De la teoría a la práctica hay siempre una distancia considerable. Una cosa es decir que queremos seguir a Jesús, que queremos ser como él, imitarle en sus actitudes y estilo de vida y otra ponernos realmente en camino, andar cada paso, subir las cuestas y sudar cuando el sol está alto o cuando la lluvia arrecia y el viento dificulta caminar.
En el Evangelio de hoy aparecen los fariseos. Se oponen a Jesús. Imagino que sentirían que les quitaba la parroquia de seguidores. Y le tratan de vencer a través de las ideas. Por eso, sacan a su Goliat particular: uno de ellos que era más experto que los demás en la Ley, que sabía más que todos, que tenía buena lengua, que era más listo. Estarían convencidos de que Jesús no sabría responder a su pregunta: “¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?”
No era una cuestión baladí. Entre las normas que hay en los libros del Antiguo Testamento y los comentarios que se habían ido haciendo, las normas se habían multiplicado y ser un judío devoto era más una cuestión de manual, de cumplir fielmente una multitud de normas que de corazón. De tanto fijarse en las normas, en las leyes, en las reglas, en lo que no se podía hacer y en lo que había que hacer, se habían olvidado el por qué de todas esas normas y leyes. Y estaban cayendo en el peligro de cumplir por cumplir. Son poner el corazón en ello.
A nosotros los cristianos nos puede pasar algo parecido cuando, por ejemplo, vamos a misa los domingos porque es obligatorio. Y terminamos estando allí como palos de escoba. Porque hay que estar. Y se nos olvida que la eucaristía es la fiesta de la comunidad que escucha la Palabra, que comparte el Pan, que celebra su fe y su fraternidad abierta a todos. Y que sin esto, lo de estar presente como un pasmarote no vale para mucho.
Pero Jesús no era hombre que se callase. Además, tenía las ideas muy claras. Sabía que mandamiento no hay más que uno. Lo demás son todo comentarios accidentales. El gran mandamiento es el amor. No hay más. Dios es amor. Y, si nos queremos parecer a él, ser como él, cumplir su ley, lo que tenemos que hacer es amar. En todo momento. En todo lugar. A todos. Sin dejar a nadie fuera. Lo demás, ya digo, son corolarios. Están bien pero nunca pueden hacer que se nos olvide lo fundamental: amar.
Claro que amar no es esa especie de cuestión romántica, de sentimiento. Amar es el compromiso real y concreto por el bien de los hermanos. Amar es dar la vida. Se concreta de muchas maneras: desde preparar la comida a la familia con cuidado y cariño hasta sacar la basura cuando toca, pasando por ayudar al hermano necesitado o participar en la vida pública promoviendo la justicia para todos. Todo esto es amar. Y es lo único que tenemos que hacer.
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