Cada día su afán José-Román Flecha Andrés
Ese era el título de un famoso libro de Henri de Lubac, que nos viene a la memoria al leer algunas reflexiones del Papa Benedicto XVI durante la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Aunque encierran un rico contenido de valores positivos, se presentan aquí en forma de prohibiciones, tan sólo por esas razones pedagógicas que orientan los mandamientos bíblicos y otros textos venerables.
1. No considerar la Iglesia como una simple institución humana. Es muy habitual pensar en la Iglesia como una organización cultural o asistencial. En muchas ocasiones ha tenido que ejercer funciones de suplencia, en la liberación de los cautivos, en el ámbito de la salud o de la educación y hasta de la promoción laboral. Pero ha sido enviada por Jesucristo como mensajera y testigo de su salvación.
2. No separar a Cristo de la Iglesia. Hasta hace poco algunos afirmaban creer en Jesucristo, aunque no creían en la Iglesia. Es cierto que en el Credo no se identifica el acto de fe en Cristo con la adhesión a la Iglesia. Pero ya desde las fuentes mismas de la fe, Cristo se identifica con su Iglesia. Quien la ignora y desprecia pone en riesgo su acceso y fidelidad al mismo Jesucristo.
3. No pensar que la Iglesia vive de sí misma y no del Señor. Con alguna frecuencia, dentro y fuera de la Iglesia, se piensa que ella se fundamenta en sus posesiones materiales o culturales, que vive de sus tradiciones o de sus proyectos. Pero sólo el Señor, crucificado y resucitado, es su camino, su verdad y su vida.
4. No tratar de seguir a Jesús en solitario. Así lo pretende la mentalidad individualista. La persona se cree hoy más autosuficiente que nunca. En el plano del hacer y en el del ser. Y por supuesto, también a la hora de seguir a Jesucristo. Pero nadie puede creer y esperar a solas, como no se puede amar sin referencia a los demás.
5. No olvidar la dimensión comunitaria de la fe. La Iglesia es nuestra madre, pero es también nuestra hija. Cada cristiano es un eslabón de una cadena. Todo cristiano vive agradecido y apoyado en la fe de sus hermanos, pasados y presentes. Y al mismo tiempo, sabe y confiesa responsablemente que su fe ha de servir de apoyo a la fe de los demás.
6. No dejar de amar a la Iglesia. En otros tiempos se nos invitaba a «sentir con la Iglesia». Y es razonable la invitación. Pero la Iglesia es nuestra madre. Nos ha engendrado en la fe, nos ha ayudado a conocer a Cristo y nos ha llevado a descubrir la belleza de su amor. ¿Cómo no manifestarle cada día nuestro amor afectivo y efectivo?
7. No olvidar el impulso del Espíritu que nos lleva a dar testimonio de la fe. Nosotros somos esa Iglesia que ha sido enviada al mundo. Sin nosotros no podrá estar presente, como sal y como luz para la tierra. La llamada a la fe nos impulsa a ser testigos en todos los ambientes, incluso cuando nos encontramos con la indiferencia y el rechazo.
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