La vocación profética
El denominador común de las lecturas de hoy es el riesgo aparejado a la vocación profética. Jeremías, que vivió siempre al límite, al borde de la muerte por su fidelidad a la Palabra del Señor, se libra en esta ocasión por poco. Los peligros y amenazas no le arredran, sin dejar de denunciar por ello lo injusto de su posible y más que probable muerte. Juan el Bautista, el último y el más grande de los profetas de Israel, no consigue esquivar la ejecución ordenada por el pequeño y débil tirano, condicionado por el qué dirán de su entorno y por la ira criminal de su ilegítima mujer. Juan tampoco se arredró en denunciar el mal de los poderosos; no buscó excusas o componendas que le permitieran vivir una existencia tranquila. Su compromiso con la Verdad fue radical: para confesar al Cristo en el hombre de Nazaret, y para defender la Justicia frente a los abusos del tirano de turno. En su muerte, Juan resultó vencedor. Porque ninguna violencia puede acallar definitivamente la Verdad y el Bien. Vemos cómo una vez muerto, crece la figura de Cristo, hasta el punto de que Herodes cree reconocer en Jesús a un Juan redivivo. En su crueldad queda en Herodes un resto de lucidez, tal vez fruto de su admiración por Juan y de sus conversaciones con él. Pero no comprende que en lo que escuchaba de Jesús estaba venciendo Juan, precisamente porque se estaban cumpliendo sus profecías sobre el que venía detrás de él pero que era mucho más grande que él. En Jesús triunfa Juan y, con él, toda profecía. El débil Juan, arrestado, encarcelado y muerto, se revela más fuerte que el poderoso tiranuelo oriental, porque éste actúa por miedo, por venganza, por las convenciones que le rodean. Su poder es aparente, porque es externo, pasajero, efímero. En su debilidad, Juan, como todo profeta, como Aquel que cumple las profecías, es fuerte, porque posee la libertad interior de ser fiel a sí mismo, al Dios que le habla, al Bien, la Verdad y la Justicia a las que sirve.
Ahora que tanto debatimos sobre las responsabilidades de los poderes políticos, y mirando a la vocación profética, tenemos la oportunidad de comprender que, pese a nuestra debilidad frente a los poderes de este mundo, podemos ser fuertes si nos mantenemos fieles a nosotros mismos, a nuestras convicciones más nobles, al Dios que nos dirige cotidianamente su Palabra. De esa manera podemos hacer una aportación decisiva para que nuestro mundo, al menos el pequeño mundo en el que vivimos cotidianamente, sea mejor, y a él “venga su Reino”. Aunque para ello debemos estar dispuestos a asumir los riesgos que toda vocación profética lleva consigo.
Cordialmente,
José M. Vegas cmf
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