Primera lectura
Lectura de la profecía de Ezequiel (33,7-9):
Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: "¡Malvado, eres reo de muerte!", y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.»
Palabra de Dios
Salmo
Sal 94,1-2.6-7.8-9
R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón»
Venid, aclamemos al Señor,
demos vitores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masa en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (13,8-10):
A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo.» Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera.
Palabra de Dios
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,15-20):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
Palabra del Señor
Comentario al Evangelio del domingo, 7 de septiembre de 2014
Queridos hermanos:
Hace unos años, un domingo en todas las Iglesias se leía este mismo evangelio. Unos quince días antes se había producido un atentado de ETA. A la salida de las parroquias se realizó una encuesta para un programa de televisión, la pregunta era esta: ¿Perdonaría usted a los asesinos de ETA? Hubo nada menos que 27.014 respuestas. De ellas 25.477 respondieron que no. Sólo 1.537 se apuntaban al perdón. La encuesta no era muy científica, pero hacía temblar. Siendo el sentimiento de perdón tan nuclear al cristianismo y después de haber escuchado este evangelio hace unos minutos, algo no casaba entre lo que se leía y lo que se pensaba. A diario, incluso, rezamos en el Padrenuestro “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Otra vez Pedro, pregunta a Jesús: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?”. Parece que con él diríamos todos: pero supongo que esto tiene un límite, ¿verdad? Jesús postula un perdón ilimitado (setenta veces siete), siempre. Con la parábola que sigue nos hace descubrir que el perdón no solamente supone una actitud en quien perdona sino también en quien es perdonado. El empleado no supo hacer con los otros lo que se había hecho con él. La conclusión es clara: si nosotros no somos capaces de perdonar a nuestros hermanos, tampoco Dios puede perdonarnos. Dicho de otra manera, el problema no radica en el perdón de Dios, su amor es ilimitado, sino en la reconciliación con nuestros hermanos.
En realidad, ¿con quién tenemos problemas a lo largo del día o de la semana? ¿Con Dios o con el prójimo? ¿Con quién nos enfadamos, a quién insultamos o estafamos, a quién tratamos mal, despreciamos, ignoramos, mentimos, sobornamos…? Podemos multiplicar los ejemplos y llegamos siempre a la misma conclusión: si nuestros conflictos son con los otros hombres, con ellos debemos arreglarnos y reconciliarnos. Por eso el perdón cristiano va más allá. Si bien es cierto que, el otro nos ha ofendido, con lo que demostró ser “peor que nosotros”, no menos cierto es que tal ofensa real, pone también de manifiesto hasta dónde llega nuestra real bondad de corazón. Quien se siente ofuscadamente ofendido y considera al otro como enemigo, demuestra que su corazón tiene una abundante cuota de “maldad” (No hablamos aquí de leyes, sino de las palabras del Maestro en la cruz: Perdónalos porque no saben lo que hacen).
Más que la palabra perdón deberíamos usar la palabra reconciliación (así se llama el sacramento), que implica un común esfuerzo por ambas partes para encontrar una fórmula de convivencia capaz de hacernos sentir nuevamente hermanos. El cristianismo no descarta, naturalmente, las relaciones del hombre con Dios, pero parte del supuesto de que lo importante para el hombre es saber convivir con los demás hombres, llegando a superar todas las barreras que separan a unos de otros. Desde el momento que hablamos de relación humana entendemos que por ambas partes debe darse el esfuerzo de superar los respectivos egoísmos que impiden que ambos se vean y se sientan como hermanos. En esto se manifiesta si amamos a Dios: en saber amar a nuestro prójimo. Cuidado, puede que a la salida nos pasen una encuesta.
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