, ni disminuyas tu corona con la impaciencia;
mas mírame a mí en el cielo, que puedo librar de toda confusión e injuria y dar
a cada uno según sus obras.
CAPÍTULO XXXVII
De la total renunciación
de sí mismo para alcanzar la libertad del corazón
Hijo, déjate a ti
y me hallarás a mí. No quieras hacer elección ni te apropies cosa alguna, y
siempre ganarás; porque negándote de verdad sin volverte a ti, se te dará mayor
gracia.
Señor, ¿cuántas
veces me negaré, y en qué cosas me dejaré?
Siempre y en cada
hora, así en lo pequeño como en lo grande. Ninguna cosa exceptúo, pues en todo
te quiero hallar desnudo; porque de otro modo ¿cómo podrás tú ser mío y yo
tuyo, si no te despojas de toda voluntad propia interior y exteriormente?
Cuanto más presto hicieres esto, tanto mejor te irá; y cuanto más pura y
cumplidamente, tanto más me agradarás, y mucho más ganarás.
Algunos se
renuncian, pero con alguna excepción del todo en Dios, y por eso trabajan en
mirar por sí. También algunos al principio le ofrecen todo, pero después,
combatidos por la tentación, se vuelven a las cosas propias, y por eso no
aprovechan en la virtud. Éstos nunca llegarán a la verdadera libertad del
corazón puro, ni a la gracia de mi suave familiaridad si antes no se renuncian
del todo, haciendo cada día sacrificio de sí mismos, sin el cual no están ni
estarán en la unión con que se goza de mí.
Muchas veces te
dije, y ahora te lo vuelvo a decir: Déjate a ti, renúnciate, y gozarás de una
gran paz interior. Dalo todo por el todo, no busques nada, nada vuelvas a
pedir, está pura y confiadamente en mí y me poseerás, estarás libre en el
corazón y no te hollarán las tinieblas. Esfuérzate para esto, y esto desea, que
puedas despojarte de todo propio amor y desnudo seguir al desnudo Jesús, morir
a ti mismo, y vivir a mí eternamente. Entonces huirán todas las vanas
ilusiones, las penosas inquietudes y los superfluos cuidados. También se
ausentará entonces el demasiado temor y morirá el amor desordenado.
CAPÍTULO XXXVIII
Del buen régimen en las
cosas exteriores, y del recurso a Dios en los peligros
Hijo, debes mirar
con diligencia, que en cualquier lugar y en toda acción u ocupación exterior,
estés interiormente libre y seas señor de ti mismo, y que todas las cosas
tengas debajo de ti, y no estés sujeto a ninguna de ellas, porque seas señor de
tus acciones, no siervo, ni esclavo comprado, sino como libre y verdadero
hebreo pases a gozar de la suerte y libertad de los hijos de Dios, los cuales
ponen debajo de sí las cosas presentes; y contemplan las eternas; miran lo
transitorio con el ojo izquierdo y con el derecho lo celestial; a los cuales no
atraen las cosas temporales para estar asidos a ellas, antes ellos las atraen
para servirse bien de ellas, según están de Dios ordenadas, e instituidas por
el supremo Artífice, que no hizo nada sin orden en lo criado.
Si en cualquier
cosa que te acaeciere estás firme, y no juzgas de ella según la apariencia
exterior, ni miras con ojo carnal lo que oyes o ves, antes, en cualquier cosa
entras luego a lo interior, como Moisés en el Tabernáculo para determinar sus
dudas y dificultades, y tomó el remedio de la oración para librarse de los
peligros y maldades de los hombres. Así debes tú huir y entrarte en el secreto
de tu corazón, implorando con eficacia el socorro divino. Por eso se lee, que
Josué y los hijos de Israel fueron engañados por los gabaonitas, porque no
consultaron primero con el Señor, sino que creyendo de presto las blandas
palabras, fueron con falsa piedad engañados.
CAPÍTULO XXXIX
No sea el hombre importuno
en los negocios
Hijo,
encomiéndame siempre tus negocios y yo los dispondré bien a su tiempo. Espera
mi ordenación y experimentarás gran provecho.
Señor, muy de
grado te encomiendo todas las cosas, porque poco puede aprovechar mi cuidado.
Pluguiese a ti que no me apegase mucho a los sucesos futuros, sino que me
ofreciese sin tardanza a tu voluntad.
Hijo, muchas
veces piensa el hombre con vehemencia en lo que desea, mas cuando ya lo alcanza
tiene otro parecer; porque las aficiones acerca de una misma cosa no duran
mucho, sino que de una nos llevan a otra; por lo cual no es poco dejarse a sí
mismo aún en lo poco.
El verdadero
aprovechar es negarse a sí mismo, y el hombre que se ha negado a sí está muy
libre y seguro. Mas el enemigo antiguo, adversario de todos los buenos, no cesa
de tentar; antes bien, de día y de noche pone graves asechanzas para prender si
pudiere a algún descuidado, con los lazos del engaño. Por eso, Velad y orad, dice el Señor, porque no entréis en tentación.
CAPÍTULO XL
No tiene el hombre nada
bueno en sí, ni tiene de qué alabarse
Señor, ¿qué es el
hombre para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre para que lo visites?
¿Qué ha merecido el hombre para que le dieses tu gracia? Señor ¿de qué me puedo
quejar si me desamparas? ¿O cómo justamente podré contender contigo si no
hicieres lo que pido? Por cierto esto puedo yo pensar y decir con verdad: Nada
soy, Señor, nada puedo, ninguna cosa tengo buena en mí; mas en todo desfallezco
y voy siempre a la nada. Y si no soy ayudado de ti, e informado interiormente,
todo me hago tibio y disipado.
Mas tú, Señor,
eres siempre el mismo, y permaneces para siempre; siempre eres bueno, justo y
santo; todas las cosas haces bien, justa y santamente y las ordenas con
sabiduría. Mas yo, que soy más inclinado a caer que a aprovechar, no persevero
siempre en un estado, porque se mudan siete tiempos sobre mí. Pero luego me va
mejor cuando te place y extiendes tu mano para ayudarme, porque tú solo, sin
auxilio humano, me puedes socorrer y fortalecer, de manera que no se altere mi
semblante, sino que a ti se convierta, y en ti solo descanse mi corazón.
Por lo cual si yo
supiese bien desechar toda consolación humana, ora por alcanzar la devoción,
ora por la necesidad que tengo de buscarte, porque no hay hombre que me
consuele; con razón podría yo esperar en tu gracia, y alegrarme con el don de
la nueva consolación.
Muchas gracias
sean dadas a ti, de quien viene todo, siempre que me sucede algún bien. Yo soy
vanidad y nada delante de ti; hombre mudable y enfermo. ¿De qué pues me puedo
gloriar, o por qué deseo ser estimado? ¿Por ventura, de lo que es nada? Esto es
vanísimo. Por cierto la vanagloria es una mala pestilencia y grandísima
vanidad, porque nos aparta de la verdadera gloria y nos despoja de la gracia
celestial; porque contentándose un hombre a sí mismo te descontenta a ti; y
cuando desea las alabanzas humanas, es privado de las virtudes verdaderas.
La gloria
verdadera y la alegría santa consiste en gloriarse en ti y no en sí mismo,
gozarse en tu nombre y no en la propia virtud, y en no deleitarse en criatura
alguna sino por ti. Sea alabado tu Nombre y no el mío; engrandecidas sean tus
obras y no las mías; alabado sea tu santo Nombre, y no me sea a mí atribuida
ninguna alabanza de los hombres. Tú eres mi gloria, tú la alegría de mi
corazón. En ti me gloriaré y regocijaré todos los días; mas de mi parte no hay
de qué me gloríe sino en mis flaquezas.
Busquen los
hombres la gloria de entre sí mismos, yo buscaré la gloria que procede de sólo
Dios; porque toda gloria humana, toda honra temporal, toda la grandeza mundana,
comparada con tu eterna gloria, es vanidad y locura. ¡Oh Verdad mía y
Misericordia mía, Dios mío, Trinidad bienaventurada, solo a Ti sea dada
alabanza, honra, virtud y gloria por infinitos siglos de los siglos!
CAPÍTULO XLI
Del desprecio de toda
honra temporal
Hijo, no te pese,
si vieres honrar y ensalzar a otros, y que tú eres despreciado y abatido.
Levanta tu corazón a mí en el cielo y no te entristecerá el desprecio de los
hombres en la tierra.
Señor, en gran
ceguedad estamos y la vanidad muy presto nos engaña. Si bien me miro, nunca se
me ha hecho injuria por criatura alguna, no tengo, pues, de qué quejarme
justamente de ti. Mas porque yo muchas veces pequé gravemente contra ti, con
razón se arman contra mí todas las criaturas. Justamente, pues, se me debe la
confusión y el desprecio, y a ti, Señor, la alabanza, honra y gloria. Y si no
me dispusiere, de modo que huelgue mucho en ser de cualquier criatura
despreciado, y desamparado, y del todo tenido en nada, no podré estar con paz y
constancia en lo interior, ni ser iluminado en el espíritu, ni unido a ti
perfectamente.
CAPÍTULO XLII
No se ha de poner la paz
en los hombres
Hijo, si pones tu
paz en alguno por tu parecer, y por conversar con él, estarás sin quietud y sin
sosiego. Mas si vas a buscar, la verdad, que siempre vive y permanece, no te
entristecerás por el amigo que se retirare o se muriere. En mí ha de estar el
amor del amigo, y por mí se ha de amar a cualquiera que en esta vida te
pareciere bueno y amable. Sin mí no vale nada ni durará la amistad, ni es
verdadero ni puro el amor que yo no compongo. Tan muerto debes estar a las
aficiones de los amigos, que, por lo que a ti toca, debes carecer de todo trato
humano. Tanto se acerca el hombre a Dios, cuanto se desvía de todo consuelo
terreno; y tanto más alto sube a Dios, cuanto más bajo desciende en sí y se
tiene por más vil.
El que se
atribuye a sí mismo algo bueno, impide a la gracia de Dios venga a él; porque
la gracia del Espíritu Santo siempre busca el corazón humilde. Si te supieses
anonadar perfectamente y limpiar de todo amor criado, yo entonces manaría en ti
con abundantes gracias. Cuando miras a las criaturas, se aparta de ti la vista
del Creador. Aprende a vencerte en todo por el Creador, y entonces podrás
llegar al conocimiento divino. Cualquier cosa, por pequeña que sea, si se ama y
se mira desordenadamente, nos retarda gozar del sumo Bien, y nos daña.
CAPÍTULO XLIII
Contra la ciencia vana del
siglo
Hijo, no te
muevan los dichos agudos y limados de los hombres, porque no está el reino de
Dios en palabras, sino en virtud. Atiende a mis palabras, que encienden los
corazones e iluminan las almas, excitan a contrición y traen muchas
consolaciones. Nunca leas para mostrarte
más letrado o sabio. Estudia en mortificar los vicios, porque más te
aprovechará esto que el saber muchas cuestiones difíciles.
Cuando hubieres
acabado de leer y saber muchas cosas, te conviene volver a un mismo principio.
Yo soy el que enseño al hombre la ciencia, y doy a los pequeños más claro entendimiento
que ningún hombre puede enseñar. Al que yo hablo luego será sabio, y
aprovechará mucho en el espíritu. ¡Ay de aquellos que quieren aprender de los
hombres curiosidades, y cuidan muy poco del camino de servirme a mí! Tiempo
vendrá, cuando aparecerá el Maestro de los maestros Cristo, Señor de los
ángeles, para oír las lecciones de todos, esto es, para examinar las
conciencias de cada uno; y entonces
escudriñará a Jerusalén con candelas, y serán descubiertos los secretos de las
tinieblas, y callarán los argumentos de las lenguas.
Yo soy el que en
un punto levanto al entendimiento humilde, para que entienda más razones de la
verdad eterna que si hubiese estudiado diez años, Yo enseño sin ruido de
palabras, sin confusión de opiniones, sin fausto de honra y sin combate de
argumentos. Yo soy el que enseña a despreciar lo terreno y aborrecer lo
presente, buscar y saber lo eterno, huir las honras, sufrir los escándalos,
poner toda esperanza en mí, fuera de mí no desear nada, y amarme ardientemente
sobre todas las cosas.
Y así uno,
amándome entrañablemente, aprendió cosas divinas y hablaba maravillas. Más
aprovechó con dejar todas las cosas que con estudiar sutilezas. Mas a unos
hablo cosas comunes, a otros cosas especiales. A unos me muestro dulcemente por
señales y figuras, a otros revelo misterios con mucha luz. Una sola cosa dicen
los libros, mas no enseñan igualmente a todos; porque yo soy en lo interior
doctor de la verdad, escudriñador del corazón, conocedor de los pensamientos,
movedor de las obras, y reparto a cada uno según juzgo ser digno.
CAPÍTULO XLIV
No se deben buscar las
cosas exteriores
Hijo, te conviene
ser ignorante en muchas cosas y estimarte como muerto sobre la tierra, y a
quien todo el mundo esté crucificado. Te conviene también hacerte sordo a
muchas cosas y pensar más en lo que conviene para tu paz. Más útil es apartar
los ojos de lo que no te agrada y dejar a cada uno en su parecer, que entender
en porfías. Si estás bien con Dios y miras su juicio, más fácilmente te darás
por vencido.
¡Oh Señor, a qué
hemos llegado!, que lloramos los daños temporales, y por una pequeña ganancia
trabajamos y corremos, y el daño espiritual se pasa en olvido, y apenas tarde
vuelve a la memoria. Por lo que poco o nada vale, se mira mucho; mas lo que es
muy necesario se pasa con descuido, porque todo hombre se deja llevar de lo
exterior, y si presto no vuelve en sí, con gusto se está envuelto en ello.
CAPÍTULO XLV
No se debe creer a todos,
y cómo fácilmente se resbala en las palabras
Señor, ayúdame en la tribulación, porque es vana la
salud del hombre. ¡Cuántas veces no hallé fidelidad
donde pensé que la había, y cuántas veces la hallé donde menos lo pensaba! Por
eso es vana la esperanza en los hombres; mas la salud de los justos está en ti,
mi Dios. Bendito seas Señor Dios mío, en todas las cosas que nos suceden.
Flacos somos e inconstantes, presto somos engañados y nos mudamos.
¿Qué hombre hay
que se pueda guardar tan cauta y discretamente en todo, que alguna vez no caiga
en algún engaño o perplejidad? Mas el que confía en ti, Señor, y te busca con
corazón sencillo, no resbala tan de presto. Y si cayere en alguna tribulación,
de cualquier manera que estuviere en ella enlazado, presto será librado por ti,
o consolado, porque no desamparas tú al que en ti espera hasta el fin. Raro es
el fiel amigo que persevera en todos los trabajos de su amigo. Tú, Señor, tú
solo eres fidelísimo en todo, y fuera de ti no hay otro tal.
¡Oh cuán bien
supo aquel alma santa que dijo: Mi alma está fija y fundada en Cristo! Si yo
estuviese así, no me acongojaría tan fácilmente el temor humano, ni me moverían
palabras injuriosas. ¿Quién puede prevenirlo todo? ¿Quién basta para guardarse
de los males venideros? Si lo muy previsto con tiempo daña muchas veces, ¿qué
hará lo no prevenido, sino herir gravemente? ¿Pues por qué miserable de mí, no
me previene mejor? ¿Por qué creí tan de ligero a los otros? Pero hombres somos,
y hombres flacos y quebradizos, aunque de muchos seamos estimados y llamados
ángeles. ¿A quién creeré, Señor, a quién sino a ti? Verdad eres, que no engañas
ni puedes ser engañado. Mas todo hombre es mentiroso, enfermo, mudable y
resbaladizo, especialmente en las palabras; de modo que apenas se debe creer
luego lo que parece verdadero a primera vista.
