El escriba sabio
La última de las parábolas de este capítulo 13 del Evangelio de Mateo destaca por su extrema sencillez. En ella descubrimos que Jesús, que es el rostro visible de la bondad incondicional del Padre, no cae por ello en eso que hoy se llama “buenismo”. Existe el bien y el mal, y existen los buenos y los malos, como en la pesca hay peces buenos y otros que no lo son (sea porque no son comestibles, sea porque, según las normas rituales judías, se consideran impuros). En el caso de los seres humanos esa bondad o maldad no viene marcada por la naturaleza, sino por la libertad. Por tanto, hay que entender la parábola de Jesús como una llamada a la responsabilidad. Aunque en la primera lectura se da a entender que Dios nos modela como el alfarero hace con la arcilla, y a veces le sale bien, a veces, mal, ese salir bien o mal depende, no de las manos del buen alfarero, sino de la calidad de la arcilla, y esa, depende a su vez, de las decisiones que libremente tomamos. Somos en cierto sentido como la arcilla, porque en cada uno de nosotros hay muchas posibilidades, y podemos convertirnos en una buena vasija, pero también en una defectuosa y mala. Pero no somos materia inerte, como la arcilla, sino que Dios nos conforma en diálogo: podemos dejarnos hacer por la gracia y el amor de Dios, o resistirnos, rechazar su mano amorosa, impidiendo que concluya en nosotros la obra buena iniciada con el don de la vida. Por eso dice el libro del Eclesiástico (15, 14) que “Dios hizo al hombre al principio y lo dejó en manos de su albedrío”.
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿en qué consiste en concreto el bien y el mal? O, dicho de otra manera, ¿qué tenemos que hacer y qué no nos conviene? Existen múltiples indicaciones en la Biblia (ahí están los mandamientos), y en la sabiduría secular de los pueblos y las culturas. Pero Jesús, tal vez para evitar el peligro del legalismo o del cumplimiento mecánico, concluye sus parábolas sobre el Reino haciendo un pequeño examen a los discípulos, que dicen haber entendido, y un resumen que es la invitación a una actitud sapiencial. No se trata de atenerse ciegamente a la tradición, pero tampoco de aceptar sin más cualquier novedad. Ni el tradicionalismo, ni el progresismo (por decirlo en términos actuales) son la solución. La verdadera actitud del sabio consiste en un espíritu de discernimiento, que conserva lo que se ha de conservar, el bien probado, y se abre a las novedades que aumentan el caudal de bondad. Y el criterio de discernimiento nos lo proporciona el mismo Jesús, su persona, su modo de actuar, su vida, y también su muerte. Cualquiera que esté familiarizado con Él lo descubrirá fácilmente (de ahí el “sí” de los discípulos). No es otro que el mandamiento del amor.
Cordialmente,
José M. Vegas cmf
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