DON BOSCO
"Propagad la devoción al Santísimo Sacramento
y a María santísima Auxiliadora,
y veréis lo que son los milagros"
JESÚS EUCARISTÍA
La misa es el cielo en la tierra
Jesús, presente en la Eucaristía, era el centro y el amor de su vida. Cuando celebraba la misa, parecía que estaba en presencia del cielo en pleno, como así es en realidad, pues la misa es el cielo en la tierra.
Cuando celebraba la santa misa estaba tan bien compuesto, tan concentrado, tan devoto, tan exacto, que edificaba grandemente a los fieles. Pronunciaba las oraciones y las partes de la santa misa, que se deben proferir en alta voz, con gran claridad para que las oyesen todos los asistentes, y con mucha unción. Experimentaba un gusto especialísimo en administrar la santa comunión y se le oía pronunciar las palabras con gran fervor de espíritu.
No dejaba de celebrar la misa, si no era realmente por gravísima necesidad. Cuando debía emprender un viaje muy de mañana, anticipaba la misa acortando su descanso, o la decía, con gran incomodidad, al llegar a su destino, aun cuando fuese muy tarde. De cuando en cuando, surcaban su rostro las lágrimas. Quedaba cortado, no sabemos si en éxtasis o a causa de fervores extraordinarios. Sucedió, en alguna ocasión, que, después de la elevación, apareció arrebatado, dando la impresión de que veía a Jesucristo con sus propios ojos. Frecuentemente, en el momento de la consagración, se cambiaba su rostro de color y tomaba tal expresión que parecía un santo, al decir de la gente. Sin embargo, no había en él la más mínima afectación; siempre tranquilo y natural en sus movimientos, no dejaba entrever, particularmente en las iglesias públicas, nada de extraordinario. Pero los fieles, lo mismo en Turín que allí adonde fuere, acudían presurosos en gran número y experimentaban un gran placer en ir, si sabían la hora, para verle celebrar y alcanzar el socorro de sus oraciones. Las personas que gozaban de altar privado, se consideraban afortunadas cuando podían tenerle para celebrar la misa en su casa.
Hablaba siempre de la importancia del santo sacrificio. Sugería a los suyos por regla, y a los demás como consejo, la asistencia diaria a la misa, recordando las palabras de san Agustín, de que no perecerá de mala muerte el que oye devotamente y con asiduidad la santa misa. Recomendaba, a quienes deseaban alcanzar gracias y recurrían a él, que la hiciesen celebrar, la oyesen y participaran en ella con la frecuente comunión. Decía, además, que el Señor atiende de un modo especial las oraciones bien hechas en el momento de la elevación de la santa hostia.
En diciembre de 1878, don Evasio Garrone asegura que fue testigo de un prodigio.
“Ayudaba la misa a Don Bosco en la capillita situada junto a su habitación, con un compañero suyo que se llamaba Franchini. Al llegar la elevación vieron al celebrante extático y con un aire de paraíso en la cara: parecía que se iluminara toda la capilla. Después, poco a poco, se levantaron sus pies de la tarima y quedó suspendido en el aire durante más de diez minutos. Los dos monaguillos no llegaban a alzarle la casulla. Garrone, fuera de sí por la extrañeza, corrió en busca de don Joaquín Berto, pero no lo encontró. Volvió y llegó precisamente cuando Don Bosco descendía, pero en el lugar aleteaba un algo del paraíso”
Son numerosos los testimonios de multiplicación de hostias consagradas.
LA LUCHA CONTRA EL DIABLO
Para luchar contra el diablo decía a los jóvenes: “El agua bendita sirve para alejar las tentaciones, y lo dice el proverbio, refiriéndose a quien huye rápidamente: Huye como el demonio del agua bendita.
Así, pues, en las tentaciones y especialmente al entrar en la iglesia, haced bien la señal de la cruz, porque allí os espera el demonio para haceros perder el fruto de la oración. La señal de la cruz aleja al demonio por un momento: pero la señal de la cruz con el agua bendita lo aleja por mucho más tiempo. Un día estaba tentada santa Teresa. A cada asalto hacía ella la señal de la cruz y la tentación cesaba, pero a los pocos minutos volvía el asalto. Finalmente, cansóse la santa de luchar, se roció con agua bendita y el demonio tuvo que salir”.