¡Con cuánta prudencia
nos avisaste que nos guardásemos de los hombres, que son enemigos del hombre
los propios de su casa, y que no debíamos dar crédito a los que dijeren: Está
aquí o allí lo que deseamos! El mismo daño me ha enseñado. Quiera Dios que sea
para guardarme más y no para hacerme más necio. Díceme uno: Mira que seas
cauto; guarda en secreto esto que te digo. Y mientras yo callo, y creo que está
secreto, el mismo que me lo encomendó no pudo callar; sino que luego se
descubrió a sí y a mí y se fue. Defiéndeme, Señor, de estos hombres habladores
e indiscretos, para que no caiga en sus manos, ni yo cometa semejantes cosas.
Pon en mi boca palabras verdaderas y fieles, y desvía lejos de mí la lengua
cavilosa. De lo que no quiero sufrir me debo guardar mucho.
¡Oh cuán bueno y
de cuánta paz es callar de otros, y no creer fácilmente todas las cosas, ni
hablarlas de ligero después; descubrirse a pocos, buscarte siempre a ti, Señor,
que miras al corazón, y no dejarse llevar por cualquier viento de palabras,
sino desear que todas las cosas interiores y exteriores se cumplan según el
beneplácito de tu voluntad! ¡Cuán seguro es para conservar la gracia celestial,
huir la humana apariencia y no codiciar las cosas visibles que causan
admiración, sino seguir con toda diligencia las cosas que conducen a la
enmienda de la vida y al fervor! ¡A cuántos ha dañado la virtud descubierta y
alabada antes de tiempo! ¡Cuán provechosa fue siempre la gracia guardada con el
callar en esta frágil vida, que toda es tentación y pelea!
CAPÍTULO XLVI
De la confianza que se
debe tener en Dios cuando nos dicen injurias
Hijo, está firme
y espera en mí. ¿Qué cosa son las palabras sino palabras? Por el aire vuelan,
pero no hieren la piedra. Si estás culpado, determina de enmendarte; si no
hallas en ti culpa, ten por bien sufrir por Dios. Muy poco es que sufras
siquiera palabras algunas veces, pues aún no puedes sufrir fuertes azotes. ¿Y
por qué tan pequeñas cosas te pasan el corazón, sino porque aún eres carnal, y
miras a los hombres más de lo que conviene? Porque temes ser despreciado no
quieres ser reprendido de tus faltas, y buscas las sombras de las excusas.
Considérate
mejor, y conocerás que aún vive en ti el amor del mundo y el deseo vano de
agradar a los hombres. Porque en huir de ser abatido y avergonzado por tus
defectos, se muestra muy claro que no eres verdadero humilde, ni estás del todo
muerto al mundo, ni el mundo está a ti crucificado. Mas oye mis palabras, y no
cuidarás de cuántas dijeren los hombres. Di; si se dijese contra ti todo cuanto
pudiese fingir la más refinada malicia, ¿qué te dañaría si del todo lo dejases
pasar, y no lo estimases en una paja? Te podría por ventura arrancar un solo
cabello?
Mas el que no
está dentro de su corazón, ni me tiene a mí delante de sus ojos, presto se conmueve
por una palabra de menosprecio. Pero el que confía en mí, y no desea su propio
parecer, vivirá sin temer a los hombres; porque yo soy el juez y conozco todos
los secretos; yo sé cómo pasan las cosas; yo conozco al que hace la injuria y
al que la sufre. De mí sale esta palabra, permitiéndolo yo acaece esto, porque
se descubran los pensamientos de muchos corazones. Yo juzgaré al culpado y al
inocente; mas quiero probar primero al uno y al otro con juicio secreto.
El testimonio de
los hombres muchas veces engaña; mi juicio es verdadero; subsistirá y siempre
estará firme. Muchas veces está escondido, y de pocos es conocido enteramente;
pero nunca yerra, ni puede errar, aunque a los ojos de los necios no parezca
recto. A mí, pues, se ha de recurrir en cualquier juicio, y no apoyarse en el
propio saber; porque el justo no se turbará por cosas que Dios ordene sobre él.
Y si algo fuere dicho contra él injustamente, no se inquietará por ello, ni se
alegrará vanamente si otros le defendieren con razón: porque sabe que soy yo el
que escudriño los corazones y las entrañas, y que no juzgo según el exterior y
las apariencias humanas; antes muchas veces se halla, en mis ojos culpable, el
que al juicio humano parece digno de alabanza.
Señor Dios, justo
juez, fuerte y paciente, que conoces la flaqueza y maldad de los hombres, sé tú
mi fortaleza y toda mi confianza, porque no me basta mi conciencia. Tú sabes lo
que yo no sé, y por eso me debo humillar en cualquier reprensión, y sufrirla
con mansedumbre. Perdóname también, Señor, piadosamente por todas las veces que
no lo hice así, y dame otra vez gracia de mayor sufrimiento; porque mejor me es
tu copiosa misericordia para alcanzar el perdón, que mi justicia presunta para
defender lo secreto de mi conciencia. Y aunque ella no me acuse, no por esto
puedo justificarme; porque quitada tu misericordia, no será justificado en tu
acatamiento ningún viviente.
CAPÍTULO XLVII
Todas las cosas graves se
deben sufrir por la vida eterna
Hijo, no te
quebranten los trabajos que has tomado por mí, ni te abatan del todo las
tribulaciones; más mi promesa te esfuerce y consuele en todo lo que sucediere.
Yo basto para galardonarte sobre toda manera y medida. No trabajarás aquí mucho
tiempo, ni serás agravado siempre de dolores. Espera un poquito y verás cuán
presto se pasan los males. Vendrá una hora en que cesará todo trabajo y
confusión. Poco y breve es todo lo que pasa con el tiempo.
Esfuérzate, pues,
como lo haces: trabajando fielmente en mi viña, que yo seré tu galardón.
Escribe, lee, canta, suspira, calla, ora, sufre varonilmente lo adverso; la
vida eterna digna es de éstas y de otras mayores peleas. Vendrá la paz en un
día que el Señor sabe, el cual no se compondrá de día y noche como en esta vida
temporal, sino de luz perpetua, claridad infinita, paz firme y descanso seguro.
No dirás entonces: ¿Quién me librará del
cuerpo de esta muerte? Ni exclamarás: ¡Ay
de mí! que se ha prolongado mi destierro; porque la muerte será destruida,
y la salud será sin defecto. Ninguna congoja habrá ya, sino bienaventurada
alegría, compañía dulce y hermosa.
¡Oh si vieses las
coronas eternas de los santos en el cielo, y de cuánta gloria gozan ahora los
que eran en este mundo despreciados y tenidos casi por indignos de vivir! Por
cierto luego te humillarías hasta la tierra, y desearías más estar sujeto a
todos que mandar a uno, y no codiciarías los días alegres de esta vida, sino
antes te gozarías de ser atribulado por Dios, y tendrías por grandísima
ganancia ser tenido por nada entre los hombres.
¡Oh si gustasen
estas cosas y penetrasen profundamente en tu corazón, cómo ni aun una sola vez
osarías quejarte! ¿No son de sufrir todas las cosas trabajosas por la vida
eterna? No es de pequeña estima ganar o perder el reino de Dios. Levanta, pues,
tu rostro al cielo; mira que yo y todos mis santos, que tuvieron grandes
combates en este siglo, ahora se gozan y están consolados y seguros; ahora
descansan en paz, y permanecerán conmigo sin fin en el reino de mi Padre.
CAPÍTULO XLVIII
Del día de la eternidad, y
de las angustias de esta vida
¡Oh
bienaventurada morada de la ciudad soberana! ¡Oh día clarísimo de la eternidad,
que no le obscurece la noche, sino que siempre lo ilumina la suma Verdad; día
siempre alegre, siempre seguro y siempre sin mudanza! ¡Oh si ya amaneciese este
día y se acabasen todas estas cosas temporales! Resplandece por cierto para los
santos con una perpetua claridad; mas no así a los que están en esta
peregrinación, sino de lejos y como por espejo.
Los ciudadanos
del cielo saben cuán alegre será aquel día; los desterrados hijos de Eva gimen
de ver cuán amargo y enojoso será éste de acá. Los días de este tiempo son
pocos y malos, llenos de dolores y angustias, donde se mancha el hombre con
muchos pecados, se enreda en muchas pasiones, es oprimido de muchos temores,
agravado con muchos cuidados, distraído con muchas curiosidades, envuelto en
muchas vanidades, confundido en muchos errores, quebrantado en muchos trabajos,
acosado de tentaciones, enflaquecido con los deleites, atormentado de pobreza.
¡Oh cuándo se
acabarán todos estos trabajos! ¡Cuándo estaré libre de la miserable servidumbre
de los vicios! ¡Cuándo me acordaré, Señor, de ti sólo! ¡Cuándo me alegraré
cumplidamente en ti! ¡Cuándo estaré sin todo impedimento en la verdadera
libertad, sin ninguna pesadumbre de alma y cuerpo! ¡Cuándo tendré paz firme,
paz sin perturbación y segura, paz de dentro y de fuera, paz estable de todas
partes! ¡Oh buen Jesús, cuándo estaré para verte! ¡Cuándo contemplaré la gloria
de tu reino! ¡Cuándo será para mí todo en todas las cosas! ¡Cuándo estaré
contigo en tu reino, el cual has preparado eternamente a tus escogidos! Me has
dejado pobre y desterrado en tierra enemiga, donde hay continuas guerras y
grandes infortunios.
Consuela mi
destierro, mitiga mi dolor, porque a ti suspira todo mi deseo. Todo consuelo
que ofrece el mundo me parece muy pesada carga. Deseo gozarte íntimamente, mas
no puedo conseguirlo. Deseo estar unido a las cosas celestiales, pero agrávanme
las temporales y las pasiones no mortificadas. Con el espíritu me quiero
levantar sobre todas las cosas; mas la carne me obliga a sujetarme a todas
ellas contra mi voluntad. Así yo, hombre miserable, peleo conmigo y a mí mismo
me soy enojoso, cuando el espíritu busca lo de arriba y la carne lo de abajo.
¡Oh Señor, cuánto
padezco en lo interior cuando considero las cosas celestiales, y luego orando
se me ofrece un tropel de cosas del mundo! Dios mío, no te alejes de mí, ni te
desvíes con ira de tu siervo; resplandezca un rayo de tu claridad y disipa
estas tinieblas; envía tus saetas, y contúrbense todas las asechanzas de los
enemigos. Recoge todos mis sentidos en ti; hazme olvidar todas las cosas de la
tierra. Otórgame que deseche y aparte de mí prontamente aún las sombras de los
vicios. Socórreme, Verdad eterna, para que no me mueva vanidad alguna, ven,
Suavidad celestial y huya de tu presencia toda impureza. Perdóname también por
tu santísima misericordia todas cuantas veces pienso en la oración alguna cosa
fuera de ti. Porque verdaderamente confieso mi costumbre, que muchas veces
estoy en la oración fuera de lo que debo; porque muchas veces no estoy allí
donde tengo mi cuerpo, sino que más bien estoy allá donde mis pensamientos me
llevan. Donde está mi pensamiento allí estoy yo; allí está mi pensamiento a menudo
adonde está lo que amo. Lo que naturalmente me deleita y por la costumbre me
agrada, eso es lo que se me ofrece luego.
Por lo cual tú,
que eres verdad, dijiste: Donde está tu
tesoro, allí está tu corazón. Si amo el cielo, con gusto pienso en las
cosas celestiales. Si amo el mundo, alégrome con las prosperidades del mundo, y
entristézcome de sus adversidades. Si amo la carne, muchas veces pienso en las
cosas carnales. Si amo al espíritu, huélgome en pensar cosas espirituales;
porque de todas las cosas que amo, hablo y oigo hablar de buena gana, y las
imágenes de estas cosas traigo conmigo a mi morada. Más bienaventurado aquel
hombre que por tu amor desecha todo lo criado; que hace fuerza a su natural, y
crucifica los apetitos carnales con el fervor del espíritu, para que serenada
su conciencia, te ofrezca una oración pura, y sea digno de estar entre los
coros angélicos, desechadas dentro y fuera de sí todas las cosas terrenas.
CAPÍTULO XLIX
Del deseo de la vida
eterna, y cuántos bienes están prometidos a los que pelean
Hijo, cuando
sientas infundirse en ti algún deseo de la eterna bienaventuranza, y deseas
salir de la cárcel del cuerpo para poder contemplar mi claridad sin sombrea de
mudanzas, dilata tu corazón y recibe con todo amor esta santa inspiración. Da
muchas gracias a la soberana Bondad, que lo hace así contigo, visitándote con
clemencia, excitándote con amor, levantándote con poderosa mano, para que no
caigas en lo terreno por tu propio peso. Porque esto no lo recibes por tu
diligencia o esfuerzo, sino por sólo la dignación de la gracia soberana y del
agrado divino, para que aproveches en virtudes y en mayor humildad, y te
prepares para los combates venideros, y trabajes por allegarte a mí de todo
corazón, y servirme con fervorosa voluntad.
Hijo, muchas
veces arde el fuego, mas no sube la llama sin humo. Así también se encienden
los deseos de algunos a las cosas celestiales; mas aún no están libres de la
tentación del amor carnal. Y por eso no hacen por la honra de Dios con toda
pureza de intención, aún lo que con muy gran deseo le piden. Tal suele ser
muchas veces tu deseo, el cual mostraste con tanta importunidad; porque no es
puro ni perfecto lo que va inficionado de propio interés.
Pide, no lo que
es para ti deleitable y provechoso, sino lo que es para mí aceptable y honroso;
que si rectamente juzgas, debes anteponer mi ordenación a tu deseo y a
cualquier cosa deseada, y seguir mi voluntad. Yo conozco tu deseo, y he oído
tus largos gemidos. Ya querrías tú estar en la libertad de la gloria de los hijos
de Dios; ya te deleita la morada eterna y la patria celestial llena de gozo;
mas aún no ha llegado esa hora, aún es otro tiempo; conviene a saber, tiempo de
guerra, tiempo de trabajo y de prueba. Deseas ser lleno del sumo Bien; mas no
lo puedes alcanzar ahora. Yo soy.
Espérame, dice el Señor, hasta que
venga el reino de Dios.
Has de ser
probado aún en la tierra, y ejercitado en muchas cosas. Algunas veces serás
algún tanto consolado, mas no te será dada cumplida hartura. Por eso esfuérzate
mucho y sé robusto, así en hacer como en padecer cosas contrarias a la
naturaleza. Conviene que te vistas del hombre nuevo y que seas mudado en otro
hombre. Conviénete hacer muchas veces lo que no quieres y dejar lo que quieres.
Lo que agrada a los otros irá delante; lo que a ti te contenta no pasará más
allá; lo que dicen otros será oído; lo que dices tú será reputado por nada;
pedirán los otros y recibirán; pedirás tú y no alcanzarás.
Otros serán muy
grandes en la boca de los hombres, mas de ti no se hará cuenta. A otros se
encargará éste o aquel negocio, tú serás tenido por inútil. Por esto se
entristecerá algunas veces la naturaleza; pero será cosa grande si lo sufrieres
callado. En éstas y otras cosas semejantes suele ser probado el siervo fiel del
Señor; para ver cómo sabe negarse y mortificarse en todo. Apenas se hallará
cosa en que más te convenga morir a ti mismo, como en ver y sufrir lo contrario
a tu voluntad, principalmente cuando te parece sin razón, y de poco provecho lo
que te mandan hacer. Y porque tú, siendo mandado, no osas resistir a la
voluntad de tu superior, por eso te parece cosa dura andar a la voluntad ajena,
y dejar tu propio parecer.
Más considera,
hijo, el fruto de estos trabajos, el fin cercano y el muy grande galardón, y no
te serán graves, sino más bien de una gran consolación que esfuerce tu
paciencia; porque también por esta poca voluntad propia que ahora dejas de
grado, poseerás, para siempre tu voluntad en el cielo; pues allí hallarás todo
lo que quisieres y cuanto pudieres desear. Allí tendrás en tu poder todo el
bien sin miedo de perderlo. Allí tu voluntad, unida con la mía para siempre, no
codiciará cosa alguna extraña o particular. Allí ninguno te resistirá, ninguno
se quejará de ti, ninguno te impedirá ni contradecirá; mas todas las cosas
deseadas tendrás presentes juntamente, y saciarán todo tu afecto, y lo colmarán
cumplidamente. Allí te daré yo gloria por la injuria que sufriste, manto de
alabanza por la tristeza, por el más bajo lugar, el trono del reino eterno.
