CAPÍTULO IV
Que se otorgan muchos
bienes a los que devotamente comulgan
Señor Dios mío,
anticipa a tu siervo con bendiciones de tu dulzura, porque merezca llegar digna
y devotamente a tu magnífico sacramento. Despierta mi corazón en ti y despójame
de la pesadumbre del cuerpo; visítame en tu salud para que guste en espíritu tu
suavidad, la cual está escondida en este sacramento muy cumplidamente, así como
en fuente.
Alumbra también
mis ojos para que pueda mirar tan alto misterio, y esfuérzame para creerlo con
firmísimo fe. Porque esto, Señor, obra tuya es, y no humano poder. Es sagrada
ordenación tuya, y no invención de hombres. No hay, por cierto, ni se puede
hallar alguno suficiente por sí para entender cosas tan altas, que aun a la
sutileza angélica exceden. Pues yo pecador indigno, tierra y ceniza, ¿qué podré
escudriñar y entender de tan altísimo sacramento?
Señor, en
simplicidad de corazón, en buena y firme fe y por tu mandato vengo a ti con
esperanza y reverencia, y creo verdaderamente que estás presente aquí en este
sacramento, Dios y hombre. Y pues quieres, salvador mío, que yo te reciba y que
me ayunte a ti en caridad, suplico a tu clemencia y demando me sea dada una muy
especialísima gracia para que todo me derrita en ti y rebose de amor, y que no cure
más de otra alguna consolación.
Por cierto, este
altísimo y dignísimo sacramento es salud del ánima y del cuerpo, y medicina de
toda enfermedad espiritual; con él se curan mis vicios, refrénanse mis
pasiones, las tentaciones se vencen y disminuyen, dase mayor gracia, la virtud
comenzada crece, confírmase la fe, esfuérzase la esperanza, enciéndese la
caridad y extiéndese.
De verdad, Señor,
muchos bienes has dado y siempre das en este dulcísimo sacramento a los que te
aman, cuando te reciben, Dios mío, recibidor de mi ánima, reparador de la
humana enfermedad y dador de toda interior consolación: que tú les infundes
gran consuelo y fortaleza contra diversas tribulaciones, y de lo profundo de su
propio desprecio los levantas a la esperanza de tu defensión, y con una nueva
gracia los recreas y alumbras de dentro; porque los que antes de la comunión se
habían sentido congojosos y sin devoción, después, recreados con manjar y beber
celestial, se hallan muy mejorados.
Y esto, Señor,
haces así con tus escogidos, porque conozcan verdaderamente, y manifiestamente
experimenten que no tienen nada de sí, y sientan la bondad y gracia que de ti
alcanzan, porque de sí mismos merecen ser fríos, duros, indevotos; mas de ti,
Señor, alcanzan ser fervientes, alegres y devotos.
¿Quién llega con
humildad a la fuente de la suavidad que no traiga algo de la suavidad? ¿O quién
está cerca de algún gran fuego que no reciba algún calor? Y tú, Señor, fuente
eres siempre llena y muy abundosa, fuego que continuo arde y nunca desfallece. Por
tanto, si no me es lícito sacar del henchimiento de la fuente, ni beber hasta
hartarme, pondré siquiera mi boca al agujero de algún cañito celestial, para
que a lo menos reciba de allí alguna gotilla para refrigerar mi sed, porque no
me seque del todo. Y si no puedo del todo ser celestial, ni puedo abrasarme
como los serafines, trabajaré a lo menos de darme a la oración y aparejaré mi
corazón para buscar siquiera una pequeña centella del divino entendimiento,
mediante la humilde comunión de este sacramento que da vida.
Todo lo que me
falta, buen Jesús, Salvador santísimo, súplelo tú benigna y graciosamente por
mí, pues tuviste por bien llamar a todos, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé.
Yo, Señor, por
cierto, trabajo y estoy atormentado con sudor de mi rostro y con dolor de
corazón; cargado estoy de pecados, y combatido de tentaciones, envuelto y
agravado, no hay quien me libre y salve sino tú, Señor Dios, Salvador mío. A ti
me encomiendo con todas mis cosas, para que me guardes y lleves a la vida
eterna. Recíbeme para gloria y honra de tu santo nombre. Tú, Señor, que me
aparejaste tu cuerpo y sangre en manjar y en beber, otórgame, Señor, salvador
mío, que crezca el afecto de mi devoción con la continuación de este tu
misterio.
CAPÍTULO V
De la dignidad del
sacramento y del estado sacerdotal
Aunque tuvieses
la pureza de los ángeles y la santidad de San Juan Bautista, no serías digno de
recibir ni tratar este santísimo sacramento, porque no cabe en humano merecimiento
que el hombre consagre y trate el sacramento de Cristo y coma el pan de los
ángeles.
Grande es este
misterio, y grande la dignidad de los sacerdotes, a los cuales es dado lo que
no es concedido a los ángeles: que sólo los sacerdotes ordenados en la Iglesia
derechamente tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo, y el
sacerdote es ministro de Dios, y usa de palabras de Dios por el mandamiento y
ordenación de Dios; mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, al
cual está sujeta cualquier cosa que quisiere, y le obedece a todo lo que
mandare.
Y así, más debes
creer a Dios todopoderoso en este excelentísimo sacramento que a tu propio
sentido o alguna señal visible. Y por eso, con temor y gran reverencia debe el
hombre llegar a este sacramento.
Mira, pues,
sacerdote, qué oficio te han encomendado por mano del obispo; mira cómo eres
ordenado y consagrado para celebrar. Mira ahora que muy fielmente y con
devoción ofrezcas a Dios el sacrificio en su tiempo y te conserves sin reprensión.
Mira que no has aliviado tu carga, mas con mayor y más estrecha caridad estás
atado y a mayor perfección estás obligado.
El sacerdote debe
ser adornado de todas virtudes y ha de dar a los otros ejemplo de buena vida;
su conversación no ha de ser con los comunes ejercicios de los hombres, mas con
los ángeles en el cielo y con los perfectos en la tierra. El sacerdote vestido
de las sagradas vestiduras tiene lugar de Cristo para rogar humilde y
devotamente a Dios por sí y por todo el pueblo.
Él tiene la señal
de la cruz de Cristo ante sí y detrás de sí, para que de continuo tenga memoria
de su pasión. Ante sí, en la casulla, trae la cruz, porque mire con cuidado las
pisadas de Cristo y estudie de seguirlo con fervor. Detrás también está
señalado de la cruz, porque sufra con paciencia por amor de Dios cualquier
adversidad o daño que otros le hicieren. La cruz lleva delante porque llore sus
pecados, y detrás la lleva porque llore por compasión los ajenos y sepa que es
medianero entre Dios y el pecador, y no cese de orar y de ofrecer el santo
sacrificio hasta que merezca alcanzar gracia y misericordia.
Cuando el
sacerdote celebra, honra a Dios y alegra a los ángeles, edifica a la Iglesia,
ayuda a los vivos y da reposo a los difuntos y hácese particioneo de todos los
bienes.
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