“¿Queréis que os enseñe a no tenerle miedo y a resistir a sus asaltos?
Escuchadme. No hay nada que el demonio tema más que estas dos cosas:
1. La Comunión bien hecha.
2. Las visitas a Jesús sacramentado.
¿Queréis que el Señor os conceda muchas gracias? Visitadlo a menudo.
¿Queréis que os haga pocas? Visitadlo poco.
¿Queréis que el demonio os asalte? Visitad poco a Jesús sacramentado.
¿Queréis que huya de vosotros? Visitad a menudo a Jesús.
¿Quéréis vencer al demonio? Refugiaos con frecuencia a los pies de Jesús.
¿Queréis ser vencidos? Dejad de visitar a Jesús.
Queridos míos, la visita a Jesús sacramentado es un medio muy necesario para vencer al demonio. Id, pues, a visitar con frecuencia a Jesús sacramentado y el demonio no podrá hacer nada contra vosotros”
EL AMOR A MARÍA
San Juan Bosco es uno de los santos marianos por excelencia. Él difundió por el mundo la devoción a María, bajo el título de María Auxiliadora. Ya a los nueve años, en su primer sueño profético, se le aparece la Virgen María con Jesús. Su madre, al entrar en el Seminario, le recordó: Cuando viniste al
mundo, te consagré a la Santísima Virgen. Cuando comenzaste los estudios, te recomendé la devoción a esta nuestra Madre. Ahora te recomiendo ser todo suyo. Ama a los compañeros devotos de María y, si llegas a sacerdote, recomienda y propaga siempre la devoción a María.
María Auxiliadora de los Cristianos
Ruega por nosotros
Y él nunca se olvidó de las recomendaciones de su madre y sintió por experiencia personal la poderosa intercesión de María.
El 22 de febrero de 1887 reunió Don Bosco a los alumnos del cuarto curso y entregó a cada uno una medalla de una manera algo misteriosa, recomendándoles que la tuvieran en gran aprecio, porque los protegería en cualquier calamidad. Al día siguiente, sobrevino la primera. Un espantoso terremoto sacudió furiosamente la zona de Liguria y repercutió también en el Piamonte... Pareció una gracia singular de la Virgen que los salesianos y sus alumnos quedaran libres de desgracias personales, pues no hubo muertos ni heridos ni lesionados, aunque los daños materiales fueron importantes.
En 1866, el volcán Etna de Italia estalló y lanzó ríos de lava ardiente. El pueblo de Nicolosi estaba en grave peligro. Enviaron un mensaje a san Juan Bosco, pidiendo consejo, y él les dijo:
Colocad medallas de María Auxiliadora alrededor del pueblo y rezad. Yo también rezo por vosotros. La lava se quedó a las afueras del pueblo. Faltaban 300 metros para que arrasara el pueblo y se detuvo. Hoy se puede ver todavía la masa acumulada y seca que ha quedado allí para el recuerdo de las generaciones venideras. Este hecho fue publicado por el periódico anticlerical de la época llamado
Gazzetta di Catania.
Don Joaquín Berto declaró en el Proceso de beatificación, como testigo ocular, que
“una señora genovesa vivía en total desacuerdo con su marido, quien desde hacía doce años ni le dirigía la palabra, sino que pedía a la hija cuanto necesitaba. Jamás ocurría que le hablara en la mesa, nunca le daba la menor muestra de atención. En aquel estado crónico de mal humor, había hasta olvidado toda práctica religiosa. Era insoportable la vida en familia.
