Día litúrgico: Sábado XIX del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 19,13-15): En aquel tiempo, le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos». Y, después de imponerles las manos, se fue de allí.
«Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy nos es dado contemplar una escena que, desgraciadamente, es demasiado actual: «Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían» (Mt 19,13). Jesús ama especialmente a los niños; nosotros, con los pobres razonamientos típicos de “gente mayor”, les impedimos acercarse a Jesús y al Padre: —¡Cuando sean mayores, si lo desean, ya escogerán...! Esto es un gran error.
Los pobres, es decir, los más carentes, los más necesitados, son objeto de particular predilección por parte del Señor. Y los niños, los pequeños son muy “pobres”. Son pobres de edad, son pobres de formación... Son indefensos. Por esto, la Iglesia —“Madre” nuestra— dispone que los padres lleven pronto a sus hijos a bautizar, para que el Espíritu Santo ponga morada en sus almas y entren en el calor de la comunidad de los creyentes. Así lo indican tanto el Catecismo de la Iglesia como el Código de Derecho Canónico, ordenamientos del máximo rango de la Iglesia (que, como toda comunidad, debe tener sus ordenamientos).
¡Pero no!: ¡cuando sean mayores! Es absurda esta manera de proceder. Y, si no, preguntémonos: —¿Qué comerá este niño? Lo que le ponga su madre, sin esperar a que el niño especifique qué es lo que prefiere. —¿Qué idioma hablará este niño? El que le hablen sus padres (de otra manera, el niño nunca podrá escoger ninguna lengua). —¿A qué escuela irá este niño? A la que sus padres le lleven, sin esperar que el chico defina los estudios que prefiere...
—¿Qué comió Jesús? Aquello que le puso su Madre, María. —¿Qué lengua habló Jesús? La de sus padres. —¿Qué religión aprendió y practicó el Niño Jesús? La de sus padres, la religión judía. Después, cuando ya fue mayor, pero gracias a la instrucción que había recibido de sus padres, fundó una nueva religión... Pero, primero, la de sus padres, como es natural.
Día litúrgico: Domingo XX (B) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Jn 6,51-58): En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo». Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre».
«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy continuamos con la lectura del Discurso del pan de vida que nos ocupa en estos domingos: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6,51). Tiene una estructura, incluso literaria, muy bien pensada y llena de ricas enseñanzas. ¡Qué bonito sería que los cristianos conociésemos mejor la Sagrada Escritura! Nos encontraríamos con el mismo Misterio de Dios que se nos da como verdadero alimento de nuestras almas, con frecuencia amodorradas y hambrientas de eternidad. Es fantástica esta Palabra Viva, la única Escritura capaz de cambiar los corazones.
Jesucristo, que es Camino, Verdad y Vida, habla de sí mismo diciéndonos que es Pan. Y el pan, como bien sabemos, se hace para comerlo. Y para comer —debemos recordarlo— hay que tener hambre. ¿Cómo podremos entender qué significa, en el fondo, ser cristiano, si hemos perdido el hambre de Dios? Hambre de conocerle, hambre de tratarlo como a un buen Amigo, hambre de darlo a conocer, hambre de compartirlo, como se comparte el pan de la mesa. ¡Qué bella estampa ver al cabeza de familia cortando un buen pan, que antes se ha ganado con el esfuerzo de su trabajo, y lo da a manos llenas a sus hijos! Ahora, pues, es Jesús quien se da como Pan de Vida, y es Él mismo quien da la medida, y quien se da con una generosidad que hace temblar de emoción.
Pan de Vida..., ¿de qué Vida? Está claro que no nos alargará ni un día más nuestra permanencia en esta tierra; en todo caso, nos cambiará la calidad y la hondura de cada instante de nuestros días. Preguntémonos con honestidad: —Y yo, ¿qué vida quiero para mí? Y comparémosla con la orientación real con que vivimos. ¿Es esto lo que querías? ¿No crees que el horizonte puede ser todavía mucho más amplio? Pues mira: mucho más aun que todo lo que podamos imaginar tú y yo juntos... mucho más llena... mucho más hermosa... mucho más... es la Vida de Cristo palpitando en la Eucaristía. Y allí está, esperándonos para ser comido, esperando en la puerta de tu corazón, paciente, ardiente como quien sabe amar. Y después de esto, la Vida eterna: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). —¿Qué más quieres?
Día litúrgico: Lunes XIX del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 17,22-27): En aquel tiempo, yendo un día juntos por Galilea, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará». Y se entristecieron mucho.
Cuando entraron en Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban el didracma y le dijeron: «¿No paga vuestro Maestro el didracma?». Dice él: «Sí». Y cuando llegó a casa, se anticipó Jesús a decirle: «¿Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?». Al contestar él: «De los extraños», Jesús le dijo: «Por tanto, libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estárter. Tómalo y dáselo por mí y por ti».
«Yendo un día juntos por Galilea»
P. Joaquim PETIT Llimona, L.C.
(Barcelona, España)
Hoy, la liturgia nos ofrece diferentes posibilidades para nuestra consideración. Entre éstas podríamos detenernos en algo que está presente a lo largo de todo el texto: el trato familiar de Jesús con los suyos.
Dice san Mateo que Jesús y los discípulos iban «yendo un día juntos por Galilea» (Mt 17,22). Pudiera parecer algo evidente, pero el hecho de mencionar que iban juntos nos muestra cómo el evangelista quiere remarcar la cercanía de Cristo. Luego les abre su Corazón para confiarles el camino de su Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, algo que Él lleva muy adentro y que no quiere que, aquellos a quienes tanto ama, ignoren. Posteriormente, el texto recoge el episodio del pago de los impuestos, y también aquí el evangelista nos deja entrever el trato de Jesús, poniéndose al mismo nivel que Pedro, contraponiendo a los hijos (Jesús y Pedro) exentos del pago y los extraños obligados al mismo. Cristo, finalmente, le muestra cómo conseguir el dinero necesario para pagar no sólo por Él, sino por los dos y no ser, así, motivo de escándalo.
En todos estos rasgos descubrimos una visión fundamental de la vida cristiana: es el afán de Jesús por estar con nosotros. Dice el Señor en el libro de los Proverbios: «Mi delicia es estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). ¡Cómo cambia, esta realidad, nuestro enfoque de la vida espiritual en la que a veces ponemos sólo la atención y el acento en lo que nosotros hacemos, como si eso fuera lo más importante! La vida interior ha de centrase en Cristo, en su amor por nosotros, en su entrega hasta la muerte por mí, en su constante búsqueda de nuestro corazón. Muy bien lo expresaba san Juan Pablo II en uno de sus encuentros con los jóvenes: el Papa exclamó con voz fuerte «¡Miradle a Él!».
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