“Si no os convertís…”
Normalmente, en la liturgia de la Palabra de la Eucaristía dominical existe un vínculo directo entre la primera lectura y el Evangelio: el texto del Antiguo testamento puede contener una promesa, o una figura o situación que en Jesucristo encuentra su cumplimiento o su plenitud. Este vínculo no es hoy tan visible, al menos a primera vista, aunque existe. Para descubrirlo conviene concentrarse ante todo en el texto del Evangelio.
Jesús alude a dos acontecimientos de su tiempo que, según todos los indicios, habían conmovido profundamente a la población de Jerusalén y, posiblemente, de todo Israel. El primero, cometido por manos humanas, es un hecho atroz de Pilato contra unos galileos, posiblemente sediciosos. El segundo es algo fortuito, un “suceso”, el desplome de un edificio, que les costó la vida a dieciocho personas. Tomando pie en estos acontecimientos Jesús se enfrenta con una forma tradicional de entender la acción de Dios en la historia, que compartían sus contemporáneos (como implícitamente se desprende de sus mismas palabras) y, posiblemente, sus discípulos (los de entonces y, tal vez, al menos en parte, también los de ahora). Dios sería el vengador de nuestros pecados, de modo que las desgracias, pequeñas y grandes, naturales, fortuitas o provocadas por la mano del hombre, se interpretan como acciones permitidas o, incluso, provocadas por Él para castigarnos cuando lo merecemos. No deja de resultar paradójico que la mano cruel de los grandes criminales y las fuerzas ciegas de la naturaleza sean instrumentos de la sabia y misericordiosa justicia de Dios, cuando los “castigados”, por no se sabe qué pecados, son casi siempre gentes normales, tan culpables y tan inocentes como cualquiera; mientras que, además, los verdaderos criminales (como hoy Pilato), encima, se van de rositas.
Jesús se enfrenta con esa forma de entender a Dios, que distorsiona la imagen de su Padre, y aprovecha para ayudarnos a purificar la imagen que tenemos de Él y la relación que existe entre el pecado y el castigo. Jesús nos avisa de que Dios no actúa de esa manera, que corresponde a un estadio primitivo de compresión de la experiencia religiosa; no castiga ni ejerce violencia, ni usa las desgracias históricas o naturales para lanzarnos “advertencias”, lo que significaría que Dios advierte a unos a costa de la vida de otros; y nos recuerda que la salvación (o la perdición) no procede de “fuera”, no depende de acontecimientos externos fortuitos, buenos o malos, por medio de los que Dios nos bendeciría o castigaría. La salvación y la condenación proceden de dentro de nosotros mismos: de nuestra capacidad de conversión. Las palabras de Jesús: “no penséis que los que murieron eran más pecadores o más culpables que los demás… y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” hay que entenderlas en este sentido. Aquellos no fueron castigados por determinados pecados, pero si nosotros (que tal vez nos sentimos a resguardo) no renunciamos a los nuestros y nos convertimos, nos estamos labrando nuestra propia perdición. Porque no es Dios quien castiga, sino que nosotros nos castigamos a nosotros mismos cuando nos alejamos de la fuente del Bien y del Ser.
El tercer Domingo de Cuaresma es el domingo de la purificación. La purificación por el Bautismo (el evangelio de la samaritana en el ciclo A) y la del templo (en el ciclo B) lleva consigo la purificación de nuestra imagen de Dios y la nuestra propia por medio de la conversión (ciclo C, el de este año). Esa doble purificación es esencial para que nuestra vida no sea estéril y dé frutos. Con la parábola de la higuera estéril Jesús refuerza la llamada a cambiar de vida. Una vida alejada de Dios es como una higuera que no da fruto: no sirve para nada, su destino es la destrucción. No se trata de una imposición de fuera, más o menos legal o arbitraria, sino que es cuestión de ser o no ser fiel a la propia verdad. De todos modos, lo que podía sonar a amenaza (sin serlo realmente, pues a un árbol que no da higos difícilmente se le puede llamar higuera), acaba siendo una parábola de la misericordia de Dios, que atiende a la intercesión del viñador (el mismo Cristo), que promete trabajar en las raíces de la higuera y abonarla con su Palabra para darle la oportunidad de convertirse y dar frutos.
El viñador que intercede por la higuera estéril no puede no recordar a Moisés intercediendo a favor de su pueblo, cuando éste ha roto lo alianza y se ha alejado de Dios, poniéndose al borde de la destrucción, porque es precisamente la alianza con Dios lo que lo constituye como pueblo. Enlazamos con la primera lectura. Aparecen aquí claramente dibujados los motivos de la purificación de la imagen de Dios y del sentido de la verdadera conversión. Ésta no es un hecho puramente individual ni privado, sino esencialmente relacional. La primera condición es la manifestación que Dios hace de sí mismo, revelándonos quién es Él, cuál es su verdadero nombre: “El que soy y el que seré”, el Dios fiel que cumple sus promesas. En la experiencia religiosa auténtica es esencial dejar que Dios hable y se nos diga, en vez de imponerle nuestros esquemas y representaciones (que pueden llevar a esas imágenes idolátricas de dioses violentos y vindicativos). Es importante saber estar a la escucha. Jesús nos abona con su Palabra, que va a la raíz de nuestra vida; pero nosotros tenemos que saber ponernos a la escucha. Esto, a veces, tiene sus dificultades, porque la Palabra que Dios nos dirige no es cómoda ni nos deja como estamos. La conversión significa libertad, pero también salir de sí, dejar atrás los pequeños intereses individuales: Moisés deja de ser siervo y pastor de su suegro Jetró, para convertirse en instrumento de liberación de su pueblo, libre servidor de los propios hermanos oprimidos por dura esclavitud. Si la higuera que no da frutos no sirve para nada, el que se convierte al escuchar la Palabra de Dios, sirve y mucho: sirve a sus hermanos, especialmente a los que sufren, a los más necesitados.
Esto último nos ayuda a comprender algo de lo que planteábamos al principio. Si Dios no es el que provoca desgracias, por medio de las fuerzas ciegas de la naturaleza o de la mano del hombre, ¿qué es lo que hace, de todas formas, ante ese tipo de acontecimientos? Jesús nos dice con su vida y con su muerte (en la perspectiva de su próxima Pascua, hacia la que le acompañamos) que Dios hace algo, y muy importante: está de parte de las víctimas, sufriendo y muriendo con ellas. Dios ha tomado partido y, respetando la libertad humana, incluso para hacer el mal, ha decidido estar allí donde los hombres sufren y mueren, sufriendo y muriendo. De esta manera, nos dice que esas muertes y esos sufrimientos no son absurdos ni inútiles, que tienen sentido, pues son parte de la pasión de Cristo, y están incluidas en su designio de amor: Dios nos ama incluso en el sufrimiento, porque no hay mayor expresión de amor en el mundo que la muerte de Cristo en la Cruz.
Comprender esto nos purifica. El sufrimiento, que no hay que ir a buscar, pero que siempre nos visita de algún modo, nos purifica. Y esa purificación nos permite dar frutos de vida, frutos de buenas obras, frutos de caridad. Y es que, si es verdad que si no nos convertimos a Dios pereceremos, también lo es que, si nos convertimos, no sólo salvaremos nuestra vida, sino que nos pondremos al servicio de los que sufren, siendo para ellos expresión e instrumento de la Providencia del Dios que cumple sus promesas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario