Atención a la primera lectura. Es el comienzo del libro del profeta Jeremías y el profeta nos cuenta como se sintió llamado a ser profeta. Él no quería. Él no se sentía digno de semejante encargo. Puso todas las dificultades posibles. Pero el Señor quería y cuando Dios quiere algo, lo suele conseguir. El profeta podía estar seguro de que iba a tener la presencia y la gracia de Dios con él. No tenía nada que temer. Su misión consistiría en “arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar”. Todo eso y por ese orden.
A veces pensamos que ser profeta es conocer el futuro, adivinar lo que va a suceder, los castigos o los premios que van a venir sobre nosotros si nos portamos mal (castigo) o nos portamos bien (premio). En el Antiguo Testamento, el profeta no es el adivino sino simplemente el vocero de Dios. Es una especie de altavoz que tiene como deber fundamental recordar al pueblo la Palabra y la Ley de Dios.
Por eso su misión no es sentarse delante de la bola de cristal y adivinar el número de la lotería que va a tocar en el sorteo de dentro de una semana. Su misión es proclamar la palabra de Dios sin acepción de personas (“ante pueblos y reyes”) para ayudar a arrancar las malas hierbas que nacen en nuestros corazones (arrancar, arrasar, destruir, demoler). Pero sobre todo, para promover lo mejor de nosotros, para que seamos conscientes de que Dios está con nosotros, de que nos ama, de que somos su pueblo. El profeta está, sobre todo, para edificar y plantar la nueva ciudad, la nueva Jerusalén, donde todos se sentirán como en casa porque Dios estará en medio de todos.
En el Evangelio de hoy se cuenta la parábola del sembrador que siembre la semilla y luego la tierra da su cosecha de acuerdo con su calidad. Pero la parábola no nos cuenta el trabajo que tiene el agricultor antes de sembrar. La tierra hay que roturarla, allanarla, limpiarla. Todo eso es necesario para que esté preparada para recibir la semilla. Y sin ese trabajo no podrá dar su fruto.
El profeta es el que prepara la tierra y luego siembra la semilla de la palabra y del amor de Dios para con nosotros. Él no es el protagonista de la historia. El protagonista es Dios mismo, es la semilla, es la palabra que crece en el corazón de cada hombre y mujer. La cosecha será el fruto de amor para la vida del mundo que brotará de esa semilla hecha planta.
Cada vez que amamos, que decimos una palabra de consuelo, que actuamos con justicia, que creamos fraternidad en medio del odio, que devolvemos la esperanza al que la ha perdido, allanamos, roturamos, limpiamos y plantamos la semilla. Ese es nuestro deber. Como lo hizo Jeremías. El resultado, la cosecha, ya no depende de nosotros. Crecerá en el misterio del corazón de cada persona. A nosotros sólo nos quedará contemplar agradecidos como va creciendo la mies.
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