Ya aventuraba Jesús el tema central del evangelio de hoy: que el camino que seguía no iba a ser precisamente un lecho de rosas y perfumes. Ni para él ni para sus seguidores. Porque hay cosas que empiezan bien pero que acaban mal. Y lo que hacía Jesús no podía acabar de otra manera más que mal.
Seamos realistas. La sociedad de aquella época no era precisamente una sociedad en la que se defendiesen los derechos humanos. Más bien, era una sociedad en la que los de arriba pisaban sin clemencia a los de abajo. Y no había ley que les persiguiese. La pobreza era generalizada. Y la ley del más fuerte privaba a la hora de buscar lo más importante: los medios para sobrevivir y sacar adelante cada uno a su familia. Alguno de los lectores de este comentario me va a decir que en eso aquella sociedad no se diferenciaba mucho de la actual. En cierto sentido es verdad pero con la diferencia de que hoy tenemos en muchos países unas leyes y unas constituciones que más o menos se cumplen. En aquella época ni eso. Los romanos imponían su ley y Herodes hacía tres cuartos de lo mismo. El que tenía amigos salía adelante y los demás se hundían en la miseria.
En ese mundo, sale Jesús y comienza a predicar que todos somos hermanos, que Dios es nuestro padre, que nos ama, que además prefiere a los pobres y a los que sufren porque los ama de una manera especial. Y Jesús cataliza en él, como era de suponer, las esperanzas de los pobres, de los que sufrían, de los que no tenían nada porque lo habían perdido todo.
Reacción de los de arriba: un movimiento de ese tipo era una amenaza para su posición. Hay que eliminar al jefe y cabecilla. El asunto no es difícil de entender. Lo de Jesús tenía que terminar mal. Como, de hecho, terminó: en la cruz.
Pero... un momento. ¿De verdad que lo de Jesús terminó mal? Ciertamente murió en la cruz. Pero con lo que no contaban los poderosos era con que Dios estaba de verdad con Jesús. Y que Dios Padre no iba a dejar que lo de Jesús terminase definitivamente mal. Y si los hombres mataron a Jesús, Dios lo resucitó de entre los muertos. Y animó así la esperanza de los pobres y de todos los hombres y mujeres de este mundo. Con la resurrección, la muerte se convirtió en un paso necesario pero no en el “último” paso sino en el anteúltimo.
El amor de Dios tiene que luchar a veces contra las fuerzas del mal. Pero es más fuerte que ellas. Es más fuerte que la injusticia, que el egoísmo, que la violencia, que la división. Y termina ganando esta guerra. Aunque el camino sea difícil, como Jesús nos recuerda hoy en el Evangelio.
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