Muerte y vida nueva
“Ya están pisando nuestro pies tus umbrales Jerusalén” (Sal 121).
El
5.º Domingo de Cuaresma nos sitúa en Jerusalén, es decir, en el
escenario directo de la Pascua de Jesús. Por eso, todo nos habla del
misterio de muerte y vida que estamos a punto de contemplar. Se nos
invita a mirar cara a cara a la muerte, pero en la perspectiva de la
vida nueva del resucitado. La muerte es el destino inevitable para todo
hombre. No es posible escapar a su poder. En la muerte experimentamos la
lejanía de Dios (Jesús, lejos de su amigo Lázaro gravemente enfermo, no
se da prisa y cuando llega parece que ya no tiene remedio –ciclo A). Y
puede entenderse además como consecuencia del mal y del pecado (como en
el caso de la mujer adúltera). Pero Jesús nos dice que puede ser algo
fructífero, como el grano de trigo (ciclo B), si la muerte es
consecuencia de la entrega voluntaria, si somos capaces de dar la vida.
Para una mirada desprovista de fe se puede ver en la muerte sólo su
aspecto biológico, pero no es posible no descubrir su absurdo moral,
especialmente para el ser humano, que, tal vez por una pesada broma del
destino, o de la evolución, o por un fallo de los mecanismos genéticos,
ha elevado su mirada por encima de su limitación temporal y ha sido
habitado por deseos de inmortalidad… De ahí, que con rara lucidez, sean
no pocos los que han concluido que si no hay nada que esperar tras la
muerte, el mundo es malo sin remedio.
Si miramos a la muerte desde la fe religiosa, no por ello encontramos
una respuesta sencilla y unívoca. En torno a la mujer adúltera, de
hecho, nos encontramos al respecto con dos actitudes religiosas bien
distintas. Jesús está en Jerusalén, durante el día en el templo y, por
la noche, en el huerto de los olivos. El ambiente en torno a él está
extraordinariamente enrarecido. Se percibe en la enorme tensión de sus
diálogos con los judíos. Sombras de muerte se ciernen sobre Él. Esto no
le impide continuar enseñando al Pueblo y velando en oración por las
noches. Jesús muestra así su señorío y su libertad. Pero sus enemigos lo
acosan y tratan de “pillarlo” para poder acusarlo.
Este es el caso del evangelio de hoy. Porque, en realidad, la cuestión
que le plantean a propósito de la mujer adúltera no es un problema
moral, sobre la licitud o no del adulterio. Es claro que Jesús también
lo considera ilícito (de ahí la exhortación final: ¡no peques más!).
Tampoco se trata de la oportunidad de tal castigo. El dilema se plantea
en términos puramente legales (v. 6): la ley de Moisés manda apedrearla;
la ley romana prohíbe que, salvo por la mano de la propia autoridad
imperial, se ejecute a nadie. A los fariseos poco les importa la vida de
esa pobre mujer, que se convierte en el instrumento para tenderle un
lazo a Jesús. Si se opone a la ejecución, se opone a la ley mosaica y se
hace reo de impiedad; si la avala, se hace culpable ante las
autoridades romanas. Aquí la ley, civil y religiosa, están al servicio
de la muerte. Estos hombres religiosos ven en la muerte un justo castigo
por el pecado y aplican la ley sin misericordia.
Pero Jesús es libre y no mira a la ley desnuda, sino a quien la ley
debe servir. En este caso, desvía la atención del dilema legalista y la
pone en la mujer que está a punto de ser ejecutada. Le importa la
persona, su bien, su salvación. Jesús mira al corazón, posiblemente
débil, pero no definitivamente perdido, de aquella mujer. Es verdad que
ha pecado. Pero el pecado de adulterio implica “otra parte”. En la
sociedad antigua, como en muchas sociedades de hoy, la mujer está en
situación de flagrante marginación. Ante un pecado de dos, sólo ella
debe pagar. Y, además, en este caso concreto, esa pobre mujer es sólo el
instrumento para perder a Jesús. Él mira también el corazón duro como
la piedra de aquellos hombres religiosos.
Jesús “se puso a escribir con el dedo en el suelo” (v. 6). Después la
respuesta inesperada y genial: “Aquel de vosotros que esté libre de
pecado, que tire la primera piedra. Después se inclinó de nuevo y siguió
escribiendo en la tierra” (v. 7-8).
Los judíos posiblemente entendieron bien el enigmático gesto de Jesús,
que era una cita conocida por aquellos maestros de la ley: “los que se
aparten de mí serán escritos en el polvo” (Jer. 17,13), es decir, se
condenan a desaparecer, como los nombres escritos en la arena. La
condena que buscan se ha vuelto contra ellos. Se apartan de Jesús (uno
tras otro, empezando por los más viejos), porque se han apartado de
Dios. Queda sólo la mujer ante Jesús. Él es el único que no tiene
pecado, el único con derecho a condenar, a lanzar la primera piedra.
