A primera vista, puede dar la impresión de que en el pasaje evangélico de hoy Jesús rechaza a su familia. Pero no es verdad. A Jesús le encanta romper moldes, abrir las mentes, sorprender a los que le escuchan con afirmaciones que les hagan reflexionar y salir de los lugares conocidos de siempre.
Cuando abrimos los oídos y el corazón a su palabra, Jesús no nos deja donde estábamos. Nos lleva a lugares nuevos, más humanos, más llenos de vida. Nos lleva a su Reino, donde se piensa de otra manera.
En el caso de la familia, a nosotros nos gusta pensar en fronteras y límites. Esta es mi familia. Este es mi marido o mi esposa. Estos son mis hijos. Estos son mis padres. Y aquellos mis primos. Y fuera de ese círculo están los otros. Con esos ya no tengo relación. Muchas veces los veo incluso más como una amenaza. Así vamos haciendo círculos. Está la familia y luego están los de mi pueblo, los que hablan mi lengua, los de mi región, los de mi país, los de mi continente. O los de mi religión. O los que piensan políticamente como yo. Y parece que según nos vamos alejando del círculo primero, vamos viendo cada vez más amenazas de las que nos tenemos que proteger. Ponemos llaves en las puertas y policías en nuestras fronteras. Muros en torno a nuestras casas y puestos de control en las carreteras. Aunque vivamos en paz con nuestros vecinos, tenemos un ejército. Por si acaso, que ya se sabe que la mejor defensa es un buen ataque.
Aquí viene Jesús y nos abre la mente. Más allá de la familia carnal, más allá de la lengua, de la raza, del país, de... (podemos poner cualquier marca de esas que nos inventamos para separarnos unos de otros: desde el color de la piel hasta el equipo de fútbol al que seguimos) hay otra familia que es mucho más verdadera y más profunda. Es la familia de los hijos e hijas de Dios. Es el Reino.
Alguno pensará que la frase de indica que “sólo” son su familia los que obedecen a Dios. Para entendernos, los buenos cristianos. Nada de eso. Hay que pensar como piensa Jesús. Los que forman parte de esa nueva familia son los que cumplen con la voluntad del Padre. ¿Cuál es esa voluntad del Padre? Pues no es otra sino que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. Y, ¿cómo nos ha amado? Con un amor infinito y sin condiciones. Hasta dar la vida por nosotros. Acogiendo a todos sin medida, perdonando sin medida. No dejando a nadie fuera de su abrazo amoroso. Es la familia del Reino donde nadie es excluido y a todos se abre la puerta. Los que aman como Dios nos ama hacen como él: no excluyen a nadie, acogen a todos, comparten dolores y penas y, con su presencia y su palabra, devuelven a todos la esperanza.
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