Estos días he vuelto a leer el relato que André Frossard escribió sobre su conversión. Y me ha vuelto a impresionar. Frossard era un ateo de extrema izquierda y un escéptico. Un día salió al Barrio Latino de París en busca de un amigo. En un momento determinado, al doblar una calle tuvo una sensación extraña. Le parecía que dejaba de ver plazas y calles y que un mar inesperado batía los pies de los edificios y se extendía hasta el infinito. Tuvo miedo y entró en una capilla. Eran “las cinco y diez de la tarde, dice. A las cinco y cuarto salí en compañía de una amistad que no era de la tierra. Habiendo entrado allí un escéptico y ateo de extrema izquierda –son sus palabras- volví a salir, algunos minutos más tarde, ‘católico, apostólico y romano’, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años. Al salir era un niño, listo para el Bautismo”.
Dios le había salido al encuentro y le había dado la fe. A su luz comprendió que en adelante tenía que ver con ojos nuevos a las personas, al trabajo, a los acontecimientos y sus compromisos de ciudadano. Andando el tiempo, llegaría a ser un destacado intelectual y miembro de la Academia Francesa, y escribiría incontables artículos y un libro que daría la vuelta al mundo: “Dios existe, yo lo encontré”.
En fechas recientes decía Benedicto XVI que la Iglesia está llamada a mostrar la belleza del cristianismo, especialmente en los países de antigua tradición cristiana, como el nuestro. Porque no pocos de los que un día recibieron el Bautismo se han ido alejando de la práctica religiosa y hasta de la misma fe. Con notable agudeza señalaba el Papa que, en muchos casos, ese alejamiento se debe a que han dejado de percibir “la belleza del cristianismo”; incluso lo ven como “un obstáculo para alcanzar su felicidad”.
Yo coincido plenamente con la apreciación del Papa y lo he podido verificar en el caso de muchos matrimonios, cuestión sobre la que he tenido especiales responsabilidades. La concepción que la Iglesia tiene del matrimonio y la familia es una fuente permanente de felicidad humana. El día en que un hombre y una mujer se unen en matrimonio, lo hacen con estas palabras: “Te recibo como esposo/a y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.
La experiencia atestigua que los matrimonios que lo viven son felices. Tendrán dificultades –incluso graves- y su vida no será nunca un camino de rosas. No obstante, serán felices, porque un amor así es más fuerte que las dificultades y adversidades. Algo parecido podría decirse de los demás aspectos de la vida: la familia, las relaciones con los demás, el trabajo, los compromisos sindicales y políticos.
Por eso podía añadir el Papa: “La Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al mundo esta gozosa noticia”. Todos estamos implicados. Los padres tienen una especial importancia respecto a sus hijos, porque son sus primeros y natos educadores. La comunidad cristiana tiene también una función importante que cumplir. Lo recordaba Benedicto XVI al principio de verano: “Desde siempre, la comunidad cristiana ha acompañado la formación de los niños y de los jóvenes, ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la fe, sino también viviendo experiencias de oración, de fe y de fraternidad”.
Nuestra sociedad española tiene muchas necesidades y urgencias: resolver el problema del paro, volver al espíritu de reconciliación entre todos, fomentar la convivencia pacífica entre quienes pensamos de modo distinto, restañar las heridas infligidas a la vida del no nacido y del enfermo terminal, y tantas cosas más. Pero esto no será posible si no recuperamos la alegría de ser cristianos. Al menos, a mí me lo parece.
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