Vamos a quedarnos con el primer párrafo del Evangelio de hoy. Ya habrá tiempo para meditar sobre el segundo. Jesús elige a los que van a ser sus seguidores más cercanos, el grupo que formará parte de su familia. El evangelista los recuerda con su nombre: Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
No es baladí lo de recordar los nombres de los apóstoles. No existe el anonimato en el grupo de Jesús. Cada uno tiene su nombre. Si me apuran, hasta el apodo. De alguno se recuerda la profesión. Y, por supuesto, algunos son hermanos. Son esas pequeñas cosas que hacen de un grupo de personas una familia, una comunidad.
Se me ha ido la mente a muchas misas de domingo en nuestras parroquias por todo lo ancho y lo largo de este mundo. Cada uno entra por su cuenta. En silencio camina por entre los bancos. Busca su sitio y se sienta a esperar a que empiece la misa. Igual reza algo, igual piensa, igual deja vagar la mirada por el interior de la iglesia. Entran más personas. Se van sentando. La mayoría da la impresión de que no se conocen. Sólo algunos, porque son vecinos o por alguna razón, se saludan. A veces, incluso sale a celebrar un sacerdote nuevo al que nadie presenta. En ese caso, me gusta hablar de que es el cura “ovni” (objeto volante no identificado, como se decía antes de lo que se pensaba que eran naves de extraterrestres). ¿Me explico lo que quiero decir? Demasiadas veces, nuestras comunidades no son tales sino grupos de personas anónimas, que no se conocen, que no se saludan. No nos parecemos a la comunidad de Jesús en la que todos se conocían por el nombre y formaban una verdadera familia.
Tenemos que hacer un esfuerzo por construir comunidades de creyentes. La fe tiene que estar presente pero también la relación humana, conocernos, llamarnos por el nombre. Nuestra comunicación con Dios no es directa sino que pasa a través de los hermanos. No asistimos a la misa como algo que sucede en el altar y que nosotros observamos desde abajo. Eso no tiene nada que ver con la Eucaristía que nos regaló Jesús.
La Eucaristía es el encuentro gozoso de los hermanos y hermanas, creyentes, que se sientan a compartir la palabra y el pan, que se sienten hermanos entre sí y que desean ampliar esa fraternidad a todo el mundo, especialmente a los más necesitados y a los excluidos.
Saludarnos al entrar en la Iglesia no es una falta de respeto a la santidad del lugar. Es una forma de construir comunidad. La santidad no está en las piedras materiales sino en las piedras vivas, los hermanos y hermanas, que forman la iglesia viva de Jesús. Saludarnos es una forma de reconocer y hacer viva esa fraternidad. Por eso no es baladí que el evangelista recuerde los nombres de los apóstoles que formaban la familia de Jesús. ¿Y nosotros? ¿Conocemos el nombre de nuestros hermanos?
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