CAPÍTULO XIV
Del encendido deseo de
algunos devotos a la comunión del cuerpo de Cristo
¡Oh Señor cuán grande es la multitud de tu dulzura,
que tienes escondida para los que te temen!
Cuando me acuerdo
de algunos devotos a tu sacramento que llegan a él con gran devoción y afecto,
quedo muy confuso y avergonzado en mí, que llego tan tibio y tan frío a tu
altar y a la mesa de la sagrada comunión, y me hallo tan seco y sin dulzura de
corazón, y que no estoy enteramente encendido ante ti, Dios mío, ni soy llevado
ni aficionado del vivo amor como fueron muchos devotos, los cuales, del gran
deseo de la comunión y del amor que sentían en el corazón, no pudieron detener
las lágrimas, mas con la boca del corazón y del cuerpo suspiraban con todas sus
entrañas a ti, Dios mío, fuente viva, no pudiendo templar ni hartar su hambre
de otra manera sino recibiendo tu cuerpo con toda alegría y deseo espiritual.
¡Oh verdadera y
ardiente fe la de aquéstos, la cual es manifiesta prueba de tu sagrada
presencia! Porque éstos verdaderamente conocen a su Señor en el partir del pan,
pues su corazón arde en ellos tan vivamente, porque Jesús anda con ellos.
¡Oh cuán lejos
está de mí muchas veces tal afección y devoción y tan grande amor y fervor!
Séme piadoso,
buen Jesús, dulce y benigno.
Otorga a este tu
pobre mendigo (siquiera alguna vez) sentir en la sagrada comunión un poco de
afección entrañable de tu amor, porque mi fe se haga más fuerte, y la esperanza
en tu bondad crezca, y la caridad ya encendida perfectamente con la experiencia
del maná celestial nunca desmaye ni cese.
Por cierto,
Señor, poderosa es tu misericordia para concederme esta gracia tan deseada y
visitarme muy piadosamente en espíritu de abrasado amor, cuando tú, Señor,
tuvieres por bien de hacerme esta merced. Y aunque yo no estoy con tan
encendido deseo como tus especiales devotos, no dejo yo (mediante tu gracia) de
desear tener aquellos sus grandes y encendidos deseos, rogando a tu Majestad me
haga particionero de todos los fervientes amadores tuyos y me cuente en su
santa compañía.
CAPÍTULO XV
Que la gracia de la
devoción, con la humildad y propia renunciación se alcanza
Conviénete buscar
con diligencia la gracia de la devoción, pedirla sin cesar, esperarla con
paciencia y buena confianza, recibirla con alegría, guardarla humildemente,
obrar diligentemente con ella y encomendar a Dios el tiempo y la manera de la
soberana visitación hasta que venga. Débeste humillar, especialmente cuando
poca o ninguna devoción sientes de dentro; mas no te caigas del todo, ni te entristezcas
demasiadamente.
Dios da muchas
veces en un momento lo que negó en largo tiempo. También da algunas veces en el
fin de la oración lo que al comienzo dilató de dar.
Si la gracia de
continuo nos fuese otorgada y dada siempre a nuestro querer, no la podría bien
sufrir el hombre flaco. Por eso en buena esperanza y humilde paciencia se debe
esperar la gracia de la devoción. Y cuando no te es otorgada, o te fuere
quitada secretamente, echa la culpa a ti y a tus pecados.
Algunas veces
pequeña cosa es la que impide a la gracia y la esconde, si poco se debe decir y
no mucho lo que tanto bien estorba. Mas si perfectamente vencieres lo que
estorba, sea poco o sea mucho, tendrás lo que pediste.
Luego que te
dieres a Dios de todo tu corazón, y no buscares esto ni aquello por tu querer,
mas del todo te pusieres en Él, hallarte has unido y sosegado; porque no habrá
cosa que tan bien te sepa como el buen contentamiento de la divina bondad.
Pues cualquiera
que levantare su intención a Dios con sencillo corazón y se despojare de todo
amor o desamor desordenado de cualquiera cosa criada, estará muy dispuesto y
digno a recibir la divina gracia y el don de la devoción. Porque nuestro Señor
da su bendición donde halla vasos vacíos. Y cuanto más perfectamente alguno
renunciare las cosas bajas y fuere más muerto a sí mismo por el propio
desprecio, tanto más presto viene la gracia, y más copiosamente entra, y más
alto levanta al corazón libre.
Y entonces verá,
y abundará, y maravillarse ha, y ensancharse ha su corazón en sí mismo, porque
la mano del Señor es con él, y él se puso del todo en su mano para siempre. De
esta manera será bendito el hombre que busca a Dios en todo su corazón y no ha
recibido su ánima en vano. Éste, cuando recibe la sagrada comunión, merece la
singular gracia de la divina unión, porque no mira a su propia devoción y
consolación, mas a la gloria y honra de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario