Ciertas almas angustiadas dudan de su propia salvación. Se acuerdan demasiado de las faltas pasadas; piensan en las tentaciones tan violentas que, a veces, nos asaltan a todos; olvidan la bondad misericordiosa de Dios. Esta angustia se puede convertir en una verdadera tentación de desesperación.
De joven San Francisco de Sales conoció una prueba de esas: temblaba ante la perspectiva de no ser un predestinado al Cielo. Su dolor era tan violento que le afectó la salud. Pasó varios meses en ese martirio interior. Una oración heroica le libertó: el Santo se postró delante de un altar de María; suplicó a la Virgen Inmaculada que le enseñase a amar a su Hijo en la tierra con una caridad tanto más ardiente cuanto él temía no poder amarle en la eternidad.
En esa clase de sufrimientos hay una verdad de Fe que nos debe consolar por entero. Sólo nos condenamos por el pecado mortal. Ahora bien, siempre podemos evitarlo; y, cuando hubiéremos tenido la desgracia de cometerlo, siempre nos podemos reconciliar con Dios. Un acto de contrición perfecta nos purificará, sin demora, mientras esperamos la confesión obligatoria, que conviene hacer lo antes posible.
Ciertamente, nuestra pobre voluntad humana debe desconfiar de su debilidad. Pero el Salvador nunca nos rehúsa las gracias que nos son necesarias. Hará todo lo posible para ayudarnos en la empresa soberanamente importante de nuestra salvación.
(De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Laurent)
Comentario:
El demonio utiliza métodos diferentes según sean las diferentes clases de almas y los estados espirituales en que se encuentran. Cuando las almas están acostumbradas a pecar mortalmente, el diablo las deja en paz, porque ellas solas trabajan por su condenación. E incluso el demonio las tienta abiertamente con pecados groseros, porque ellas no oponen la más mínima resistencia a la tentación.
Pero cuando el alma está más avanzada en la vida espiritual, entonces el demonio, que ya no puede tentarlas abiertamente con tentaciones groseras, trata de al menos hacerles perder la paz. Y una de estas tentaciones tremendas es la de querer convencer al alma de que está condenada por Dios, de que es rechazada por el Señor.
Terrible prueba, que sólo quien la ha pasado la puede entender y puede compadecerse de quien la está pasando actualmente.
Es una purificación que Dios acepta para dar esperanza a tantos hermanos desesperados, pues esa tentación lleva a la desesperación más profunda, y si Dios no interviniera, quizás terminaríamos en la locura y el suicidio.
Pero hay que entender que Dios es bueno y es más grande que nuestro pecado. Muchas veces somos nosotros mismos los que nos cerramos a la Misericordia de Dios, porque creemos que Dios no nos puede perdonar, y esto viene del orgullo y el amor propio. Pero también puede ser una tentación del Maligno, y ese tiempo de tentación será permitido por Dios para que aprendamos a tener compasión de los hermanos desesperados.
Dios nos quiere salvar, y es Él el más interesado en que nos salvemos. Incluso Dios quiere salvarnos más incluso de lo que queremos nosotros mismos, porque Él bien conoce lo que es la salvación y lo que es la condenación.
Leamos unas palabras que Jesús le dirige a Sor Consolata Betrone sobre este punto:
El 15 de diciembre de 1935, Jesús hacía escribir a Sor Consolata para todas las almas:
"Consolata, muchas veces almas buenas, almas piadosas, y a veces hasta almas que me están consagradas hieren lo íntimo de mi Corazón con una frase de desconfianza - ¡Quizás me salve! -
Abre el Evangelio y lee mis promesas; a mis ovejitas he prometido: Les daré la vida eterna y jamás perecerán y nadie será capaz de arrebatármelas de mis manos. (jn 10, 28) ¿Lo entiendes Consolata? Nadie pueda arrebatarme un alma.
Pero sigue leyendo: mi Padre que me las ha dado, es más grande que todos y nadie puede arrebatárselas a mi Padre (Jn 10, 29). ¿Lo has oído Consolata? Nadie puede arrebatarme un alma... jamás perecerán... porque le doy la vida eterna ¿Para quién he pronunciado estas palabras? Para las ovejas, para todas las almas.
¿A qué viene entonces el insulto: quizás me salve-, si en el Evangelio he asegurado que nadie puede arrebatarme un alma y que a esta alma doy la vida eterna y que por consiguiente no perecerá?
Créeme, Consolata, al infierno va el que quiere, esto es, el que verdaderamente quiere ir; porque si nadie puede arrebatarme un alma de las manos, el alma valiéndose de la libertad que se le concede, puede huir, puede traicionarme, renegar de Mí y consiguientemente pasar a manos del demonio por su propia voluntad.
¡Oh, si en vez de herir mi Corazón con estas desconfianzas, pensaran un poco más en el paraíso que les espera! Porque no los he creado para el infierno, sino para el paraíso, no para ir a hacer compañía de los demonios, sino para gozar de mi amor eternamente.
Mira, Consolata, al infierno va el que quiere... Piensa cuán necio es vuestro temor de condenaros, después que para salvar vuestra alma he derramado mi sangre, después de haberos colmado de gracias y más gracias durante una larga existencia... en el último instante de la vida cuando me dispongo a recoger el fruto de la redención, y esta alma está ya en situación de amarme eternamente; Yo, Yo que en el Santo Evangelio he prometido darle la vida eterna y que nadie será capaz de arrebatármela de mis manos, ¿me la dejaré robar del demonio, de mi peor enemigo? Pero, Consolata ¿se puede creer semejante monstruosidad?
Mira, la impenitencia final, la que tiene el alma que quiere ir al infierno de propósito y que se obstina en rehusar mi misericordia, porque yo jamás niego el perdón a nadie; a todos ofrezco y doy mi inmensa misericordia; porque por todos he derramado mi sangre, por todos.
No, no es la multitud de los pecados lo que condena al alma porque Yo los perdono si ella se arrepiente, sino la obstinación en no querer mi perdón, en querer condenarse.
Dimas, en la cruz, concibe un sólo acto de confianza en Mí y aunque muchos son sus pecados, pero en un instante es perdonado y el mismo día de su arrepentimiento, entra en posesión de mi reino y es un santo. ¡Mira el triunfo de mi misericordia y de la confianza depositada en Mí!
No, Consolata, mi Padre que me ha dado las almas, es más grande y poderoso que todos los demonios y nadie puede arrebatarlas de las manos de mi Padre.
Oh, Consolata, confía, confía siempre; cree ciegamente que cumpliré todas las grandes promesas que te he hecho, porque soy bueno, inmensamente bueno y misericordioso y no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva."
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