Allí aparecerá el fruto de la obediencia, alegrarse el trabajo de la
penitencia, y la humilde sujeción será gloriosamente coronada.
Ahora, pues,
inclínate humildemente bajo las manos de todos, y no cuides de mirar quién lo
dijo o quién lo mandó. Mas ten grandísimo cuidado, ora sea prelado, o menor, o
igual el que algo te pidiere o insinuare, que todo lo tengas por bueno, y
cuides de cumplirlo con voluntad sincera. Busque cada uno lo que quisiere;
gloríese éste en esto y aquél en lo otro, y sea alabado mil millares de veces;
mas tú ni en esto ni en aquello, sino gózate en el desprecio de ti mismo y en
mi voluntad y honra. Una cosa debes desear, que tanto en vida como en muerte
sea Dios siempre glorificado en ti.
CAPÍTULO L
Cómo se debe ofrecer en
las manos de Dios el hombre desconsolado
Señor Dios, Padre
Santo, ahora y para siempre seas bendito, que así como tú quieres ha sido
hecho, y lo que haces es bueno. Alégrese tu siervo en ti, no en sí, ni en otro
alguno; porque tú solo eres la alegría verdadera; tú mi esperanza y mi corona;
tú mi gozo y mi honra. ¿Qué tiene tu siervo, sino lo que recibió de ti aún sin
merecerlo? Tuyo es todo lo que me has dado y hecho conmigo. Pobre soy, y en
trabajos desde mi mocedad; y mi alma se entristece algunas veces hasta llorar,
y otras se turba en sí mismo por las pasiones que se levantan.
Deseo el gozo de
la paz; pido la paz de tus hijos, que son apacentados por ti en la luz de la
consolación. Si me das paz, si derramas en mí tu santo gozo, estará el alma de
tu siervo llena de alegría y devota para alabarte. Mas si te apartares, como
muchísimas veces lo haces, no podrá correr el camino de tus mandamientos; antes
bien hincará las rodillas para herir su pecho; porque no le va como los días
pasados, cuando resplandecía tu luz sobre su cabeza, y bajo la sombra de tus
alas, era defendida de las tentaciones que venían.
Padre justo y
siempre digno de ser alabado, ha llegado la hora en que tu siervo sea probado.
Padre digno de ser amado, justo es que tu siervo padezca algo por ti en esta
hora. Padre digno de ser siempre honrado, venida es la hora que tú sabías desde
la eternidad que había de venir, en la cual tu siervo esté por poco tiempo
abatido en lo exterior, mas viva siempre interiormente delante de ti. Sea
despreciado y humillado un poco, y desechado delante de los hombres, sea
quebrantado con pasiones y enfermedades, porque resucite contigo a la aurora de
la nueva luz, y sea clarificado en las cosas celestiales. Padre santo, así lo
ordenaste tú, y así lo quisiste, y lo que tú mandaste se ha hecho.
Ésta es la merced
que haces a tu amigo, que padezca y sea atribulado en este mundo por tu amor,
cuantas veces permites que se haga y por cualquier hombre que se hiciere. Sin
tu consejo y providencia y sin causa no se hace cosa en la tierra. Señor, bueno
es para mí que me hayas humillado, para que aprenda tus justificaciones y
destierre de mi corazón toda vanidad y presunción. Provechoso es para mí que la
confusión haya cubierto mi rostro, porque así te busque para consolarme y no a
los hombres. También aprendí en esto a temblar de tu inescrutable juicio;
afliges al justo con el malo, mas no sin equidad y justicia.
Gracias te doy,
que no dejaste sin castigo mis males, sino que me afligiste con amargos azotes,
hiriéndome con dolores y enviándome angustias interiores y exteriores. No hay
quien me consuele debajo del cielo sino tú, Señor Dios mío, médico celestial de
las almas, que hieres y sanas, pones en graves tormentos y libras de ellos. Sea
tu corrección sobre mí, y tu mismo castigo me enseñará.
Padre mío muy
amado, me ves aquí en tus manos, yo me inclino a la vara de tu corrección.
Hiere mis espaldas y mi cuello, para que enderece mi torcido querer a tu
voluntad. Hazme piadoso y humilde discípulo, como bien sueles hacerlo, para que
ande siempre según todo tu querer. Todas mis cosas y a mí te encomiendo, para
que me corrijas; mejor es aquí ser corregido que en la vida futura. Tú sabes
todas las cosas, en común y en particular, y no se te esconde nada en la humana
conciencia. Antes que se haga sabes lo venidero, y no tienes necesidad que
alguno te enseñe o avise de las cosas que se hacen en la tierra. Tú sabes lo que conviene para
mi adelantamiento, y cuánto me aprovecha la tribulación para limpiar el orín de
los vicios. Haz conmigo tu voluntad según tu deseo, y no deseches mi vida
pecadora, a ninguno mejor ni más claramente conocida que a ti solo.
Señor, concédeme
que sepa lo que debo, que ame lo que se debe amar, que alabe lo que a ti es
agradable, estime lo que te parece precioso, y aborrezca lo que es feo a tus
ojos. No me dejes juzgar según la vista de los ojos exteriores, ni sentenciar
según el oído de los hombres ignorantes; sino que pueda discernir con verdadero
juicio, entre lo visible y lo espiritual, y sobre todo buscar siempre la
voluntad de tu divino beneplácito.
Muchas veces se
engañan los sentidos de los hombres en juzgar, y los mundanos se engañan
también en amar solamente lo visible. ¿Qué mejoría tiene el hombre porque otro
le repute mayor? El falso engaña al falso, el vano al vano, el ciego al ciego,
el enfermo al enfermo cuando lo ensalza; y verdaderamente más le confunde
cuando vanamente le alaba; porque cuanto es cada uno en los ojos de Dios, tanto
es y no más, dice el humilde San Francisco.
CAPÍTULO LI
Debemos ocuparnos en cosas
humildes, cuando faltan las fuerzas para las altas
Hijo, no puedes
estar siempre en fervoroso deseo de las virtudes, ni perseverar en el más alto
grado de la contemplación, sino que es necesario a veces, por la corrupción del
pecado original, que desciendas a cosas bajas, y lleves la carga de esta vida
corruptible aunque te pese y enoje. Mientras que traes el cuerpo mortal, enojo
sentirás y pesadumbre de corazón. Por eso conviene gemir muchas veces, estando
en la carne, por el peso de la carne, porque no puedes ocuparte continuamente
en los ejercicios espirituales y en la divina contemplación.
Entonces conviene
que te ocupes en obras humildes y exteriores, consolándote con hacer buenos
actos, y espera mi venida, y la visitación celestial con firme confianza. Sufre
con paciencia tu destierro y la sequedad del espíritu, hasta que de nuevo yo te
visite y seas libre de toda congoja; porque yo te haré olvidar las penas, y que
goces de gran serenidad interior. Yo extenderé delante de ti los prados de las
Escrituras, para que ensanchado tu corazón empieces a correr el camino de mis
mandamientos, y digas: No son comparables los trabajos de este tiempo con la
gloria futura que se manifestará en nosotros.
CAPÍTULO LII
No se estime el hombre por
digno de consuelo, sino de castigos
Señor, no soy
digno de tu consolación, ni de visita alguna espiritual, y por eso obras
justamente conmigo cuando me dejas pobre y desconsolado; porque aunque yo
pudiese derramar tantas lágrimas como el mar no merecería aun tu consolación.
Por eso no soy digno sino de ser azotado y castigado; porque yo te ofendí
gravemente y muchas veces, y pequé mucho y de muchas maneras. Así que, bien
mirado, no soy digno de bien alguno por pequeño que sea. Mas tú, Dios piadoso y
misericordioso, que no quieres que tus obras perezcan, por mostrar las riquezas
de tu bondad sobre los vasos de misericordia, aun sobre todo merecimiento
tienes por bien de consolar a tu siervo de un modo sobrehumano, porque tus
consolaciones no son como las conversaciones humanas.
¡Oh Señor! ¿qué
he hecho yo para que tú me dieses alguna consolación celestial? Yo no me
acuerdo haber hecho algún bien; sino que he sido siempre inclinado a vicios y
muy perezoso para enmendarme. Esto es verdad, y no puedo negarlo; si yo dijese
otra cosa, estarías contra mí, y no habría quien me defendiese. ¿Qué he
merecido por mis pecados, sino el infierno y el fuego eterno? Conozco en verdad
que soy digno de todo escarnio y menosprecio, y que no me corresponde contarme
entre tus devotos. Y aunque yo diga esto con tristeza, sin embargo, reprenderé
mis pecados contra mí por la verdad, porque más fácilmente merezca alcanzar tu
misericordia.
¿Qué diré yo,
pecador y lleno de toda confusión? No tengo boca para hablar sino solo esta
palabra: Pequé, Señor, pequé, ten misericordia de mí, perdóname. Déjame, pues,
que llore un poquito mi dolor, antes que vaya a la tierra tenebrosa y cubierta
de oscuridad de muerte. ¿Qué es lo que pides principalmente al culpable y
miserable pecador, sino que se convierta y se humille por sus pecados? De la
verdadera contrición y humildad de corazón nace la esperanza del perdón, se
reconcilia la conciencia turbada, repárase la gracia perdida, se defiende el
hombre de la ira venidera, y se juntan en santa paz Dios y el alma contrita.
Señor, el humilde
arrepentimiento de los pecados es para ti sacrificio aceptable, que huele más
suavemente en tu presencia que el incienso. Éste es también el ungüento
agradable que tú quisiste que se derramase sobre tus sagrados pies, porque
nunca desechaste el corazón contrito y humillado. Allí está el lugar del
refugio para el que huye de la ira del enemigo; allí se enmienda y limpia lo
que en otro lugar se desmejoró y manchó.
CAPÍTULO LIII
La gracia de Dios no se
mezcla con los que gustan de las cosas terrenas
Hijo, preciosa es
mi gracia, no sufre mezcla de cosas extrañas ni de consolaciones terrenas.
Conviene desviar todos los impedimentos de la gracia, si deseas recibir en ti
su influencia. Busca lugar secreto para ti, huélgate de morar a solas contigo,
no busques la conversación de ninguno, antes bien ora devotamente a Dios, para
que te dé compunción de corazón y pureza de conciencia. Estima todo el mundo en
nada, prefiere el vacar a Dios a todas las cosas exteriores, porque no podrás
vacar a mí y juntamente deleitarte en lo transitorio. Conviene desviarte de
conocidos y de amigos, y tener el alma privada de todo consuelo temporal. Así
lo encarga el Apóstol San Pedro; que los fieles cristianos se contengan en este
mundo, como advenedizos y peregrinos.
¡Oh cuánta confianza
tendrá en la hora de la muerte, el que se siente que no le detiene cosa alguna
de este mundo! Mas el alma flaca no entiende aún qué cosa es tener el corazón
apartado de todas las cosas, ni el hombre animal conoce la libertad del hombre
interior; mas si quiere ser verdaderamente espiritual, conviene que renuncie a
los parientes y a los extraños, y que de ninguno se guarde más que de sí mismo.
Si te vences a ti mismo perfectamente, todo lo demás sujetarás con facilidad.
La perfecta victoria consiste en vencerse a sí mismo, porque el que se tiene
sujeto de modo que la sensualidad obedezca a la razón, y la razón me obedezca a
mí en todo, éste es verdaderamente vencedor de sí mismo y señor del mundo.
Si deseas subir a
esta cumbre, conviene comenzar varonilmente, y poner la segur a la raíz, para
que arranques y destruyas la desordenada inclinación que ocultamente tienes a
ti mismo y a todo bien propio y material. De este amor desordenado que se tiene
el hombre a sí mismo, depende casi todo lo que de raíz se ha de vencer; vencido
y sujeto este amor luego hay gran sosiego y paz. Mas porque pocos trabajan en
morir perfectamente a sí mismos, y del todo no salen de su propio amor, por eso
se quedan envueltos en sus afectos, y no se pueden elevar sobre sí mismos en
espíritu. Pero el que desea andar conmigo libremente, es necesario que
mortifique todas sus malas y desordenadas inclinaciones, y que no se apegue a
criatura alguna con amor de concupiscencia.
CAPÍTULO LIV
De los diversos
movimientos de la naturaleza y de la gracia
Hijo, observa
atentamente los movimientos de la naturaleza y de la gracia, porque muy
contraria y sutilmente se mueven, de modo que con dificultad son conocidos sino
por varones espirituales e interiormente iluminados. Todos desean el bien, y en
sus dichos y hechos buscan alguna bondad; por eso muchos se engañan con color
del bien.
La naturaleza no
quiere morir de buena gana, ni quiere ser apremiada ni vencida, ni de grado
sujeta ni sometida, mas la gracia trabaja en la propia mortificación, resiste a
la sensualidad, quiere ser sujeta, desea ser vencida, no quiere usar de su
propia libertad, huélgase de estar bajo de la disciplina, no codicia dominar a
nadie sino vivir, servir y estar siempre bajo la mano de Dios, y por Dios está
pronta a obedecer con toda humildad a cualquier criatura humana.
La naturaleza
trabaja por su interés y atiende a la ganancia que le puede venir de otro; la
gracia no considera lo que es útil y provechoso a sí, sino lo que aprovecha a
muchos.
La naturaleza
recibe de buena gana la honra y la reverencia; la gracia fielmente atribuye
sólo a Dios toda honra y gloria.
La naturaleza
teme la confusión y el desprecio, mas la gracia alégrase en sufrir injurias por
el nombre de Jesús.
La naturaleza ama
el ocio y la quietud corporal; mas la gracia no puede estar ociosa, antes
abraza de buena voluntad el trabajo.
La naturaleza
busca tener cosas curiosas y hermosas, y aborrece las viles y groseras; mas la
gracia deléitase con cosas llanas y humildes, no desecha las ásperas, ni rehúsa
el vestir ropas viejas.
La naturaleza
mira lo temporal, gózase de las ganancias terrenas, entristécese del daño y
enójase de una palabra injuriosa; mas la gracia mira las cosas eternas, no está
apegada a lo temporal ni se turba cuando lo pierde, ni se aceda con las
palabras ásperas; porque puso su tesoro y gozo en el cielo, donde ninguna cosa
perece.
La naturaleza es
codiciosa, y de mejor gana toma que da, y ama las cosas propias y particulares,
mas la gracia es piadosa y común para todos, desdeña la singularidad,
conténtase con lo poco y tiene por mayor felicidad el dar que recibir.
La naturaleza nos
inclina a las criaturas, a la propia carne, a las vanidades y a las
distracciones; mas la gracia nos lleva a Dios y a las virtudes, renuncia a las
criaturas, huye del mundo, aborrece los deseos de la carne, refrena los pasos
vagos y se avergüenza de parecer en público.
La naturaleza de
buena gana toma cualquier consuelo exterior en que deleite sus sentidos; mas la
gracia sólo en Dios se quiere consolar, y deleitarse en el sumo Bien sobre todo
lo visible.
La naturaleza
cuanto hace es por su propia comodidad y ganancia, no puede hacer cosa de
balde, sino que espera alcanzar otro tanto o más alabanza o favor por el bien
que ha hecho, y desea que sean sus obras y sus dádivas muy estimadas; mas la
gracia ninguna cosa temporal busca, ni quiere otro premio sino sólo a Dios, y
de lo temporal no quiere más que cuanto basta para conseguir lo eterno.
La naturaleza se
alegra de los muchos amigos y allegados, gloríase de la nobleza del lugar y del
linaje, lisonjea a los poderosos, halaga a los ricos y regocija a sus iguales;
la gracia aún a los enemigos ama, y no blasona por los muchos amigos, ni estima
el lugar ni el linaje donde viene, si no hay en ello mayor virtud; más favorece
al pobre que al rico, tiene mayor compasión del inocente que del poderoso,
alégrase con el veraz y no con el mentiroso, amonesta siempre a los buenos que
sean mejores, y que por las virtudes imiten al Hijo de Dios.
