Hace ya unos cuantos años, poco después de terminar el Concilio Vaticano II, cuando se pusieron tantos cambios en marcha en la Iglesia, me encontré publicado en un periódico un chiste gráfico. Se veía en él a dos ancianas devotas, las típicas beatas, vestidas de negro, que caminaban hacia la Iglesia que se veía al fondo. Y en el tradicional bocadillo, se podía leer lo que una decía a la otra: “Por mucho que se empeñen con estas cosas de Concilio, al cielo iremos las de siempre.”
Las viejas devotas se referían a que ellas estaban ahí, cumpliendo desde el principio. Eran de los llamados a primera hora de la parábola. Habían sufrido todo el calor del día. Habían trabajado aguantando el sol. Y ahora venía el Concilio a decir que todos estaban llamados a participar de la mesa del Señor, que todos somos hijos de Dios. Y, claro, ¡cómo es posible que los llamados a última hora tengan los mismos derechos que los que están bregando y adorando y cumpliendo desde el principio!
Me ha hecho también recordar esta parábola las clases de religión de mi infancia, cuando nos explicaban el sacramento de la reconciliación y terminábamos preguntando si se salvaría la persona que, después de toda una vida de pecado, al final, se arrepentía y se confesaba. El profesor nos decía que sí. Entonces, preguntábamos por el caso contrario: el que pasaba toda una vida de virtud y al final, casi por accidente, cometía un pecado mortal y moría sin confesarse, ¿se condenaba éste?
El planteamiento está equivocado. Porque hace de nuestra relación con Dios una especie de matemáticas o de comercio. Nosotros le ofrecemos sacrificios y él, a cambio, nos salva. ¡Error inmenso! Porque no tiene en cuenta que somos sus hijos e hijas queridos, que él es Padre de amor y misericordia. Más todavía: que es Amor y Misericordia. Y que nada ni nadie escapa a su abrazo misericordioso. Ni yo ni nadie. Todos estamos tocados por su amor. Todos somos hijos. Dios no nos pide sacrificios. Sólo nos pide que nos dejemos amar por él y que extendamos ese amor a los que nos rodean.
Me sorprenden los comentarios que algunos dejan a estas homilías, afirmando que no todos somos hijos de Dios. Hasta citas bíblicas aducen algunos para defender su postura. Lo siento por ellos. No han entendido lo más central del mensaje de Jesús. No es una doctrina. Es una realidad de la que dio testimonio con su vida y con su muerte. Dios es amor, es padre de todos y nadie escapa de ese abrazo amoroso y misericordioso. Lo reconozcamos o no.
Por eso da lo mismo que lleguemos antes o después a la viña del Señor. Sobre todo porque trabajar en su viña no es un trabajo pesado. Es un gozo. Es la mejor oportunidad de nuestra vida. Más bien, lo deberíamos sentir por los que llegan tarde. Se han perdido parte de lo mejor de esta vida: experimentar en nuestros corazones el amor de este Padre de Misericordia.
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