Hay diferentes tipologías de convivencia entre un hombre y una mujer. Entre estas están las llamadas relaciones de concubinato o las uniones de hecho o las uniones “libres” o, según el Concilio Vaticano II, el amor libre (pongo la palabra libre entre comillas porque la verdadera unión libre es el matrimonio sacramental).
El Concilio Vaticano II dice: “La dignidad de esta institución (del matrimonio) no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación” (GS, 47).
En la primitiva Iglesia, a los que vivían una relación de concubinato se les llamaba la atención sobre su situación anticristiana y si no obedecían a la recomendación, se les sacaba de la comunión de la Iglesia, no permitiéndoles que participaran en la liturgia, ya que se les trataba como excomulgados.
El problema de la cohabitación es muy complejo, porque pueden intervenir muchos elementos, de diversa índole. “En efecto, algunos se consideran como obligados por difíciles situaciones —económicas, culturales y religiosas— en cuanto que, contrayendo matrimonio regular, quedarían expuestos a daños, a la pérdida de ventajas económicas, a discriminaciones, etc.
En otros, por el contrario, se encuentra una actitud de desprecio, contestación o rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización socio-política o de la mera búsqueda del placer.
Otros, finalmente, son empujados por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y definitivo.
En algunos países las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y propio solamente después de un período de cohabitación y después del nacimiento del primer hijo” (Exhortación apostólica del Papa Juan Pablo II,
Familiaris consortio, nº 81).
Hay que distinguir entre las relaciones de concubinato y las relaciones de adulterio; éstas últimas son relaciones extramatrimoniales estando casados el hombre o la mujer o ambos.
El problema más difícil es cuando no pueden contraer un matrimonio religioso porque o los dos están casados por la Iglesia o uno de ellos, de tal modo que no pueden contraer matrimonio porque el anterior, en principio, sería válido.
Tanto en un caso como en el otro, las relaciones sexuales que se den al interior son lo que el catecismo llama “fornicación”. Aunque las relaciones de concubinato tengan el reconocimiento por parte de un Estado (el matrimonio civil o las uniones de hecho), ante Dios y la Iglesia no dejan de ser pecado; y los concubinos, solteros en situación irregular.
“Cada uno de estos elementos (del concubinato) pone a la Iglesia serios problemas pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de ellos derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo)”, señala la
Familiaris Consortio (81).
Las parejas que están conviviendo sin haberse casado por la Iglesia no sólo se pueden casar sino que la Iglesia les anima a ello, si quieren, obviamente, que la relación de pareja sea bendecida por Dios, sea camino de santificación y dé frutos de vida eterna.
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