La angustiada mujer, no sabiendo a qué santo encomendarse, fue a Sampierdarena para ver a Don Bosco, encomendarse a sus oraciones y recibir una palabra de consuelo. Pero lo encontró tan ocupado que, sin más, le dijo:
—Me es imposible entretenerme mucho tiempo con usted. La pobrecita, apenas había empezado a contarle sus penas, cuando Don Bosco la interrumpió diciendo: — Entregue a su marido esta medalla. Y, con buenas maneras, la despidió. En este expeditivo modo de comportarse, había, además, razones de prudencia, fáciles de adivinar. Pero no se puede describir la aflicción de la pobre señora, al verse también privada del consuelo que tanto esperaba. Encontróse con don Pablo Albera, director de la casa, le enseñó la medalla y le dijo: —¿Cómo me las arreglo yo para entregar esta medalla a mi marido? No reza nunca. La tirará a cualquier parte. Le aconsejó don Pablo Albera que cumpliera fielmente el consejo de Don Bosco y ella replicó que no se sentía con ánimos para ello; pero don Pablo le repitió la misma recomendación.
— Pues bien, respondió ella, lo haré y ¡pase lo que pase! Un sábado por la noche, después de cenar en su casa de campo, la señora dijo a su marido que había visto a Don Bosco, quien le había prometido que rezaría por toda la familia y que le ofrecía aquella medalla. Entonces, él exclamó:
—¿Una medalla? Salió del comedor y se retiró a su habitación. La esposa lo siguió y el marido se echó a llorar, la abrazó y le prometió que, en adelante, sería otro. Al día siguiente, fueron juntos a misa. La paz había vuelto a aquella casa. Don Pablo Albera aseguraba por propia experiencia la eficacia de aquella sugerencia dada por Don Bosco”.
Relata don Francisco Dalmazzo, “que con la bendición de María Auxiliadora, devolvió Don Bosco la salud a una señora. A poco encontróse ella con unos conocidos suyos que eran protestantes, y, al preguntarle cómo había salido de la grave enfermedad tan de repente, contó lo que le había sucedido. Ellos, que tenían una hija muy enferma, sin cuidarse de prejuicios religiosos, decidieron llevarla a Don Bosco. El santo la bendijo y la muchacha curó. Su madre, llena de satisfacción, iba diciendo:
—¡Esta es la equivocación de nosotros, los protestantes, no honrar a María!
En 1885, recibió Don Bosco una carta de aquella familia, comunicándole la conversión de todos sus miembros al catolicismo.
Don Bosco se encuentra con una mujer con su hijo enfermo.
— ¿Cuánto tiempo hace que está enfermo?
— Desde que nació está así.
— ¿Le gustaría a usted que se curase?
—¡Imagínese! ¡Pobre hijo mío!
— ¿Lo ha recomendado ya a la Virgen?
— Sí, pero no experimenta mejoría alguna.
— ¿Y va usted a recibir los sacramentos?
—Alguna vez.
— ¿Cree que la Virgen puede curar a su hijo?
— Sí, pero no merezco gracia tan grande.
— ¿Y si la Virgen se lo curase, qué haría en su honor?
— Le entregaría lo mejor que tengo.
— ¿Quiere que le dé la bendición de María Auxiliadora?
—¡Sí, sí, Don Bosco!
— Pues bien: vaya a confesarse y comulgar cuando pueda. Rece durante nueve días tres padrenuestros, avemarías y glorias en honor de María Auxiliadora. Invite también a su marido a rezarlos, y la Virgen les escuchará.
Y bendijo al niño. Quince días más tarde, domingo, entraba en la sacristía del Santuario para hablar con Don Bosco. Al llegar ante el Santo, exclamó loca de alegría:
—¡Mire mi niño! No recordaba Don Bosco la bendición que había dado a aquel niño moribundo quince días antes. La mujer le recordó el hecho y le contó que, al tercero o cuarto día de la novena que le había mandado, ¡el niño se había curado instantáneamente!
— Ahora, siguió diciendo, he venido a cumplir con mi deber. Y al decir esto, sacó un estuche donde había unos atavíos femeninos de oro: un collar, un par de pendientes y un anillo. Don Bosco los tomó en sus manos.
—¿Esta es su ofrenda?
—Sí señor, prometí que regalaría a la Virgen lo mejor que tengo y le ruego que lo acepte.
— Pero, dígame: ¿cuenta con algo para enfrentarse con la vida?
—No señor, vivimos al día con el jornal de mi marido, que trabaja en la fundición.
— ¿Y sabe su marido que ha destinado todo esto para la Virgen?
— Sí, señor, lo sabe y me autoriza para ello con mucho gusto.
—Y dígame: ¿guarda algún ahorro?
— ¿Qué ahorro quiere que hagamos con tres liras diarias?
—¿Y, si se deshace de todo, cómo se las arreglará frente a una desgracia o una enfermedad?
—No me preocupa, Dios proveerá.
—Pero si guarda este oro, podrá aprovecharlo en alguna circunstancia, vendiéndolo o empeñándolo en el monte de piedad.
—El Señor ve que somos pobres, y yo debo entregar lo que he prometido.
Don Bosco, que estaba muy conmovido, continuó diciendo:
—Óigame, vamos a hacer así. La Virgen no le pide tanto sacrificio. Pero, como es justo que por su parte haya una muestra sensible de gratitud, yo tomaré solamente este anillo. Llévese el collar y los pendientes.
— ¡Ah, no! Prometí todo y quiero darlo todo.
— Le aseguro que la Virgen está contenta.
La buena mujer estaba todavía indecisa, mas acabó por decir:
—Bueno, haga como dice; pero si quiere todo mi oro, tómelo en hora buena.
Don Bosco repitió su propuesta resueltamente y la pobre mujer volvió satisfecha a su casa. ¡Cuánto corazón y cuánta fe!
Decía Don Bosco:
Cultiven una tierna y verdadera devoción a María.
Si supieran su importancia en la hora de la muerte,
no la cambiarían por todo el oro del mundo.
“La devoción a María Santísima Auxiliadora se difundía cada vez más entre los fieles; a ello contribuía también que Don Bosco distribuía también sus medallas en gran número... Sin embargo, para que las bendiciones y las medallas alcanzasen el deseado efecto, Don Bosco exigía por regla ordinaria la cooperación de quien pedía la salud:
1. Poniéndose en gracia de Dios con la confesión y comunión.
2. Haciendo alguna obra de caridad.
3. Con la oración confiada y perseverante”.
También inculcaba mucho la repetición de jaculatorias y decía a los jóvenes:
“Familiarícense con el uso de las jaculatorias. Cuando se sientan tentados, vuelvan enseguida sus ojos a María y exclamen: ¡María, mi querida Madre, socórreme! O también reciten la oración que pone en nuestros labios la santa Iglesia: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte... O bien hagan la señal de la santa cruz, que está muy descuidada por algunos cristianos y no se le da la debida importancia. Yo les aseguro que, si en aquel momento piden por uno, el Señor les dará por diez”.
LIBRES DEL CÓLERA
Juan Bautista Lemoyne, el biógrafo de san Juan Bosco, que vivió muchos años junto a él, nos dice que en julio de 1854 se presentaron los primeros casos de cólera en la ciudad de Turín donde vivía Don Bosco; pero él les dijo a los jóvenes del Oratorio:
"Vosotros estad tranquilos. Si cumplís lo que yo os digo, os libraréis del peligro. Ante todo debéis vivir en gracia de Dios, llevar al cuello una medalla de la Santísima Virgen que yo bendeciré y regalaré a cada uno y rezar cada día un padrenuestro, un avemaría y un gloria con la oración de san Luis Gonzaga, añadiendo la jaculatoria: Líbranos, Señor, de todo mal..."
Por término medio, moría un setenta por ciento de los afectados, así que, salvo la peste, ninguna otra enfermedad conocida presentaba tan espantosa mortalidad...
