Entre sacrificios y signos andan las dos lecturas de hoy. Vamos a ver la primera porque nos dice algo que es muy importante para nuestra vida cristiana. Hay muchos que piensan que Dios exige nuestros sacrificios para perdonarnos. Se entiende que nosotros somos pecadores, que con ese pecado hemos ofendido a Dios y que la única solución posible es que le desagraviemos. ¿Cómo? Ofreciéndole algo a cambio para compensarle por el daño que le hemos hecho. Haremos sacrificios (desde no comer carne una temporada hasta dejar de fumar o levantarnos a misa temprano durante un tiempo hasta... muchas otras cosas que se nos pueden ocurrir).
De ahí, a veces damos un paso al frente. Y pensamos que si queremos conseguir que Dios nos haga un favor, tenemos que ofrecerle algo a cambio. Si vamos todos los domingos a misa y rezamos el rosario todos los días, entonces Dios nos salvará. O nos perdonará. O hará que nuestro hijo encuentre trabajo o que se cure nuestro familiar.
Al final, convertimos nuestra relación con Dios en una especie de intercambio comercial. Compramos algo y pagamos el precio correspondiente. Nos equivocamos de medio a medio. La relación con Dios es de amor y el amor nunca se compra ni se vende. Nos quiere porque sí, porque somos sus hijos e hijas. Por eso, y sólo por eso, y precisamente por eso, Dios quiere nuestro bien. El bien de todos, sin excepción.
Lo que Dios quiere de nosotros no es que hagamos sacrificios sin sentido (hacer una peregrinación de rodillas puede ser muy sacrificado pero es de dudar que le agrade a Dios. Y no me lo invento. Simplemente aplico lo que dice la lectura de hoy del profeta Miqueas: “Te han explicado, hombre, el bien, lo que Dios desea de ti: simplemente, que respetes el derecho, que ames la misericordia y que andes humilde con tu Dios.” Así de sencillo: respetar el derecho y amar la misericordia. Ese es el sacrificio que Dios quiere de nosotros. Para que sus hijos e hijas vivamos en amor y familia, que Dios no tiene más contento que ése.
Y ése es también el verdadero signo que Dios quiere ofrecer al mundo. Nada de milagros en el cielo en los que las estrellas caen o se nubla el sol. El milagro, el verdadero milagro, el único milagro se produce cuando hombres y mujeres respetan la justicia y practican la misericordia. Cuando promueven la vida y rechazan la muerte. Cuando acogen a los condenados y les devuelven la esperanza. Allí donde una comunidad cristiana vive de esa manera, están siendo testigos del Reino.
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