Pero él no ha venido a juzgar y condenar, sino a salvar (cf. Jn 3,17;
12,47) de la muerte (“tampoco yo te condeno”), y del pecado (“vete y no
peques más”). Jesús es el hombre con la ley escrita en el corazón, que
mirando al corazón sana radicalmente por dentro y da la oportunidad de
comenzar de nuevo; en él se hace verdad la hermosa profecía de Isaías:
“abre caminos por el mar, sendas por las aguas impetuosas… No recordéis
las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. Mirad que voy a hacer algo
nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?”.
Esta es la perspectiva nueva que Jesús va a abrir para nosotros gracias
a su muerte y resurrección: por la fe, el conocimiento de Cristo nos
permite experimentar el poder de la resurrección, eso sí, compartiendo
sus padecimientos y muriendo su misma muerte (cf. Flp 3,10).
La pedagogía de Dios, la pedagogía cuaresmal no puede prepararnos de
verdad y hasta el final para la alegría pascual sin hacernos volver
nuestros ojos a esta dimensión, la gran antiutopía, que pone en cuestión
el sentido de la vida y cualquier proyecto de salvación y liberación
que el hombre pueda idear. En este momento decisivo del camino cuaresmal
(en el que sentimos la tentación de escapar, de volver atrás, para
evitar el trance amargo de la muerte), al escuchar la Palabra,
iluminados por ella, podemos entender el mensaje que esta palabra nos
comunica “en los umbrales de Jerusalén”: la muerte es inevitable, pero
no es lo último, ni lo definitivo. Lo definitivo es el amor. Y, para
demostrárnoslo, Dios mismo por medio de Cristo ha querido hacerse
presente en ella. De esa manera la muerte se hace fecunda (como el grano
de trigo), el hombre es rescatado de su poder (como Lázaro), el pecado
que lo condena es perdonado (como en el caso de la mujer adúltera).
La cruz de Cristo nos dice que hay efectivamente en este mundo un
límite infranqueable e intrínseco, metafísico y moral, que sólo se puede
superar superando y trascendiendo la vida misma: vencer el mal y la
muerte sólo es posible amando (haciendo el bien) hasta dar la vida,
renunciando a ella.
De este modo, Cristo se convierte en fuente de esperanza de salvación contra el poder del mal y de la muerte
para todos.
Sólo desde el misterio de la cruz es posible comprender la
universalidad salvífica de Cristo para todos, cristianos y creyentes de
otras religiones y no creyentes. Realmente, si lo pensamos bien aquello
que nos vincula a todos sin diferencia alguna, lo único en lo que somos
todos realmente “lo mismo” es en nuestra condición mortal: el noble y el
plebeyo, el pobre y el rico, el sabio y el necio, el bueno y el malo,
todos debemos morir. Sin tener esto en cuenta toda pretensión
(religiosa, moral, revolucionaria o científica) de salvación intra o
extramundana es ilusoria. Ante ella somos absolutamente impotentes, por
muchas estrategias de dilación o distracción que podamos ensayar.
Pues bien, en Cristo, Dios se ha hecho presente incluso en la muerte, y
la ha reventado por dentro. En Cristo, también la muerte se ha hecho
lugar de encuentro con Dios. De esta manera, el cristianismo no se evade
de la dureza del mal radical, lo mira cara a cara, pero hace de él
mismo lugar de la respuesta: el amor hasta la muerte es más fuerte que
la muerte, y si el Dios Autor y Amigo de la vida (cf. Sb 1,13-15) ha
probado las hieles de la muerte, ésta ha perdido su antiguo poder de
muro infranqueable y se abre para todo ser humano sin distinción, pues
todos han de morir, la posibilidad del encuentro con Cristo y de ser
bautizados en su muerte: ya sea en esta vida, por la fe y el sacramento,
ya sea en el momento mismo de la muerte, en el que está Cristo presente
y que puede ser entendido como el bautismo existencial de cada uno (si
bien, cada uno, no sabemos cómo, ha de responder positivamente a esta
oferta de salvación).
Llegados a “los umbrales de Jerusalén”, a los que nos ha acompañado la
Cuaresma, somos invitados a entrar en la ciudad santa para ser testigos
del gran misterio del Amor, de la manifestación al mundo del verdadero
rostro de Dios en el rostro desfigurado de su Hijo. Sólo pasando por ese
trance será posible la verdadera alegría de la que nos habla el salmo
125, con el que queremos concluir nuestra meditación sobre el camino
cuaresmal:
«Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca
se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. / Hasta los gentiles
decían: “El Señor ha estado grande con ellos.” El Señor ha estado grande
con nosotros, y estamos alegres. / Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan
entre cantares. / Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver,
vuelve cantando, trayendo sus gavillas.»
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