Con la celebración de la Misa “en la Cena del Señor”, comenzamos el Triduo Pascual y concluimos el tiempo de Cuaresma. Al igual que los Apóstoles, reunidos con Jesús en el Cenáculo, también nosotros, en esta tarde, nos reunimos en torno a la mesa del altar para celebrar la Eucaristía, que el mismo Señor nos mandó realizar en conmemoración suya. En ella Jesús nos regaló su presencia permanente en los dones de pan y vino, instituyó el servicio ministerial de los sacerdotes y nos dio el mandato nuevo del amor en servicio humilde a los hermanos.
Esta Eucaristía que hoy celebramos está en relación con la Pascua judía. La Pascua es la fiesta que recuerda la liberación del pueblo de Israel del dominio de Egipto; y la cena pascual pretende trasladar a los comensales a aquella otra noche de salvación y revivir la liberación de entonces. Para la ocasión la ley de Moisés manda sacrificar un cordero. Pues bien, Jesús es el Cordero de Dios, que libera del pecado a este mundo; y la cena de este nuevo Cordero es la Eucaristía. La sangre del cordero era señal de salvación en el libro del Éxodo; ahora, la Sangre de Cristo es también salvación y señal de una alianza definitiva. De esta manera, Dios se compromete con nosotros, y así, cada celebración de la Eucaristía es renovación de esta alianza y el sacramento del memorial; el sacramento del sacrificio; el sacramento del banquete.
Pero si la Eucaristía es por un lado amor de Dios, por otro es amor a los hermanos. De esta manera, los que comemos del mismo Pan, porque formamos parte del mismo cuerpo, que es la Iglesia, nos llamamos hermanos, la señal por la que se nos debe conocer es la del amor fraterno; algo de lo que nos habla el evangelio de hoy, al mostrarnos el gesto de Jesús de lavar los pies a los apóstoles; que en estos momentos en los que vivimos, nos recuerda que también nosotros tenemos esa tarea del amor; y así, en este tiempo de penuria para tantos, de crisis en tantas familias, de paro y desesperación en tantos hogares, se nos brinda la ocasión para acoger el amor de Dios y convertirlo en amor efectivo a los hermanos.
Pero una cosa que tenemos que tener también hoy en cuenta, es que para asegurar la Eucaristía, es necesario asegurar el ministerio sacerdotal. Y no sólo para asegurar la Eucaristía, sino también para asegurar la Iglesia, porque la Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. A lo largo de estos días, los sacerdotes de todo el mundo renovábamos junto al obispo nuestras promesas sacerdotales. Y es que, aunque a alguno le pueda “picar”, los sacerdotes somos necesarios para la Eucaristía, pues sin ser dueños de la Eucaristía, garantizamos la auténtica presencia del Señor como signos suyos que somos. Por eso, en este día en el que el Señor encargó a los apóstoles la continuidad de este memorial, los sacerdotes os pedimos que os acordéis de apoyarnos con vuestra oración en nuestra labor pastoral, y para que este don que hemos recibido de Cristo no se nos suba a la cabeza, y seamos, como Él lo fue, servidores del pueblo, y le imitemos en todo y en todo nos identifiquemos con Él, que no vino a ser servido sino a servir. Y recordemos que si en los hogares y familias cristianas no se habla a los niños del sacerdocio, no esperemos luego que nos lluevan del cielo los sacerdotes….
En esta tarde el Señor se hace presente en medio de nosotros, se sienta a la mesa, y como a sus discípulos nos dice: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros”. Aceptemos, pues, esta invitación, y acerquémonos al Banquete del Cuerpo y Sangre de Cristo, que entrega su vida por nosotros en el altar de la cruz, para que todos nosotros tengamos vida.
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