La naturaleza
luego se queja de la necesidad y del trabajo; la gracia sufre con constancia la
pobreza.
La naturaleza
convierte a sí todas las cosas, y por sí pelea y porfía; mas la gracia todo lo
refiere a Dios, de donde originalmente dimanan; ningún bien se atribuye ni
presume vanamente. No porfía ni prefiere su razón a la de los otros; mas en
todo sentido y entendimiento se sujeta a la sabiduría eterna y al divino
examen.
La naturaleza
desea saber y oír novedades y secretos, y quiere mostrarse exteriormente y
experimentar muchas cosas con los sentidos; desea ser conocida y hacer cosas de
donde le proceda la alabanza y fama. Mas la gracia no cuida de entender cosas
nuevas ni curiosas, porque todo esto nace de la corrupción antigua, porque no
hay cosa nueva ni durable sobre la tierra. Enseña a recoger los sentidos, a
evitar la ostentación y pompa vana, a esconder humildemente las cosas
maravillosas y dignas de alabar, y buscar de todas las cosas y de toda ciencia
fruto provechoso, alabanza y honra de Dios. No quiere que ella ni sus cosas
sean pregonadas; mas desea que Dios sea glorificado en sus dones, que los da
todos por puro amor.
Esta gracia es
una luz sobrenatural, y un singularísimo don de Dios, y propiamente una señal
de los escogidos, y prenda de la salvación eterna, que levanta al hombre de lo
terreno a amar lo celestial, y de carnal lo hace espiritual. Así, que, cuanto
más apremiada y vencida es la naturaleza, tanto le es infundida mayor gracia, y
cada día es reformado el hombre interior según la imagen de Dios con nuevas
visitaciones.
CAPÍTULO LV
De la corrupción de la
naturaleza y de la eficacia de la gracia
Señor Dios mío,
que me criaste a tu imagen y semejanza, concédeme esta gracia, la cual
mostraste ser tan grande y necesaria para la salvación, para que yo pueda
vencer mi naturaleza dañada, que me lleva a la perdición y a los pecados. Pues
yo siento en mi carne la ley del pecado, que contradice a la ley de mi
espíritu, me lleva cautivo a consentir en muchas cosas con la sensualidad, y no
puedo resistir a sus pasiones si no me asiste tu santísima gracia, infundida
con amor ardentísimo en mi corazón.
Menester es tu
gracia, y muy gran gracia, para vencer la naturaleza, inclinada siempre a lo
malo desde su juventud. Porque caída por el primer hombre Adán, y corrompida
por el pecado, desciende en todos los hombres la pena de esta mancha; de suerte
que la misma naturaleza, que fue criada por ti buena y recta, ya se cuenta por
vicio y enfermedad de una naturaleza corrompida, porque el mismo movimiento
suyo que le quedó, la arrastra a lo malo y a las cosas terrenas; pues una
pequeña fuerza que le ha quedado es como una centellita escondida en la ceniza.
Esta es la razón natural, cercada de grandes tinieblas, que tiene todavía un
juicio libre del bien y del mal, y conoce la diferencia de lo verdadero y de lo
falso, aunque no tiene fuerza para cumplir todo lo que le parece bueno, ni goza
de la cumplida luz de la verdad, ni tiene puros sus afectos.
De aquí proviene,
Dios mío, que yo, según el hombre interior, me deleito en tu ley, sabiendo que
tu mandamiento es bueno, justo y santo; juzgando también que todo mal y pecado
se debe huir. Mas con la carne sirvo a la ley del pecado, cuando obedezco más a
la sensualidad que a la razón. De aquí es, que el querer lo bueno está en mí,
mas no hallo poder para cumplirlo. De aquí procede, que propongo muchas veces
hacer muchas obras buenas, mas como falta la gracia para ayudar a mi flaqueza,
con poca contradicción vuelvo atrás y desfallezco. De aquí también viene, que
conozco el camino de la perfección y veo claramente cómo lo debo seguir, mas
agravado del peso de mi propia corrupción no me levanto a cosas más perfectas.
¡Oh Señor, cuán
necesaria me es tu gracia para comenzar el bien, para aprovechar en él y
perfeccionarlo! Porque sin ella ninguna cosa puede puedo hacer; mas en ti todo
lo puedo confortado con la gracia. ¡Oh gracia verdaderamente celestial, sin la
cual son ningunos los merecimientos propios, ni se han de estimar en algo los
dones naturales! Ni las artes, ni las riquezas, ni la hermosura, ni la
fortaleza, ni el ingenio o la elocuencia valen delante de ti, Señor, sin la
gracia. Porque los dones naturales son comunes a los buenos y a los malos, mas
la gracia y la caridad es el don propio de los escogidos, con la cual
señalados, son dignos de la vida eterna. Tan encumbrada es esta gracia, que ni
el don de la profecía, ni la operación de milagros, ni la más alta
contemplación es estimado en algo sin ella. Aun más digo, que ni la fe, ni la
esperanza, ni las otras virtudes son aceptas a ti, sin caridad y gracia.
¡Oh beatísima
gracia, que haces al pobre de espíritu rico en virtudes, y al rico en lo
temporal vuelves humilde de corazón! Ven, desciende a mí, y lléname de tu
consolación desde muy de mañana, para que no desmaye mi alma de cansancio y
sequedad de corazón. Suplícote, Señor, que halle gracia en tus ojos pues de
verdad me basta, aunque me falte lo demás que la naturaleza desea. Si fuere
tentado y atormentado de muchas tribulaciones, no temeré los males estando tu
gracia conmigo. Ella es mi fortaleza, ella me da consejo y favor. Ella es más
poderosa que todos los enemigos y mucho más sabia que cuantos saben.
Maestra es de la
verdad, enseña la disciplina, ilumina el corazón, consuela en los trabajos,
destierra la tristeza, quita el temor, aumenta la devoción, produce dulces
lágrimas. ¿Qué soy yo sin ella, sino un madero seco y un tronco sin provecho?
¡Oh Señor! prevéngame pues tu gracia siempre, acompáñeme siempre y hágame estar
continuamente aplicado a las buenas obras, por Jesucristo Hijo tuyo. Amén.
CAPÍTULO LVI
Que debemos negarnos a
nosotros mismos, y seguir a Cristo por la Cruz
Hijo, cuanto
puedes salir de ti, tanto puedes pasarte a mí. Así como no desear nada de lo
exterior hace la paz interior, así la negación y desprecio interior produce la
unión con Dios. Yo quiero que aprendas la perfecta abnegación de ti mismo en mi
voluntad, sin contradicción ni queja. Sígueme; yo soy camino, verdad y vida.
Sin camino no se anda, sin verdad no se conoce, sin vida no se vive. Yo soy el
camino que no se puede violar, la verdad infalible, la vida interminable.
Yo soy camino muy
derecho, la verdad suma, la vida verdadera, la vida bienaventurada, la vida
increada.
Si permanecieres
en mi camino conocerás la verdad, y la verdad te librará, y alcanzarás la vida
eterna.
Si quieres entrar
a la vida, guarda los mandamientos. Si quieres conocer la verdad créeme. Si
quieres ser perfecto vende cuanto tienes. Si quieres ser mi discípulo, niégate
a ti mismo. Si quieres poseer la vida bienaventurada, desprecia ésta presente.
Si quieres ser ensalzado en el cielo, humíllate en el mundo. Si quieres reinar
conmigo, lleva la cruz conmigo; porque sólo los siervos de la cruz hallan el
camino de la bienaventuranza y de la luz verdadera.
Señor Jesús, pues
que tu camino es estrecho y despreciado en el mundo, concédeme imitarte en el
desprecio del mundo, que no es mayor el siervo que su señor, ni el discípulo
que el maestro. Ejercítese tu siervo en tu vida, que en ella está mi salud y la
santidad verdadera. Cualquier cosa que fuera de ella oigo o leo, no me recrea
no satisface del todo.
Hijo, pues sabes
todo esto, y lo has leído, si lo hicieres serás bienaventurado. El que abraza
mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y yo le amaré, y me
manifestaré a él, y le haré asentar conmigo en el reino de mi Padre.
Señor Jesús, como
lo dijiste y prometiste, así dame tu gracia para que lo merezca. Recibí de tu
mano la cruz, la llevaré, y la llevaré hasta la muerte, así como tú me la
pusiste. Verdaderamente la vida del buen monje es cruz que guía al paraíso. Ya
hemos comenzado, no se debe volver atrás, ni conviene dejarla.
Ea, hermanos,
vamos juntos; Jesús será con nosotros. Por Jesús hemos tomado esta cruz, por
Jesús perseveremos en la Cruz. Jesús que es nuestro capitán y adalid, será nuestro
ayudador. Mirad que nuestro Rey va delante de nosotros, que peleará por
nosotros. Sigámosle varonilmente, ninguno tenga miedo a los terrores; estemos
preparados a morir con valor en la batalla, y no pongamos un borrón a nuestra
gloria huyendo de la cruz.
CAPÍTULO LVII
No debe acobardarse
demasiado el que cae en algunas faltas
Hijo, más me
agrada la paciencia y humildad en lo adverso, que el mucho consuelo y devoción
en lo próspero. ¿Por qué te entristece una pequeña cosa hecha o dicha contra
ti? Aunque fuera cosa mayor, no debías perturbarte; mas ahora déjala pasar,
porque no es lo primero, ni nuevo, ni será lo postrero si mucho vivieres. Harto
esforzado te muestras cuando ninguna cosa contraria te sucede. Aconsejas bien y
sabes alentar a otros con palabras; mas cuando viene a tu puerta alguna
repentina tribulación, luego te falta consejo y esfuerzo. Mira tu gran
flaqueza, pues la vez por experiencia aun en muy ligeros acaecimientos; mas
sábete que se hace por tu salud, cuando estas cosas y otras semejantes acaecen.
Pon en mí tu
corazón como mejor supieres; si te tocare la tribulación, a lo menos no te
derribe, ni te embarace mucho tiempo. Sufre a lo menos con paciencia si no
puedes con alegría. Y si oyes algo contra razón, y sientes alguna indignación,
refrénate, y no dejes salir de tu boca alguna palabra desordenada que
escandalice a los débiles. Presto se amansará el ímpetu que en tu corazón se
levantó, y el dolor interior se volverá en dulzura volviendo la gracia. Yo vivo
aun, dice el Señor, dispuesto para ayudarte y consolarte más de lo
acostumbrado, si confías en mí y me llamas con devoción.
Sosiega tu alma y
apercíbete para trances mayores. Aunque te veas muchas veces atribulado, o
gravemente tentado, no está todo perdido. Hombre eres y no Dios; carne eres y
no ángel. ¿Cómo podrás tú estar siempre en un mismo estado de virtud, pues esto
faltó al ángel en el cielo y al primer hombre en el paraíso? Yo soy el que
levanta con salud a los que lloran y traigo a mi divinidad los que conocen su
flaqueza.
Señor, bendita
sea tu palabra, dulce para mi boca más que la miel y el panal. ¿Qué haría yo en
tantas tribulaciones y angustias, si tú no me animases con tus santas palabras?
Llegando yo, pues, al puerto de la salvación, ¿qué se me da de cuanto hubiere padecido?
Dame buen fin; dame un feliz tránsito de este mundo. Dios mío, acuérdate de mí,
y guíame por camino derecho a tu reino. Amén.
CAPÍTULO LVIII
No se deben escudriñar las
cosas altas, y los ocultos juicios de Dios
Hijo, guárdate de
disputar de cosas altas y de los secretos juicios de Dios; por qué uno es
desamparado y otro tiene tantas gracias; por qué está uno muy afligido y otro
tan altamente ensalzado. Estas cosas exceden a toda humana capacidad y no basta
razón ni disputa alguna para investigar el juicio divino. Por eso, cuando el
enemigo te trajere esto al pensamiento, o algunos hombres curiosos lo
preguntaren, responde aquello del Profeta: Justo
eres, Señor, y recto tu juicio; y aquello que dice: Los juicios del Señor, verdaderos son y justificados en sí mismos.
Mis juicios han de ser temidos, no examinados, porque no se comprenden con
entendimiento humano.
Tampoco te pongas
a inquirir o disputar de los merecimientos de los santos, cuál sea más santo o
mayor en el reino del cielo. Estas cosas muchas veces causan contiendas y
disensiones sin provecho; alimentan también la soberbia y la vanagloria, de
donde nacen envidias y discordias, cuando quiere uno imprudentemente preferir a
un santo, y otro a otro. Querer saber e inquirir tales cosas, ningún fruto
produce, antes desagrada mucho a los santos; porque yo no soy Dios de
discordias, sino de paz, la cual consiste más en la verdadera humildad, que en
la propia exaltación.
Algunos con celo
de amor se aficionan a unos santos más que a otros; pero esto, más nace de
afecto humano que divino. Yo soy el que crié a todos los santos, yo les di la
gracia, yo les he dado la gloria, yo sé los méritos de cada uno, yo les previne
con bendiciones de mi dulzura, yo conocí mis amados antes de los siglos, yo los
escogí del mundo y no ellos a mí, yo los llamé por gracia, los traje por
misericordia, yo los llevé por diversas tentaciones, yo les envié grandísimas
consolaciones, yo les di perseverancia, yo coroné su paciencia.
Yo conozco al
primero y al último, yo los abrazo a todos con amor inestimable, yo he de ser
alabado en todos mis santos, yo he de ser bendecido sobre todas las cosas, y
debo ser honrado en cada uno de cuantos he engrandecido gloriosamente y
predestinado, sin preceder algún merecimiento suyo. Por eso, quien despreciare
a uno de mis pequeñuelos no honra al grande, porque yo hice al grande y al
pequeño. Y el que quisiere deprimir a alguno de los santos, a mí me deprime y a
todos los demás en el reino de los cielos. Todos son una misma cosa por el
vínculo de la caridad, todos son de un voto, todos de un querer, todos se aman
en uno.
Y lo que es sobre
todo, que me aman a mí más que a sí y a sus merecimientos; porque levantados
sobre sí, y libres de su amor propio, se pasan del todo al mío, en el cual
descansan con mucho gozo. No hay cosa que los pueda apartar ni desviar, porque
llenos de la verdad eterna, arden en el fuego inextinguible de la caridad.
Callen, pues los hombres carnales y animales, y no disputen del estado de los
santos, pues no saben amar sino sus deleites privados. Quitan y ponen a su
parecer, y no como agrada a la eterna Verdad.
Muchos hay llenos
de ignorancia, mayormente los poco iluminados, que rara vez saben amar a alguno
con amor espiritual perfecto. Y aun los lleva mucho el afecto natural y la
amistad humana, a que se inclinen más a unos que a otros; y así como juzgan de
las cosas terrenas, así juzgan de las celestiales. Mas hay grandísima
diferencia entre lo que piensan los hombres imperfectos, y lo que saben los
varones iluminados por la revelación de lo alto.
Guárdate, pues,
hijo, de tratar curiosamente de estas cosas que exceden tu saber; trabaja más
en esto, y mira que puedas ser siquiera el menor en el reino de Dios. Y aunque
uno supiese cuál es más santo que otro, o el mayor en el reino de los cielos
¿qué le aprovecharía saberlo, si no se humillase delante de mí por este
conocimiento, y se levantase a alabar más mi nombre? Mucho más agradable es a
Dios el que piensa la gravedad de sus propios pecados, y la poquedad de sus
virtudes, y cuán lejos está de la perfección de los santos, que el que porfía
cuál sea mayor o menor. Mejor es rogar a los santos con devotas oraciones y
lágrimas, y con humilde corazón invocar su intercesión, que con vana pesquisa
escudriñar sus secretos.
Ellos están bien
y muy contentos, si los hombres supiesen contentarse, sosegar y refrenar sus
vanas lenguas. No se glorían de sus propios merecimientos, pues que ninguna
cosa buena se atribuyen a sí mismos, sino a todo a mí, porque yo les di todo
cuanto tienen por mi infinita bondad. Llenos están de todo amor de la
divinidad, y de tal abundancia de gozos, que ninguna gloria les falta, ni les
puede faltar felicidad alguna. Todos los santos cuanto más altos están en la
gloria, tanto más humildes son en sí mismos, y están más cercanos a mí, y son
de mí más amados. Por lo cual dice la Escritura, que abatían sus coronas delante de Dios, y se postraron, y cayeron
sobre sus rostros delante del Cordero, y adoraron al que vive sin fin.
Muchos preguntan
quién es mayor en el reino de Dios, que no saben si serán dignos de ser
contados con los menores. Gran cosa es ser en el cielo siquiera el menor, donde
todos son grandes, porque todos se llamarán hijos de Dios, y lo serán. El menor valdrá por mil, y el pecador de
cien años morirá. Pues cuando preguntaron los discípulos, quién fuese mayor
en el reino de los cielos, oyeron esta respuesta: Si no os volvieseis y os hicieseis como niños, no entraréis en el reino
de los cielos. Por eso, cualquiera que se humillare como este niño, aquél es el
mayor en el reino de los cielos.
¡Ay de aquéllos
que se desdeñan de humillarse de voluntad con los niños; porque la humilde
puerta del reino celestial no les dejará entrar! ¡Ay también de los ricos que
tienen aquí sus consuelos, porque cuando entraren los pobres en el reino de
Dios quedarán ellos fuera llorando! Gozaos, humildes, y alegraos, pobres, que
vuestro es el reino de Dios, si andáis en verdad.
CAPÍTULO LIX
Toda la esperanza y
confianza se debe poner en sólo Dios
Señor, ¿qué
confianza tengo yo en esta vida? ¿O cuál es mi mayor contento de cuantos hay
debajo del cielo, sino tú, Señor, mi Dios, cuyas misericordias no tienen
número? ¿Adónde me fue bien sin ti? ¿O cuándo me pudo ir mal estando tú
presente? Más quiero ser pobre por ti, que rico sin ti. Por mejor tengo
peregrinar contigo en la tierra, que poseer sin ti en el cielo. Donde tú estás
allí es el cielo, y donde no estás allí es la muerte y el infierno. A ti deseo,
y por esto me es necesario dar gemidos y voces en seguimiento tuyo. En fin, yo
no puedo confiar cumplidamente en alguno que me ayude con más oportunidad en
las necesidades, sino en ti solo, Dios mío. Tú eres mi esperanza y mi
confianza, tú mi consolador, y muy fiel en todas las cosas.
Todos buscan sus
intereses, tú buscas solamente mi salud y mi aprovechamiento, y todas las cosas
me conviertes en bien. Aunque algunas veces me expongas a diversas tentaciones
y adversidades, todo lo ordenas para mi provecho, porque sueles de mil modos
probar a tus escogidos. No menos debes ser amado y alabado cuando me pruebas,
que si me colmases de consolaciones celestiales.
En ti, pues,
Señor Dios, pongo yo toda mi esperanza y mi refugio, en ti pongo toda mi
tribulación y angustia, porque todo lo que miro fuera de ti, todo lo veo flaco
y deleznable. Porque no me aprovecharán los muchos amigos, ni me podrán ayudar
los defensores valientes, ni los consejeros discretos me darán respuesta
provechosa, ni los libros de los doctos me podrán consolar, ni algún lugar
retirado y seguro defender, si tú mismo no estás presente, y me ayudas, me
esfuerzas, consuelas, enseñas y guardas.
Porque todo lo
que parece algo para ganar la paz y la felicidad, es nada si tú estás ausente,
ni da en verdad felicidad alguna. Tú, pues, eres fin de todos los bienes, y
alteza de la vida, y abismo de las palabras, y esperar en ti sobre todo, es
grandísima consolación para tus siervos. A ti, Señor, levanto mis ojos, en ti
confío, Dios mío, Padre de misericordias. Bendice y santifica mi alma con
bendición celestial, para que sea morada santa tuya, y silla de tu gloria
eterna, y no haya en el templo de tu dignidad, cosa que ofenda los ojos de su
Majestad. Mírame según la grandeza de tu bondad, y según la multitud de tus
misericordias, y oye la oración de este pobre siervo tuyo, desterrado tan lejos
en la región de la sombra de la muerte. Defiende y conserva el alma de éste tu
pequeño esclavo, entre tantos peligros de esta vida corruptible; y
acompañándola tu gracia, guíala por la carrera de la paz a la patria de la
perpetua claridad. Amén.
LIBRO CUARTO
Amonestaciones para recibir la sagrada Comunión del cuerpo de
Jesucristo nuestro Señor
CAPÍTULO I
Con cuánta reverencia se
ha de recibir a Cristo nuestro Señor
Cristo, verdad
eterna, éstas son tus palabras, aunque no fueron pronunciadas en un tiempo ni
escritas en un mismo lugar. Y pues son palabras tuyas, fielmente y muy de grado
las debo yo recibir. Tuyas son, tú las dijiste, y mías son también, pues las
dijiste por mi salud. Muy de grado las recibo de tu boca, para que sean más estrechamente
injeridas en mi corazón.
Despiértanme
palabras de tanta piedad, llenas de dulzura y de amor; mas, por otra parte, mis
pecados me espantan, y mi mala conciencia me retrae de recibir tan altos
misterios. La dulzura de tus palabras me convida, mas la multitud de mis vicios
me desvía.
Me mandas que me
llegue a ti con buena confianza si quisiere tener parte contigo, y que reciba
el manjar de la inmortalidad si deseo alcanzar vida y gloria. Tú, Señor, dices:
Venid a mí todos los que trabajáis y
estáis cargados, y yo os recrearé. ¡Oh dulce y amigable palabra en la oreja
del pecador, que tú, Señor Dios mío, convidas al pobre y al mendigo a la
comunión de tu sacratísimo cuerpo!
Mas ¿quién soy
yo, Señor, que presuma llegar a ti? Veo, Señor, que en los cielos de los cielos
no cabes, ¡y tú dices: Venid a mí todos! ¿Qué quiere decir esta tan piadosa
misericordia, y este tan amigable convite? ¿Cómo osaré ir, que no me conozco
cosa buena? ¿De qué puedo presumir? ¿Cómo te pondré en mi casa, viendo que
tantas veces ofendí tu benignísima cara? Los ángeles y arcángeles tiemblan, los
santos y justos temen, ¡y tú dices: Venid a mí todos! Si tú, Señor, no dijeses
esto, ¿quién osaría creerlo? Y si tú no lo mandases, ¿quién osaría llegarse a
ti?
Veo que Noé,
varón justo, trabajó cien años en fabricar un arca para guarecerse con pocos;
pues ¿cómo podré yo en una hora aparejarme para recibir con reverencia al que
fabricó el mundo?
Moisés, tu gran
siervo y tu amigo especial, hizo el arca de madera incorruptible, y la
guarneció de oro muy puro para poner en ella las tablas de la ley; y yo,
criatura podrida, ¿osaré recibir tan fácilmente a ti, hacedor de la ley y dador
de la vida? Salomón, que fue el más sabio de los reyes de Israel, en siete años
edificó a loor de tu nombre un magnífico templo y celebró ocho días las fiesta
de su dedicación, y ofreció mil sacrificios pacíficos, y asentó con muchas
solemnidad el arca del Testamento, con trompas y regocijos, en el lugar que
estaba aparejado; y yo, miserable, el más pobre de los hombres, ¿cómo te meteré
en mi casa, que dificultosamente gasto con devoción una hora? Y aun pluguiese a
ti, Dios mío, que alguna vez fuese media.
¡Oh Dios mío y
cuánto estudiaron aquéllos por agradarte! Y ¡ay de mí, cuán poquito es lo que
yo hago, cuán poco tiempo gasto en aparejarme para la comunión! Pocas veces
estoy del todo recogido, y muy menos de toda distracción alimpiado. Por cierto,
en la presencia saludable de tu deidad no me debería ocurrir pensamiento alguno
superfluo, ni me habría de ocupar criatura alguna; porque no voy a recibir en
mi aposento algún ángel, mas al Señor de los ángeles.
Y aún más, que
hay muy grandísima diferencia entre el arca del Testamento, con sus reliquias,
y tu preciosísimo y purísimo cuerpo, con sus inefables virtudes; y entre los
sacrificios de la vieja ley, que figuraban los venideros, y el verdadero
sacrificio de tu cuerpo, que es el cumplimiento de todos los sacrificios.
Y pues así es,
¿por qué yo no me enciendo más en tu venerable presencia? ¿Por qué no me
aparejo con mayor cuidado para recibirte a ti en el sacramento, pues aquellos
antiguos santos patriarcas y profetas, y los reyes y príncipes con todo el
pueblo mostraron tanta devoción al culto divino? El devotísimo rey David bailó
con todas sus fuerzas ante el arca de Dios, y acordándose de los beneficios
otorgados a los padres en el tiempo pasado, hizo órganos de diversas maneras, y
compuso salmos, y ordenó que se cantasen, y aun él mismo con alegría los cantó
muchas veces en su arpa, inspirado de la gracia del Espíritu Santo, y enseñó al
pueblo de Israel a loar a Dios de todo corazón, y bendecidlo, y predicarle cada
día en consonancia de voces.
Pues si tanta era
entonces la devoción, y tanta fue la memoria del divino loor delante del arca
del Testamento, ¡cuánta reverencia y devoción debo yo tener y todo el pueblo
cristiano en presencia del sacramento, en la comunión del excelentísimo cuerpo
de Cristo! Muchos corren a diversos lugares por visitar reliquias de santos, y
maravíllanse de oír sus milagros; miran los grandes edificios de los templos,
besan los sagrados huesos guardados en oro y seda, ¡y estás tú aquí presente
delante de mí en el altar, Dios mío, Santo de los santos, criador de todas las
cosas, Señor de los ángeles, y aún no te miro con devoción!
Muchas veces la
curiosidad de los hombres y la novedad de las cosas que van a ver es ocasión de
ir a visitar cosas semejantes, y de ello traen poco fruto de enmienda,
mayormente cuando con liviandad andan de acá para allá sin contrición
verdadera. Mas aquí, en el sacramento del altar, enteramente estás tú presente,
Señor mío, Dios hombre, Jesucristo, en el cual sacramento se recibe copioso
fruto de eterna salud todas las veces que te recibieren digna y devotamente. Y
a esto no nos trae alguna liviandad, o curiosidad, ni sensualidad, mas la firme
fe, esperanza devota y pura caridad.
¡Oh Dios
invisible, Criador del mundo, cuán maravillosamente lo haces con nosotros, cuán
suave y graciosamente lo ordenas con tus escogidos, a los cuales te ofreces en
este sacramento para que te reciban! Esto en verdad excede todo entendimiento.
Esto especialmente atrae los corazones devotos y enciende los afectos. Y los
mismos verdaderos fieles tuyos, que toda su vida ordenan para enmendarse, de
este sacramento dignísimo reciben continuamente grandísima gracia de devoción y
amor de virtud.
¡Oh admirable
gracia, escondida en este sacramento, la cual conocen solamente los fieles
cristianos, mas los infieles y los que en pecados están no la pueden gustar! En
este sacramento se da gracia especial, y se repara en el ánima la virtud
perdida, y se torna la hermosura afeada por el pecado. Y tanta es algunas veces
esta gracia, que del cumplimiento de la devoción que se da, no sólo el ánima,
mas aun el cuerpo flaco siente haber recibido fuerzas mayores.
Por eso es muy
mucho de llorar nuestra tibieza y negligencia, que no vamos con vivo fervor a
recibir a Cristo, en el cual consiste toda la esperanza y el mérito de los que
se han de salvar.
Porque él es
nuestra santificación y redención, él es la consolación de los que caminan y
eterno gozo de los santos. Así que mucho es de llorar el descuido que muchos
tienen en este tan salutífero sacramento, que alegra el cielo y conserva el
universo mundo.
¡Oh ceguedad y
dureza del corazón humano, que tan poco mira a tan inefable don, antes de la
mucha frecuencia ha venido a mirar menos en él!
Por cierto, si
este sacratísimo sacramento se celebrase en un solo lugar, y se consagrase por
un solo sacerdote en el mundo, maravilla sería con cuánta afición irían los
hombres a aquel lugar y a ver a aquel sacerdote de Dios, para oírlo celebrar
los divinos misterios. Mas ahora hay muchos sacerdotes, y ofrécese Cristo en
muchos lugares, para que tanto se muestre mayor la gracia y amor de Dios al
hombre cuanto la sagrada comunión es más liberalmente extendida por el mundo.
Gracias se hagan
a ti, buen Jesús, pastor eterno, que tuviste por bien de recrear a nosotros,
pobres y desterrados, con tu precioso cuerpo y sangre, y también convidarnos
con palabras de tu propia boca a recibir tus divinos misterios, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis
cargados, que yo os recrearé.
CAPÍTULO II
Que se da al hombre en el
Sacramento la gran bondad y caridad de Dios
Señor, confiando
en tu bondad y en tu gran misericordia, vengo enfermo al Salvador, hambriento y
sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor,
criatura al Criador, desconsolado a mi piadoso consolador. Mas ¿dónde a mí
tanto bien que tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a ti mismo?
¿Cómo osa el pecador parecer ante ti? Y ¿cómo tú tienes por bien de venir al
pecador? Tú conoces a tu siervo, y sabes que ningún bien hay en el porque
merezca que tú le hagas tan grandísima merced. Yo confieso, Señor, mi vileza, y
reconozco tu bondad; loo tu piedad, gracias te hago por tu excelentísima
caridad.
Por cierto por ti
mismo haces todo esto, no por mis merecimientos, mas porque tu bondad me sea
más manifiesta y me sea comunicada mayor caridad, y la humildad sea loada más
cumplidamente. Y pues así te place, Señor, y así lo mandaste hacer, también me
agrada a mí que tú hayas tenido por bien. Plégate, Señor, que no lo impida mi
maldad. ¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús, cuánta reverencia y gracia con
perpetua alabanza te son debidas por la comunión de tu sacratísimo cuerpo, cuya
dignidad ninguno se halla que la pueda explicar!
Mas querría
saber: ¿qué pensaré en esta comunión, cuando me quiero llegar a ti, Señor, pues
no te puedo honrar debidamente, y deseo recibirte con devoción? ¿Qué cosa mejor
y más saludable pensaré, sino humillarme del todo ante ti y ensalzar tu
infinita bondad sobre mí? Despréciome y sujétome a ti en el abismo de mi
vileza. Tú eres el Santo de los santos, y yo el más vil de los pecadores, e
inclínaste a mí, que no soy digno de alzar los ojos a ti.
Veo, Señor, que
tú vienes a mí y quieres estar conmigo, tú me convidas a tu mesa y me quieres
dar a comer el manjar celestial, el pan de los ángeles, que no es otra cosa,
por cierto, sino tú mismo, pan vivo que descendiste del cielo y das vida al
mundo. He aquí, Señor, de dónde procede este amor y se declara que lo tienes
por bien. Esta bondad tuya, Señor, es la causa por que tal amor nos tienes y
por que tan gran benignidad nos muestras.
¡Cuán grandes
gracias y loores se te deben por tales mercedes! ¡Oh cuán saludable fue tu
consejo cuando ordenaste este altísimo sacramento! ¡Cuán suave y alegre convite
cuando a ti mismo te diste en manjar! ¡Oh cuán admirable es tu obra, Señor,
cuán poderosa tu virtud, cuán inefable tu verdad! Por cierto, tú dijiste, y fue
hecho todo el mundo; así esto es hecho porque tú mismo lo mandaste.
Maravillosa cosa
y digna de creer, y que vence todo humano entendimiento, que tú, Señor Dios
mío, verdadero Dios y hombre, eres contenido enteramente debajo de la especie
de aquel poco de pan y vino, y sin detrimento eres comido por el que te recibe.
Tú, Señor de todos, que no tienes necesidad de alguno, quisístete morar en
nosotros por éste tu sacramento. Conserva mi corazón sin mácula, porque pueda
muchas veces con limpia y alegre conciencia celebrar tus misterios y recibirlos
para mi perpetua salud, los cuales ordenaste y estableciste, Señor,
principalmente para honra tuya y memoria continua de tu pasión.
