CONSEJOS DE UN ALMA DEL PURGATORIO A SU BONDADOSA HERMANA
(Apunte N° 70 del Diario de Sor Francisco del S.S.)
El día de San Jorge, 23 [de abril], entre las 11 y 12 de la noche se me apareció un difunto, diciendo: «¿Duermes?» Respondí: «No duermo». «No temas, sierva de Dios, que la necesidad que tengo me hace venir a ti». «¿Pues qué es lo que quieres?, que lo haré de buena gana». «Soy Don “X”, que vengo a pedirte que des un recado a mi hermana de mi parte: que estoy muy agradecido por lo que me ha encomendado a Dios y por lo que hace por mí; y le pido que se deshaga de todo, y lleve sus enfermedades con paciencia y conformidad en la voluntad de Dios el poco tiempo que le resta; y que me haga decir Misas, porque padezco mucho por pasiones que tuve en el mundo, y por el matrimonio que tuve, importunando al Sumo Pontífice por la dispensación. Encomiéndame a Dios».
NOTAS DEL OBISPO DE PALAFOX
Es particular lo que dijo a la Religiosa este difunto del Apunte N° 70, mostrando su agradecimiento por los auxilios que recibía de parte de su hermana, y aconsejándole deshacerse de todo antes de morir. Más daba este difunto a su hermana que lo que él recibía de ella, al enviarle estos consejos tan propios de quien está en gracia de Dios y sin poderle perder ya: «que se deshaga de todo antes de morir». ¡Raro consejo! ¿No basta, pues, deshacerse de todo al morir? Bastará darlo para librarse de las culpas, pero no las temporales penas. Donaciones al morir, restituciones al morir, lágrimas al morir, sufragios al morir, son acciones que no hay duda que son meritorias, si proceden del temor santo de Dios; pero enseña excelentemente San Agustín que entonces no damos de lo que tenemos, sino de lo que nos queda: no dejamos las cosas, sino que las cosas nos dejan. Quien da cuando ya no puede tener, parece que da más de lo ajeno que de lo propio.
Los navegantes en la tempestad se deshacen de cuanto traen, porque cuanto más ligero queda el navío, mejor librado sale de la tempestad. Si esto hace el navegante sólo por salir de la tempestad, no hay nada de extraordinario; si lo hiciera por agradar a Dios, y quedar desocupado para servirle, eso sí que sería sobresaliente. Desnudos han de salir los cuerpos de la vida [1] : así también deben salir las almas, desnudas de todo apego a lo de este mundo; y si han de tener vestidos, que sean de virtudes, dones y gracias, y no de intereses propios ni riquezas, porque estos son agarraderas de donde echa el enemigo la mano para detenerlas y arrastrarlas al Infierno. Adviértase, pues, en esta comparación de aligerar el navío los navegantes al echar sus cosas al mar, que ninguno lo hace sin dolor; porque es ir arrojando cosas de a pedazos de su corazón. Así sucede quizás cuando se hacen restituciones, las cuales se dejan para el momento de la muerte porque duele hacerlas antes. En este caso es menos meritoria, y más peligrosa la acción, como lo enseña San Agustín en el tratado que hizo acerca de la penitencia al morir.
También este difunto le aconsejaba a su hermana paciencia y conformidad con la voluntad de Dios. Propio consejo de un alma del Purgatorio, que ofrece de lo que tiene y aconseja lo que hace. En estas dos virtudes son más excelentes que cuantas personas hay en esta vida, por perfectas que sean, porque no se hallará, ni es posible hallar en ellas el más levísimo desvío de la voluntad de Dios, ni el menor movimiento de impaciencia, a pesar de encontrarse sufriendo en medio de tan terribles tormentos. Y no solamente no se halla, sino que es imposible que se halle, porque así como no pueden ya merecer, tampoco pueden pecar. Y así confieso que una de las cosas que más me enternecen, y me lleva a amar a las ánimas del Purgatorio y a hacerles y a procurarles sufragios y socorros, es el ver la paciencia, conformidad y bondad con que padecen. Porque padecen siendo justas, aunque justamente; y penan siendo sufridas, y pasan sus tribulaciones humildes y resignadas.
Si viésemos padecer a innumerables inocentes, justos, buenos, perfectos y llenos de otras excelentes virtudes, ¡oh, cuánto nos compadeceríamos! ¿Quién puede, pues, dudar de que estas benditas almas son santas, inocentes, sufridas, pacientes, humildes y mansas, siendo que están ya, por la Bondad Divina, desnudas de todo género de culpa? En todo el Purgatorio no se hallará el menor pecado ni imperfección del mundo, leve ni grave, porque todo se acabó, y sólo se halla la deuda de la pena que allí pagan. Conocen que es justo el Juez, pero misericordioso; conocen que es recto, pero bueno. Besan ellas la mano de quien reciben tormentos, y adoran el azote que las hace sufrir. ¿No es esto algo cautivador, y que impulsa la voluntad a ayudarlas?
Por dos cosas dice esta alma que padecía. La Primera: por pasiones que tuvo en el mundo. No dice exactamente a qué pasiones se refiere, pero seguramente serían conocidas por la Religiosa, por ser tan conocida esta alma en el mundo. La Segunda: por el matrimonio que llevó a cabo importunando al Sumo Pontífice. Es decir, porque importunó al Sumo Pontífice para poder casarse.
De aquí se concluye que ninguna dispensación justifica el desorden de los afectos y los modos que mueven a alguien a realizar algo; y que en la otra vida se toma cuenta de la acción y de su intención. Este caso abre los ojos a los que piden dispensaciones en Roma, para que justifiquen bien las causan y las intenciones al solicitarlas, porque si no lo hacen, quedarán aquí dispensados, pero allá abrasados; acá justificados por la legítima potestad del Pontífice, y allá abrasados por la recta justicia de Dios.
Es necesario que la intención sea buena, las causas justas, la declaración verdadera y los medios de conseguirlo rectos; porque si no se hace así, la dispensación quedará hecha aquí, donde se puede obrar con dispensaciones; pero se pagará allá, donde no hay dispensas a las reglas y se ven todas las intenciones desnudas ya de las exteriores acciones.
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[1] Job 1, 21; Eclesiastés 5, 14.
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