Queridos amigos:
Con lo importante que es la sangre. La ley de la sangre nos hace familia, crea vínculos imborrables, es el fundamento último de amor y seguridad, cuando tantas cosas fallan. La sangre nos trae las palabras más bellas y profundas: la madre, el padre, los hermanos. Entonces, ¿por qué Jesús da ese quiebro desde la sangre a la conducta y actitudes? “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”, subraya contundentemente. Pero aplicamos la lupa sobre el texto, y comprendemos que lo que reviste formas de algún rechazo posee un sentido de elogio y alabanza: grande es dar la sangre, pero todavía más grande lo es cuando se da desde la fe y la confianza en Dios. Es decir, en la Madre de la sangre, se verifica, de modo inigualable, esa escucha y cumplimiento de la palabra del Señor. Como en el Antiguo Testamento: no eran pueblo de Dios por la raza sino por la elección amorosa y providente de Dios.
Para una mujer judía lo más grande era la maternidad, era el don y oficio primero. Pero el Evangelio, sin contraposición, pone en primer plano la maternidad desde la fe. “Concebir antes en el corazón que en el vientre”, dirá bellamente San Agustín. Y esto se cumplió en la familia de sangre de Jesús. Por eso, no debe sonarnos a desaire el poner las cosas en su sitio: primero, la escucha y las obras; luego, la concepción y el parto. Como que todo comenzó con las palabras reveladoras: “Hágase en mí según tu palabra”. Una fe nada fácil, una fe de la Virgen en la oscuridad, una fe que iba progresando, al compás de las pruebas y tropiezos. Las palabras del anciano Simeón llenas de negros presagios, el no entender el sentido de “ocuparse en las cosas del Padre”, el desdén de la gente, que tenía a su hijo por loco, el fracaso de la Cruz, todo formaba parte de la espada que le atravesaba el corazón. Si era la Madre del Verbo, de la Palabra, ¿cómo no la iba a escuchar “de todo corazón”? Nosotros, como María, somos seguidores de Jesús, somos la familia de Jesús, somos el Cuerpo de Cristo. No chocan en nosotros la sangre frente al Reino, que es lo primero. Es que, para nosotros, el Reino no es una moral sino una persona, Cristo, el Señor.
Nunca presumió la Virgen de ser Madre de Dios; más bien, de “sierva del Señor”. Como sierva por la fe, al igual que Jesús, estuvo siempre en las cosas del Padre, haciendo siempre las cosas que a este le agradaban. María no se quedó en la biología, con ser tan interesante, sino que desde su libertad, cooperó de forma ejemplarmente humana, Si para la Virgen ser madre no fue primeramente un título, no busquemos nunca otros títulos mundanos a los que tanto se arregostan algunos hombres de Iglesia. El don de la fe es nuestra única distinción y grandeza, nuestra única fuente de derechos; la fe nos iguala a todos. Nuestras relaciones, en la sociedad y en la Iglesia, no se basan en la sangre, en la economía, en los trabajos sino en la comunión de la misma familia, la familia del Reino. ¡Y pensar que contemplamos, con horror, tantas divisiones y desigualdades fundadas en la sangre o en ambiciones mundanas, en países de larga tradición cristiana!
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