Alégrate, ánima
mía, y da gracias a Dios por tan noble don y tan singularísimo refrigerio como
te fue dejado en este valle de lágrimas. Porque cuantas veces te acuerdas de
este misterio y recibes el cuerpo de Cristo tantas representas la obra de tu
redención y te haces particionera de todos los merecimientos de Jesucristo;
porque la caridad de Cristo nunca se apoca, y la grandeza de su misericordia
nunca se gasta.
Por eso débeste
disponer siempre a esto con nueva devoción de ánima y pensar con atenta
consideración este gran misterio de salud. Y así te debe parecer tan grande,
tan nuevo y alegre cuando celebras u oyes misa, como si fuese el mismo día en
que Cristo descendió y se hizo hombre en el vientre de la Virgen, o aquél en
que puesto en la cruz, padeció y murió por la salud de los hombres.
CAPÍTULO III
Que es cosa provechosa
comulgar muchas veces
Vesme aquí,
Señor, vengo a ti porque me vaya bien con este don tuyo y se alegre en tu santo
convite, que tú, Dios mío, aparejaste con dulzura para el pobre. En ti está
todo lo que yo puedo y debo desear. Tú eres mi salud y redención, mi esperanza
y fortaleza, mi honra y mi gloria. Pues alegra, Señor, hoy el ánima de tu
siervo, que a ti, Señor Jesús, he yo levantado mi ánima. Ahora te deseo yo
recibir con devoción y reverencia; codicio, Señor, meterte en mi casa, de
manera que merezca yo, como Zaqueo, ser bendito de ti y contado entre los hijos
de Abrahán. Mi ánima desea recibir tu sagrado cuerpo, y mi corazón desea ser
unido contigo. Date, Señor, a mí, y basta; porque sin ti ninguna consolación
satisface. Sin ti no puedo ser y sin tu visitación no puedo vivir; por eso me
conviene llegarme a ti muchas veces y recibirte para remedio de mi salud,
porque no desmaye en el camino si fuere privado de este celestial manjar.
Porque tú,
benignísimo Jesús, predicando a los pueblos y curando diversas enfermedades,
dijiste: No quiero consentir que se vayan
ayunos, porque no desmayen en el camino. Haz, pues, ahora conmigo de esta
manera, pues te dejaste en el sacramento para consolación de los fieles. Tú
eres suave hartura del ánima, y quien te comiere dignamente, participante y
heredero será de la eterna gloria.
Necesario es a
mí, por cierto, que tanto trabajo, y tantas veces peco, y tan presto me hago
torpe y desmayo, que por muchas oraciones, y confesiones, y por la sagrada
comunión me renueve, y me alimpie y me encienda. Porque, absteniéndome de
comulgar mucho tiempo, podría ser que cayese del santo propósito. Los sentidos del hombre inclinados son al
mal desde su mocedad, y, si no socorre la medicina divina, luego cae el
hombre en lo peor.
Así que la santa
comunión retrae del mal y conforta en lo bueno. Y si comulgando y celebrando
soy tan negligente y tibio, ¿qué haría si no tomase tal medicina y si no
buscase remedio tan grande? Y aunque no estoy aparejado para celebrar cada día,
yo trabajaré de recibir los misterios divinos en los tiempos convenibles, y
hacerme he participante de tanta gracia. Porque ésta es una principalísima
consolación del ánima fiel en el tiempo de esta peregrinación, que acordándose
muchas veces de su Dios, reciba devotamente a su amado.
¡Oh maravillosa
voluntad de tu piedad para con nosotros, que tú, Señor Dios, Criador y vida de
todos los espíritus, tienes por bien de venir a una pobrecilla ánima y hartar
su hambre con toda tu divinidad y humanidad! ¡Oh dichoso espíritu, oh bendita
ánima que merece recibir con devoción a ti, Seños Dios suyo, y ser llena de
gozo espiritual en tu recibimiento! ¡Oh cuán gran señor recibe! ¡Oh cuán amado
huésped aposenta! ¡Cuán hermoso y noble esposo abraza, más de amar que todo lo
que se puede amar ni desear!
¡Oh muy dulce
amado mío!, callen en tu presencia el cielo, la tierra y todo su arreo, porque
todo lo que tienen de loar y de mirar, de la bondad de tu franqueza es, y nunca
llegarán a tu hermosura, cuya sabiduría no tiene cuento.
CAPÍTULO IV
Que se otorgan muchos
bienes a los que devotamente comulgan
Señor Dios mío,
anticipa a tu siervo con bendiciones de tu dulzura, porque merezca llegar digna
y devotamente a tu magnífico sacramento. Despierta mi corazón en ti y despójame
de la pesadumbre del cuerpo; visítame en tu salud para que guste en espíritu tu
suavidad, la cual está escondida en este sacramento muy cumplidamente, así como
en fuente.
Alumbra también
mis ojos para que pueda mirar tan alto misterio, y esfuérzame para creerlo con
firmísimo fe. Porque esto, Señor, obra tuya es, y no humano poder. Es sagrada
ordenación tuya, y no invención de hombres. No hay, por cierto, ni se puede
hallar alguno suficiente por sí para entender cosas tan altas, que aun a la
sutileza angélica exceden. Pues yo pecador indigno, tierra y ceniza, ¿qué podré
escudriñar y entender de tan altísimo sacramento?
Señor, en
simplicidad de corazón, en buena y firme fe y por tu mandato vengo a ti con
esperanza y reverencia, y creo verdaderamente que estás presente aquí en este
sacramento, Dios y hombre. Y pues quieres, salvador mío, que yo te reciba y que
me ayunte a ti en caridad, suplico a tu clemencia y demando me sea dada una muy
especialísima gracia para que todo me derrita en ti y rebose de amor, y que no cure
más de otra alguna consolación.
Por cierto, este
altísimo y dignísimo sacramento es salud del ánima y del cuerpo, y medicina de
toda enfermedad espiritual; con él se curan mis vicios, refrénanse mis
pasiones, las tentaciones se vencen y disminuyen, dase mayor gracia, la virtud
comenzada crece, confírmase la fe, esfuérzase la esperanza, enciéndese la
caridad y extiéndese.
De verdad, Señor,
muchos bienes has dado y siempre das en este dulcísimo sacramento a los que te
aman, cuando te reciben, Dios mío, recibidor de mi ánima, reparador de la
humana enfermedad y dador de toda interior consolación: que tú les infundes
gran consuelo y fortaleza contra diversas tribulaciones, y de lo profundo de su
propio desprecio los levantas a la esperanza de tu defensión, y con una nueva
gracia los recreas y alumbras de dentro; porque los que antes de la comunión se
habían sentido congojosos y sin devoción, después, recreados con manjar y beber
celestial, se hallan muy mejorados.
Y esto, Señor,
haces así con tus escogidos, porque conozcan verdaderamente, y manifiestamente
experimenten que no tienen nada de sí, y sientan la bondad y gracia que de ti
alcanzan, porque de sí mismos merecen ser fríos, duros, indevotos; mas de ti,
Señor, alcanzan ser fervientes, alegres y devotos.
¿Quién llega con
humildad a la fuente de la suavidad que no traiga algo de la suavidad? ¿O quién
está cerca de algún gran fuego que no reciba algún calor? Y tú, Señor, fuente
eres siempre llena y muy abundosa, fuego que continuo arde y nunca desfallece. Por
tanto, si no me es lícito sacar del henchimiento de la fuente, ni beber hasta
hartarme, pondré siquiera mi boca al agujero de algún cañito celestial, para
que a lo menos reciba de allí alguna gotilla para refrigerar mi sed, porque no
me seque del todo. Y si no puedo del todo ser celestial, ni puedo abrasarme
como los serafines, trabajaré a lo menos de darme a la oración y aparejaré mi
corazón para buscar siquiera una pequeña centella del divino entendimiento,
mediante la humilde comunión de este sacramento que da vida.
Todo lo que me
falta, buen Jesús, Salvador santísimo, súplelo tú benigna y graciosamente por
mí, pues tuviste por bien llamar a todos, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé.
Yo, Señor, por
cierto, trabajo y estoy atormentado con sudor de mi rostro y con dolor de
corazón; cargado estoy de pecados, y combatido de tentaciones, envuelto y
agravado, no hay quien me libre y salve sino tú, Señor Dios, Salvador mío. A ti
me encomiendo con todas mis cosas, para que me guardes y lleves a la vida
eterna. Recíbeme para gloria y honra de tu santo nombre. Tú, Señor, que me
aparejaste tu cuerpo y sangre en manjar y en beber, otórgame, Señor, salvador
mío, que crezca el afecto de mi devoción con la continuación de este tu
misterio.
CAPÍTULO V
De la dignidad del
sacramento y del estado sacerdotal
Aunque tuvieses
la pureza de los ángeles y la santidad de San Juan Bautista, no serías digno de
recibir ni tratar este santísimo sacramento, porque no cabe en humano merecimiento
que el hombre consagre y trate el sacramento de Cristo y coma el pan de los
ángeles.
Grande es este
misterio, y grande la dignidad de los sacerdotes, a los cuales es dado lo que
no es concedido a los ángeles: que sólo los sacerdotes ordenados en la Iglesia
derechamente tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo, y el
sacerdote es ministro de Dios, y usa de palabras de Dios por el mandamiento y
ordenación de Dios; mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, al
cual está sujeta cualquier cosa que quisiere, y le obedece a todo lo que
mandare.
Y así, más debes
creer a Dios todopoderoso en este excelentísimo sacramento que a tu propio
sentido o alguna señal visible. Y por eso, con temor y gran reverencia debe el
hombre llegar a este sacramento.
Mira, pues,
sacerdote, qué oficio te han encomendado por mano del obispo; mira cómo eres
ordenado y consagrado para celebrar. Mira ahora que muy fielmente y con
devoción ofrezcas a Dios el sacrificio en su tiempo y te conserves sin reprensión.
Mira que no has aliviado tu carga, mas con mayor y más estrecha caridad estás
atado y a mayor perfección estás obligado.
El sacerdote debe
ser adornado de todas virtudes y ha de dar a los otros ejemplo de buena vida;
su conversación no ha de ser con los comunes ejercicios de los hombres, mas con
los ángeles en el cielo y con los perfectos en la tierra. El sacerdote vestido
de las sagradas vestiduras tiene lugar de Cristo para rogar humilde y
devotamente a Dios por sí y por todo el pueblo.
Él tiene la señal
de la cruz de Cristo ante sí y detrás de sí, para que de continuo tenga memoria
de su pasión. Ante sí, en la casulla, trae la cruz, porque mire con cuidado las
pisadas de Cristo y estudie de seguirlo con fervor. Detrás también está
señalado de la cruz, porque sufra con paciencia por amor de Dios cualquier
adversidad o daño que otros le hicieren. La cruz lleva delante porque llore sus
pecados, y detrás la lleva porque llore por compasión los ajenos y sepa que es
medianero entre Dios y el pecador, y no cese de orar y de ofrecer el santo
sacrificio hasta que merezca alcanzar gracia y misericordia.
Cuando el
sacerdote celebra, honra a Dios y alegra a los ángeles, edifica a la Iglesia,
ayuda a los vivos y da reposo a los difuntos y hácese particioneo de todos los
bienes.
CAPÍTULO VI
La examinación que se debe
hacer antes de la comunión
Señor, cuando yo
pienso tu dignidad y mi vileza, tengo gran temblor y hállome confuso; porque si
no me llego, huya la vida; y si indignamente me atrevo, caigo en ofensa. Pues
¿qué haré, Dios mío, ayudador mío, consejero mío en las necesidades?
Guíame tú por
carrera derecha y enséñame algún ejercicio convenible a la sagrada comunión.
Por cierto,
utilísimo es saber de qué manera deba yo aparejar mi corazón con reverencia y devoción
a ti, Señor, para recibir saludablemente tu sacramento, o para celebrar tan
grande y divino sacrificio.
CAPÍTULO VII
De la examinación de la
conciencia y del propósito de la enmienda
Sobre todas las
cosas es necesario que el sacerdote de Dios llegue a celebrar, y tratar, y
recibir este sacramento con grande humildad de corazón y con devota reverencia,
con entera fe y con piadosa intención de la honra de Dios.
Examina tu
conciencia con diligencia y, según tu poder, descúbrela y aclárala con verdadera
contrición y humilde confesión de tus pecados, de manera que no te quede cosa
grave, o te remuerda e impida de llegar libremente al sacramento. Ten
aborrecimiento de todos tus pecados en general, y por los delitos que cada día
cometes, duélete y gime más particularmente. Y si hay disposición, confiesa a
Dios todas tus miserias en lo secreto de tu corazón.
Gime y duélete
que aún eres tan carnal y mundano, tan vivo en las pasiones, tan lleno de
movimientos de concupiscencias, tan mal guardado en los sentidos exteriores,
tan revuelto en vanas fantasías, tan inclinado a las cosas exteriores y
negligente a las interiores, tan ligero a la risa y al desorden, tan duro para
llorar y arrepentirte, tan aparejado a flojedades y regalos de la carne, tan
perezoso al rigor y al fervor, tan curioso a oír nuevas y a ver cosas hermosas,
tan remiso en abrazar las cosas bajas y despreciadas, tan codicioso en tener
muchas cosas, tan encogido en dar y avariento en retener, indiscreto en hablar,
mal sufrido en callar, descompuesto en las costumbres, importuno en las obras,
tan desordenado en el comer, tan sordo a la palabra de Dios, presto para
holgar, tardío para trabajar, despierto para consejuelas, tan dormilón para las
sagradas vigilias, muy apresurado para acabarlas, muy derramado, sin atención y
negligente en decir las horas, muy tibio en celebrar, seco y sin lágrimas en
comulgar, muy presto distraído, muy tarde o nunca bien recogido, muy de presto
conmovido a ira, aparejado para dar enojos, muy presto para juzgar, riguroso a
reprender, muy alegre en lo próspero y muy caído en lo adverso, proponiendo de
continuo grandes cosas y nunca poniéndolas en efecto.
Confesados y
llorados estos y otros defectos tuyos con dolor y descontento de tu propia
flaqueza, propón firmísimamente de enmendar tu vida y mejorarla de continuo. Y
después, con total renunciación y entera voluntad, ofrecerte a ti mismo en
honra de mi nombre en el altar de tu corazón como sacrificio perpetuo, que es
encomendándome a mí tu cuerpo y tu ánima fielmente, porque merezcas dignamente
llegar a ofrecer el sacrificio y recibir saludablemente el sacramento de mi
cuerpo: que no hay ofrenda más digna ni mayor sacrificio para quitar los
pecados que en la misa y en la comunión ofrecerse a sí mismo pura y enteramente
en el sacrificio del cuerpo de Cristo.
Si el hombre
hiciere lo que es en su mano, y se arrepintiere verdaderamente, cuantas veces
viniere a mí por perdón y gracia, dice el Señor, vivo yo, que no quiero la muerte del pecador, mas que se convierta y
viva, porque no me acordaré más de sus pecados, mas todos le serán
perdonados.
CAPÍTULO VIII
Del ofrecimiento de Cristo
en la cruz, y de la propia renunciación
Así como yo me
ofrecía mí mismo por tus pecados a Dios
Padre, de mi voluntad, extendidas las manos en la cruz, desnudo el cuerpo, en
tanto que no me quedaba cosa que todo no pasase en sacrificio para aplacar al
Padre, así debes tú, cuanto más entrañablemente puedas ofrecerte a ti mismo de
toda voluntad a mí en sacrificio puro y santo cada día en la misa con todas tus
fuerzas y deseos.
¿Qué otra cosa
quiero de ti, sino que estudies de renunciarte del todo en mí? Cualquiera cosa
que me das sin ti, no me curo de ello, porque no quiero tu don, sino a ti.
Así como no te
bastarían a ti todas las cosas sin mí, así no me puede agradar a mí cuanto me
ofreces sin ti. Ofrécete a mí y date todo por mí y será muy acepto tu
sacrificio. Ya ves cómo yo me ofrecí todo al Padre por ti, y también di todo mi
cuerpo y sangre en manjar por ser todo tuyo y que tú quedases todo mío; mas si
te estás en ti mismo y no te ofreces muy de gana a mi voluntad, no es cumplida
ofrenda, ni será entre nosotros entera unión.