En algunos lugares, en cuanto uno era atacado, los vecinos y hasta los mismos parientes se amedrentaban de tal modo que dejaban al enfermo sin la menor ayuda ni asistencia y era preciso que un alma caritativa y valiente se prestase a atenderlo, cosa que no siempre resultaba fácil de encontrar. Llegó a ser preciso que los sepultureros pasaran por las ventanas y rompieran las puertas para entrar en las casas a sacar los cadáveres ya corrompidos... Los casos pasaron de uno a diez, a veinte, a treinta y hasta cincuenta y sesenta por día. Del 1 de agosto hasta el 21 de noviembre se dieron en la ciudad y en sus arrabales casi 2.500 casos, de los que 1.400 fueron mortales. Junto al Oratorio hubo familias que quedaron no solamente diezmadas, sino exterminadas. Al esparcirse la noticia de que el mal empezaba a extenderse por la ciudad, Don Bosco demostró ser el padre amoroso y el buen pastor de sus hijos. Empleó todas las precauciones posibles aconsejadas por la prudencia y la ciencia para no tentar al Señor... Les dijo: "Os recomiendo que hagáis mañana una buena confesión y comunión para que pueda ofreceros a todos juntos a la Santísima Virgen, rogándole que os proteja y defienda como a hijos suyos queridísimos"
Les dijo también:
"La causa de todo es sin duda el pecado. Si todos vosotros os ponéis en gracia de Dios y no cometéis ningún pecado mortal, yo os aseguro que ninguno será atacado por el cólera; pero, si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios o lo que es peor le ofendiera gravemente, a partir de ese momento yo no podría garantizar lo mismo para él ni para ningún otro de la casa".
Así les dijo Don Bosco la tarde del 5 de agosto de 1854...
Don Bosco se aprestó a asistir a las víctimas. Era dificilísimo encontrar personas que ni aun bien pagadas quisieran prestarse a atender a los enfermos allí o en las casas particulares. Hasta los más valientes temían el contagio y no querían correr el riesgo de su propia vida. Entonces, él reunió a sus jóvenes y les dirigió unas sentidas palabras. Les describió el miserable estado en que se encontraban muchos enfermos, algunos de los cuales morían por falta del oportuno y necesario socorro... Los muchachos del Oratorio se portaron como hijos de tal padre. Catorce de ellos se presentaron inmediatamente dispuestos a secundar sus deseos y dieron su nombre para ser inscritos en la lista de la comisión sanitaria y, pocos días después, siguieron su ejemplo otros treinta.
Si se tiene en cuenta por una parte el pánico que en aquellos días se enseñoreaba de los espíritus al extremo de que muchos, sin excluir a los médicos, huían de la ciudad; y que había enfermos abandonados por sus propios parientes; y, por otra parte, la edad y la natural timidez de los muchachos en semejantes casos, no puede dejarse de admirar la noble audacia de los hijos de Don Bosco, el cual se alegró tanto que lloró de satisfacción.
En aquel tiempo, los alumnos del internado, con Don Bosco y su madre, formaban una familia de casi cien personas. Estaban instalados en un lugar donde el cólera causó muchos estragos, ya que, lo mismo a la derecha que a la izquierda, cada casa tuvo que llorar sus muertos. Después de cuatro meses de pasada la epidemia, de tantos como eran, no faltaba ni uno. El cólera los había cercado, había llegado hasta las puertas del Oratorio, pero como si una mano invisible le hubiera hecho retroceder, obedeció, respetando la vida de todos.
Y causaba además admiración el hecho de que los muchachos que se habían dedicado en aquellos días a atender a los enfermos, estaban tan sanos, fuertes y vigorosos que parecía hubieran transcurrido aquellos días, no entre los aires malsanos de los lazaretos y casas apestadas, sino en medio del campo delicioso y saludable en plenas vacaciones y descanso. Así que todos los que conocían el caso estaban maravillados y resultaba imposible no descubrir en el hecho la mano misericordiosa de Dios, que los había protegido visiblemente.
El 8 de diciembre de ese año 1854, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, el mismo día en que lo proclamaba solemnemente dogma de fe el inmortal Pontífice Pío IX, Don Bosco les dijo a sus jóvenes: "Demos gracias, queridos hijos, a Dios que razón tenemos para ello; porque, como veis, nos ha conservado la vida en medio de mil peligros de muerte. Mas para que nuestra acción de gracias sea agradable, unamos a ella una cordial y sincera promesa de consagrar a su servicio el resto de nuestros días, amándolo con todo nuestro corazón, practicando la religión como buenos cristianos, guardando los mandamientos de Dios y de la Iglesia, huyendo del pecado mortal, que es una enfermedad mucho peor que el cólera y la peste".
Dicho esto, entonó el Tedéum, que los muchachos cantaron transportados de vivo reconocimiento y amor.
Fuente: Vivencias de Don Bosco P. Angel Peña O.A.R.
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