Por eso, ante
todas tus obras, haz ofrecimiento voluntario de ti mismo en mis manos si
quieres alcanzar libertad y gracia. Por eso hay tan pocos alumbrados y libres
de dentro, porque no saben negarse del todo a sí mismos.
Ésta es mi firme
sentencia, que no puede ser mi discípulo
el que no renunciare todas las cosas. Por eso, si tú deseas ser mi
discípulo, ofrécete a ti mismo con todos tus deseos.
CAPÍTULO IX
Que debemos ofrecernos a
Dios con todas nuestras cosas y rogarle por todos
Señor, tuyo es
todo lo que está en el cielo y en la tierra, y yo deseo ofrecerme a ti de mi
voluntad y quedar tuyo para siempre. Señor, con sencillo corazón me ofrezco hoy
a ti por siervo perpetuo en servicio y sacrificio de perpetuo loor. Recíbeme
con este santo sacrificio de tu preciosísimo cuerpo que te ofrezco hoy en
presencia de los ángeles que están presentes invisiblemente. Y ruégote, Señor,
que sea para salud mía y de todo el pueblo.
Señor, ofrézcote
todos mis pecados y delitos, cuantos yo cometí delante de ti y de tus ángeles
desde el día que comencé a pecar hasta hoy; todos los pongo sobre tu altar, que
amansa tu ira, para que tú, Señor, los enciendas todos juntamente, y los quemes
con el fuego de tu caridad, y quites todas las mancillas de mis pecados, y
alimpies mi conciencia de todo pecado, y me restituyas la gracia que yo perdí
pecando, perdonándome plenariamente y levantándome por tu bondad al beso santo
de la paz.
¿Qué puedo hacer
por mis pecados, sino confesarlos humildemente, llorando y rogando a tu
misericordia sin cesar? Ruégote que me oigas con misericordia aquí donde estoy
delante de ti. Todos mis pecados me descontentan muy mucho, y no quiero más
cometerlos; pésame de ellos, y cuanto yo viviere me pesará, aparejado a hacer
penitencia y satisfacción con todo mi poder. ¡Oh Dios!, perdona, perdona mis
pecados por tu santo nombre, salva mi ánima que redimiste por tu sangre preciosa.
Vesme aquí, Señor, yo me pongo en tu misericordia, yo me renuncio en tus manos:
haz conmigo según tu bondad y no según mi malicia.
También te
ofrezco, Señor, todos mis bienes, aunque son muy pocos e imperfectos, para que
tú los enmiendes y santifiques, y los hagas agradables a ti y aceptes, y
traigas siempre a perfección, y a mí, hombrecillo inútil y perezoso, lleves a
bienaventurado y loable fin.
Y también te
ofrezco todos los santos deseos de los devotos y todas las necesidades de mis
padres y hermanos, amigos y parientes, y de todos mis conocidos, y de todos
cuantos han hecho bien a mí y a otros por tu amor, y de todos los que desearon
y pidieron que yo orase, o dijese misa por ellos y por todos los suyos, vivos o
difuntos, porque todos sientan el favor de tu gracia y de tu consolación y
defensión; y, librados de todo mal, sean muy alegres y te den por todo
altísimas gracias.
También te
ofrezco estas oraciones y sacrificios agradables, especialmente por los que en
algo me han dañado, enojado, o vituperado, y por todos los que yo alguna vez
enojé, turbé, agravié y escandalicé por obra, o de palabra, por ignorancia, o a
sabiendas.
Porque tú, Señor,
nos perdones a todos juntamente nuestros pecados y las ofensas que hacemos unos
a otros. Aparta, Señor, de nuestros corazones toda sospecha, todo deseo de
venganza, ira y contienda, y toda cosa que pueda estorbar la caridad y
disminuir el amor del prójimo.
Señor, ten
misericordia y piedad de los que te la demandan. Da tu gracia a los
necesitados, y haz que seamos tales que seamos dignos de gozar de tu gracia y
que aprovechemos para la vida eterna.
CAPÍTULO X
Que no se debe dejar
ligeramente la sagrada comunión
Muy a menudo
debes recurrir a la fuente de la gracia y de la divina misericordia, a la
fuente de la bondad y de toda limpieza; porque puede ser curado de tus pasiones
y vicios, y merezcas ser hecho más fuerte y más despierto contra todas las
tentaciones y engaños del diablo.
El enemigo,
sabiendo el grandísimo fruto y remedio que está en la sagrada comunión, trabaja
por todas las vías que él puede de estorbarla a los fieles y devotos
cristianos; porque luego que algunos se disponen a la sagrada comunión, padecen
peores tentaciones de Satanás, que antes; porque el espíritu maligno (según se
escribe en Job) viene entre los hijos de Dios para turbarlos con su
acostumbrada malicia, o para hacerlos muy temerosos y dudosos, porque así
disminuya su afecto, o acosándolos les quita la confianza, para que, de esta
manera, o dejen del todo la comunión, o lleguen a ella tibios y sin fervor.
Mas no debemos
curar de sus astucias y fantasías, por más torpes y espantosas que sean; mas
quebrarlas todas en su cabeza y procurar de despreciar al desventurado y burlar
de él; no se debe dejar la sagrada comunión por todas las malicias y
turbaciones que levantare.
Muchas veces
también estorba para alcanzar devoción la demasiada ansia de tenerla y la gran
congoja de confesarse. Por eso haz en esto lo que aconsejan los sabios, y deja
el ansia y escrúpulo, porque estas cosas impiden la gracia de Dios y destruyen
la devoción del ánima.
No dejes la
sagrada comunión por alguna pequeña tribulación o pesadumbre, mas confiésate
luego y perdona de buena voluntad las ofensas que te han hecho; y si tú has
ofendido a alguno, pídele perdón con humildad, y así Dios te perdonará.
¿Qué aprovecha
dilatar mucho la confesión o la sagrada comunión? Alímpiate en el principio,
escupe presto la ponzoña, toma de presto el remedio y hallarte has mejor que si
mucho tiempo dilatares.
Si hoy lo dejas
por alguna ocasión, mañana te puede acaecer otra mayor, y así te estorbarás
mucho tiempo y estarás más inhábil. Por eso, lo más presto que pudieres sacude
la pereza y pesadumbre: que no hace al caso estar largo tiempo con cuidado
envuelto en turbaciones y, por los estorbos cotidianos, apartarse de las cosas
divinas.
Antes daña mucho
dilatar la comunión largo tiempo: porque es causa de estarse el hombre ocupado
en grave torpeza. ¡Ay dolor de algunos tibios y desordenados, que dilatan muy
de grado la confesión y desean alargar la sagrada comunión por no ser obligados
a guardarse con mayor cuidado! ¡Oh cuán poca caridad, oh cuán flaca devoción
tienen los que tan fácilmente dejan la sagrada comunión!
¡Cuán
bienaventurado es y cuán agradable a Dios el que vive tan bien, y con tanta
puridad guarda su conciencia, que cada día está aparejado a comulgar, deseoso
de hacerlo si así le conviniese y no fuese notado! Si alguno se abstiene
algunas veces por humildad, o por alguna causa legítima, de loar es por la
reverencia; mas si poco a poco le entrare la tibieza, debe despertarse y hacer
lo que en sí es, y nuestro Señor ayudará a su deseo por la buena voluntad, la
cual él mira especialmente.
Mas cuando fuere
legítimamente impedido, tenga siempre buena voluntad y devota intención de comulgar,
y así no carecerá del fruto del sacramento. Porque todo hombre devoto puede
comulgar cada día y cada hora espiritualmente; mas en ciertos días, en el
tiempo ordenado, debe recibir el sacramento del cuerpo de nuestro Señor
Jesucristo con amorosa reverencia.
Y más se debe
mover a ello por loor y honra de Dios que por buscar su propia consolación.
Porque tantas veces comulga secretamente y es recreado invisiblemente cuantas
se acuerda devotamente del misterio de la encarnación de nuestro Señor
Jesucristo y de su preciosísima pasión, y se enciende en su amor. Mas el que no
se apareja en otro tiempo sino para la fiesta, o cuando lo fuerza la costumbre,
muchas veces se hallará mal aparejado.
Bienaventurado el
que se ofrece a Dios en entero sacrificio cuantas veces celebra o comulga. No
seas muy prolijo ni acelerado en celebrar, mas guarda una buena manera y
confórmate con los de tu conversación; no los enojes, mas sigue la vida común
según la orden de los mayores; y más debes mirar el aprovechamiento de los otros
que tu propia devoción y deseo.
CAPÍTULO XI
Que el cuerpo de
Jesucristo y la Sagrada Escritura son muy necesarios al ánima fiel
¡Oh dulcísimo
Jesús, cuánta es la dulzura del ánima devota que come contigo en tu convite, en
el cual no se da a comer otra cosa sino a ti, que eres único y solo amado suyo,
muy deseado sobre todos los deseos de su corazón! ¡Oh cuán dulce sería a mí en
tu presencia, con todas mis entrañas, derramar lágrimas y regar con ellas tus
sagrados pies como la piadosa Magdalena!
Mas ¿dónde está
ahora esta devoción? ¿Dónde está el copioso derramamiento de lágrimas santas?
Por cierto,
Señor, en tu presencia y de tus santos ángeles todo mi corazón se debía
encender y llorar de gozo, porque en este sacramento yo te tengo presente
verdaderamente, aunque encubierto debajo de otra especie, porque no podrían mis
ojos sufrir de mirarte en tu propia y divina claridad, ni todo el mundo podría
sufrir el resplandor de la gloria de tu majestad. Y así, en esconderte en el
sacramento has tenido respeto a mi flaqueza. Yo tengo y adoro
verdaderamente aquí a quien adoran los
ángeles en el cielo; mas yo ahora en fe, y ellos en clara vista, sin velo.
Conviéneme a mí acá contentarme con la lumbre de la fe verdadera y andar en
ella hasta que amanezca el día de la claridad eterna y se vayan las sombras de
las figuras.
Cuando viniere lo
que es perfecto, cesará el uso de los sacramentos. Porque los bienaventurados
en la gloria celestial no han menester medicina de sacramentos, pues gozan sin
fin en la presencia divina, contemplando cara a cara su gloria y transformados
de claridad en claridad en el abismo de la deidad, gustan el Verbo divino
encarnado, que fue en el principio y permanece para siempre.
Acordándome de
estas maravillas, cualquier placer, aunque sea espiritual, se me torna en grave
enojo. Porque en tanto que no veo claramente a mi Señor Dios en su gloria, no
estimo en nada cuanto en el mundo veo y oigo.
Tú, Dios mío,
eres testigo que cosa alguna no me puede consolar, ni criatura alguna dar
descanso sino tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Mas esto no
se puede hacer en tanto que dura la carne mortal. Por eso conviéneme tener
mucha paciencia y sujetarme a ti en todos mis deseos. Porque tus santos, que
ahora gozan contigo en tu reino, cuando en este mundo vivían, esperaban en fe y
grande paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, creo yo; lo que
esperaron, espero; y a donde llegaron finalmente por tu gracia, tengo yo
confianza de llegar. En tanto, andaré en fe, confortado con los ejemplos de los
santos.
También tengo
santos libros, que son para consolación y espejo de la vida, y, sobre todo, el
Cuerpo santísimo tuyo por singular remedio y refugio. Yo conozco que tengo
grandísima necesidad en esta vida de dos cosas, sin las cuales no la podría
sufrir, detenido en la cárcel de este cuerpo, que son mantenimiento y lumbre.
Así que me diste como a enfermo tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y
del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela, que es tu palabra. Sin
estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de tu boca luz es
del ánima, y tu sacramento es pan de vida.
También éstas se
pueden decir dos mesas puestas en el sagrario de la santa Iglesia de una parte y de otra. La una mesa es el
santo altar, donde está el pan santo, que es el cuerpo preciosísimo de Cristo;
la otra es de la ley divina, que contiene la sagrada doctrina, y enseña la
recta fe, y nos lleva firmemente hasta lo secreto del velo, donde está el Santo
de los santos. Gracias te hago, Señor Jesús, luz de la eterna luz, por la mesa
de la santa doctrina que nos administraste por tus santos siervos los profetas
y apóstoles y por los otros doctores.
Gracias te hago,
Criador y Redentor de los hombres, que, para declarar a todo el mundo tu
caridad, aparejaste tu gran cena, en la cual diste a comer, no el cordero
figurativo, sino tu santísimo cuerpo y sangre, para alegrar todos los fieles
con el sacro convite, embriagándolos con el cáliz de la salud, en el cual están
todos los deleites del paraíso, y comen con nosotros los santos ángeles, aunque
con mayor suavidad. ¡Oh cuán grande y venerable es el oficio de los sacerdotes,
a los cuales es otorgado consagrar el Señor de la majestad con palabras santas,
y bendecirlo con sus labios, y tenerlo en sus manos, y recibirlo con su propia
boca, y ministrarlo a otros!
¡Oh cuán limpias
deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán sin
mancilla el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el hacedor de la
pureza! De la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa,
honesta y provechosa, pues tan de continuo recibe el sacramento de Cristo. Sus
ojos han de ser simples y castos, pues miran el cuerpo de Cristo. Las manos han
de ser puras y levantadas al cielo por oración, pues suelen tocar al Criador
del cielo y de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: Sed santos, que yo, vuestro Señor y vuestro
Dios, santo soy.
¡Oh Dios
todopoderoso!, ayúdenos tu gracia para que los que recibimos el oficio
sacerdotal, podamos digna y devotamente servirte con buena conciencia en toda
pureza. Y si no podemos conversar en tanta inocencia de vida como debemos,
otórganos llorar dignamente los males que hemos hecho, porque podamos de aquí
adelante servirte con mayor fervor en espíritu de humildad y propósito de buena
voluntad.
CAPÍTULO XII
Que se debe aparejar con
grandísima diligencia el que ha de recibir a Jesucristo
Yo soy amador de
pureza y dador de toda santidad; yo busco el corazón puro, y allí es el lugar
de mi descanso. Aparéjame un palacio grande, bien aderezado, y haré contigo la
pascua con mis discípulos. Si quieres que venga a ti y me quede contigo,
alimpia de ti la vieja levadura y limpia la morada de tu corazón. Alanza de ti
todo el mundo y todo el ruido de los vicios. Asiéntate como pájaro solitario en
el tejado, y piensa tus pecados en amargura de tu ánima. Cualquier persona que
ama a otra, apareja buen lugar y muy aderezado para recibirla. Porque en esto
se conoce el amor del que hospeda al amado.
Mas sábete que no
puedes cumplir este aparejo con el mérito de tus obras, aunque un año entero te
aparejases y no tratases otra cosa en tu ánima; mas por sola mi piedad y gracia
se te permite llegar a mi mesa, como si un pobre fuese llamado a la mesa de un
rico, y no tuviese otra cosa para pagar el beneficio sino, humillándose,
agradecerlo.
Haz lo que es en
ti y con mucha diligencia, no por manera de costumbre ni por necesidad; mas con
temor, y reverencia y amor recibe el cuerpo del Señor Dios tuyo, que tienes por
bien venir a ti. Yo soy el que te llamé, yo el que mandé que se hiciese así; yo
supliré lo que te falta, ven y recíbeme. Cuando yo te doy gracia de devoción,
da gracias a Dios, no porque eres digno, mas porque tuve misericordia de ti.
Y si no tienes
devoción, y te sientes muy seco, continúa la oración, da gemidos, llama y no
ceses hasta que merezcas recibir una migaja o una gota de saludable gracia. Tú
me has menester a mí, que no yo a ti. Ni vienes tú a santificarme a mí, mas yo
a santificarte y mejorarte. Tú vienes para que seas por mí santificado y unido
conmigo, para que recibas nueva gracia y de nuevo te enciendas para mayor
perfección. No desprecies esta gracia, apareja de continuo con toda diligencia
tu corazón, y recibe dentro de ti a tu amado.
Y también
conviene que te aparejes a la devoción y sosiego no sólo antes de la comunión,
mas que te conserves y guardes en ella después de recibido el santísimo
sacramento. Ni se debe tener menos guarda después que el devoto aparejo
primero. Porque la buena guarda de después es muy mejor aparejo para alcanzar
otra vez mayor gracia. Que de aquí viene a hacerse el hombre muy indispuesto,
por desordenarse y derramarse luego en los placeres exteriores.
Guárdate de
hablar mucho, y recógete a algún lugar secreto, y goza de tu Dios, pues tienes
al que todo el mundo no te puede quitar. Yo soy a quien del todo te debes dar,
de manera que ya no vivas más en ti, sino en mí sin ningún cuidado.
CAPÍTULO XIII
Que el ánima devota con
todo su corazón debe desear la unión de Cristo en el sacramento
Señor, ¿quién me
dará que te halle dolo, y te abra todo mi corazón, y te goce como mi ánima
desea, y que ya ninguno me desprecie, ni criatura alguna me mueva, mas tú solo
me hables, y yo a ti, como suele hablar el amado a su amado y conversar un
amigo con otro? Esto ruego y esto deseo, que sea unido todo a ti, y aparte ya
mi corazón de todo lo criado, y por la sagrada comunión y por la frecuencia del
celebrar aprenda a gustar cosas eternas. ¡Oh Señor, Dios mío!, ¿cuándo estaré
todo unido contigo, y absorto en ti, y del todo olvidado de mí, y que tú seas
en mí, y yo, Señor, en ti, y que así estemos juntos en uno?
Verdaderamente tú
eres mi amado, escogido en muchos millares, con el cual desea morar mi ánima
todos los días de su vida. Verdaderamente tú eres mi pacífico, en ti está la
suma paz y la verdadera holganza; fuera de ti todo es trabajo, y dolor, y
miseria infinita. Verdaderamente tú eres Dios escondido, y tu consejo no es con
los malos, mas con los humildes y sencillos es tu habla.
¡Oh Señor, cuán
suave es tu espíritu, que tienes por bien para mostrar tu dulzura de mantener
tus hijos del pan suavísimo que desciende del cielo! Verdaderamente no hay otra
nación tan grande que tenga sus dioses tan cerca de sí como tú, Dios nuestro,
estás cerca de todos sus fieles, a los que te das para que te coman, y gocen
con gozo continuo, y para que levanten su corazón al cielo.
¿Qué gente hay
alguna tan nobilísima como el pueblo cristiano, o qué criatura hay debajo del
cielo tan amada como el ánima devota, a la cual entra Dios a apacentar de su
gloriosa carne? ¡Oh inexplicable gracia, oh maravillosa bondad, oh amor sin
medida, dado singularmente al hombre!
¿Qué daré yo al
Señor por esta gracia y caridad tan grande? No hay cosa que más agradable le pueda
yo dar que es mi corazón todo entero, para que sea a él ayuntado
entrañablemente. Entonces alegrarán todas mis entrañas, cuando mi ánima fuere
unida perfectamente a Dios. Entonces me dirá Él: Si tú quieres estar conmigo,
yo quiero estar contigo. Y yo le responderé: Señor, ten por bien de quedarte
conmigo, que yo de buena voluntad quiero estar contigo. Éste es todo mi deseo,
que mi corazón esté unido contigo.
CAPÍTULO XIV
Del encendido deseo de
algunos devotos a la comunión del cuerpo de Cristo
¡Oh Señor cuán grande es la multitud de tu dulzura,
que tienes escondida para los que te temen!
Cuando me acuerdo
de algunos devotos a tu sacramento que llegan a él con gran devoción y afecto,
quedo muy confuso y avergonzado en mí, que llego tan tibio y tan frío a tu
altar y a la mesa de la sagrada comunión, y me hallo tan seco y sin dulzura de
corazón, y que no estoy enteramente encendido ante ti, Dios mío, ni soy llevado
ni aficionado del vivo amor como fueron muchos devotos, los cuales, del gran
deseo de la comunión y del amor que sentían en el corazón, no pudieron detener
las lágrimas, mas con la boca del corazón y del cuerpo suspiraban con todas sus
entrañas a ti, Dios mío, fuente viva, no pudiendo templar ni hartar su hambre
de otra manera sino recibiendo tu cuerpo con toda alegría y deseo espiritual.
¡Oh verdadera y
ardiente fe la de aquéstos, la cual es manifiesta prueba de tu sagrada
presencia! Porque éstos verdaderamente conocen a su Señor en el partir del pan,
pues su corazón arde en ellos tan vivamente, porque Jesús anda con ellos.
¡Oh cuán lejos
está de mí muchas veces tal afección y devoción y tan grande amor y fervor!
Séme piadoso,
buen Jesús, dulce y benigno.
Otorga a este tu
pobre mendigo (siquiera alguna vez) sentir en la sagrada comunión un poco de
afección entrañable de tu amor, porque mi fe se haga más fuerte, y la esperanza
en tu bondad crezca, y la caridad ya encendida perfectamente con la experiencia
del maná celestial nunca desmaye ni cese.
Por cierto,
Señor, poderosa es tu misericordia para concederme esta gracia tan deseada y
visitarme muy piadosamente en espíritu de abrasado amor, cuando tú, Señor,
tuvieres por bien de hacerme esta merced. Y aunque yo no estoy con tan
encendido deseo como tus especiales devotos, no dejo yo (mediante tu gracia) de
desear tener aquellos sus grandes y encendidos deseos, rogando a tu Majestad me
haga particionero de todos los fervientes amadores tuyos y me cuente en su
santa compañía.
CAPÍTULO XV
Que la gracia de la
devoción, con la humildad y propia renunciación se alcanza
Conviénete buscar
con diligencia la gracia de la devoción, pedirla sin cesar, esperarla con
paciencia y buena confianza, recibirla con alegría, guardarla humildemente,
obrar diligentemente con ella y encomendar a Dios el tiempo y la manera de la
soberana visitación hasta que venga. Débeste humillar, especialmente cuando
poca o ninguna devoción sientes de dentro; mas no te caigas del todo, ni te
entristezcas demasiadamente.
Dios da muchas
veces en un momento lo que negó en largo tiempo. También da algunas veces en el
fin de la oración lo que al comienzo dilató de dar.
Si la gracia de
continuo nos fuese otorgada y dada siempre a nuestro querer, no la podría bien
sufrir el hombre flaco. Por eso en buena esperanza y humilde paciencia se debe
esperar la gracia de la devoción. Y cuando no te es otorgada, o te fuere
quitada secretamente, echa la culpa a ti y a tus pecados.
Algunas veces
pequeña cosa es la que impide a la gracia y la esconde, si poco se debe decir y
no mucho lo que tanto bien estorba. Mas si perfectamente vencieres lo que
estorba, sea poco o sea mucho, tendrás lo que pediste.
Luego que te
dieres a Dios de todo tu corazón, y no buscares esto ni aquello por tu querer,
mas del todo te pusieres en Él, hallarte has unido y sosegado; porque no habrá
cosa que tan bien te sepa como el buen contentamiento de la divina bondad.
Pues cualquiera
que levantare su intención a Dios con sencillo corazón y se despojare de todo
amor o desamor desordenado de cualquiera cosa criada, estará muy dispuesto y digno
a recibir la divina gracia y el don de la devoción. Porque nuestro Señor da su
bendición donde halla vasos vacíos. Y cuanto más perfectamente alguno
renunciare las cosas bajas y fuere más muerto a sí mismo por el propio
desprecio, tanto más presto viene la gracia, y más copiosamente entra, y más
alto levanta al corazón libre.
Y entonces verá,
y abundará, y maravillarse ha, y ensancharse ha su corazón en sí mismo, porque
la mano del Señor es con él, y él se puso del todo en su mano para siempre. De
esta manera será bendito el hombre que busca a Dios en todo su corazón y no ha
recibido su ánima en vano. Éste, cuando recibe la sagrada comunión, merece la
singular gracia de la divina unión, porque no mira a su propia devoción y
consolación, mas a la gloria y honra de Dios.
CAPÍTULO XVI
Que debemos manifestar a
Cristo nuestras necesidades y pedirle su gracia
¡Oh dulcísimo y
muy amado Señor, a quien yo deseo ahora recibir devotamente, tú sabes mi
enfermedad, y la necesidad que padezco, y en cuántos males y vicios estoy
caído, cuántas veces soy agraviado, tentado, turbado, y ensuciado! A ti vengo
por remedio, a ti demando consolación y alivio. A ti, Señor, que sabes todas
las cosas, hablo, a quien son manifiestos todos los secretos de mi corazón, y
que solo me puedes consolar y perfectamente ayudar. Tú sabes mejor que ninguno
lo que me falta, cuán pobre soy en virtudes; vesme aquí delante de ti, pobre y
desnudo, demandando gracia y pidiendo misericordia.
Harta, Señor, a
este tu hambriento mendigo, enciende mi frialdad con el fuego de tu amor,
alumbra mi ceguedad con la claridad de tu presencia, vuélveme todo lo terreno
en amargura, todo lo contrario y pesado en paciencia, todo lo criado en
menosprecio y olvido. Levanta, Señor, mi corazón a ti en el cielo, y no me
dejes vaguear por la tierra. Tú solo, Señor, desde ahora me seas dulce para
siempre, que tú solo eres mi manjar, mi amor, mi gozo, mi dulzura y todo mi
bien.
¡Oh si me
encendieses del todo en tu presencia y me abrasases y trasmudases en ti, para
que sea hecho un espíritu contigo por la gracia de la unión interior y por
derretimiento de tu abrasado amor! No me consientas, Señor, partirme de ti
ayuno y seco, mas obra conmigo piadosamente, como muchas veces lo has hecho
maravillosamente con tus santos. ¡Qué maravilla si todo yo estuviese hecho
fuego por ti y desfalleciese en mí, pues tú eres fuego que siempre arde y nunca
cesa, amor que alimpia los corazones y alumbra los entendimientos!
CAPÍTULO XVII
Del abrasado amor y de la
grande afección de recibir a Cristo
¡Oh Señor, con
suma devoción, con abrasado amor, con todo mi afecto te deseo yo recibir; como
muchos santos y devotas personas te desearon en la comunión, que te agradaron
muy mucho en la santidad de su vida y tuvieron devoción ardentísima! ¡Oh Dios
mío, amor eterno, todo mi bien, bienaventuranza que no se acaba!
Yo te deseo
recibir con muy mayor deseo y muy más digna reverencia que ninguno de los
santos jamás tuvo ni pudo sentir.
Y aunque yo sea
indigno de tener todos aquellos sentimientos devotos, mas ofrézcote yo todo el
amor de mi corazón muy graciosamente, como si todos aquellos inflamados deseos
yo solo tuviese; y aun cuando puede el ánima piadosa concebir y desear, todo te
lo doy y ofrezco con humildísima reverencia y con entrañable fervor.
No deseo guardar
cosa para mí, sino sacrificarme a mí y a todas mis cosas a ti de muy buen
corazón y voluntad. Señor Dios mío, Criador mío, Redentor mío, con tal afecto,
reverencia, y loor y honor, con tal agradecimiento, dignidad y amor, con tal
fe, esperanza y puridad te deseo recibir hoy, como te recibió y deseó tu
santísima Madre la gloriosa Virgen María, cuando el ángel que le dijo el
misterio de la Encarnación, con humilde devoción respondió: He aquí la sierva del Señor, hágase en mí
según tu palabra. Y como el bendito mensajero tuyo, excelentísimo entre
todos los santos, Juan Bautista en tu presencia lleno de alegría se gozó con
gozo de Espíritu Santo, estando aun en las entrañas de su madre. Y después,
mirándote cuando andabas entre los hombres, con mucha humildad y devoción
decía: El amigo del esposo que está con
él y lo oye, alégrase con gozo por la voz del esposo.
Pues así, Señor,
yo deseo ser inflamado de grandes y sacros deseos, y presentarme a ti de todo
corazón.
Por eso, Señor,
yo te doy y ofrezco a ti los excesivos gozos de todos los devotos corazones,
las vivísimas afecciones, los excesos mentales, las soberanas iluminaciones,
las celestiales visiones, con todas las virtudes y loores celebradas y que se
pueden celebrar por toda criatura en el cielo y en la tierra, por mí y por
todos mis encomendados, para que seas por todos dignamente loado y para siempre
glorificado. Señor Dios mío, recibe mis votos y deseos de darte infinito loor y
cumplida bendición, los cuales justísimamente te son debidos según la multitud
de tu inefable grandeza.
Esto te ofrezco
hoy y te deseo ofrecer cada día y cada momento, y convido y ruego con todo mi
afecto a todos los espíritus celestiales y a todos tus fieles que te alaben y
te den gracias juntamente conmigo.
Alábente, Señor,
todos los pueblos, y las generaciones, y lenguas, magnifiquen tu dulcísimo y
santo nombre con grande alegría e inflamada devoción. Merezcan, Señor, hallar
gracia y misericordia cerca de ti todos los que devotamente celebran tu
santísimo sacramento y con entera fe lo reciben; y cuando hubieren gozado de la
devoción y unión deseada, y fueren maravillosamente consolados y recreados, y
se partieren de la mesa celestial, yo les ruego que se acuerden de mí, pobre
pecador.
CAPÍTULO XVIII
Que no sea el hombre
curioso escudriñador del sacramento, sino humilde imitador de Cristo,
humillando su sentido a la sagrada fe
Mira que te
guardes mucho del escudriñar inútil y curiosamente este profundísimo
sacramento, si no quieres ser sumido en el abismo de las dudas.
El que es escudriñador de la Majestad, será ofuscado y
confundido de la gloria. Más puede obrar Dios que
el hombre entender; pero permitida es la piadosa y humilde pesquisa de la
verdad, que está siempre aparejada a ser enseñada y estudia de andar pos las
sanas sentencias de los Padres.
Bienaventurada la
simpleza que deja las cuestiones dificultosas y va por el camino llano y firme
de los mandamientos de Dios. Muchos perdieron la devoción queriendo escudriñar
cosas altas.
Fe te demandan y
buena vida, no alteza de entendimiento ni profundidad de los misterios de Dios.
Si no entiendes ni alcanzas las cosas que están debajo de ti, ¿cómo entenderás
lo que está sobre ti? Sujétate a Dios y humilla tu seso a la fe, y darte han
lumbre de ciencia, según te fuere útil y necesario.
Algunos son
gravemente tentados de la fe en el sacramento, y esto no se ha de imputar a
ellos, sino al enemigo. No te cures ni disputes con tus pensamientos, ni
respondas a las dudas que el diablo te pone. Cree a la palabra de Dios, cree a
sus santos profetas, y huirá de ti el enemigo.
Muchas veces
aprovecha al siervo de Dios que sufra estas cosas; porque el demonio no tienta
a los infieles y pecadores, porque ya los posee seguramente, mas tienta y
atormenta en diversas maneras a los fieles y devotos.
Pues anda con
sencilla y cierta fe, y llega al sacramento con humilde reverencia, y lo que no
puedes entender, encomiéndalo seguramente a Dios todopoderoso.
Dios no te
engaña. El que se cree a sí mismo demasiadamente, es engañado. Dios con los
sencillos anda, y se descubre a los humildes, y da entendimiento a los
pequeños; abre el sentido a los puros pensamientos y esconde la gracia a los
curiosos y soberbios.
La razón humana
flaca es, y engañarse puede; mas la fe verdadera no puede ser engañada.
Toda razón
natural debe seguir a la fe, y no ir delante de ella ni quebrarla. Porque la fe
y el amor aquí muestran mucho su excelencia, y obran secretamente en este
santísimo y excelentísimo sacramento.
Dios eterno e
inmenso y de potencia infinita hace grandes cosas que no se pueden escudriñar
en el cielo y en la tierra, y no hay que pesquisar de sus maravillosas obras.
Si tales fuesen las obras de Dios que fácilmente por humana razón se pudiesen
entender, no se dirían maravillosas ni inefables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario